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El chivo expiatorio de Hitler
El chivo expiatorio de Hitler
El chivo expiatorio de Hitler
Libro electrónico323 páginas6 horas

El chivo expiatorio de Hitler

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El 9 de noviembre de 1938, un adolescente que vivía en París, llamado Herschel Grynszpan, furioso por la deportación de miles de judíos polacos, incluida su familia, de su Alemania natal, compró un pequeño revólver, se dirigió a la embajada alemana en la capital francesa y disparó al primer diplomático que vio, Ernst vom Rath. Cuando este murió dos días más tarde, Hitler y Goebbels tomaron este acto como pretexto para la gran ola de terror y violencia antisemita conocida como la Noche de los cristales rotos, que muchos siguen viendo como el inicio del Holocausto. De la noche a la mañana, Grynszpan, un chico brillante pero ingenuo, que no era nadie en política, apareció en las primeras planas de los periódicos y se convirtió en el peón de una lucha por el poder global. Cuando cayó Francia, los nazis capturaron a Grynszpan tras una persecución salvaje y lo enviaron a Berlín. El joven pasó a ser prisionero de la Gestapo mientras Hitler y Goebbels urdían un juicio masivo para culpar a los judíos de haber iniciado la Segunda Guerra Mundial. Prisionero y solo, Grynszpan captó las intenciones de Hitler y desplegó todo su ingenio para sabotear el juicio, sabiendo con toda certeza que, incluso si lo lograba, sería asesinado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 jun 2020
ISBN9788418218101
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    El chivo expiatorio de Hitler - Stephen Koch

    © Beowulf Sheehan

    Stephen Koch es historiador y biógrafo cultural además de novelista. Su libro anterior, La ruptura. Hemingway, Dos Passos y el asesinato de José Robles (Galaxia Gutenberg, 2005), se publicó en varios idiomas. Vive con su mujer y su hija en Nueva York.

    El 9 de noviembre de 1938, un adolescente que vivía en París, llamado Herschel Grynszpan, furioso por la deportación de miles de judíos polacos, incluida su familia, de su Alemania natal, compró un pequeño revólver, se dirigió a la embajada alemana en la capital francesa y disparó al primer diplomático que vio, Ernst vom Rath. Cuando este murió dos días más tarde, Hitler y Goebbels tomaron este acto como pretexto para la gran ola de terror y violencia antisemita conocida como la Noche de los cristales rotos, que muchos siguen viendo como el inicio del Holocausto.

    De la noche a la mañana, Grynszpan, un chico brillante pero ingenuo, que no era nadie en política, apareció en las primeras planas de los periódicos y se convirtió en el peón de una lucha por el poder global. Cuando cayó Francia, los nazis capturaron a Grynszpan tras una persecución salvaje y lo enviaron a Berlín. El joven pasó a ser prisionero de la Gestapo mientras Hitler y Goebbels urdían un juicio masivo para culpar a los judíos de haber iniciado la Segunda Guerra Mundial. Prisionero y solo, Grynszpan captó las intenciones de Hitler y desplegó todo su ingenio para sabotear el juicio, sabiendo con toda certeza que, incluso si lo lograba, sería asesinado.

    Postal con la foto de Herschel Grynszpan,

    poco antes del asesinato

    Edición al cuidado de María Cifuentes

    Título de la edición original: Hitler’s Pawn. The Boy Assassin and the Holocaust

    Traducción del inglés: Ana Bustelo Tortella

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    [email protected]

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: abril de 2020

    © Stephen Koch, 2019

    © de la traducción: Ana Bustelo Tortella, 2020

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2020

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-18218-10-1

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    Para Franny

    Índice

    Prefacio

    1. La Paix! La Paix! La Paix!

    2. El niño

    3. Perseguido

    4. Desahucio

    5. La noche del asesino

    6. El día del asesino

    7. La suerte de Hitler

    8. Detención y fama

    9. Dos discursos

    10. Que el mundo entero me oiga

    11. Sufrimiento y grandeza

    12. La guerra falsa

    13. «¡Soy Herschel Grynszpan! ¡Deténganme!»

