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Me llamo Asia
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Libro electrónico446 páginas6 horas

Me llamo Asia

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Información de este libro electrónico

Me llamo Asia y… lo confieso: tengo cuarenta años. Aunque también tengo negocio propio, casa, hijos y un marido, de vez en cuando. Pero… estoy casi segura de que no soy la persona que creo que debería ser… ¿o sí? No sé… El caso es que, de repente, he descubierto que la vida se me ha despistado y no me ha dejado hacer, sentir y experimentar todo lo que tenía que haber probado, explorado y percibido antes de llegar a esta «crítica» edad. Y, por lo visto, el resto del mundo también se ha dado cuenta ya que se ha confabulado con mis sueños, para hacer realidad mis fantasías y, de paso…, volverme un poco más loca… o, a lo mejor, solo es fruto de mi imaginación y resulta que yo ya estaba loca antes de darme cuenta de que todo se debe a algo tan sencillo como la famosa «crisis de los cuarenta» que yo he querido convertir en mi particular «tour de los cuarenta».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 nov 2017
ISBN9788417275136
Me llamo Asia
Autor

Nuria Villarejo García

Se llama Nuria y lo confiesa: ¡le encanta escribir! La mayoría de las veces, su mente se adelanta a sus pensamientos; sus pensamientos a sus ideas; sus ideas a su intención; su intención a sus manos y sus manos... acaban enredadas con la plancha. Su experiencia como escritora se centra básicamente en el in-door y no solo porque quien paga sus facturas sea el gimnasio en el que trabaja, sino porque se ha limitado a escribir para ella. Sí, es cierto que se ha presentado a varios concursos de relatos..., incluso ha llegado a ganar alguno, pero... nada que no haya podido conseguir cualquier persona con ganas de escribir, con una creatividad estimulada, con ideas originales y, sobre todo, con talento. Por lo demás, es una persona normal, con una vida sencilla y grandes sueños. Vamos... como el resto de los mortales.

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    Me llamo Asia - Nuria Villarejo García

    Freud

    Prólogo

    Me llamo Asia.

    Un nombre original ¿verdad? Pero mi madre también lo era y eligió este nombre por su sonido. Decía que le hacía vibrar; que, al pronunciarlo, sentía como si sus emociones llenasen su cuerpo y su mente y le permitiesen experimentar la vida de una forma mucho más potente que con el pensamiento. Sí. Así era mi madre, viviendo constantemente en ese estado de locura que, a veces, incluso la hacían parecer casi normal. De modo que se pasó todo el embarazo susurrándolo, lenta y suavemente; como un mantra… "Asia… Asia…", intentando convencer a mi padre de que así era capaz de contener las inquietudes negativas y de centrar su atención en todo lo que había de positivo en su mundo emocional. Eso era muy importante para ella y aunque mi padre no entendía ni una sola palabra de lo que decía, el pobre aguantaba resignado todos y cada uno de sus caprichos, con más paciencia que si fuese el dueño de un Transformer al que hubiese que pasarle la ITV; consciente de que la paciencia en sí no solucionaba nada, pero convencido de que la impaciencia… menos aún.

    Y tanto repitió mi madre ese nombre, que mi padre creyó que daría a luz un bebé con el pelo negro, los ojos rasgados y una catana debajo del brazo. Nada más lejos de la realidad.

    A los dos años, volvió a quedarse embarazada. Supo que mi hermana se llamaría Luna la misma noche que la concibió, en una playa de Lanzarote, entre los brazos y abrazos de mi padre. Y otra vez volvió a convencerle de que ése era el nombre perfecto. "Se llamará Luna…", le dijo, "…y será hermosa, fuerte y brillante". Y no se equivocó. Los ojos de mi hermana, de un azul tan intenso como el mar, escondían una mirada tierna y tímida, que, con el tiempo, revelaron a una mujer sincera con una personalidad auténtica y realmente misteriosa. Me parece muy curioso cómo suele mirar repetidamente hacia abajo mientras habla, demostrando que toda ella se mueve desde lo sentimental, desde lo emocional…, igualita que mi madre. Creo que ni mi padre ni yo, hemos llegado a saber nunca con seguridad qué es lo que pasaba por sus cabecitas.

    Mi madre nos contaba divertida que cuando mi padre me llevó al hospital para conocer a mi hermana, lo primero que le pedí fue que me la regalase. Y que ella, emocionada, me contestó: "Claro que sí, cariño. Será la Luna de Asia".

