Veinte mil leguas de viaje submarino
Por Julio Verne
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La historia comienza con una expedición a bordo de un buque de la marina de guerra estadounidense: el Abraham Lincoln, al mando del almirante Farragut, que busca dar caza a un extraño cetáceo, con un largo y filoso cuerno en el hocico (luego se demuestra que el animal es un narval), que había ocasionado daños a diversas embarcaciones. Durante la expedición, los protagonistas se ven lanzados por la borda del buque como resultado de una embestida del animal. El profesor Aronnax y su acompañante Conseil son rescatados por el arponero canadiense Ned Land que también cayó al agua con ellos, después del impacto de la criatura, y los tres logran llegar a nado a un lugar seguro. Una vez a salvo, descubren que no se encuentran realmente en una isla, sino sobre una estructura metálica: un submarino a flote a cuyo interior acceden por una compuerta, llevados por ocho enmascarados.
Julio Verne
Julio Verne (Nantes, 1828 - Amiens, 1905). Nuestro autor manifestó desde niño su pasión por los viajes y la aventura: se dice que ya a los 11 años intentó embarcarse rumbo a las Indias solo porque quería comprar un collar para su prima. Y lo cierto es que se dedicó a la literatura desde muy pronto. Sus obras, muchas de las cuales se publicaban por entregas en los periódicos, alcanzaron éxito enseguida y su popularidad le permitió hacer de su pasión, su profesión. Sus títulos más famosos son Viaje al centro de la Tierra (1865), Veinte mil leguas de viaje submarino (1869), La vuelta al mundo en ochenta días (1873) y Viajes extraordinarios (1863-1905). Gracias a personajes como el Capitán Nemo y vehículos futuristas como el submarino Nautilus, también ha sido considerado uno de los padres de la ciencia ficción. Verne viajó por los mares del Norte, el Mediterráneo y las islas del Atlántico, lo que le permitió visitar la mayor parte de los lugares que describían sus libros. Hoy es el segundo autor más traducido del mundo y fue condecorado con la Legión de Honor por sus aportaciones a la educación y a la ciencia.
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Veinte mil leguas de viaje submarino
Julio Verne
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Parte I
Capítulo 1 Un escollo fugaz
El año 1866 quedó caracterizado por un extraño acontecimiento, por un fenómeno inexplicable e inexplicado que nadie, sin duda, ha podido olvidar. Sin hablar de los rumores que agitaban a las poblaciones de los puertos y que sobreexcitaban a los habitantes del interior de los continentes, el misterioso fenómeno suscitó una particular emoción entre los hombres del mar. Negociantes, armadores, capitanes de barco, skippers y masters de Europa y de América, oficiales de la marina de guerra de todos los países y, tras ellos, los gobiernos de los diferentes Estados de los dos continentes, manifestaron la mayor preocupación por el hecho.
Desde hacía algún tiempo, en efecto, varios barcos se habían encontrado en sus derroteros con «una cosa enorme», con un objeto largo, fusiforme, fosforescente en ocasiones, infinitamente más grande y más rápido que una ballena.
Los hechos relativos a estas apariciones, consignados en los diferentes libros de a bordo, coincidían con bastante exactitud en lo referente a la estructura del objeto o del ser en cuestión, a la excepcional velocidad de sus movimientos, a la sorprendente potencia de su locomoción y a la particular vitalidad de que parecía dotado. De tratarse de un cetáceo, superaba en volumen a todos cuantos especímenes de este género había clasificado la ciencia hasta entonces. Ni Cuvier, ni Lacepède, ni Dumeril ni Quatrefages hubieran admitido la existencia de tal monstruo, a menos de haberlo visto por sus propios ojos de sabios.
El promedio de las observaciones efectuadas en diferentes circunstancias una
vez descartadas tanto las tímidas evaluaciones que asignaban a ese objeto una longitud de doscientos pies, como las muy exageradas que le imputaban una anchura de una milla y una longitud de tres permitía afirmar que ese ser fenomenal, de ser cierta su existencia, superaba con exceso todas las dimensiones admitidas hasta entonces por los ictiólogos.
Pero existía; innegable era ya el hecho en sí mismo. Y, dada esa inclinación a lo maravilloso que existe en el hombre, se comprende la emoción producida por esa sobrenatural aparición. Preciso era renunciar a la tentación de remitirla al reino de las fábulas.
Efectivamente, el 20 de julio de 1866, el vapor Governor Higginson, de la Calcuta and Burnach Steam Navigation Company, había encontrado esa masa móvil a cinco millas al este de las costas de Australia. El capitán Baker creyó, al pronto, hallarse en presencia de un escollo desconocido, y se disponía a determinar su exacta situación cuando pudo ver dos columnas de agua, proyectadas por el inexplicable objeto, elevarse silbando por el aire hasta ciento cincuenta pies. Forzoso era, pues, concluir que de no estar el escollo sometido a las expansiones intermitentes de un géiser, el Governor Higginson había encontrado un mamífero acuático, desconocido hasta entonces, que expulsaba por sus espiráculos columnas de agua, mezcladas con aire y vapor.
Se observó igualmente tal hecho el 23 de julio del mismo año, en aguas del Pacífico, por el Cristóbal Colón, de la West India and Pacific Steam Navigation Company,. Por consiguiente, el extraordinario cetáceo podía trasladarse de un lugar a otro con una velocidad sorprendente, puesto que, a tres días de intervalo tan sólo, el Governor Higginson y el Cristóbal Colón lo habían observado en dos puntos del mapa separados por una distancia de más de setecientas leguas marítimas.