    14. Herschel detenido

    15. La estrategia homosexual

    16. Una victoria inconsciente

    17. Olvido

    Epílogo. Dos hermanos

    Agradecimientos

    Apéndice. El testamento de Herschel Grynszpan

    Fuentes consultadas

    Fuentes visuales

    Bibliografía

    Notas

    Prefacio

    Herschel Grynszpan era un judío polaco de diecisiete años que vivía en París con escasos medios y estaba cada vez más preocupado por la persecución nazi que sufría su familia en Alemania. El 7 de noviembre de 1938, obsesionado con la idea de que había que protestar, con la venganza y con su propia insignificancia, compró una pequeña pistola, tomó el metro hasta la Embajada alemana y, sin haber utilizado un arma en su vida, disparó al primer diplomático alemán que se cruzó en su camino. Cuando el funcionario herido murió dos días después, Adolf Hitler y Joseph Goebbels usaron esta muerte como pretexto para la gran ola de violencia y terror antisemita patrocinada por el Estado, que se conocería más tarde como Kristallnacht (Noche de los cristales rotos), el pogromo que muchos consideran el detonante del Holocausto. De la noche a la mañana, un perfecto don nadie se hizo famoso, su rostro apareció en todas las portadas de los periódicos y se convirtió en un peón en el engranaje de las maquinaciones de un inmenso poder.

    Pero el pogromo del 9 de noviembre de 1938 no fue el final de esta historia. El destino de Herschel Grynszpan sería desempeñar un papel en la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto diferente al de cualquier otra persona en el mundo. En Francia, hasta 1940, el inminente juicio de Herschel por asesinato –⁠que nunca se llegó a celebrar⁠– lo convirtió en un icono en la batalla de ideas entre los antinazis y los profascistas de Europa y Estados Unidos. Con la esperanza de salvar la vida del chico utilizando su juicio para desenmascarar los ultrajes antisemitas nazis, la gran periodista antinazi Dorothy Thompson creó un fondo de defensa para él y contrató a los mejores abogados de Francia para que lo defendieran. Florecieron numerosas teorías de conspiración –⁠aparte de la de Hitler⁠–⁠. Se sucedieron los rumores de carácter sexual y político a su alrededor. Los alemanes lo acusaron de ser un agente británico. Algunos antinazis influyentes sospechaban que era un agente de la Gestapo y que su misión era provocar la Kristallnacht.

    En 1940, cuando cayó Francia, Herschel se vio forzado a asumir un papel completamente distinto. Hitler envió un escuadrón de élite de la Gestapo a París para encontrarlo, arrestarlo y llevarlo vivo a Alemania. Después de una persecución de lo más complicada capturaron al chico, que todavía era un adolescente, y lo llevaron en secreto a Berlín, donde lo encarcelaron como el acusado en un juicio-espectáculo que los nazis diseñaron para enmascarar los asesinatos en masa que estaban a punto de empezar. Su propósito era demostrar que los judíos habían sido los instigadores de la Segunda Guerra Mundial y que el desencadenante había sido el crimen de Herschel.

    Cuando Herschel –⁠que empezaba a hacerse mayor⁠– se dio cuenta de que los nazis planeaban utilizarlo contra su gente una vez más, se dispuso a usar todo su ingenio para evitar que el juicio tuviera lugar. Los preparativos para el mismo fueron siniestros, intricados y se llevaron a cabo en los niveles más altos del régimen. Se informaba a Hitler de absolutamente todo. Se convirtió en un duelo de ingenio entre un joven judío encarcelado, y Joseph Goebbels y el propio Führer.

    Sin embargo, la historia de Herschel ha sido casi olvidada, tapada por la propia insignificancia del chico y distorsionada por mitos y fantasías conspirativas. Se le dedican unas líneas en cualquier estudio respetable de la guerra europea. Las historias de la Noche de los cristales rotos suelen concederle un capítulo o dos. Se han publicado algunos libros sobre él en varios idiomas (véase «Fuentes consultadas»). La mayoría son prácticamente desconocidos. Algunos son estupendos. Otros mezclan hechos y acción. Algunos son eruditos, pero contienen algunos errores. Varios están basados en información falsa o en investigaciones obsoletas. Durante décadas, lo que ha sobrevivido ha sido el mito. El de Herschel Grynszpan fue un crimen muy simple, pero hasta 2013 –⁠setenta y cinco años después de que disparara⁠– no se arrojó luz sobre el asunto.

    Esta es su historia.

    1

    La Paix! La Paix! La Paix!