    Así era mi madre… Puede que no fuese la persona más fuerte, ni la más valiente, ni la más decidida…, puede que se equivocase en muchas ocasiones… ¿quién no?, pero su esfuerzo constante y diario por defender sus ideas, por cuidar lo que amaba, por hacernos felices, la convirtieron en una persona capaz de atraer a todos con su mirada clara y honesta y con su particular visión delirante de la vida.

    Me gustaría decir que sigue siendo así, pero… no puedo. Ya casi no la reconozco. Ya apenas queda nada de aquella formidable mujer que cada día creaba mundos de fantasía casera envolviendo nuestras vidas con sábanas de imaginación y felicidad y cubriéndolas con mantas de ensueño e ilusión. Ahora sí que es otra. Ahora, que se ha convertido en un encogido saquito de piel y huesos, recuerdo cómo se deshacía para que viviésemos cada momento como si fuese el último, y sonrío tristemente porque, al final, ninguno de nosotros hemos sido capaces de percibir cómo tan disimuladamente se ha ido acercando el suyo: su último momento. Ahora ella navega sola por su mundo; se ha convertido en una prematura anciana que surca su nirvana en su particular océano profundo, en compañía de su soledad mundana.

    Ni siquiera sé ya si su cuerpo parece más viejo que su mente, o su ánimo menos joven que su cuerpo. Quizás me consuela pensar que vivió intensamente y que logró hacer muchas de las cosas que quería, aunque otras… se quedaron olvidadas en sus fantasías.

    Capítulo 1: La imparable rutina (Lucas Recio)

    Como siempre, ya tenía los ojos abiertos como platos, antes de que sonase el despertador. Por aquel entonces, me costaba bastante conciliar el sueño. Me despertaba varias veces durante la noche y había comprobado que no era capaz de dormir dos horas seguidas. Y no porque mi cerebro se empeñase en mantenerme desvelada hasta las tantas, para regodearse en las estúpidas decisiones que había ido tomando a lo largo de mi vida. Y tampoco porque mi cama se encontrase vacía. Ya estaba acostumbrada a que Gonzalo no durmiese en casa la mitad de las noches. A veces, incluso lo agradecía. Agradecía la soledad…, no tener que acceder a caricias que no me llenaban o aceptar abrazos que no deseaba. Y, además, eso me permitía soñar libremente… Sí. Había llegado a creer que yo misma era capaz de manipular mis sueños. Me bastaba con concentrarme un poco, cerrar los ojos y al instante, aparecería la historia que me hacía disfrutar. Y lo más increíble era que, casi siempre, conseguía recordarla con todos sus detalles, como en ese momento:

    "Me veía a mí misma con diecinueve años en un supermercado.

    Tenía clase a las doce, así que no podía entretenerme mucho.

    Me dirigí, casi corriendo, al pasillo de los productos de limpieza del hogar, visualizando a cada paso todos los artículos de las estanterías, intentando encontrar el dichoso suavizante de ropa con olor a rosas que mi madre me había encargado.

    De pronto, mis pies, desatendiendo las órdenes de mi cerebro, decidieron detenerse de golpe y mis ojos comenzaron a abrirse al mismo tiempo que mi boca. Sentí la rigidez en cada uno de los músculos de mi cuerpo. Sentí cómo mi corazón se aceleraba y sentí cómo un sudor frío se iba acumulando en mi frente. Y los sentí todos a la vez, de repente y sin previo aviso.

    Hacía más de cuatro meses que no le veía. Desde entonces me estuve arrepintiendo todos los días por no haber tenido el valor suficiente para acercarme a él cuando tuve la oportunidad. Y ahora, estaba ahí, en mi mismo pasillo, entre los limpiacristales y los estropajos. Él no me había visto aún. Estaba tan concentrado comparando el precio de dos cajas de pastillas para el lavavajillas, que yo pude aprovechar para apoderarme del tiempo; lo paré y disfruté con todos y cada uno de mis sentidos, acariciando su cuerpo con la mirada, absorbiendo sus latidos, llenándome de su aroma, intentando recordar en mi boca el sabor de sus labios, de su único beso…

    Y decidí que ése era el momento. Respiré profundamente para inspirarme fuerza, como había visto hacer en las películas, y con pasos que pretendían parecer seguros, pero sin conseguirlo, me acerqué a él. Antes de que llegase a su altura, Dani levantó la mirada de las cajas y se encontró conmigo frente a frente, cortándole el paso. No se movió. No dijo nada. La verdad es que su cara, en ese momento, era totalmente inexpresiva, lo que no me facilitaba en absoluto las cosas. Pero yo había tomado una decisión y cuando lo hacía, jamás me echaba atrás. Independientemente de las consecuencias.