Quince días más tarde, a dos mil leguas de allí, el Helvetia, de la Compagnie Nationale, y el Shannon, de la Royal Mail, navegando en sentido opuesto por la zona del Atlántico comprendida entre Europa y Estados Unidos, se señalaron mutuamente al monstruo a 42º 15' de latitud norte y 60º 35' de longitud al oeste del meridiano de Greenwich. En esa observación simultánea se creyó poder evaluar la longitud mínima del mamífero en más de trescientos cincuenta pies ingleses, dado que el Shannon y el Helvetia eran de dimensiones inferiores, aun cuando ambos midieran cien metros del tajamar al codaste. Ahora bien, las ballenas más grandes, las que frecuentan los parajes de las islas Aleutinas, la Kulammak y la Umgullick, no sobrepasan los cincuenta y seis metros de longitud, si es que llegan a alcanzar tal dimensión.
Estos sucesivos informes; nuevas observaciones efectuadas a bordo del transatlántico Le Pereire, un abordaje entre el monstruo y el Etna, de la línea Iseman; un acta levantada por los oficiales de la fragata francesa La Normandie; un estudio muy serio hecho por el estado mayor del comodoro Fitz james a bordo del Lord Clyde, causaron una profunda sensación en la
opinión pública. En los países de humor ligero se tomó a broma el fenómeno, pero en los países graves y prácticos, en Inglaterra, en América, en Alemania, causó una viva preocupación.
En todas partes, en las grandes ciudades, el monstruo se puso de moda. Fue tema de canciones en los cafés, de broma en los periódicos y de representación en los teatros. La prensa halló en él la ocasión de practicar el ingenio y el sensacionalismo. En sus páginas, pobres de noticias, se vio reaparecer a todos los seres imaginarios y gigantescos, desde la ballena blanca, la terrible «Moby Dick» de las regiones hiperbóreas, hasta el desmesurado Kraken, cuyos tentáculos pueden abrazar un buque de quinientas toneladas y llevárselo a los abismos del océano. Se llegó incluso a reproducir las noticias de los tiempos antiguos, las opiniones de Aristóteles y de Plinio que admitían la existencia de tales monstruos, los relatos noruegos del obispo Pontoppidan, las relaciones de Paul Heggede y los informes de Harrington, cuya buena fe no puede ser puesta en duda al afirmar haber visto, hallándose a bordo del Castillan, en 1857, la enorme serpiente que hasta entonces no había frecuentado otros mares que los del antiguo Constitutionnel.
Todo esto dio origen a la interminable polémica entre los crédulos y los incrédulos, en las sociedades y en las publicaciones científicas. La «cuestión del monstruo» inflamó los ánimos. Los periodistas imbuidos de espíritu científico, en lucha con los que profesan el ingenio, vertieron oleadas de tinta durante la memorable campaña; algunos llegaron incluso a verter dos o tres gotas de sangre, al pasar, en su ardor, de la serpiente de mar a las más ofensivas personalizaciones.
Durante seis meses la guerra prosiguió con lances diversos. A los artículos de fondo del Instituto Geográfico del Brasil, de la Academia Real de Ciencias de Berlín, de la Asociación Británica, del Instituto Smithsoniano de Washington, a los debates del The Indian Archipelago, del Cosmos del abate Moigno y del Mittheilungen de Petermann, y a las crónicas científicas de las grandes publicaciones de Francia y otros países replicaba la prensa vulgar con alardes de un ingenio inagotable. Sus inspirados redactores, parodiando una frase de Linneo que citaban los adversarios del monstruo, mantuvieron, en efecto, que «la naturaleza no engendra tontos», y conjuraron a sus contemporáneos a no infligir un mentís a la naturaleza y, consecuentemente, a rechazar la existencia de los Kraken, de las serpientes de mar, de las «Moby Dick» y otras lucubraciones de marineros delirantes. Por último, en un artículo de un temido periódico satírico, el más popular de sus redactores, haciendo acopio de todos los elementos, se precipitó, como Hipólito, contra el monstruo, le asestó un golpe definitivo y acabó con él en medio de una carcajada universal. El ingenio había vencido a la ciencia.
La cuestión parecía ya enterrada durante los primeros meses del año de 1867, sin aparentes posibilidades de resucitar, cuando nuevos hechos llegaron al
conocimiento del público. Hechos que revelaron que no se trataba ya de un problema científico por resolver, sino de un peligro serio, real, a evitar. La cuestión adquirió así un muy diferente aspecto. El monstruo volvió a erigirse en islote, roca, escollo, pero un escollo fugaz, indeterminable, inaprehensible. El 5 de marzo de 1867, el Moravian, de la Montreal Ocean Company, navegando durante la noche a 27º 30' de latitud y 72º 15' de longitud, chocó por estribor con una roca no señalada por ningún mapa en esos parajes. Impulsado por la fuerza combinada de viento y de sus cuatrocientos caballos de vapor, el buque navegaba a la velocidad de trece nudos. Abierto por el choque, es indudable que de no ser por la gran calidad de su casco, el Moravian se habría ido a pique con los doscientos treinta y siete pasajeros que había embarcado en Canadá.
El accidente había ocurrido hacia las cinco de la mañana, cuando comenzaba a despuntar el día. Los oficiales de guardia se precipitaron hacia popa y escrutaron el mar con la mayor atención, sin ver otra cosa que un fuerte remolino a unos tres cables de distancia del barco, como si las capas líquidas hubieran sido violentamente batidas. Se tomaron con exactitud las coordenadas del lugar y el Moravian continuó su rumbo sin averías aparentes. ¿Había chocado con una roca submarina o había sido golpeado por un objeto residual, enorme, de un naufragio? No pudo saberse, pero al examinar el buque en el dique carenero se observó que una parte de la quilla había quedado destrozada.