    Mientras acariciaba otra copa de buen vino tinto, el agotado primer ministro de Francia intentaba, sin éxito, relajarse en el lujoso asiento del avión. Regresaba a casa desde Alemania después de firmar el Pacto de Múnich que la historia terminaría deplorando. Era el 1 de octubre de 1938, el avión de lujo de la compañía Air France, de dos motores y veintiocho asientos, volaba hacia el oeste, hacia la caída de la tarde europea. No era el primer tinto que se tomaba el primer ministro ese día, ni sería el último. Édouard Daladier no acostumbraba a beber, pero algunos sospechaban que había firmado el acuerdo –⁠que en ese momento se vio como la salvación de la civilización⁠– en un estado más cercano a la embriaguez que a la sobriedad. El primer ministro era desesperadamente infeliz.¹

    Daladier era un político rechoncho y de aspecto aparentemente duro del sur de Francia. Tenía una cara ancha, cuadrada, de expresión rígida, y en veinticuatro horas, innumerables noticiarios mostrarían al mundo que era el líder más bajo de los cuatro que habían participado en la reunión que acababa de abandonar: más que Adolf Hitler y Benito Mussolini, y mucho más bajo que el primer ministro británico, Neville Chamberlain. Con un cuello ancho, una cabeza pesada y unas cejas implacables, se había ganado el apodo político de «el toro de Vaucluse». Tenía aspecto de hombre duro –⁠intrépido, decidido⁠–⁠, y ese aspecto había ayudado a que lo eligieran.

    Las apariencias engañan. Daladier era un hombre inteligente y, a diferencia de Neville Chamberlain, no se equivocaba con Hitler. Chamberlain creía que sería posible tratar a Hitler como a un político normal. Daladier no. Su valoración de lo que suponía la amenaza nazi para su país y para el resto de la humanidad era de una lucidez clarividente. Sabía quién era Hitler y sabía que acababa de perder la partida en Múnich. La noche anterior, había renunciado a parte de la categoría y el poder que había tenido Francia. Había firmado porque estaba indeciso y dudaba de que Francia pudiera enfrentarse a Hitler con una amenaza lo suficientemente seria como para asustar al tirano. Tenía miedo de que estallara una segunda guerra mundial durante su mandato.²

    «Si hubiera tenido tres o cuatro mil aviones más», diría más tarde, «el Pacto de Múnich nunca habría tenido lugar».³ Si hubiera tenido tres o cuatro mil aviones más, Francia habría respondido a la amenaza de Hitler de invadir Checoslovaquia con una declaración de guerra.

    Ya fuera para brindar o para ahogar la ilusión de paz, Daladier dio otro sorbo.

    El vuelo de cinco horas del primer ministro desde Múnich estaba llegando a su fin; el avión de Air France ya llevaba noventa minutos en espacio aéreo francés. Daladier sabía lo que se avecinaba. Bajaría del avión y caminaría por la pista hasta la maraña de micrófonos, cámaras de los noticiarios y reporteros vehementes. Allí haría algún tipo de declaración. El comité de bienvenida incluiría a los dignatarios habituales, encabezados por el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Georges Bonnet, que daría un paso al frente para saludar a Daladier con una alegría no fingida.

    No hacía falta fingir, porque Bonnet estaba tan encantado con el Pacto de Múnich como Daladier preocupado. Como principal apaciguador de apaciguadores, Bonnet estaba convencido de que Francia sería el perdedor seguro en cualquier confrontación con Alemania. Era uno de los cerebros detrás de todo lo que acababa de ocurrir en Múnich.

    Después de hacer su declaración, el primer ministro entraría en un coche descapotable, donde se sentaría junto a su radiante ministro de Asuntos Exteriores para el viaje de regreso a París.

    A cierta distancia, perfectamente confinado tras las líneas policiales del aeropuerto, estaría el público, delirando de rabia o alegría. ¿Habrían venido a idolatrarlo o asesinarlo? Daladier no hizo más que murmurar la pregunta en el viaje de regreso y sus ayudantes se sorprendieron al darse cuenta de que no lo decía en broma. No estaba seguro de cómo vería el público francés el Pacto de Múnich, como una derrota o una victoria. Su temor a la furia de la gente era real. ¿Qué pasaría si se dieran cuenta, como él, de que, en la profundidad de la noche anterior, había sometido a su país a una derrota sin una batalla?

    El primer ministro estaba tan dividido y paralizado como la nación que dirigía, una nación al borde de la guerra civil por la gran elección de los años treinta: democracia o dictadura, poder o decadencia, audacia o derrota, enfrentarse a Hitler o hacer lo que el primer ministro había hecho en Múnich: mantener la ilusión de la paz con una auténtica rendición.