    —Me gustaría saber… si… algún día… podríamos tomar un café—le pregunté mucho más tímida y menos segura de lo que me hubiese gustado.

    —¿Para qué?–me contestó. Esa no era la respuesta que yo esperaba, aunque habría jurado que un pequeño brillo travieso apareció en sus ojos.

    —Ehh… quisiera conocerte… màs–le dije a la vez que apretaba los ojos ante la originalidad de mi respuesta.

    —¿Por qué?–Volvió a preguntar torciendo un lado de su boca hacia arriba y el otro hacia abajo en un gesto que parecía debatirse entre el placer y la duda o… que simplemente demostraba ambivalencia en general…; un gesto que… me volvía loca.

    —… ¿Por qué?–Repetí en voz alta, despacio y tragando saliva, como si esperase que alguien contestara por mí. Pero nadie contestó.

    De pronto sonreí. Ya no necesitaba que nadie me diese una respuesta. La falta de confianza en mí misma que siempre me había caracterizado, se transformaba ahora en la fuerza que cambiaría mi destino. O no. Pero, al menos yo, iba a darle una oportunidad.

    Muy lentamente caminé hacia él, jugando con mi mirada y su sonrisa. Esa seguridad con la que me vio acercarme le desconcertó. Ahora era Dani el que buscaba una explicación. Me humedecí los labios con la lengua y los acerqué a su oído para poder susurrarle:

    —Quiero saber… por qué cada vez que te veo… me tiemblan las piernas…, el corazón se me acelera y… no puedo dejar de mirarte…—y permanecí unos segundos de más junto a él…, respirando sofocadamente…, advirtiendo cómo su corazón latía al ritmo de mi mirada.

    Ahora sí me sentía fuerte. Lo más importante para mí, en esos momentos, ya no era Dani. No era la necesidad que tenía de su contacto, de sus caricias o de sus besos. Lo más importante era… ¡que lo había hecho! Que me había arriesgado. Que si salía bien… sería algo estupendo y que, si salía mal… pues… ¡mala suerte!, me lo tomaría como una experiencia más. Di un paso atrás sosteniéndole la mirada y entonces fue él quién abrió más los ojos… y sonrió."

    Hacía varias semanas que tenía este mismo sueño.

    Mi mirada volvió a perderse otra vez en el techo blanco del dormitorio, sabiendo de antemano en lo que iba a consistir mi día, sin intentar siquiera buscar algo para combatirlo, algo para convertirlo en un nuevo día… en un día distinto, porque… ya no tenía ganas de rebelarme. Me senté en la cama y respiré profundamente. Resignada.

    Cuando llegué a la habitación de Adrián, en contra de todo pronóstico, ya estaba esperándome, sentado en la cama con una sonrisa que le recorría la cara de oreja a oreja. Lo habitual hubiera sido que, tras mil doscientos besos y tres mil quinientas cincuenta y cinco cosquillas, hubiese conseguido que se levantase envuelto en otras ciento veintidós quejas. Pero ese día no. Esa noche, probablemente él tampoco había dormido.

    Por fin había llegado su ansiado viaje de fin de curso. Su primer viaje en solitario. Se avecinaban cambios importantes en su vida. Y este viaje cerraría una etapa, la infancia y daría comienzo a la, tan temida por mi parte, adolescencia. Al menos, me quedaba el consuelo de que no se iba muy lejos: a unos… ciento sesenta y siete kilómetros con doscientos metros… aproximadamente.

    A través de Ángel, un papá del cole que pertenecía al AMPA, el colegio se puso en contacto con un albergue de Cuenca donde, según contó, sus hijos se habían divertido muchísimo el año anterior… ¡y allí que los mandaron! Y, sinceramente, yo lo agradecí, porque para ser su primera salida oficial era más que suficiente.

    Mientras Adrián se vestía, me fui a despertar a Claudia que, la noche anterior se empeñó en acompañarnos. La encontré de rodillas en el suelo, frente a la cama. Y la intensidad de la angustia que se reflejaba en su rostro me sorprendió hasta casi asustarme. Aunque se esforzaba por no llorar, sus ojos habían empezado a cristalizarse.

