Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Desde $11.99 al mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El género y nuestros cerebros
El género y nuestros cerebros
El género y nuestros cerebros
Libro electrónico660 páginas8 horas

El género y nuestros cerebros

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

¿Entiende los mapas o interpreta las emociones? ¿Barbie o Lego? ¿Tiene un cerebro femenino o un cerebro masculino? ¿O esta es la pregunta equivocada? Vivimos en un mundo dividido en función del género, en el que constantemente recibimos mensajes sobre los dos sexos. Nos enfrentamos a diario a convicciones muy arraigadas de que nuestro género determina las aptitudes y las preferencias, desde los juguetes y los colores hasta los estudios y los salarios. Pero ¿qué significa todo esto para nuestras decisiones y nuestro comportamiento? ¿Y para nuestros cerebros? Basándose en su trabajo como catedrática de Neuroimagen Cognitiva, Gina Rippon desentraña los estereotipos que nos bombardean desde nuestros primeros días de vida y demuestra cómo esos mensajes moldean la idea que tenemos de nosotros mismos e incluso de nuestros cerebros. Con su exploración de la más vanguardista neurociencia, Rippon nos exhorta a superar una visión binaria de nuestros cerebros y a verlos como unos órganos complejos, muy individualizados, profundamente adaptables y llenos de un potencial ilimitado. Riguroso, oportuno y liberador, El género y nuestros cerebros tiene inmensas repercusiones para mujeres y hombres, padres e hijos, y para nuestra forma de identificarnos
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 feb 2020
ISBN9788417971953
El género y nuestros cerebros

Relacionado con El género y nuestros cerebros

Libros electrónicos relacionados

Artículos relacionados

Comentarios para El género y nuestros cerebros

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El género y nuestros cerebros - Gina Rippon

    © James Waller

    Gina Rippon es catedrática honoraria de Neuroimagen Cognitiva en el Aston Brain Centre de la Universidad de Aston en Birmingham, Reino Unido. En sus investigaciones utiliza las técnicas más avanzadas de imagen cerebral para investigar trastornos del desarrollo como el autismo. En 2015 la nombraron investigadora honoraria de la Asociación Científica Británica por sus aportaciones a la comunicación pública de la ciencia. Como miembro de la Red de Igualdad de Género de la Unión Europea, ha impartido conferencias por todo el mundo. Pertenece a WISE y ScienceGrrl, y es miembro del programa Speakers for Schools de Robert Peston y de la iniciativa Inspiring the Future. Vive en Reino Unido.

    ¿Entiende los mapas o interpreta las emociones? ¿Barbie o Lego? ¿Tiene un cerebro femenino o un cerebro masculino? ¿O esta es la pregunta equivocada?

    Vivimos en un mundo dividido en función del género, en el que constantemente recibimos mensajes sobre los dos sexos. Nos enfrentamos a diario a convicciones muy arraigadas de que nuestro género determina las aptitudes y las preferencias, desde los juguetes y los colores hasta los estudios y los salarios. Pero ¿qué significa todo esto para nuestras decisiones y nuestro comportamiento? ¿Y para nuestros cerebros?

    Basándose en su trabajo como catedrática de Neuroimagen Cognitiva, Gina Rippon desentraña los estereotipos que nos bombardean desde nuestros primeros días de vida y demuestra cómo esos mensajes moldean la idea que tenemos de nosotros mismos e incluso de nuestros cerebros.

    Con su exploración de la más vanguardista neurociencia, Rippon nos exhorta a superar una visión binaria de nuestros cerebros y a verlos como unos órganos complejos, muy individualizados, profundamente adaptables y llenos de un potencial ilimitado.

    Riguroso, oportuno y liberador, El género y nuestros cerebros tiene inmensas repercusiones para mujeres y hombres, padres e hijos, y para nuestra forma de identificarnos.

    Edición al cuidado de María Cifuentes

    Título de la edición original: The Gendered Brain.

