¡Los otros desaparecidos!: Memorias de un buscador amateur de fosas clandestinas
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Juan Jesús Canaán Ramírez
Nacido en la populosa e industriosa ciudad de Orizaba, en el Estado de Veracruz, Juan Jesús Canaán Ramírez vio la luz el 24 de Junio de 1954, su niñez y adolescencia transcurrieron en forma «normal». Cuando cumplió la mayoría de edad se dio de Alta en el Ejército Mexicano sirviendo en esa noble Institución durante treinta años, de la cual se retiró con el grado de Teniente.
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Excelente testimonio de la desgracia que vive México, nuestro país. El autor no es escritor, es una víctima más de familiares que le desaparecieron y que decidió salir a buscar.
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¡Los otros desaparecidos! - Juan Jesús Canaán Ramírez
¡Los otros desaparecidos!
Memorias de un buscador
amateur de fosas clandestinas
¡Los otros desaparecidos!
Memorias de un buscador amateur de fosas clandestinas
Juan Jesús Canaán Ramírez
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).
© Juan Jesús Canaán Ramírez, 2019
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417740245
ISBN eBook: 9788417741365
«¡Positivooooo! ¡Positivooooo!». Se escuchaban los gritos de los familiares de personas desaparecidas en el Estado de Guerrero; concretamente en las inmediaciones del sitio denominado por algunos lugareños como «La Laguna» —un pequeño jaguey donde el ganado del área llegaba a calmar momentáneamente su sed—, situado entre los parajes Monte Horeb y Rancho La Sierpe a los pies del «Cerro Grande» o «Cerro Gordo», al poniente de la ciudad de Iguala, la mañana del día domingo dieciséis de noviembre del año 2014.
Aproximadamente dos horas antes, esas mismas personas —alrededor de cincuenta— y un numeroso grupo de reporteros de medios de comunicación nacionales y extranjeros se habían reunido en la Explanada o «Plaza de las Tres Garantías» teniendo como fondo las instalaciones del Palacio Municipal, con sus paredes ennegrecidas por efectos del fuego, los cristales rotos y muchas «pintas» alusivas a la desaparición de los estudiantes normalistas de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, ubicada en la comunidad de Ayotzinapa, a la entrada de la cabecera municipal de Tixtla, a la cual pertenece; realizadas solo cincuenta días antes.
En ese lugar y de acuerdo a los «usos y costumbres» que aun rigen en el estado, la mayoría decretó por votación erigirse como una asamblea, y como la asamblea se considera uno de los actores de mayor arraigo en esos lugares y la decisión unánime o por mayoría se respeta o hace respetar, se tomó la decisión de constituir una «Brigada de Búsqueda» de personas desaparecidas —en vida o fallecidas—. Aun a pesar de la débil protesta de algunos integrantes de la recién formada Brigada por tener conocimiento de las leyes vigentes en el país, quienes nos indicaron que la realización de las actividades que pretendíamos efectuar estaban fuera de los protocolos legales.
Sin embargo, como antes expresé, las asambleas son la autoridad máxima al momento de tomar decisiones en la mayoría de países, estados, ciudades, pueblos, barrios, colonias e incluso rancherías; por tal motivo, quienes tibiamente se oponían a esa decisión optaron por hacer lo que la mayoría exigía, ir a buscar «fosas clandestinas» en La Laguna. Toda vez que una persona que solo se identificó como Don Ignacio —Nacho— tenía conocimiento de un lugar en el cual consideraba que había gente enterrada, porque meses antes, mientras trabajaba en su parcela de maíz, tuvo la necesidad de «hacer del cuerpo» y buscó un lugar propicio para tal fin. Cuando terminó, al tratar de reincorporarse a su «labor», pisó en un punto en el cual su «pata» se hundió y del agujero resultante brotó un olor fétido y muy penetrante, como de carne en descomposición. Entonces nos dijo: «No estoy seguro de si es humano o animal, pero de que es algo que está muerto, lo estoy».