    —Mamá… —me dijo con una sobriedad que no se correspondía para nada con la expresión de su cara—no encuentro el cinco.

    —Tranquila, cielo. Mira, aquí está. ¿Lo ves?—le dije señalando un número cinco que estaba pintado de rojo en la funda nórdica de su cama.

    —¡Ah, vale! Gracias—contestó poniéndose en pie de un salto y sonriendo como si con esa palabra hubiese pulsado el botón de reinicio que le había hecho olvidar el momento que acababa de vivir, devolviéndole su aspecto tranquilo de diario.

    Se abrazó a mis caderas, me dio un beso y se fue a la cocina a desayunar.

    La primera vez que Claudia no encontró el cinco, mis sentimientos se dividieron entre la perplejidad y el susto primero y entre la preocupación y la risa, después. Me angustiaba un poco la idea de que fuese sonámbula, pero era tan divertido verla tan seria cuando hablaba dormida… que muchas veces me sentía… mala madre. ¡¿Qué madre se ríe de lo que les pasa a sus hijos?! ¡Pues yo!

    Con cargo de conciencia la llevé al pediatra que, por suerte, me tranquilizó diciéndome que sólo se trataba de un proceso relativamente habitual, totalmente inofensivo y que iría desapareciendo poco a poco; así que, a partir de ese momento incluí esos episodios en mi diario de situaciones divertidas, que pensaba compartir con mis hijos cuando tuviesen la edad suficiente como para entenderlas sin molestarse. De momento, las guardaba para mí.

    Adrián y yo nos encargamos de preparar la maleta dos días atrás. Habíamos seguido punto por punto las indicaciones de los monitores, etiquetando toda la ropa, haciendo una lista de todo lo que se llevaba… y estábamos seguros de que no nos faltaba nada, así que nos felicitamos mutuamente chocando nuestras manos, algo que me encantaba ya que me hacía sentir que todavía estaba en la onda…, conectada con mi hijo.

    —Te voy a echar un bollo de manchas y un zumo para que almuerces—le dije súpercontenta.

    —Sí mamá. Pero… delante de mis amigos no digas lo del bollo de manchas… ¿vale?

    La alegría de hacía tan sólo treinta segundos se desvaneció por completo. ¿Qué pretendía yo? No acababa de asumir que los niños crecían, que empezaban a ser personitas independientes y, lo que era peor, que yo me hacía mayor y que cada vez ocupaba menos espacio en sus vidas. Otra cosa a la que tendría que acostumbrarme y pensé que en mi vida había ya demasiadas costumbres.

    Capítulo 2: El cielo de su libertad (Sonia Blanco)

    Antes de salir de casa, entre sigilos y temores, me asomé a la habitación que, desde hacía dos amargos meses ocupaba mi madre, para asegurarme de que seguía… viviendo.

    Todos los días, sin excepción, llegaba hasta la cama y acercaba mi mejilla a la suya lo justo para recibir su aliento y despedir la presión de mi pecho. Sin darme cuenta, esa escena se había ido convirtiendo en una especie de obsesión. Me horrorizaba la idea de entrar un día y no sentir su respiración, me inquietaba perder sus latidos…; ya era bastante doloroso ser testigo de cómo se extinguía su historia, de cómo su vitalidad sucumbía ante un indiferente agotamiento al que estaba empezando a coger gusto. Apoyé la frente contra el cerco de la puerta y cerré los ojos. Tenía que encontrar un recuerdo. Un recuerdo de ella. Cualquiera me valdría. Era mi forma de enfrentarme a una madre que ya no era la mía y todo gracias a una enfermedad tan cruel…, tan… compartida, que día a día me estaba obligando a dejar de ser la hija de quien me dio la vida.

    Mi madre dormía profundamente, así que nos marchamos.

    Aparecimos en el colegio con diez minutos de antelación y eso era algo más que raro en nosotros que teníamos ese hermoso y único talento de llegar tarde a todas partes. Yo siempre había sido muy puntual. Mi padre solía asombrarse de mi paciencia y yo le contestaba que todo se reducía a tener una buena actitud mientras se esperaba.

    Gonzalo no era como yo. Él era la parsimonia en persona. Nada le hacía saltar los nervios y a mí eso me desesperaba. Recuerdo que mi madre comenzó a burlarse de mí cuando anunciamos la fecha de nuestra boda: "Dile a Gonzalo que os casáis un día antes, para que no llegue tarde". Al principio, me molestaba mucho, pero… como me ocurría con todo… me cansé de ir contra corriente. Era una lucha constante y sin resultados. Al final, ganó Gonzalo con su impasibilidad y la impuntualidad empezó a formar también parte de mi persona.