    The new neuroscience that shatters the myth of the female brain

    Traducción del inglés: María Luisa Rodríguez Tapia

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    [email protected]

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: febrero de 2020

    © Gina Rippon, 2019

    © de la traducción: María Luisa Rodríguez Tapia, 2020

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2020

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-17971-95-3

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    Para Jana y Hilda, dos abuelas indómitas que hicieron

    caso omiso de sus Limitadores Internos

    Para mis padres, Peter y Olga, cuyo amor y cuyo apoyo me dieron

    muchas de las oportunidades que he tenido en el camino de mi vida, y

    para mi hermano gemelo, Peter, que me ha acompañado siempre

    Para Dennis: pareja, caja de resonancia, sumiller y horticultor

    excepcional, en agradecimiento por su paciencia y su apoyo

    incansable (además de grandes cantidades de ginebra)

    Para Anna y Eleanor, por vuestro futuro, contenga lo que contenga

    Pocas tragedias pueden ser más vastas que la atrofia de la vida; pocas injusticias, más profundas que la de negar una oportunidad de competir, o incluso de esperar, mediante la imposición de un límite externo, que se intenta hacer pasar por interno.

    STEPHEN JAY GOULD,

    La falsa medida del hombre

    Índice

    Introducción: Los mitos «del juego del topo»

    Sexo, género, sexo/género o género/sexo: nota sobre el género y el sexo

    PRIMERA PARTE

    Capítulo 1. Dentro de su cabecita linda. Empieza la búsqueda

    Capítulo 2. Sus hormonas desatadas

    Capítulo 3. El ascenso de la psicología barata

    Capítulo 4. Mitos sobre el cerebro, neurobasura y neurosexismo

    SEGUNDA PARTE

    Capítulo 5. El cerebro del siglo XXI

    Capítulo 6. Nuestro cerebro social

    TERCERA PARTE

    Capítulo 7. Asuntos de bebés: Empecemos por el principio (o incluso un poco antes)

    Capítulo 8. Un aplauso para los bebés

    Capítulo 9. Las aguas sexistas en las que nadamos: El tsunami rosa y azul

    CUARTA PARTE

    Capítulo 10. Sexo y ciencia

    Capítulo 11. La ciencia y el cerebro

    Capítulo 12. Las niñas buenas no lo hacen

    Capítulo 13. Dentro de su cabecita linda. Una actualización del siglo XXI

    Capítulo 14. ¿Marte, Venus o Tierra? ¿Hemos estado siempre equivocados sobre el sexo?

    Conclusión: Criemos a hijas intrépidas (e hijos solidarios)

    Agradecimientos

    Notas

    Introducción:

    Los mitos «del juego del topo»

    Este libro trata de una idea que tiene su origen en el siglo XVII y hoy sigue persistiendo: la noción de que es posible asignar un «sexo» al cerebro, describirlo como «masculino» o «femenino» y atribuir cualquier diferencia individual de comportamiento, aptitudes, logros, personalidad, incluso esperanzas y expectativas, a que se tenga uno u otro tipo de cerebro. Es un concepto equivocado que ha regido la ciencia del cerebro durante varios siglos, que sirve de base a muchos estereotipos perniciosos y que, en mi opinión, representa un obstáculo para el progreso social y la igualdad de oportunidades.

    La cuestión de las diferencias sexuales en el cerebro se ha debatido, investigado, fomentado, criticado, elogiado y ridiculizado desde hace más de doscientos años, y desde luego puede encontrarse en diferentes formas desde mucho tiempo antes. Es un ámbito de opiniones arraigadas y ha sido el foco de atención permanente de casi todas las disciplinas de investigación, desde la genética hasta la antropología, con una mezcla de historia, sociología, política y estadística. Se caracteriza por las afirmaciones extravagantes (la inferioridad de las mujeres se debe a que su cerebro es 140 gramos más ligero), fáciles de refutar pero que vuelven a surgir disfrazadas de otro argumento (la incapacidad de las mujeres para leer mapas se debe a que su cerebro está conectado de otra forma). A veces, una sola afirmación se afianza firmemente como una realidad en la conciencia pública y, a pesar de los esfuerzos de los científicos involucrados, se convierte en una convicción arraigada. A partir de entonces, es frecuente que se remita a ella y se la califique de hecho establecido, y que reaparezca una y otra vez para contrarrestar los argumentos sobre las diferencias entre los sexos o, cosa más preocupante, justificar decisiones políticas.