Con Don Nacho como guía, se inició una improvisada caravana compuesta aproximadamente con quince vehículos de todo tipo, que transportaban indistintamente a familiares, reporteros, «orejas del gobierno» en sus tres niveles, integrantes de Derechos Humanos y algunos «colados» que, deseosos de saber el chisme, nos acompañaban; como aún no nos conocíamos entre todos los participantes, no se tuvo el cuidado de evitarlos.
Arribamos al lugar aproximadamente a las diez de la mañana con treinta minutos, hora en que la calor comenzaba a subir, provocando el humedecimiento de nuestra ropa y que el sudor fluyera abundantemente de nuestros cuerpos. Una vez en el lugar nos separamos por grupos; por un lado los familiares, mirones y chismosos, por otro los integrantes de Ciencia Forense Ciudadana, con su líder Julia Alonso Carbajal, Derechos Humanos y Miguel Angel Jimenez Blanco, representante de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG) y, diseminados en diferentes lugares, los reporteros, camarógrafos, asistentes y demás pertenecientes a medios de comunicación locales, nacionales y extranjeros, buscando el mejor ángulo para captar esa histórica escena.
Después de poco más de quince minutos se conformaron ocho grupos compuestos de seis personas cada uno armados con picos, palas, barretas, machetes, coas y algunas varillas en forma de «T» afiladas en la punta, y de escuchar los consejos del representante de la UPOEG, que nos manifestó cuáles serían los indicios que debíamos buscar. Nos diseminamos por el área en busca de lugares que consideráramos idóneos de albergar una fosa y dicha fosa podría contener uno o más cuerpos humanos, completos o en partes.
Los indicios que nos mencionó la persona encargada de comunicárnoslos, haciendo hincapié dicho individuo que no siempre se iban a encontrar en el orden en que nos los iba a enumerar, recalcando, además, que fuera cual fuera el orden en que se localizaran, servirían para suponer que donde se encontraran habían enterrado en forma clandestina algo o a alguien, los indicios mencionados fueron los siguientes:
Exceso de basura que no corresponde al lugar; vasos, platos, cubiertos desechables, gran cantidad de envases de líquidos —agua, cerveza, refrescos, etc.—, bebidas energéticas e incluso de bebidas embriagantes de diferentes tipos y marcas.
Mucha ropa diseminada por varias partes del lugar; indistintamente de adultos, hombres, mujeres, jóvenes, incluso niños, algunas completas, en buen o regular estado y algunas —la mayoría— rotas o desgarradas.
Kits de medicamento, donde sobresale equipo de venoclisis, aplicación de suero, pastillas, cápsulas, inyecciones, algunas vacías y otras todavía conteniendo el medicamento de referencia, vendas, gasas y jeringas.
Leña cortada —de ser posible apilada utilizando la tradicional hacha, motosierra o machete—, o ramas en una buena cantidad utilizadas para hacer grandes fogatas.
Piedras de diferentes tamaños; que a simple vista puede notarse que estuvieron enterradas debido que al compararlas con las demás del entorno, estas aun a pesar del tiempo transcurrido, conservan la tierra con que estaban cubiertas cuando las extrajeron.
Tierra amontonada cerca de los lugares donde se aprecia la forma de una fosa; misma que tiene un color diferente al predominante y de inmediato se nota que formó parte del terreno —igual que las piedras—, «estuvo adentro».
Cuando son fosas recientes, se ve un notorio abultamiento, porque se hace un agujero sacando cierta cantidad de tierra, una vez que se obtiene la profundidad deseada, se introduce el cuerpo en la cavidad que resulte y al taparlo sobra un poco de tierra por el espacio que ocupa la víctima.
Llantas o neumáticos de diferentes marcas y tamaños; nuevos, usados, completos o ya utilizados y/o reutilizados.
Cuarteaduras, grietas, hendiduras, rajaduras o resquebrajamiento de la tierra, misma que se produce cuando el cuerpo sepultado se deseca, o sea, que pierde humedad ocasionando que la tierra que lo cubre por la parte de arriba se asiente; sobre todo en la época de lluvias y por efectos del sol se reseca y al asentarse se agrieta.