    Adrián estaba tan impaciente por encontrarse con sus compañeros, que apenas rozó mi cara con un fugaz y rápido beso y salió del coche casi antes de que lo aparcase del todo. Por el espejo retrovisor observé cómo se alejaba corriendo y una sonrisa se dibujó en mi rostro. Ver a mi hijo tan feliz, con tantas ganas de pasárselo bien, de comerse el mundo…, esa libertad que llegaba incluso a respirar…, me hacía sentir envidia. Envidiaba su juventud, su inocencia, su vitalidad… aunque, como madre, sabía que lo que me correspondía era disfrutar con él de lo que él disfrutara, es decir, a otro nivel en el que yo ya no era el centro de su atención.

    Saqué la maleta del coche, la mochila y la gorra y me dirigí con Claudia hacia el corro que formaban las otras madres. Uno de los profesores que acompañarían a los chavales en el viaje, se encargó de meter la maleta en el departamento para maletas del autobús, mientras yo me acercaba a Adrián para darle la mochila y la gorra. Como si hubiese adivinado mis intenciones, mi hijo cruzó entre sus compañeros casi a la velocidad del rayo; respirando sofocadamente, más por el miedo que por la corta carrera, se plantó frente a mí y descubrí en sus ojos exageradamente abiertos, una petición, un ruego, una súplica: "Por favor, por favor mamá… que ya tengo doce años" y eso sólo podía significar una cosa: por nada del mundo quería una despedida: ni triste ni alegre, ni dramática o espectacular, por mucho que yo les hubiese repetido que las despedidas eran necesarias para los reencuentros… porque, en realidad, lo que me gustaba era abrazarlos, apretujarlos, espachurrarlos donde fuese y delante de quien fuese…; pero… me mordí los labios; sonreí falsamente muy a mi pesar; le pasé la mano por la cabeza con un gesto despreocupado y les deseé a todos, un feliz viaje.

    Los niños se subieron al autobús y las madres nos agolpamos a su alrededor en un intento de ser las protagonistas de su última mirada, cuando ya ni siquiera estábamos al alcance de su vista.

    Recuerdo que aquellos cinco días se convirtieron para Claudia en cinco días de chicas. Con tan sólo ocho años, ya disfrutaba yendo conmigo de compras; se volvía loca con los zapatos de tacón y se sentía como una princesa teniéndome para ella sola, sin necesidad de compartirme con su padre o su hermano. Creo que casi me idolatraba; pero en ocasiones, llegaba a actuar de una forma tan posesiva y autoritaria que me hacía desesperar. A veces sentía que me asfixiaba entre tanto amor. Y otras, en cambio, se comportaba como una niña tan dulce, tan cariñosa y tan atenta…, que yo no podía hacer otra cosa que derretirme. Al final, de una forma u otra, ella acababa consiguiendo todo lo que quería y yo lo que quería era no seguir siendo tan… manejable. Y no dejaba de sorprenderme… y no llegaba a admitir, que incluso una niña de ocho años tuviera más personalidad que yo. Pero la tenía. Y yo la adoraba.

    Aún era temprano cuando llegamos de vuelta a casa.

    Primer día de las vacaciones de verano, sin un hermano al que incordiar y con toda la casa para ella sola, Claudia se sentía la niña más feliz del mundo, así que mientras ella disfrutaba de su recién estrenado cargo de dueña y señora, yo aproveché para prepararme un café tranquilamente.

    Ése siempre será mi momento. Despacio. Caliente. Me gusta aislarme de todo a través de este pequeño detalle de soledad; sentirme acariciada por el amargo aroma del café recién hecho, con mis pensamientos olvidados en un rincón de la cocina…

    Solía sentarme en una de las sillas, pegada a la ventana, con la mirada perdida, agarrando la taza del humeante café con la mano izquierda, mientras que con las yemas de los dedos de la mano derecha comenzaba, inconscientemente, casi como un ritual, a acariciarla de arriba abajo. Entonces cerraba los ojos y percibía su calor, llenándome de su esencia, de las sensaciones de plenitud en la boca, en los labios, en la lengua…; a menudo me preguntaba cómo era posible que un acto tan simple, me produjera un placer tan inmenso…, hasta el punto de excitar mis sentidos.