    Édouard Daladier había sido soldado de infantería en la Primera Guerra Mundial. Había visto las tripas de sus camaradas esparcidas sobre la inmundicia de las trincheras. Con recuerdos como ese en la memoria, regresaba de Múnich con el frío consuelo de ser el hombre que no había comenzado una segunda guerra mundial.

    Todavía.

    Lo que hizo que Daladier quisiera anestesiar su dolor con vino tinto fue que no se hacía ilusiones sobre la amenaza a la que se enfrentaba Francia. Chamberlain creía sinceramente que si aceptaban las exigencias más… bueno, más razonables del dictador, el nazi aflojaría la agresión y comenzaría a actuar como un político normal. Daladier no estaba de acuerdo. Él había estado en Londres –⁠en lo que estaba seguro sería un último esfuerzo⁠– para formar una alianza con los británicos, una estrategia conjunta. El inquieto primer ministro se mostró aburrido e irritado mientras Daladier le decía la simple verdad: «Este hombre quiere dominar el continente; en comparación, las ambiciones de Napoleón eran una ridiculez». Hoy le toca a Checoslovaquia. Mañana le tocará a Polonia o a Rumania. Cuando Alemania haya conseguido todo el petróleo que necesita, se dirigirá hacia el oeste. Es cierto que tenemos que multiplicar nuestros esfuerzos para evitar la guerra. Pero no lo conseguiremos a menos que Gran Bretaña y Francia se unan para intervenir en Praga y lograr nuevas concesiones, pero declarando al mismo tiempo que salvaguardarán la independencia de Checoslovaquia. Si, por el contrario, las potencias occidentales capitulan nuevamente, solo precipitarán la guerra que desean evitar.

    Era una previsión completamente lúcida y, sin embargo, Daladier había renunciado a Checoslovaquia occidental en lugar de cumplir con lo pactado en un tratado anterior para defender ese pequeño país contra Alemania, porque el primer ministro subestimó el poder francés y sobreestimó el poder alemán.

    ¿Tenía razón? Los hechos no estaban claros. Estaba bastante seguro de que Gran Bretaña no lo seguiría si llevara a Francia a la guerra por Checoslovaquia.⁵ Y su mayor temor era precipitar otra guerra mundial. Por eso, cuando llegó el momento de ser el primer ministro y tuvo que elegir un responsable de la cartera de Asuntos Exteriores para su gabinete, había rechazado a un lúcido antinazi y había nombrado a Bonnet como apaciguador, en contra de su buen juicio. Escogió a un hombre que creía tan fervientemente en la «paz a cualquier precio» que empezaron a circular rumores, sin fundamento, que aseguraban que Bonnet y su esposa eran agentes alemanes.⁶ En 1938, Bonnet estaba negociando secretamente nuevas concesiones a los nazis, que iban mucho más allá del Pacto de Múnich. Porque, según decía, quería la paz.

    Daladier, en su desesperación, quería lo mismo. La paz.

    Se acercó una asistente de vuelo: «Diez minutos, señor». Daladier apuró lo que quedaba en su vaso y cerró los ojos, para intentar reunir la tranquilidad necesaria para llegar hasta aquellos micrófonos y luego subir a ese auto que esperaba. Daladier descorrió la cortina de la ventanilla de su asiento. Miró a su país con más seriedad. El ondulante cubismo verde y dorado de las tierras de cultivo francesas, tan hermoso que nunca se hartaba de admirarlo, se estaba convirtiendo en el laberinto enredado de la gran ciudad, un caos considerable de caminos, carreteras, barrios marginales y almacenes. Allí estaba París: la capital de la nación que el día anterior había traicionado de manera tan razonable, tan sensata.

    Daladier se apoyó en la mesita que tenía delante, tomó un trozo de papel, destapó su pluma y, sin temblar, escribió su declaración para la nación. Tardaron en llegarle las palabras a este hombre taciturno. No le llevaría más de unos minutos pronunciarlas; se transmitirían en la radio nacional francesa desde el aeropuerto.

    Estas palabras resumen la declaración: «Vuelvo con la profunda convicción de que este acuerdo es indispensable para la paz de Europa. Hemos logrado firmarlo gracias a un espíritu de concesiones mutuas y una estrecha colaboración».

    A largo plazo, Daladier sabía que decir que el pacto era indispensable para la paz de Europa era mentira. A corto plazo, si no era toda la verdad, era... lo más aproximado. Lo había hecho lo mejor posible. Todo lo había hecho lo mejor posible. Había hecho lo que podía. Puso el capuchón a su pluma.