Cambio de color en la hierba, los cuerpos al descomponerse emanan una gran cantidad de gases que al buscar la salida hacia la superficie producen un cambio muy notorio entre el follaje preponderante en el lugar —se pone un poco amarillento o como si estuviera secándose paulatinamente—, o por el contrario, como si la descomposición del cuerpo le proporcionara «nutrientes» o abono a la planta que se nota a simple vista con un color verde más pronunciado; situación que resalta mediante el uso de lentes con cristales o micas de color rojo, mismos que se pueden adaptar con papel celofán o una película plástica de dicho color.
Durante las caminatas, observar el terreno, los cuerpos al deshidratarse se «sumen», logrando el acomodamiento de tierra, dibujando en el área en que se encontraban una «cunita» que es notoria a simple vista —tierra sumida—.
Carbón o ceniza diseminados por el área de búsqueda, lo que indica que existieron fogatas —también es posible localizar los alambres quemados de las llantas—.
Troncos cortados de aproximadamente diez o quince centímetros de diámetro, que indican que en el lugar —dependiendo de la época del año— había vegetación y que fue talada para permitirles realizar la excavación donde sepultarían a sus víctimas.
Toda clase de calzado, sandalias, huaraches, tenis, botas, botines, alpargatas, mocasines, choclos, zapatillas, de plataforma, chanclas, etc. Debido a que a las personas cautivas normalmente las despojan de su ropa y calzado para evitar que puedan escapar con facilidad, escogiendo para tal fin terrenos de difícil acceso, llenos de maleza —preferentemente espinosos— y llenos de piedras filosas y cortantes que si se transitan sin protección causarían heridas en diversas partes del cuerpo —principalmente los pies—.
Siendo la ciudad de Iguala un lugar muy caluroso, no era necesario construir alguna protección para evitar el candente sol, solo se concretaban a colocar grandes lonas que les proporcionaban sombra, escogiendo lugares con suficiente vegetación que les permitiera pasar inadvertidos a los ojos de quienes merodeaban por ahí en busca de leña o caminaban rumbo a sus áreas de labor.
Al abandonar los «campamentos» solo trozaban el material con que estaban atadas las lonas, por eso al entrar a un área boscosa era recomendable observar con detenimiento las ramas de los árboles donde se notaran indicios que ahí hubo personas cautivas, buscando ver trozos de mecate, rafia, cordón, reata, cable, agujetas y todo lo que se pudiera utilizar para atar o amarrar algo; ese mismo material se puede encontrar diseminado por todo el terreno, algunas veces completo y otras cortado, lo que podría indicar que la presunta víctima fue privada de la vida o liberada.
Aunque en Iguala no era práctica común la incineración ni deshacer los cuerpos, con la llegada de sicarios procedentes del norte del país comenzaron a realizarse este tipo de ejecuciones; por tal motivo, durante las búsquedas no se dejaba pasar la localización de tapabocas, guantes de látex, tambos metálicos y de plástico, gran cantidad de llantas, garrafones, normalmente de veinte litros de capacidad, cambios de color en la tierra predominante, debido a que en dichos lugares pudo funcionar una «cocina» —lugar utilizado para deshacer cuerpos— con ácido, sosa caustica; o incinerados con el combustible denominado entre ellos como «huachicol» —no el que se ha dado a conocer a últimas fechas por los medios de comunicación—, compuesto principalmente de diésel de mala calidad, gasolina, alcohol, éter, tinner y otros materiales flamables; así como herramientas —motosierras, hachas, machetes, cuchillos, navajas e incluso katanas—, armas utilizadas para descuartizar, desmembrar o trocear a sus víctimas.
Con esa somera explicación y ya con conocimiento de lo que más o menos buscábamos, iniciamos las actividades de búsqueda, el grupo donde se integraron los que se consideraban en esos momentos como líderes y los representantes de Derechos Humanos, así como la mayoría de reporteros se encaminaron en seguimiento de quienes eran guiados por don Nacho. Al arribar al lugar enseguida se notó la tierra «cuarteada» y sumida formando la «cunita» que nos habían indicado, así que ni tardos ni perezosos algunos señores se abocaron a retirar la poca maleza del lugar y se dedicaron a excavar el área delimitada por las grietas y tierra sumida. Pronto el lugar se llenó del clásico olor a putrefacción y a aproximadamente setenta centímetros del suelo apareció un fémur, por supuesto que los reporteros se abalanzaron enfocando sus cámaras hacia el resto recién descubierto y solicitando con vehemencia que se descubriera más, que se siguiera excavando para descubrir un poco más.