    A todas estas ideas equivocadas que reviven aparentemente sin cesar las denomino mitos «del juego del topo». El juego del topo es un juego recreativo que consiste en golpear repetidamente con una maza las cabezas de unos topos mecánicos a medida que asoman por los agujeros de un tablero; cuando parece que han desaparecido todos, surge uno nuevo en otro sitio. Hoy en día, el término «juego del topo» se utiliza para describir un proceso en el que un problema vuelve a aparecer una y otra vez después de que supuestamente se ha arreglado, o una discusión en la que hay alguna hipótesis equivocada que no deja de plantearse pese a que, en teoría, ha quedado descartada por la existencia de informaciones nuevas y más acertadas. En el contexto de las diferencias entre sexos, un ejemplo puede ser la idea de que los varones recién nacidos prefieren mirar móviles de tractores en vez de un rostro humano (la idea de que «los hombres nacen para ser científicos»), o de que hay más genios y más idiotas entre los hombres (la idea de la «mayor variabilidad masculina»). Como veremos en este libro, durante muchos años se han aplastado de distintas formas las «verdades» de este tipo, pero siguen encontrándose en libros de autoayuda, guías instructivas e incluso discusiones, en pleno siglo XXI, sobre la utilidad o inutilidad de los programas de diversidad. Y uno de los errores más antiguos y al parecer más resistentes es el mito del cerebro femenino y el cerebro masculino.

    El llamado cerebro «femenino» ha soportado que durante siglos lo calificaran de demasiado pequeño, subdesarrollado, evolutivamente inferior, mal organizado y, en general, defectuoso. Se le ha humillado todavía más al considerarlo la causa de la inferioridad, la vulnerabilidad, la inestabilidad emocional y la ineptitud científica de las mujeres, es decir, de que sean incapaces de asumir cualquier tipo de responsabilidad, poder o grandeza.

    Las teorías sobre la inferioridad del cerebro de la mujer nacieron mucho antes de que pudiéramos estudiar verdaderamente el cerebro humano, aparte de los que estaban dañados o muertos. No obstante, «echar la culpa al cerebro» era un recurso firme y persistente en la búsqueda de explicaciones sobre cómo y por qué las mujeres eran diferentes de los hombres. En los siglos XVIII y XIX estaba muy aceptada la idea de que las mujeres eran inferiores desde el punto de vista social, intelectual y emocional; en los siglos XIX y XX, la atención se trasladó a sus funciones supuestamente «naturales» de cuidadoras, madres, compañeras femeninas de los hombres. El mensaje ha sido coherente: existen diferencias «esenciales» entre el cerebro de los hombres y el de las mujeres, unas diferencias que hacen que tengan distintas capacidades, distintos caracteres y distintos lugares en la sociedad. Aunque no podíamos poner a prueba esas hipótesis, eran la base en la que se apoyaban de manera firme e inmutable los estereotipos.

    Sin embargo, a finales del siglo XX, la llegada de nuevas formas de tecnología de imágenes cerebrales ofreció la oportunidad de que, por fin, pudiéramos descubrir si había verdaderas diferencias entre los cerebros de las mujeres y los de los hombres, de dónde podrían derivar y qué podrían significar para los propietarios de los cerebros. Habría sido de esperar que las posibilidades ofrecidas por estas nuevas y «revolucionarias» técnicas fueran a tener aprovechamiento en el ámbito de las investigaciones sobre las diferencias sexuales y el cerebro. El desarrollo de métodos poderosos y sensibles para estudiar el cerebro y la oportunidad de reformular la antigua búsqueda de las diferencias debía revolucionar las prioridades investigadoras y provocar discusiones en los medios de comunicación. Ojalá hubiera sido así...