    El avión había comenzado a perder altitud lentamente.

    No era fácil saber qué le pasaba al Toro de Vaucluse, con su rostro enrojecido e impasible, pero nada en su expresión indicaba la satisfacción y la alegría que mostraría Bonnet cuando se encontraran en la pista. Mientras el primer ministro que había dado la cartera de Asuntos Exteriores a Bonnet encendía un cigarrillo, se hizo presente su certeza silenciosa: «Les digo que este hombre quiere dominar el continente; en comparación, las ambiciones de Napoleón eran una ridiculez…».

    El avión continuó descendiendo, y los ayudantes de Daladier se sorprendieron ligeramente cuando el primer ministro pidió a la asistente de vuelo que diera un mensaje al piloto:

    –Retrase el aterrizaje. Dígale que sobrevuele el aeropuerto.

    El primer ministro necesitaba tiempo.

    Abajo, la multitud había roto las barreras policiales. Desde la ventanilla del primer ministro parecía que había estallado una gran burbuja llena de gente, que había pasado por encima de la policía e inundando el área alrededor de la puerta de llegada. Era casi imposible ver el asfalto entre el enjambre humano. «Si hubiera tenido tres o cuatro mil aviones más, no habría firmado.» ¿Sabía esa multitud de ahí abajo que ayer su país había dejado de ser una gran potencia? ¿Sabían que lo que los periodistas llamaban la «postura continental» de Francia, es decir, su papel como una de las principales potencias de Europa, se había convertido en papel mojado al firmar?

    En unos momentos el avión detuvo el descenso y se inclinó levemente para empezar a volar en círculos.

    La asistente volvió para explicar que el piloto quería saber cuánto tiempo tenían que sobrevolar Le Bourget.

    –Hasta que se le diga que pare. Dígale que el primer ministro necesita un poco más de tiempo para… prepararse.

    Mientras la azafata se dirigía de nuevo a la cabina del piloto, Daladier se encendió otro cigarrillo y, encogido por la incertidumbre, se encerró en su estoico silencio.

    Su avión sobrevoló Le Bourget una... dos... tres... cuatro... cinco veces..., maniobras vacilantes que parecían de exaltación y triunfo para la multitud de abajo. Al mirar hacia arriba, se podía confundir ese vuelo en círculos con una demostración de satisfacción: exuberantes giros de victoria en el aire.

    Diez minutos después, el primer ministro de Francia volvió a llamar al encargado:

    –Dígale al piloto que ya puede aterrizar.

    Lo dijo como le diría un hombre condenado a su verdugo que estaba preparado.

    Sonaba una especie de canto rítmico no del todo audible bajo el rugido trepidante de los dos motores. Daladier estaba en tensión; miraba por la ventana mientras se aproximaban para aterrizar, con la mano en la cortinilla, como si no estuviera seguro de si debía mostrar la cara o esconderla. El avión pegó contra el asfalto con un golpe tembloroso y disminuyó la velocidad de rodaje suavemente. El primer ministro no apagó su cigarrillo, siguió mirando por la ventana a la multitud humana, tratando de descifrar qué pensaban las masas que le habían elegido para que les guiara.

    Finalmente, el avión se detuvo; el rugido de los motores –⁠que por alguna razón parecía aún más fuerte en tierra que en el aire⁠– dio unos petardazos y cesó. Se oía el canto de la multitud: «La Paix! La Paix! La Paix!».

    Daladier apagó el cigarrillo contra el cenicero de latón que había en el reposabrazos del asiento. Frunció el ceño mientras las escaleras para el desembarco rodaban hacia el lado del avión.

    –¿Abrimos la puerta ahora? –⁠preguntó la azafata.

    Daladier se levantó, asintió con la cabeza y se dirigió a la salida. Giraron la rueda que cierra herméticamente la puerta, y se abrió. El desconcertante canto le llegó ahora en forma de rugido:

    «La Paix! La Paix! La Paix!» Le estaban vitoreando.