    Esa era yo: alguien dispuesto a disfrutar de cada instante en su preciso momento, pero siempre a solas, a escondidas; sin saber muy bien si se trataba de puro hermetismo, si era por timidez, o al final, algo tan simple como que me daba vergüenza reconocer que… era capaz de sentir.

    De pronto escuché un fuerte ruido proveniente de la habitación de mi madre, como si un vaso gigante se hubiese estrellado contra el suelo, lo que hizo que me sobresaltara y huyera de mi solitario recreo, antes de que nadie más lo descubriese.

    Dejé la taza en el fregadero e inspirando profundamente salí de la cocina para enfrentarme a la nueva vida de mi madre.

    Claudia me atajó en el pasillo, un poco asustada:

    —Mamá…

    —No pasa nada, cielo—contesté quitándole importancia—a tu abuela se le habrá caído algo. Tú vuelve a la habitación.

    Hacía cinco meses, cuando se confirmó que mi madre tenía Alzheimer, mi hermana y yo decidimos hacernos cargo de su cuidado y establecimos para ello, períodos de tres meses.

    Al principio, no éramos conscientes de las repercusiones de esta enfermedad. Nosotras estábamos acostumbradas a ser hijas, pero llegó la hora, nada sencilla, de asumir el rol inverso, de devolverle a nuestra madre con tristeza todos sus cuidados. Sin embargo, uno de los momentos más duros llegó cuando nos dimos cuenta de que no había marcha atrás, que su vida se estaba convirtiendo en un descenso a la nada a través de un recorrido de pasos desiguales, pero con un único final.

    Adrián y Claudia eran sabedores relativos de la enfermedad de su abuela. Llevaban muy mal que ella no comprendiese su acelerada pérdida de memoria; incluso, en ocasiones, llegaron a pensar que lo hacía aposta, para desquiciarlos, para divertirse, porque veían que entre esos instantes de inquietud y la escasa realidad de la que pendía su vida, también había buenos momentos que jamás intentó esconder y que, unas veces compartía con ellos y otras, con su amiga soledad.

    Lo cierto era que mientras los niños andaban hechos un lío, mi madre se quedaba cada vez más atrás en muchas formas de entender el día a día.

    La encontré sentada en la cama, con la habitación en penumbra, como de costumbre; la mirada perdida en el vacío y su ya habitual tristeza en el rostro que la hacían parecer cada vez más anciana. En el suelo, a sus pies, el marco con la foto en blanco y negro de mi padre, a la puerta de su antigua casa, montado en su bicicleta, sonriendo y despidiéndose de mi madre con la mano alzada. Nunca supe quién hizo esa foto. Afortunadamente no se había roto, pero no la recogí. Había aprendido que debía minimizar las sensaciones de malestar, que debía también aprender a gestionar ciertos sentimientos como la impotencia, la tristeza, la rabia… Al principio creí que la asistenta social hablaba de mi madre, pero convivir con ella me hizo entender que se refería a mí…, a mis sentimientos y a mis sensaciones.

    —Mamá…—me senté a su lado, le di un beso en la mejilla que la dejó indiferente y le cogí su huesuda y cansada mano entre las mías—¿Qué tal estás? ¿Has dormido bien?

    Como si no me hubiese escuchado, sin desviar la mirada de su horizonte olvidado y como si hablar no fuese parte de ella misma, porque las palabras se le resistían y ya no tenía ni ganas ni fuerzas para luchar contra ellas, me pidió:

    —Hija, cuando puedas me compras una caja de Nivea.

    —Mamá, tienes una caja en tu neceser y otra en el baño—le respondí con un amago de sonrisa.

    —¡Ah! Pues no las he visto—contestó sin modificar la pasividad de su rostro.

    Me soltó las manos. Había descubierto que ese gesto significaba que quería quedarse sola, así que salí de la habitación y mi madre se quedó ahí, sentada en la cama y con la cabeza entre las manos, agarrándose el cabello y tirando de él con sus consumidos dedos viviendo fugaces momentos de lucidez y desesperación. Podía pasarse horas en esta posición, sumida en las mil y una historias por las que su contrariada mente divagaba. A veces yo también me quedaba observándola; esperando… esperando ¿qué?

    Sin saber qué es lo que le había hecho reaccionar o si algún pensamiento había activado su cuerpo, se levantó y yo me dirigí corriendo a la cocina. Aunque al cabo de cinco minutos lo olvidaría todo, no quería que creyese que la espiaba.