Pese a la extrema gravedad del hecho, tal vez habría pasado al olvido como tantos otros si no se hubiera reproducido en idénticas condiciones, tres semanas después. Pero en esta ocasión la nacionalidad del buque víctima de este nuevo abordaje y la reputación de la compañía a la que pertenecía el navío dieron al acontecimiento una inmensa repercusión.
Nadie ignora el nombre del célebre armador inglés Cunard, el inteligente industrial que fundó, en 1840, un servicio postal entre Liverpool y Halifax, con tres barcos de madera, de ruedas, de cuatrocientos caballos de fuerza y con un arqueo de mil ciento sesenta y dos toneladas. Ocho años después, el material de la compañía se veía incrementado en cuatro barcos de seiscientos cincuenta caballos y mil ochocientas veinte toneladas, y dos años más tarde, en otros dos buques de mayor potencia y tonelaje. En 1853, la Compañía Cunard, cuya exclusiva del transporte del correo acababa de serle renovada, añadió sucesivamente a su flota el Arabia, el Persia, el China, el Scotia, el Java y el Rusia, todos ellos muy rápidos y los más grandes que, a excepción del Great Eastern, hubiesen surcado nunca los mares. Así, pues, en 1867, la compañía poseía doce barcos, ocho de ellos de ruedas y cuatro de hélice.
La mención de tales detalles tiene por fin mostrar la importancia de esta compañía de transportes marítimos, cuya inteligente gestión es bien conocida en el mundo entero. Ninguna empresa de navegación transoceánica ha sido
dirigida con tanta habilidad como ésta; ningún negocio se ha visto coronado por un éxito mayor. Desde hace veintiséis años, los navíos de las líneas Cunard han atravesado dos mil veces el Atlántico sin que ni una sola vez se haya malogrado un viaje, sin que se haya producido nunca un retraso, sin que se haya perdido jamás ni una carta, ni un hombre ni un barco. Por ello, y pese a la poderosa competencia de las líneas francesas, los pasajeros continúan escogiendo la Cunard, con preferencia a cualquier otra, como demuestran las conclusiones de los documentos oficiales de los últimos años. Dicho esto, a nadie sorprenderá la repercusión hallada por el accidente ocurrido a uno de sus mejores barcos.
El 13 de abril de 1867, el Scotia se hallaba a 15º 12' de longitud y 45º 37' de latitud, navegando con mar bonancible y brisa favorable. Su velocidad era de trece nudos y cuarenta y tres centésimas, impulsado por sus mil caballos de vapor. Sus ruedas batían el agua con una perfecta regularidad. Su calado era de seis metros y sesenta centímetros, y su desplazamiento de seis mil seiscientos veinticuatro metros cúbicos.
A las cuatro y diecisiete minutos de la tarde, cuando los pasajeros se hallaban merendando en el gran salón, se produjo un choque, poco sensible, en realidad, en el casco del Scotia, un poco más atrás de su rueda de babor.
No había sido el Scotia el que había dado el golpe sino el que lo había recibido, y por un instrumento más cortante o perforante que contundente. El impacto había parecido tan ligero que nadie a bordo se habría inquietado si no hubiesen subido al puente varios marineros de la cala gritando: «¡Nos hundimos! ¡Nos hundimos!».
Los pasajeros se quedaron espantados, pero el capitán Anderson se apresuró a tranquilizarles. En efecto, el peligro no podía ser inminente. Dividido en siete compartimientos por tabiques herméticos, el Scotia podía resistir impunemente una vía de agua.
El capitán Anderson se dirigió inmediatamente a la cala. Vio que el quinto compartimiento había sido invadido por el mar, y que la rapidez de la invasión demostraba que la vía de agua era considerable. Afortunadamente, las calderas no se hallaban en ese compartimiento. De haber estado alojadas en él se hubiesen apagado instantáneamente. El capitán Anderson ordenó de inmediato que pararan las máquinas. Un marinero se sumergió para examinar la avería. Algunos instantes después pudo comprobarse la existencia en el casco del buque de un agujero de unos dos metros de anchura. Imposible era cegar una vía de agua tan considerable, por lo que el Scotia, con sus ruedas medio sumergidas, debió continuar así su travesía. Se hallaba entonces a trescientas millas del cabo Clear. Con un retraso de tres días que inquietó vivamente a la población de Liverpool, consiguió arribar a las dársenas de la compañía.
Una vez puesto el Scotia en el dique seco, los ingenieros procedieron a examinar su casco. Sin poder dar crédito a sus ojos vieron cómo a dos metros
y medio por debajo de la línea de flotación se abría una desgarradura regular en forma de triángulo isósceles. La perforación de la plancha ofrecía una perfecta nitidez; no la hubiera hecho mejor una taladradora. Evidente era, pues, que el instrumento perforador que la había producido debía ser de un temple poco común, y que tras haber sido lanzado con una fuerza prodigiosa, como lo atestiguaba la horadación de una plancha de cuatro centímetros de espesor, había debido retirarse por sí mismo mediante un movimiento de retracción verdaderamente inexplicable.
Tal fue este último hecho, que tuvo por resultado el de apasionar nuevamente a la opinión pública. Desde ese momento, en efecto, todos los accidentes marítimos sin causa conocida se atribuyeron al monstruo. El fantástico animal cargó con la responsabilidad de todos esos naufragios, cuyo número es desgraciadamente considerable, ya que de los tres mil barcos cuya pérdida se registra anualnente en el Bureau Veritas, la cifra de navíos de vapor o de vela que se dan por perdidos ante la ausencia de toda noticia asciende a no menos de doscientos.