    En las muchas décadas transcurridas desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se ha dicho que el Pacto de Múnich fue uno de los errores más vergonzosos de la historia diplomática moderna. Se dice que fue un ejemplo de cobardía y traición, que ahora se ve con un desprecio tan unánime que al principio es difícil captar el entusiasmo masivo con que se recibió en su momento. Por supuesto, las facciones que ya comprendían bien la amenaza hitleriana –⁠las víctimas de los nazis, los judíos, la intelectualidad antinazi, parte de la prensa y la mayoría (aunque no toda) de la izquierda⁠– se oponía al pacto. Pero es difícil sobreestimar su popularidad entre las masas. Faltan las palabras para captar el estado de ánimo, pero las tomas grabadas del regreso de Daladier al aeropuerto de Le Bourget el 1 de octubre de 1938 muestran lo que es difícil de decir. Es un frenesí.¹⁰

    Esto es comprensible solo cuando uno se da cuenta de cuánto temían los países democráticos en 1938 que una segunda guerra mundial pudiera poner fin a la civilización. Se podría comparar con el miedo de la gente del siglo XXI a un Armagedón nuclear. Con el regreso de sus líderes de Múnich, Europa imaginó que se acababa de salvar. Tanto en París como en Londres, una gran parte de la población comenzó a salir a las calles; era como si la alegría se hubiera desbordado. Era la alegría de las masas, de la gente en cada hogar y en cada calle, festejando su salvación. Cuatro simples muros no podían contenerlos; no había nada que nadie quisiera hacer excepto abrazar con alegría la victoria de la «paz» sobre la guerra en la que, como todos sabían, morirían millones de personas.

    Los ciudadanos no eran los únicos que estaban encantados; los líderes mundiales recibieron con agrado la noticia de Múnich. Cuando aterrizó su avión, Chamberlain saludó con un documento en la mano en el que Hitler prometía la no agresión, y proclamó que Alemania y Gran Bretaña habían «acordado no volver a enfrentarse en una guerra». Más tarde, ese mismo día, Chamberlain anunció que el acuerdo significaba la «paz en nuestra época». El presidente Franklin Roosevelt le envió un exuberante telegrama –⁠«¡Buen hombre!»⁠– y el rey Jorge VI lo invitó directamente al Palacio de Buckingham para recibir «el reconocimiento de la gratitud duradera de sus compatriotas en todo el Imperio británico».¹¹

    El palacio estaba a solo ocho kilómetros del aeropuerto de Heston, pero el coche del primer ministro tardó horas en circular entre multitudes salvajes que inundaban todas las calles por el camino; iba a tres o cuatro kilómetros por hora como mucho, mientras la gente que celebraba salía corriendo para tocar el auto al pasar, besar las ventanillas, saltar sobre los estribos o arrojar flores al sombrío vehículo oficial. Una vez en el palacio, llegó el momento de gloria cuando llevaron a Chamberlain al balcón para salir junto al rey y la reina a saludar a las masas que vitoreaban en la avenida como si acabara de salvar al mundo.¹²

    El regreso de Daladier a la capital también fue un camino largo y lento. La radio francesa había transmitido la ruta que seguiría su caravana hasta París, y las multitudes se congregaron a lo largo de todo el trayecto. Daladier se puso de pie en la parte trasera del pequeño automóvil descapotable, con la cara algo colorada y una expresión de desconcierto, según algunos observadores. Junto a él, con una sonrisa de satisfacción en su rostro, estaba sentado el ministro de Asuntos Exteriores, Bonnet. Las mujeres se separaban de la muchedumbre para correr hacia Daladier, mostrándole sus bebés. Bombardearon el automóvil con flores.¹³ La multitud le acompañó todo el camino dando alaridos de alivio y gritando constantemente: «Vive Daladier! Vive la Paix! ¡Vive la France!».

    Cinco semanas más tarde, el 9 de noviembre de 1938, se borraría de un plumazo la ilusión de la paz de Múnich en el pogromo más violento de la historia. Fue una orgía de crímenes antisemitas patrocinados por el Estado en Alemania y Austria que se conocería como la Kristallnacht. La paz que Daladier había aceptado, encogiéndose y en contra de sus instintos, desaparecería, disipada por la conmoción que causó un segundo motín europeo, no de alegría sino de odio, no espontáneo sino organizado, la Noche de los cristales rotos, cuando Hitler se quitó la máscara de normalidad y dejó ver la naturaleza esencialmente criminal de su régimen, iluminado por las hogueras y el saqueo. Fue un asalto de cuarenta y ocho horas contra la idea misma de la civilización, escenificado con la excusa de un crimen cometido en París por un adolescente insignificante.

    Pero al volver de Múnich, Daladier saludó. Intentó sonreír. Los cánticos de euforia pública se arremolinaban a su alrededor y no se detenían. Mientras su automóvil se deslizaba muy despacio entre la multitud, se sentaba de vez en cuando y luego se volvía a poner de pie para recibir las aclamaciones. En algún momento, su asistente,

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