Nuevamente tomaron la palabra las personas que conocen las leyes; quienes nos indicaron que si se continuaba excavando sin la presencia de un Agente del Ministerio Público u otra autoridad similar, entonces sí infringiríamos las leyes y sus protocolos, proponiendo que solo se comprobara si había restos cadavéricos y se tapara la fosa para evitar que los animales necrófagos —carroñeros— se alimentaran de su contenido. A alguien del grupo se le ocurrió cortar una vara y colocándole en un extremo un trozo de la ropa hallada en las inmediaciones la clavó en el centro de la tierra removida, los más duchos en el uso de los adelantos técnicos la ubicaron mediante el uso del Sistema de Posicionamiento Global (GPS), señalando el lugar exacto para que posteriormente se notificara a las autoridades correspondientes para que procedieran a su exhumación como lo marca la ley.
Luego de cinco horas de ardua labor nos reunimos nuevamente en el lugar donde hicimos el arribo, con la finalidad de pasar lista y compilar las novedades ocurridas durante el tiempo que estuvimos participando de alguna forma o de otra en la búsqueda de indicios o comprobar fehacientemente la presencia de restos humanos en el área señalada. Los resultados fueron: el descubrimiento y ubicación de más de sesenta fosas abiertas que no habían sido utilizadas, es decir, estaban excavadas pero vacías, quizá en espera de ser usadas y probablemente por el evento de los días veintiséis y veintisiete del mes de septiembre pasado y por la presencia de mucha ley en la ciudad de Iguala y sus inmediaciones ya no habían sido ocupadas para el fin que fueron pensadas.
Situación que claramente indicaba que estábamos dentro de una zona de exterminio e inhumación clandestina de personas. Se localizaron en total diez fosas; siete conteniendo restos humanos que siguiendo la sugerencia de los «consejeros legales» de quienes ahí estábamos, después de verificar la presencia de restos humanos se cubrieron con la misma tierra excavada y se marcaron con varas y ropa, igual que la primera localizada; así como tres que solo contenían en su interior basura, zapatos y mucha ropa. De igual manera, en los alrededores del lugar se encontraron muchos envases de bebidas energéticas, bolsas de plástico que habían contenido alimentos, envases vacíos de sopas instantáneas precocidas, bolsas de comida chatarra, sábanas y cobijas manchadas de sangre.
Después de comprobar que estábamos todos los que habíamos ido, tomar nota de los hallazgos realizados e indicar que preferentemente abordáramos los mismos vehículos en que nos habíamos transportado al lugar, se procedió a hacer la invitación a los asistentes a una próxima reunión para el domingo siguiente, o sea, para el veintitrés de noviembre, estableciendo como punto de reunión la parroquia de San Gerardo María Mayela, ubicada en la calle del Huerto, número catorce, de la colonia San Gerardo en la ciudad de Iguala, a cargo del sacerdote Oscar Mauricio Prudenciano González, indicando además que dicha invitación se hiciera extensiva entre sus conocidos y familiares de personas desaparecidas, a fin de que si lo deseaban nos acompañaran a realizar otra búsqueda a unos puntos que algunas personas, que habían visto nuestra frenética actividad, voluntariamente se acercaron a algunos de nosotros para de manera anónima entregarnos algunos croquis que nos indicaban lugares donde se estimaba que habría más cuerpos enterrados.