    La oí arrastrar los pies y entrar con un billete de cinco euros en la mano.

    —Hija, toma mil pesetas y me compras una caja de Nivea cuando puedas; que no veas cómo me duelen los pies.

    Inspiré profundamente. Ésa sería la historia de hoy. Día Nivea

    —Vale mamá. Luego te compro una—la tomé por la cintura y la llevé de vuelta a la habitación—Mamá, ¿por qué no te vas vistiendo mientras te preparo un café? Hoy vamos a casa de Luna.

    —No tengo ganas, hija. Estoy cansada—y, en verdad, era cierto. La vida había exigido demasiado a ese cuerpo extenuado; su mente se rendía y se convencía de que esa fatiga le había entrado por el corazón—Ve tú. Yo me quedo aquí.

    Capítulo 3: Dime lo que necesitas (Teresa Hernández)

    Cada vez nos costaba más sacar a mi madre de casa, así que empezamos a recurrir a las mentiras. Nos habíamos acabado acostumbrando a aquello de las mentiras piadosas. Le contábamos que tenía que ir al Banco porque había un problema y ella era la única que podía solucionarlo, o la convencíamos de que alguna de nosotras la necesitaba desesperadamente, para conseguir generar algo de interés que la estimulase. Pero cada vez era más difícil.

    Yo no quería dejarla sola. Me daba miedo. Había contratado a una enfermera para que la atendiese y le hiciese compañía mientras yo trabajaba, pero no se incorporaría hasta el día siguiente, así que llamé a mi hermana y le pedí que se quedase ese día con ella.

    Mi madre exasperaba a Claudia cada vez que intentaba obligarla a hacer alguna tarea de la casa, con frases como: "Gente pobre no necesita criados", o "¿Cuándo vas a aprender a hacer esto o lo otro?. Mi hija le rebatía diciendo que, uno: aún soy muy pequeña" y dos: ¡¿por qué no se lo dices a Adri?! Y yo tenía que escuchar por septingentésima vez ese día, cómo mi madre a la edad de mi hija ya cocinaba como mi abuela.

    Creo que el problema era que se parecían demasiado. Pero había algo que las unía por encima de todo: su tremenda imaginación. Mi madre enseñó a mi hija a alcanzar, a través de los libros y de su propia fantasía, cualquier lugar al que sus mentes quisiesen llegar y yo sabía que, gracias a esa especie de… rivalidad, Claudia era la única capaz de poner en marcha el cuerpo de mi madre.

    —¡Claudia!—la llamé asomando la cabeza por la puerta de la cocina—¡Ven!

    —¿Qué quieres mami?

    —Claudia, cielo. Ayuda a la abuela a vestirse, que nos tenemos que ir ¿vale?

    —Vale.

    Mientras le preparaba un café a mi madre, me fijé en la pizarra que colgaba de la pared, donde, normalmente, anotábamos la lista de la compra. Había un par de cosas escritas: zanahorias, limones, leche…, era la letra de Gonzalo. Sin saber por qué, mi mente quiso regresar al momento en que nos conocimos. Me resultaba curioso, pero… no conseguía recordarlo con exactitud. Y no sabía cómo tomarme eso. ¿Significaba que ya había dejado de importarme? Quizás nunca le había dado la suficiente importancia.

    La verdad es que, para mí, las fechas no tienen demasiado significado, aunque, por lo visto, para el resto del mundo, no recordarlas es pecado mortal.

    En las últimas semanas casi me había obsesionado intentado hacer memoria y mis recuerdos siempre aparecían difuminados. No recordaba si yo tenía diecinueve o veinte años…, qué ropa llevaba puesta o si fue en un bar o en otro… ¿Por qué me costaba tanto recordarlo? ¿Por qué? Y, paradójicamente, jamás olvidé el día exacto en que aquel chico me besó. Dani… A veces se colaba en mis sentidos el sabor de ese beso que se mantuvo en mi boca durante varios días. Incluso, años después, tuve la extraña impresión de haberlo vuelto a sentir... Sus labios pegados a los míos y, de nuevo ese sabor. Me hizo gracia porque me veía como una adolescente que se sonroja cuando está cerca del chico que le gusta. Pero es que yo, con ese chico, sólo tuve… ese beso. Nada más.