Justa o injustamente se acusó al «monstruo» de tales desapariciones. Al revelarse así cada día más peligrosas las comunicaciones entre los diversos continentes, la opinión pública se pronunció pidiendo enérgicamente que se desembarazaran los mares, de una vez y a cualquier precio, del formidable cetáceo.
Capítulo 2 Los pros y los contras
En la época en que se produjeron estos acontecimientos me hallaba yo de regreso de una exploración científica emprendida en las malas tierras de Nebraska, en los Estados Unidos. En mi calidad de profesor suplente del Museo de Historia Natural de París, el gobierno francés me había delegado a esa expedición. Tras haber pasado seis meses en Nebraska, llegué a Nueva York, cargado de preciosas colecciones, hacia finales de marzo. Mi regreso a Francia estaba fijado para los primeros días de mayo. En espera del momento de partir, me ocupaba en clasificar mis riquezas mineralógicas, botánicas y zoológicas. Fue entonces cuando se produjo el incidente del Scotia.
Estaba yo perfectamente al corriente de la cuestión que dominaba la actualidad. ¿Cómo podría no estarlo? Había leído y releído todos los diarios americanos y europeos, pero en vano. El misterio me intrigaba. En la imposibilidad de formarme una opinión, oscilaba de un extremo a otro. Que algo había, era indudable, y a los incrédulos se les invitaba a poner el dedo en la llaga del Scotia.
A mi llegada a Nueva York, el problema estaba más candente que nunca. La
hipótesis del islote flotante, del escollo inaprehensible, sostenida por algunas personas poco competentes, había quedado abandonada ya. Porque, en efecto, ¿cómo hubiera podido un escollo desplazarse con tan prodigiosa rapidez sin una máquina en su interior? Esa rapidez en sus desplazamientos es lo que hizo asimismo rechazar la existencia de un casco flotante, del enorme resto de un naufragio.
Quedaban, pues, tan sólo dos soluciones posibles al problema, soluciones que congregaban a dos bandos bien diferenciados: de una parte, los que creían en un monstruo de una fuerza colosal, y de otra, los que se pronunciaban por un barco «submarino» de una gran potencia motriz.
Ahora bien, esta última hipótesis, admisible después de todo, no pudo resistir a las investigaciones efectuadas en los dos mundos. Era poco probable que un simple particular tuviera a su disposición un ingenio mecánico de esa naturaleza. ¿Dónde y cuándo hubiera podido construirlo, y cómo hubiera podido mantener en secreto su construcción?
Únicamente un gobierno podía poseer una máquina destructiva semejante. En estos desastrosos tiempos en los que el hombre se esfuerza por aumentar la potencia de las armas de guerra es posible que un Estado trate de construir en secreto un arma semejante. Después de los fusiles «chassepot», los torpedos; después de los torpedos, los arietes submarinos; después de éstos … . la reacción. Al menos, así puede esperarse.
Pero hubo de abandonarse también la hipótesis de una máquina de guerra, ante las declaraciones de los gobiernos. Tratándose de una cuestión de interés público, puesto que afectaba a las comunicaciones transoceánicas, la sinceridad de los gobiernos no podía ser puesta en duda. Además, ¿cómo podía admitirse que la construcción de ese barco submarino hubiera escapado a los ojos del público? Guardar el secreto en una cuestión semejante es muy difícil para un particular, y ciertamente imposible para un Estado cuyas acciones son obstinadamente vigiladas por las potencias rivales.
Tras las investigaciones efectuadas en Inglaterra, en Francia, en Rusia, en Prusia, en España, en Italia, en América e incluso en Turquía, hubo de rechazarse definitivamente la hipótesis de un monitor submarino.
Ello sacó nuevamente a flote al monstruo, pese a las incesantes burlas con que lo acribillaba la prensa, y, por ese camino, las imaginaciones calenturientas se dejaron invadir por las más absurdas fantasmagorías de una fantástica ictiología.
A mi llegada a Nueva York, varias personas me habían hecho el honor de consultarme sobre el fenómeno en cuestión. Había publicado yo en Francia una obra, en cuarto y en dos tomos, titulada Los misterios de los grandes fondos submarinos, que había hallado una excelente acogida en el mundo científico. Ese libro hacía de mí un especialista en ese dominio, bastante oscuro, de la Historia Natural. Solicitada mi opinión, me encerré en una
absoluta negativa mientras pude rechazar la realidad del hecho. Pero pronto, acorralado, me vi obligado a explicarme categóricamente. «El honorable Pierre Aronnax, profesor del Museo de París», fue conminado por el New York Herald a formular una opinión.
Hube de avenirme a ello. No pudiendo ya callar por más tiempo, hablé. Analicé la cuestión desde todos los puntos de vista, políticamente y científicamente. Del muy denso artículo que publiqué en el número del 30 de abril, doy a continuación un extracto.
«Así pues -decía yo-, tras haber examinado una por una las diversas hipótesis posibles y rechazado cualquier otra suposición, necesario es admitir la existencia de un animal marino de una extraordinaria potencia.
»Las grandes profundidades del océano nos son totalmente desconocidas. La sonda no ha podido alcanzarlas. ¿Qué hay en esos lejanos abismos? ¿Qué seres los habitan? ¿Qué seres pueden vivir a doce o quince millas por debajo de la superficie de las aguas? ¿Cómo son los organismos de esos animales? Apenas puede conjeturarse.