¿Pero cómo fue que un pacífico y veterano «militar retirado», radicado en la colonial ciudad de San Cristóbal de las Casas, en el estado de Chiapas, que debía estar gozando de las mieles del retiro, levantándose tarde, cuidando a sus mascotas y pasar más tiempo con los nietos y el resto de la familia, se integró al Equipo de Búsqueda del Colectivo de Familiares de Víctimas De desaparición Forzada denominado por los medios de comunicación como «Los Otros Desaparecidos de Iguala»? La historia se remonta seis años con dos meses y medio atrás, cuando mis sobrinos de nombres Omar e Hiram Jafeth Canaán Ávila, en ese entonces de veinticuatro y veintiún años respectivamente, fueron «levantados» por un grupo armado el día 30 de agosto del año 2008 en la ciudad de Iguala en el Estado de Guerrero.
Antes que nada permítanme explicarles cómo fue que «nacieron» las denominaciones de «Los Otros». «Los Otros Desaparecidos» o «Los Otros Desaparecidos de Iguala», que en realidad se inició con la denominación de «Comité de Familiares de Víctimas de Desaparición Forzada». Como de la mayoría es sabido, en la ciudad de Iguala, en el estado de Guerrero, la noche del día veintiséis y la madrugada del veintisiete del mes de septiembre del año 2014, ocurrieron los sangrientos sucesos de la denominada «masacre de Iguala», resultando ocho personas fallecidas; cinco estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, un integrante del equipo de fútbol Los Avispones de Chilpancingo, el conductor del autobús que los había transportado para jugar en la ciudad de Iguala, una señora que iba como pasajera de un taxi, y veinticuatro heridos, entre chóferes, periodistas, agentes del Ministerio Público, profesores, futbolistas y normalistas y un número indeterminado de personas desaparecidas; aunque el Gobierno Federal y las autoridades estudiantiles coinciden en la fatídica cifra de cuarenta y tres.
También son conocidas las actividades de protesta realizadas por los padres, estudiantes y algunos familiares de los normalistas desaparecidos, en diversas partes del país y del extranjero, efectuadas los días veintiséis y veintisiete de cada mes, exigiendo «justicia» y la presentación «con vida» de «los 43», calificativo con que la mayoría de reporteros representantes de diversos medios de comunicación, nacionales y extranjeros que inundaron la ciudad de Iguala y poblados adyacentes en busca de noticias, comenzaron a referirse cuando tocaban el tema de la «masacre de Iguala»; así que cuando el pequeño grupo de familiares que no constituían parte de los estudiantes que tomando como ejemplo lo realizado por los miembros de la UPOEG se lanzaron a los cerros en busca de personas sepultadas en fosas clandestinas, los medios de comunicación les dieron esas tres designaciones para diferenciarlos y distinguirlos precisamente de «los 43».
¿Y cómo se constituyó el grupo de «los otros desaparecidos»?
Fue precisamente el día veintiséis de octubre durante la conmemoración del primer mes de la desaparición de los estudiantes que un numeroso grupo de personas marchaban por la ciudad de Iguala portando un gran número de mantas, lonas y cartulinas con algunas consignas, entre ellas: «Vivos se los llevaron y vivos los queremos»; «Ayotzi aguanta, el pueblo se levanta»; «Nos faltan 43»; «¿Y si fuera tu hijo?»; «¿Qué cosecha un país que siembra muertos?»; «Pude ser yo»; «43 X 43, ni un desaparecido más»; «Ángel Aguirre asesino»; «Ayotzinapa somos todos»; «No olvidamos, aún nos faltan 43»; «Ayotzinapa no están solos»; «Ayotzinapa vive, pedimos educación y recibimos balas»; «En México es más peligroso ser estudiante que narcotraficante»; «Presentación inmediata con vida»; «Ayotzinapa duele»; «Somos estudiantes, no ladrones»; «Ayotzinapa terrorismo de estado»; «Ni perdón ni olvido, justicia Ayotzi»; «No más narcogobierno, no más crímenes de estado»; «Yo quiero estudiar sin que me desaparezcan»; «Angel Aguirre, ¿y si fuera tu hijo?»; «Gobierno farsante, que matas estudiantes»; «Gobierno fascista, que matas normalistas»; «Gobierno asesino, que matas campesinos»; «Gobierno culero, que oprimes al obrero». Y otras más alusivas a la situación imperante en la ciudad. Fue ahí cuando las hermanas Mayra y Magda Vergara Hernández, provenientes del poblado de Huitzuco, que tienen un hermano de Nombre Tomás, desaparecido desde el día cinco de julio de 2012, armándose de valor consiguieron unas cartulinas, junto con un marcador y escribieron las frases: «¿Acaso solo hay justicia para desapariciones masivas?», «No nadamás son 43, nos faltan muchos más» y«Exigimos justicia para mi hermano y los miles de desaparecidos en el Estado», incorporándose al frente de la marcha con sus pancartas a la vista.