    Varias cosas se torcieron en los primeros tiempos de la investigación sobre las diferencias entre sexos y las imágenes del cerebro. En el primer aspecto, hubo un frustrante retroceso que consistió en volver a centrarse en las creencias históricas en estereotipos (el denominado «neurosexismo», según la psicóloga Cordelia Fine). Los estudios se diseñaban basándose en la obligatoria lista de las «marcadas» diferencias entre hombres y mujeres, recopilada a lo largo de siglos, o se interpretaban los datos en función de características femeninas y masculinas estereotípicas que tal vez ni se habían medido en el escáner. El hallazgo de una diferencia tenía muchas más probabilidades de publicarse que el descubrimiento de que no había diferencia, y además sería aclamado con un «por fin la verdad» de los medios entusiastas. ¡Por fin, la prueba de que las mujeres están construidas para ser malísimas leyendo mapas y los hombres no pueden hacer varias cosas a la vez!

    La segunda dificultad de las primeras investigaciones sobre imágenes cerebrales fueron las propias imágenes. La nueva tecnología producía mapas del cerebro con maravillosos códigos de colores que creaban la ilusión de abrir una ventana al cerebro, la impresión de que era una imagen del funcionamiento real de ese órgano misterioso, por fin al alcance de todos. Estas cautivadoras imágenes han fomentado un problema que yo he llamado de la «neurobasura»: las estrafalarias reproducciones (o distorsiones) de los resultados de las imágenes cerebrales que aparecen en la prensa popular y en montones de libros de autoayuda basados en el cerebro. Normalmente, estos libros y artículos están ilustrados con bellos mapas del cerebro que no suelen, en cambio, ir acompañados de ninguna explicación sobre lo que enseñan. La comprensión de las diferencias entre mujeres y hombres es un objeto prioritario de esos manuales y esos artículos, por lo que nos presentan vínculos aparentemente esclarecedores y que, por supuesto, contribuyen a la idea de que «los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus».

    En resumen, la aparición de las imágenes cerebrales a finales del siglo XX no hizo gran cosa para impulsar nuestro conocimiento de los supuestos vínculos entre el sexo y el cerebro. ¿Nos va mejor en el siglo XXI?

    *

    Las nuevas formas de examinar el cerebro se centran en las conexiones entre estructuras, y no solo en el tamaño de las estructuras en sí. Los neurocientíficos han empezado a descifrar la «charla» del cerebro, las maneras en las que diferentes frecuencias de actividad cerebral parecen transmitir mensajes y respuestas. Estamos consiguiendo tener mejores modelos de cómo hace el cerebro lo que hace y estamos empezando a tener acceso a inmensas series de datos que nos permiten establecer comparaciones y probar modelos en cientos e incluso miles de cerebros, en lugar de los pocos de los que se disponía en épocas anteriores. ¿Es posible que estos avances arrojen luz sobre la controvertida cuestión de si el cerebro «femenino» y «masculino» es mito o realidad?

    Un gran avance de los últimos años es la conclusión de que el cerebro es mucho más «proactivo» o emprendedor de lo que pensábamos a la hora de reunir información. No se limita a reaccionar ante la información cuando llega, sino que genera predicciones sobre lo que puede suceder a continuación basándose en pautas que ha identificado en ocasiones anteriores. Si resulta que las cosas no salen exactamente como estaban previstas, ese «error de predicción» se anota y las pautas se ajustan en consecuencia.

    Nuestro cerebro está constantemente tratando de adivinar lo que puede pasar a continuación, construyendo modelos o «imágenes guía» que nos ayudan a tomar atajos para seguir viviendo nuestras vidas. Podríamos ver el cerebro como una especie de «creador de texto predictivo» o de navegador de alta gama, que completa nuestras palabras o frases o remata un modelo visual para que nosotros podamos seguir rápidamente con nuestras vidas, o nos guía por las rutas más seguras para «gente como nosotros». Por supuesto, para poder hacer predicciones, hace falta aprender algún tipo de normas sobre lo que suele ocurrir, sobre el curso normal de los acontecimientos. De modo que lo que hace nuestro cerebro con nuestro mundo depende en gran medida de lo que encuentra en ese mundo.

    Pero ¿qué pasa si las normas que recogen nuestros cerebros en realidad no son más que estereotipos, esos atajos omnipresentes que juntan verdades antiguas o medias verdades o incluso mentiras? ¿Y qué puede significar eso a la hora de comprender las diferencias sexuales?