»La solución del problema que me ha sido sometido puede revestir la forma del dilema. O bien conocemos todas las variedades de seres que pueblan nuestro planeta o bien no las conocemos. Si no las conocemos todas, si la Naturaleza tiene aún secretos para nosotros en ictiología, nada más aceptable que admitir la existencia de peces o de cetáceos, de especies o incluso de géneros nuevos, de una organización esencialmente adaptada a los grandes fondos, que habitan las capas inaccesibles a la sonda, y a los que un acontecimiento cualquiera, una fantasía, un capricho si se quiere, les lleva a largos intervalos al nivel superior del océano.
»Si, por el contrario, conocemos todas las especies vivas, habrá que buscar necesariamente al animal en cuestión entre los seres marinos ya catalogados, y en este caso yo me indinaría a admitir la existencia de un narval gigantesco.
»El narval vulgar o unicornio marino alcanza a menudo una longitud de sesenta pies. Quintuplíquese, decuplíquese esa dimensión, otórguese a ese cetáceo una fuerza proporcional a su tamaño, auméntense sus armas ofensivas y se obtendrá el animal deseado, el que reunirá las proporciones estimadas por los oficiales del Shannon, el instrumento exigido por la perforación del Scotia y la potencia necesaria para cortar el casco de un vapor.
»En efecto, el narval está armado de una especie de espada de marfil, de una alabarda, según la expresión de algunos naturalistas. Se trata de un diente que tiene la dureza del acero. Se han hallado algunos de estos dientes clavados en el cuerpo de las ballenas a las que el narval ataca siempre con eficacia. Otros han sido arrancados, no sin esfuerzo, de los cascos de los buques, atravesados de parte a parte, como una barrena horada un tonel. El Museo de la Facultad de Medicina de París posee una de estas defensas que mide dos metros veinticinco centímetros de longitud y cuarenta y ocho centímetros de anchura
en la base. Pues bien, supóngase esa arma diez veces más fuerte, y el animal, diez veces más potente, láncesele con una velocidad de veinte millas por hora, multiplíquese su masa por su velocidad y se obtendrá un choque capaz de producir la catástrofe requerida.
»En consecuencia, y hasta disponer de más amplias informaciones, yo me inclino por un unicornio marino de dimensiones colosales, armado no ya de una alabarda, sino de un verdadero espolón como las fragatas acorazadas o los rams
de guerra, de los que parece tener a la vez la masa y la potencia motriz. »Así podría explicarse este fenómeno inexplicable, a menos que no haya nada, a pesar de lo que se ha entrevisto, visto, sentido y notado, lo que también es posible.»
Estas últimas palabras eran una cobardía por mi parte, pero yo debía cubrir hasta cierto punto mi dignidad de profesor y protegerme del ridículo evitando hacer reír a los americanos, que cuando ríen lo hacen con ganas. Con esas palabras me creaba una escapatoria, pero, en el fondo, yo admitía la existencia del «monstruo».
Las calurosas polémicas suscitadas por mi artículo le dieron una gran repercusión. Mis tesis congregaron un buen número de partidarios, lo que se explica por el hecho de que la solución que proponía dejaba libre curso a la imaginación. El espíritu humano es muy proclive a las grandiosas concepciones de seres sobrenaturales. Y el mar es precisamente su mejor vehículo, el único medio en el que pueden producirse y desarrollarse esos gigantes, ante los cuales los mayores de los animales terrestres, elefantes o rinocerontes, no son más que unos enanos. Las masas líquidas transportan las mayores especies conocidas de los mamíferos, y quizá ocultan moluscos de tamaños incomparables y crustáceos terroríficos, como podrían ser langostas de cien metros o cangrejos de doscientas toneladas. ¿Por qué no? Antiguamente, los animales terrestres, contemporáneos de las épocas geológicas, los cuadrúpedos, los cuadrumanos, los reptiles, los pájaros, alcanzaban unas proporciones gigantescas. El Creador los había lanzado a un molde colosal que el tiempo ha ido reduciendo poco a poco. ¿Por qué el mar, en sus ignoradas profundidades, no habría podido conservar esas grandes muestras de la vida de otra edad, puesto que no cambia nunca, al contrario que el núcleo terrestre sometido a un cambio incesante? ¿Por qué no podría conservar el mar en su seno las últimas variedades de aquellas especies titánicas, cuyos años son siglos y los siglos milenios?
Pero me estoy dejando llevar a fantasmagorías que no me es posible ya sustentar. ¡Basta ya de estas quimeras que el tiempo ha transformado para mí en realidades terribles! Lo repito, la opinión quedó fijada en lo que concierne a la naturaleza del fenómeno y el público admitió sin más discusión la existencia de un ser prodigioso que no tenía nada en común con las fabulosas serpientes de mar.
Pero frente a los que vieron en ello un problema puramente científico por resolver, otros, más positivos, sobre todo en América y en Inglaterra, se preocuparon de purgar al océano del temible monstruo, a fin de asegurar las comunicaciones marítimas. Las publicaciones especializadas en temas industriales y comerciales trataron la cuestión principalmente desde este punto de vista. La Shipping and Mercantile Gazette, el Lloyd, el Paquebot, La Revue Maritime et Coloniale, todas las publicaciones periódicas en las que estaban representados los intereses de las compañías de seguros, que amenazaban ya con la elevación de las tarifas de sus pólizas, coincidieron en ese punto.
Habiéndose pronunciado ya la opinión pública, fueron los Estados de la Unión los primeros en decidirse a tomar medidas prácticas. En Nueva York se hicieron preparativos para emprender una expedición en persecución del narval. Una fragata muy rápida, la Abraham Lincoln, fue equipada para hacerse a la mar con la mayor brevedad. Se abrieron los arsenales al comandante Farragut, quien aceleró el armamento de su fragata.