Esta valiente actitud fue observada por otro grupo de personas que también tenían familiares desaparecidos ajenos al grupo de normalistas, pero que se habían unido a ellos con la finalidad de apoyarlos y a la vez solicitarles su ayuda para encontrar a los suyos; al término de la marcha las buscaron y les preguntaron que si formaban parte del grupo de «los 43», al recibir una respuesta negativa comenzaron a intercambiar datos, como por ejemplo: yo busco a mi hijo desaparecido desde hace cinco años; yo a mi esposo desaparecido hace ocho; yo a un sobrino y a mi papá; yo también, como ustedes, a una hermana; yo a un tío; yo a mi suegro… y así siguió una larga lista de personas y fechas de desaparición, hasta que uno de los policías comunitarios perteneciente a la UPOEG que también participó en la marcha, les indicó que en la calle del Huerto número catorce de la colonia de San Gerardo estaba la parroquia de San Gerardo María Mayela y que el sacerdote, Oscar Mauricio Prudenciano González, junto con un grupo de luchadores sociales representantes de la «Sociedad Civil» e integrantes de la UPOEG a la que él pertenecía, estaban recibiendo a personas con ese problema, con la finalidad de ayudarlos, asesorarlos y apoyarlos en su lucha.
Pero hagamos un poco de historia:
En la ciudad de Toluca vivía un joven de nombre Ricardo Isaac Hernández González a quien sus propios familiares, amigos y compañeros más allegados nombraban con el apodo de «El Gato», quien a pesar de contar con solo quince años de edad ya lideraba una banda de jóvenes delincuentes que se dedicaban al robo de autopartes y, si estaba dentro de sus posibilidades, se llevaban el vehículo completo, robo a casa-habitación, asalto a mano armada a transeúntes, venta y consumo de enervantes entre otras actividades ilícitas. En incontables ocasiones había sido conducido a las instalaciones policíacas, pero por ser menor de edad y porque las personas agraviadas por miedo o por recibir amenazas se negaban a denunciar los hechos, era puesto en libertad a las pocas horas de ser detenido solo o en compañía de algunos integrantes de su grupo delictivo, por supuesto, todos menores de edad.
Como la mayoría de progenitores que no pueden o no saben cómo lidiar con un «hijo problema», y con la finalidad de evitar que cuando cumpliera la mayoría de edad pudiera ser capturado por las autoridades y recluido en una prisión, o que en alguna de sus fechorías pagara con la vida, a mediados del año 2006 su padre decidió mandarlo con uno de sus tíos que radicaba en la localidad de Mezcala, municipio de Eduardo Neri —Zumpango del Río—, en el Estado de Guerrero, situada a aproximadamente cincuenta y cinco kilómetros de la ciudad de Iguala, sobre la Carretera Federal número 95 —México-Acapulco y viceversa— que desde antes de la Segunda Guerra Mundial ha destacado como un pueblo minero, viviendo con la madre de su progenitor —abuela— Antonia Ocampo Luévanos.
Ahí se empleó como chófer asalariado de las camionetas —combis— que ofrecían servicio de pasaje del poblado de Mezcala a la ciudad de Iguala y otro tanto semejante de vehículos lo brindaba de Mezcala a Chilpancingo —ida y vuelta—, pero lo mucho o poco que ganaba en ese desempeño lo gastaba en sus vicios —alcoholismo y drogadicción, principalmente cerveza y cocaína—, que debido al auge económico que ofrecía el trabajo en la empresa minera Gold Curp eran más fáciles de conseguir de lo que uno pueda imaginarse.