    ¿Qué había ocurrido para que, desde entonces, de vez en cuando, pensase en él? ¡¿De vez en cuando?! Lo cierto es que pensaba en él casi a diario. La mayor parte de las veces, sólo se trataba de reminiscencias fugaces, de pequeñas trampas de la memoria que le hacían regresar a mi mente a través de los lugares en los que me encontraba, de las personas con las que me cruzaba o de los aromas que me enredaban. Lo borré de mi pensamiento. Quería dejar mi mente vacía y centrarme en Gonzalo, mi marido. Es un buen hombre; de eso no cabe la menor duda: buen padre, trabajador… Sí.

    Recordé con nostalgia que nos reíamos mucho juntos y que eso me encantaba. También recordé que compartíamos muchas cosas…, que teníamos muchas cosas en común…, que nos gustaba hacer las mismas cosas…, pero hacía tiempo que eso ya no era así...

    No hacía falta tener un sexto sentido para darse cuenta de que nuestra relación nunca había sido, lo que se dice, apasionada. Gonzalo y yo empezamos siendo dos buenos amigos. Amigos, pareja… ¿qué más daba si así estábamos bien? Y nos casamos. Supongo que, aunque suene a tópico, lo hicimos porque… era lo que todo el mundo esperaba, incluidos nosotros. Hoy aún me sorprendo de que realmente fuese idea nuestra.

    Y a medida que se sumaban días a nuestra alianza, se restaba calor, fuego, sudor, deseo, excitación… a nuestra unión. Y probablemente, eso también se lo debía a mi madre porque ella siempre quiso que encontrásemos el amor ideal, alguien que reuniese cualidades diferentes y contradictorias…, esa criatura disponible sólo en libros y películas, en fin… una persona que, simplemente… no existe. El imaginario construido en torno al ideal romántico y al cuento del príncipe azul, tiene también su parte de culpa.

    Muchas veces, en mi soledad compartida con Gonzalo, me había preguntado si de verdad le quería. Me veía contestándome a mí misma casi enfadada por la desconfianza: "Sí. Por supuesto. Claro que le quiero ¡¿Cómo no le voy a querer?!". Algunas noches me había despertado llorando. El dolor era tan grande que sentía mi cuerpo partirse en dos. Soñaba que le perdía, que se iba de mi lado, que no le podía alcanzar… Y aún despierta, no podía dejar de llorar y me acercaba a él y colocaba mi mano en su pecho para asegurarme de que seguía respirando. Entonces empezaba a tranquilizarme. Por eso sabía que le quería. Porque el dolor desaparecía.

    Pero tenía que reconocer que nunca había sentido esa… pasión de la que hablan tantos autores en sus libros, esos arrebatos de impulsos repentinos que se muestran en tantas películas o ese delirio que me había hecho estremecer en tantos poemas. ¿Realmente existía alguien que los hubiese experimentado alguna vez? Cada vez estaba más convencida de que la pasión, con toda su recua de sensaciones, era algo inventado, un mito, una leyenda. Algo así como el monstruo del lago Ness, que existía… hasta que apareció Lord Voldemort.

    Determinar con precisión en el tiempo cuándo nuestra relación se había evaporado, resultaba casi tan complicado como ponerse de acuerdo con respecto a la extinción de los dinosaurios.

    La costumbre se había adueñado de nuestro matrimonio que duraba ya quince años. Habíamos dejado que la vida sucediese delante de nosotros y nos había ido distanciando. Había amor, confianza y respeto…, pero no había pasión. Éramos simplemente… simples. Ahora compartíamos casa, niños… y cama de vez en cuando. Nuestro mundo se había vuelto tan… rutinario. O quizás siempre había sido así. Nos pasamos toda la vida esperando que sucediese algo y lo que pasó fue… la propia vida. Probablemente acabamos aceptándolo en silencio. O sólo yo. No sé. Yo no sabía si Gonzalo se sentía igual, porque los dos vivíamos ese proceso degenerativo como algo normal. Pero, desde hacía unos meses, mi cabeza estaba siendo constantemente bombardeada con múltiples y persistentes dudas.

    Decidí no darle más vueltas. No me apetecía originar un nuevo dolor de cabeza. Mientras Claudia le daba los últimos retoques de peluquería a mi madre, miré el reloj de la cocina.

    Mi hermana vive a quince minutos de mi casa, pero con mi madre, que ya no quería andar y con mi hija, que se solidarizaba con ella, era preferible coger el coche y no arriesgarse. Al menos así, evitaría discusiones con una y quejas de la otra. Eso sí, tendríamos que darnos un poco de prisa si quería abrir la

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