Pero como suele ocurrir, bastó que se hubiera tomado la decisión de perseguir al monstruo para que éste no reapareciera más. Nadie volvió a oír hablar de él durante dos meses. Ningún barco se lo encontró en su derrotero. Se hubiera dicho que el unicornio conocía la conspiración que se estaba tramando contra él ¡Se había hablado tanto de él y hasta por el cable transatlántico! Los bromistas pretendían que el astuto monstruo había interceptado al paso algún telegrama a él referido y que obraba en consecuencia.
En tales circunstancias, no se sabía adónde dirigir la fragata, armada para una larga campaña y provista de formidables aparejos de pesca. La impaciencia iba en aumento cuando, el 3 de julio, se notificó que un vapor de la línea de San Francisco a Shangai había vuelto a ver al animal tres semanas antes, en los mares septentrionales del Pacífico.
Grande fue la emoción causada por la noticia. No se concedieron ni veinticuatro horas de plazo al comandante Farragut. Sus víveres estaban a bordo. Sus pañoles desbordaban de carbón. La tripulación contratada estaba al completo. No había más que encender los fuegos, calentar y zarpar. No se le habría perdonado una media jornada de retraso. El comandante Farragut no deseaba otra cosa que partir.
Tres horas antes de que el Abraham Lincoln zarpase del muelle de Brooklyn, recibí una carta redactada en estos términos: «Sr. Aronnax,
Profesor del Museo de París.
Fifth Avenue Hotel,
Nueva York.
Muy señor nuestro: si desea usted unirse a la expedición del Abraham Lincoln, el gobierno de la Unión vería con agrado que Francia estuviese representada por usted en esta empresa. El comandante Farragut tiene un camarote a su
disposición.
Muy cordialmente le saluda
J. B. Hobson,
Secretario de la Marina.»
Capítulo 3 Como el señor guste
Tres segundos antes de la recepción de la carta de J. B. Hobson, estaba yo tan lejos de la idea de perseguir al unicornio como de la de buscar el paso del Noroeste. Tres segundos después de haber leído la carta del honorable Secretario de la Marina, había comprendido ya que mi verdadera vocación, el único fin de mi vida, era cazar a ese monstruo inquietante y liberar de él al mundo. Sin embargo, acababa de regresar de un penoso viaje y me sentía cansado y ávido de reposo. Mi única aspiración era la de volver a mi país, a mis amigos y a mi pequeño alojamiento del jardín de Plantas con mis queridas y preciosas colecciones. Pero nada pudo retenerme. Lo olvidé todo, fatigas, amigos, colecciones y acepté sin más reflexión la oferta del gobierno americano.
«Además pensé todos los caminos llevan a Europa y el unicornio será lo bastante amable como para llevarme hacia las costas de Francia. El digno animal se dejará atrapar en los mares de Europa, en aras de mi conveniencia personal, y no quiero dejar de llevar por lo menos medio metro de su alabarda al Museo de Historia Natural.»
Pero, mientras tanto, debía buscar al narval por el norte del Pacífico, lo que para regresar a Francia significaba tomar el camino de los antípodas. -¡Conseil! -grité, impaciente.
Conseil era mi doméstico, un abnegado muchacho que me acompañaba en todos mis viajes; un buen flamenco por quien sentía yo mucho cariño y al que él correspondía sobradamente; un ser flemático por naturaleza, puntual por principio, cumplidor de su deber por costumbre y poco sensible a las sorpresas de la vida. De gran habilidad manual, era muy apto para todo servicio. Y a pesar de su nombre1, jamás daba un consejo, incluso cuando no se le pedía que lo diera.
El roce continuo con los sabios de nuestro pequeño mundo del jardín de Plantas había llevado a Conseil a adquirir ciertos conocimientos. Tenía yo en él un especialista muy docto en las clasificaciones de la Historia Natural. Era capaz de recorrer con una agilidad de acróbata toda la escala de las ramificaciones, de los grupos, de las clases, de las subclases, de los órdenes, de las familias, de los géneros, de los subgéneros, de las especies y de las variedades. Pero su ciencia se limitaba a eso. Clasificar, tal era el sentido de su
vida, y su saber se detenía ahí. Muy versado en la teoría de la clasificación, lo estaba muy poco en la práctica, hasta el punto de que no era capaz de distinguir, así lo creo, un cachalote de una ballena. Y sin embargo, ¡cuán digno y buen muchacho era!
Desde hacía diez años, Conseil me había seguido a todas partes donde me llevara la ciencia. jamás le había oído una queja o un comentario sobre la duración o la fatiga de un viaje, ni una objeción a hacer su maleta para un país cualquiera, ya fuese la China o el Congo, por remoto que fuera. Se ponía en camino para un sitio u otro sin hacer la menor pregunta.
Gozaba de una salud que desafiaba a todas las enfermedades. Tenía unos sólidos músculos y carecía de nervios, de la apariencia de nervios, moralmente hablando, se entiende.
Tenía treinta años, y su edad era a la mía como quince es a veinte. Se me excusará de indicar así que yo tenía cuarenta años.
Conseil tenía tan sólo un defecto. Formalista empedernido, nunca se dirigía a mí sin utilizar la tercera persona, lo que me irritaba bastante.
-¡Conseil! -repetí, mientras comenzaba febrilmente a hacer mis preparativos de partida.
Ciertamente, yo estaba seguro de un muchacho tan abnegado. Generalmente no le preguntaba yo nunca si le convenía o no seguirme en mis viajes, pero esta vez se trataba de una expedición que podía prolongarse indefinidamente, de una empresa arriesgada, en persecución de un animal capaz de echar a pique a una fragata como si se tratara de una cáscara de nuez. Era para pensarlo, incluso para el hombre más impasible del mundo. ¿Qué iba a decir Conseil?