Conociendo su debilidad, en una ocasión fue abordado por integrantes de un grupo delictivo avecindado en la ciudad de Iguala que se dedicaba a surtir las tienditas ubicadas en el lugar y sus inmediaciones, estos le indicaron que si en lugar de consumidor se convertía en distribuidor, obtendría alguna ganancia extra y sus dosis —que por cierto, ya eran más continuas— le saldrían gratis.
Por supuesto que Ricardo Isaac aceptó sin chistar y en poco tiempo se notó un cambio radical en su situación económica, después de terminar sus «vueltas» —entre 17:00 y 19:00 horas según fuera el turno que le tocara—, se reunía con un «selecto» grupo de jóvenes que en las tiendas emplazadas frente a la Comisaría del lugar se dedicaban a ingerir bebidas embriagantes sin control y sin medida; quizá debido a su juventud al otro día se presentaba a cumplir con sus labores en «su» combi, como si el día anterior no se hubiera metido nada —algunos decían que antes de iniciar su recorrido hacia la ciudad de Iguala se metía uno o varios «pericazos» para estar «al cien»—, situación que era un secreto a voces y se comentaba sin ningún pudor entre sus compañeros de labores y habitantes del lugar.
Relatan quienes lo conocieron y tenían acceso al selecto grupo que conformaba con sus colegas de trabajo y presuntos amigos que a finales del mes de julio, aproximadamente un mes antes de la desaparición de mis sobrinos y su muerte —del Gato—, este llegó un poco alterado al lugar donde se reunían, ingirió más bebidas de las que acostumbraba, se metió mucho polvo y ya más calmado les contó que pocas horas antes había sido detenido por los ministeriales en la ciudad de Iguala, diciendo:
—¡Pinches ministeriales, se pasaron de «ver…des» conmigo! Me apañaron allá en la «tamarindera» y aunque no encontraron mucha merca, que por cierto alegué que era para mi consumo personal, me bajaron una lana. Pero hasta eso que son bien pendejos, porque no localizaron el mero «clavo» y con lo poco que encontraron me la hicieron un chingo de pedo, tanto que me querían bajar «un melón de varos» —un millón de pesos—, y pues como venía bien cargado de varos y merca, pues conseguí que me dieran viada por cien «milanesas» y también me chingaron la poca merca que me afanaron.
Retrocedamos un poco en el tiempo:
Corría el mes de febrero del año de gracia de 1979, cuando mi hermano Claro Raúl Canaán Ramírez, después de causar baja del Ejercito Mexicano, llegó a la localidad de Mezcala junto con un abigarrado grupo de entusiastas jóvenes que arribaban al lugar contratados por la Dirección de Minería del Gobierno del Estado, con la finalidad de colaborar en la extracción de minerales preciosos a cargo de la empresa minera Franco-López.
Todos ellos solteros y con un sueldo un poco mayor al promedio de lo que se acostumbraba ganar en esa área y sus alrededores; así que como en Mezcala en ese entonces no había ningún lugar para divertirse, los muchachos después de cobrar jalaban para Chilpancingo o para Iguala que a fin de cuentas les quedaba más o menos a la misma distancia. Aunque la Dirección de Minería le pagaba a una persona que alimentara a sus trabajadores, ellos buscaron dónde abonarse ahí en el poblado, porque la señora encargada de preparar la comida no era muy ducha en esos menesteres y sus comensales muy seguido padecían enfermedades estomacales y ya odiaban la poca variedad de platillos que se les ofrecían, también con la finalidad de tener un contacto más directo con los pocos habitantes que en ese entonces había en el lugar. Así que como la mayoría comía en el único restaurante «decente» que se encontraba en el lugar denominado como «el puerto», —precisamente a la entrada a la localidad— la totalidad de trabajadores decidió por unanimidad hacerlo su comedor y lugar de reunión.
Así pasaron casi tres años entre trabajo, idas a Iguala a veces, otras a Chilpancingo y en muy contadas ocasiones a la región de la Montaña o a la zona de la Costa, visitando los sitios o casas non sanctas que por cierto, en dichos lugares abundan, siempre en espera de obreros, campesinos o trabajadores de toda índole; con un ramillete de muchachas «malas» —que normalmente están «bien buenas»— siempre dispuestas a «ayudar» a los visitantes a gastar el fruto de varios días, semanas o meses de arduo trabajo y que llegan a esos lugares ávidos de solaz y esparcimiento, buscando compañía femenina para juntos libar y degustar toda clase de bebidas espirituosas y comidas exóticas que ahí mismo se preparan y sirven a precios «módicos», situación que a los parroquianos que ahí asisten poco o nada les importa.
Como escribí líneas arriba, entre las vicisitudes propias del trabajo y la rutinaria vida de un poblado por esas fechas aparentemente tranquilo, transcurrieron poco más de tres años, tiempo en que mi hermano conoció a una joven pizpireta, de color moreno, delgada y con sonrisa a flor de labio, la pretendió durante un mes, luego ella le manifestó que para aceptarlo era necesario que hablara con sus padres y el resto de la familia —que por cierto, era muy numerosa— para solicitarles permiso de iniciar un noviazgo, solicitud que fue aceptada luego de un sinfín de preguntas e «investigaciones» de su lugar y familia de procedencia; si pensaba seriamente en esa relación, que si no la quería solo para divertirse o pasar el rato y otras por el estilo.
Luego de seis meses de noviazgo, ambos decidieron de común acuerdo unir sus vidas «ante Dios y ante los hombres», fijando la fecha de ese importante acontecimiento en sus vidas para el día cuatro de junio del año de 1983. Para tan importante suceso fueron invitados mis padres, la señora Adelina Ramírez Gutiérrez —De Canaán— y Don Roberto Canaán Patjane, que tuvieron que viajar de su lugar de residencia, Ciudad Mendoza, Veracruz. Por supuesto que no podía faltar su servidor, que en ese entonces radicaba en la capital del estado, Chilpancingo, así como las amistades y parentela de mi cuñada, los amigos y compañeros de trabajo de mi hermano y una gran pléyade de «colados».
Nueve meses y veinte días después de haber contraído nupcias, el día veinticuatro de marzo de 1984, el hogar que formaba la feliz pareja se vio bendecido con el advenimiento de un niño, al que bautizaron con la denominación de Omar de procedencia árabe y cuyo significado es: hombre de larga vida, apellidado Canaán Ávila, nombre que por cierto también lleva el quinto de mis nueve hermanos. Casi tres años después, el siete de marzo de 1987, ese hogar nuevamente se engalanó para volver a recibir a otra criatura del sexo masculino, registrado y bautizado con el nombre de Hiram Jafeth Canaán Ávila —ambos de origen hebreo, el primero significa: mi hermano es supremo, y el segundo: Dios expanda—.
Ambos hijos de mi hermano y mi cuñada vivieron en Mezcala una niñez y una juventud tranquila; junto al resto de la familia materna, mi hermano, en la medida de sus posibilidades, mandó a su hijo mayor, Omar, a instruirse a la ciudad de Cuernavaca, en el estado de Morelos, a estudiar Ingeniería en Mantenimiento Industrial, debido a que en esa localidad únicamente podrían estudiar hasta nivel secundaria. Un Ingeniero en Mantenimiento Industrial es un profesional que cuenta con un conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes para aplicar métodos, técnicas y herramientas en la administración del mantenimiento a instalaciones, maquinaria y equipo, en la mejora de los procesos productivos, en el desarrollo del personal, en la aplicación de normas de calidad y de seguridad e higiene con base en disciplinas como la mecánica, electrónica y eléctrica, automatización, uso de software y robótica principalmente, con el fin de coadyuvar al desarrollo tecnológico de la región.
Hiram Jafeth estudió contabilidad —Sistema de control y registro de los gastos e ingresos y demás operaciones económicas que realiza una empresa o entidad— en la ciudad de Iguala. Ambos, Omar e Hiram Jafeth, fueron contratados para prestar sus servicios en la empresa minera de origen canadiense, denominada como Gold Curp, en la explotación de minerales preciosos en las minas nombradas como