-¡Conseil! -grité por tercera vez.
Conseil apareció.
-¿Me llamaba el señor?
-Sí, muchacho. Prepárame, prepárate. Partimos dentro de dos horas.
-Como el señor guste -respondió tranquilamente Conseil.
-No hay un momento que perder. Mete en mi baúl todos mis utensilios de viaje, trajes, camisas, calcetines, lo más que puedas, y ¡date prisa! -¿Y las colecciones del señor? recordó Conseil.
-Nos ocuparemos luego de eso.
-¡Cómo! ¡El arquiotherium, el hyracotherium, el oréodon, el queropótamo y
las demás osamentas del señor!
-Las dejaremos en el hotel.
-¿Y el babirusa vivo del señor?
-Lo mantendrán durante nuestra ausencia. Voy a ordenar que nos envíen a Francia nuestro zoo. -¿Es que no regresamos a París?
-Sí… naturalmente… -respondí evasivamente-. Pero regresamos dando un rodeo.
-El rodeo que el señor quiera.
-¡Oh!, poca cosa. Un camino un poco menos directo, eso es todo. Viajaremos a bordo del Abraham Lincoln.
-Como convenga al señor -respondió Conseil con la mayor placidez.
-¿Sabes, amigo mío? Verás… se trata del monstruo, del famoso narval… Vamos a librar de él los mares… El autor de una obra en dos volúmenes sobre los Misterios de los grandes fondos submarinos no podía sustraerse a la expedición del comandante Farragut. Misión gloriosa, pero… también peligrosa. No se sabe adónde nos llevará esto… Esos animales pueden ser muy caprichosos… Pero iremos, de todos modos. Con un comandante que no conoce el miedo.
-Yo haré lo que haga el señor -dijo Conseil.
-Piénsalo bien, pues no quiero ocultarte que este viaje es uno de esos de cuyo
retorno no se puede estar seguro.
-Como el señor guste.
Un cuarto de hora más tarde, nuestro equipaje estaba preparado. Conseil lo había hecho en un periquete, y yo tenía la seguridad de que nada faltaría, pues clasificaba las camisas y los trajes tan bien como los pájaros o los mamíferos. El ascensor del hotel nos depositó en el gran vestíbulo de entresuelo. Descendí los pocos escalones que conducían a piso bajo y pagué mi cuenta en el largo mostrador que estaba siempre asediado por una considerable muchedumbre. Di la orden de expedir a París mis fardos de animales disecados y de plantas secas y dejé una cuenta suficiente para la manutención del babirusa. Seguido de Conseil, tomé un coche.
El vehículo, cuya tarifa por carrera era de veinte francos descendió por Broadway hasta Union Square, siguió luego por la Fourth Avenue hasta su empalme con Bowery Street, se adentró por la Katrin Street y se detuvo en el muelle trigesimocuarto. Allí, el Katrin ferry boat nos trasladó, hombres, caballos y coche, a Brooklyn, el gran anexo de Nueva York, situado en la orilla izquierda del río del Este, y en algunos minutos nos depositó en el muelle en el que el Abraham Lincoln vomitaba torrentes de humo negro por sus dos chimeneas.
Trasladóse inmediatamente nuestro equipaje al puente de la fragata. Me precipité a bordo y pregunté por el comandante Farragut. Un marinero me condujo a la toldilla y me puso en presencia de un oficial de agradable aspecto, que me tendió la mano.
-¿El señor Pierre Aronnax? -me preguntó.
-El mismo -respondí-. ¿Comandante Farragut?
-En persona. Bienvenido a bordo, señor profesor. Tiene preparado su camarote.
Me despedí de él, y, dejándole ocupado en dar las órdenes para aparejar, me hice conducir al camarote que me había sido reservado.
El Abraham Lincoln había sido muy acertadamente elegido y equipado para su nuevo cometido. Era una fragata muy rápida, provista de aparatos de caldeamiento que permitían elevar a siete atmósferas la presión del vapor. Con tal presión, el Abraham Lincoln podía alcanzar una velocidad media de dieciocho millas y tres décimas por hora, velocidad considerable, pero insuficiente, sin embargo, para luchar contra el gigantesco cetáceo.
El acondicionamiento interior de la fragata respondía a sus cualidades náuticas. Me satisfizo mucho mi camarote, situado a popa y contiguo al cuarto de los oficiales.
-Aquí estaremos bien dije a Conseil.
-Tan bien, si me lo permite el señor, como un bernardo en la concha de un buccino.
Dejé a Conseil ocupado en instalar convenientemente nuestras maletas y subí al puente para seguir los preparativos de partida.
El comandante Farragut estaba ya haciendo largar las últimas amarras que retenían al Abraham Lincoln al muelle de Brooklyn. Así, pues, hubiera bastado un cuarto de hora de retraso, o menos incluso, para que la fragata hubiese zarpado sin mí y para perderme esta expedición extraordinaria, sobrenatural, inverosímil, cuyo verídico relato habrá de hallar sin duda la incredulidad de algunos.
El comandante Farragut no quería perder ni un día ni una hora en su marcha hacia los mares en que acababa de señalarse la presencia del animal. Llamó a su ingeniero.
-¿Tenemos suficiente presión? -le preguntó.
-Sí, señor -respondió el ingeniero.
-¡Go ahead! -gritó el comandante Farragut.
Al recibo de la orden, transmitida a la sala de máquinas por medio de aparatos de aire comprimido, los maquinistas accionaron la rueda motriz. Silbó el vapor al precipitarse por las correderas entreabiertas, y gimieron los largos pistones horizontales al impeler a las bielas del árbol. Las palas de la hélice batieron las aguas con una creciente rapidez y el Abraham Lincoln avanzó majestuosamente en medio de un centenar de ferry boats y de tenders cargados de espectadores, que lo escoltaban.
Los muelles de Brooklyn y de toda la parte de Nueva York que bordea el río del Este estaban también llenos de curiosos. Tres hurras sucesivos brotaron de quinientas mil gargantas. Millares de pañuelos se agitaron en el aire sobre la compacta masa humana y saludaron al Abraham Lincoln hasta su llegada a las aguas del Hudson, en la punta de esa alargada península que forma la ciudad de Nueva York.
La fragata, siguiendo por el lado de New Jersey, la admirable orilla derecha del río bordeada de hotelitos, pasó entre los fuertes, que saludaron su paso con varias salvas de sus cañones de mayor calibre. El Abraham Líncoln respondió
al saludo arriando e izando por tres veces el pabellón norteamericano, cuyas treinta y nueve estrellas resplandecían en su pico de mesana. Luego modificó su marcha para tomar el canal balizado que sigue una curva por la bahía interior formada por la punta de Sandy Hook, y costeó esa lengua arenosa desde la que algunos millares de espectadores lo aclamaron una vez más.
El cortejo de boats y tenders siguió a la fragata hasta la altura del light boat, cuyos dos faros señalan la entrada de los pasos de Nueva York. Al llegar a ese punto, el reloj marcaba las tres de la tarde. El práctico del puerto descendió a su canoa y regresó a la pequeña goleta que le esperaba. Se forzaron las máquinas y la hélice batió con más fuerza las aguas. La fragata costeó las orillas bajas y amarillentas de Long Island. A las ocho de la tarde, tras haber dejado al Noroeste el faro de Fire Island, la fragata surcaba ya a todo vapor las oscuras aguas del Atlántico.
Capítulo 4 Ned Land
El comandante Farragut era un buen marino, digno de la fragata que le había sido confiada. Su navío y él formaban una unidad, de la que él era el alma.
No permitía que la existencia del cetáceo fuera discutida a bordo, por no abrigar la menor duda sobre la misma. Creía en él como algunas buenas mujeres creen en el Leviatán, por fe, no por la razón. Estaba tan seguro de su existencia como de que libraría los mares de él. Lo había jurado. Era una especie de caballero de Rodas, un Diosdado de Gozon en busca de la serpiente que asolaba su isla. O el comandante Farragut mataba al narval o el narval mataba al comandante Farragut. Ninguna solución intermedia.
Los oficiales de a bordo compartían la opinión de su jefe. Había que oírles hablar, discutir, disputar, calcular las posibilidades de un encuentro y verles observar la vasta extensión del océano. Más de uno se imponía una guardia voluntaria, que en otras circunstancias hubiera maldecido, en los baos del juanete. Y mientras el sol describía su arco diurno, la arboladura estaba llena de marineros, como si el puente les quemara los pies, que manifestaban la mayor impaciencia. Y eso que el Abraham Lincoln estaba todavía muy lejos de abordar las aguas sospechosas del Pacífico.
La tripulación estaba, en efecto, impaciente por encontrar al unicornio, por arponearlo, izarlo a bordo y despedazarlo. Por eso vigilaba el mar con una escrupulosa atención. El comandante Farragut había hablado de una cierta suma de dos mil dólares que se embolsaría quien, fuese grumete o marinero, contramaestre u oficial, avistara el primero al animal. No hay que decir cómo se ejercitaban los ojos a bordo del Abraham Lincoln.
Por mi parte, no le cedía a nadie en atención en las observaciones cotidianas.
La fragata hubiera podido llamarse muy justificadamente Argos. Conseil era el único entre todos que se manifestaba indiferente a la cuestión que nos apasionaba y su actitud contrastaba con el entusiasmo general que reinaba a bordo.
Ya he dicho cómo el comandante Farragut había equipado cuidadosamente su navío, dotándolo de los medios adecuados para la pesca del gigantesco cetáceo. No hubiera ido mejor armado un ballenero. Llevábamos todos los ingenios conocidos, desde el arpón de mano hasta los proyectiles de los trabucos y las balas explosivas de los arcabuces. En el castillo se había instalado un cañón perfeccionado que se cargaba por la recámara, muy espeso de paredes y muy estrecho de ánima, cuyo modelo debe figurar en la Exposición Universal de 1867. Este magnífico instrumento, de origen americano, enviaba sin dificultad un proyectil cónico de cuatro kilos a una distancia media de dieciséis kilómetros.
El Abraham Lincoln no carecía, pues, de ningún medio de destrucción. Pero tenía algo mejor aún. Tenía a Ned Land, el rey de los arponeros. Ned Land era un canadiense de una habilidad manual poco común, que no tenía igual en su peligroso oficio. Poseía en grado superlativo las cualidades de la destreza y de la sangre fría, de la audacia y de la astucia. Muy maligna tenía que ser una ballena, singularmente astuto debía ser un cachalote, para que pudiera escapar a su golpe de arpón.
Ned Land tenía unos cuarenta años de edad. Era un hombre de elevada estatura -más de seis pies ingleses y de robusta complexión. Tenía un aspecto grave y era poco comunicativo, violento a veces y muy colérico cuando se le contrariaba. Su persona llamaba la atención, y sobre todo el poder de su mirada que daba un singular acento a su fisonomía.
Creo que el comandante Farragut había estado bien inspirado al contratar a este hombre que, por su ojo y su brazo, valía por toda la tripulación. No puedo hallarle mejor comparación que