    Esto nos lleva al mundo de las profecías autocumplidas. Al cerebro no le gusta equivocarse ni hacer predicciones erróneas. Si nos encontramos con una situación en la que no es frecuente ver a «gente como nosotros» o en la que es evidente que no somos bienvenidos, nuestro sistema de orientación cerebral puede hacer que nos retraigamos («Da la vuelta cuando puedas y vuelve por donde veníamos»). Si se cuenta con que vamos a cometer errores, esa tensión añadida hace muy probable que los cometamos y que acabemos perdiendo el rumbo.

    Hasta el siglo XXI, la opinión más extendida era que, en cuestiones del cerebro, la biología era el destino. La conclusión había sido siempre que, aparte de la conocida flexibilidad del cerebro muy joven y a medio desarrollar, el cerebro que teníamos al final era básicamente el mismo con el que habíamos nacido (salvo que más grande y un poco más conectado). Al llegar a la edad adulta, el cerebro alcanzaba el final de su desarrollo, que reflejaba la información genética y hormonal con la que había sido programado, sin que hubiera disponibles actualizaciones ni nuevos sistemas operativos. Esta teoría ha cambiado en los últimos treinta años: nuestro cerebro es plástico y maleable, y eso tiene connotaciones significativas a la hora de comprender hasta qué punto está entrelazado con su entorno.

    Ahora sabemos que, incluso de adultos, nuestros cerebros cambian continuamente, no solo debido a la educación que recibimos, sino también al trabajo que desempeñamos, las aficiones que tenemos, los deportes que practicamos. El cerebro de un taxista en activo será diferente del de otro que está en prácticas y del de un taxista jubilado; podemos seguir las diferencias entre personas que juegan a videojuegos, o están aprendiendo a hacer origami, o a tocar el violín. ¿Y si estas experiencias que transforman el cerebro son distintas para diferentes personas o grupos de personas? Si, por ejemplo, ser varón significa tener mucha más experiencia en construir cosas o manipular representaciones complejas en 3D (como jugar con Legos), es muy probable que eso se vea en el cerebro. Los cerebros reflejan las vidas que han vivido, no solo el sexo de sus dueños.

    Ver las impresiones que dejan para toda la vida en nuestros cerebros plásticos las experiencias y las actitudes con las que se encuentran nos hace comprender que necesitamos examinar más de cerca lo que ocurre fuera de nuestra cabeza, no solo dentro. No podemos seguir enmarcando la cuestión de las diferencias sexuales como un debate entre lo innato y lo adquirido; tenemos que reconocer que la relación entre un cerebro y su mundo no es una calle de un solo sentido, sino un flujo constante de tráfico en ambos sentidos.

    Una consecuencia inevitable de mirar cómo se entrelaza el mundo exterior con el cerebro y sus procesos puede ser una mayor atención al comportamiento social y los cerebros que están detrás de él. Existe una nueva teoría de que los seres humanos hemos prosperado porque evolucionamos hasta ser una especie cooperadora. Podemos descifrar reglas sociales invisibles, «leer la mente» de otros humanos para saber qué pueden hacer, qué pueden estar pensando o sintiendo o qué pueden querer que hagamos (o no hagamos) nosotros. Los mapas de las estructuras y las redes de este cerebro social han revelado su intervención en la forja de nuestra propia identidad, en la identificación de los miembros de nuestro grupo más cercano (¿son masculinos o femeninos?) y en orientar nuestro comportamiento para que encaje con las redes sociales y culturales a las que pertenecemos («las niñas no hacen eso») o a las que deseamos pertenecer. Este es un proceso que es crucial observar en cualquier intento de comprender las brechas de género, y parece que comienza desde el nacimiento o incluso antes.

    Incluso los miembros más jóvenes de nuestro mundo, los recién nacidos absolutamente dependientes, en realidad tienen unas habilidades sociales mucho más sofisticadas de lo que pensábamos. A pesar de una visión borrosa, una capacidad de oír más bien rudimentaria y la falta de prácticamente cualquier técnica básica de supervivencia, los bebés están reuniendo a toda velocidad informaciones sociales útiles: además de datos esenciales como qué rostro y qué voz indican la llegada de alimento y consuelo, empiezan a tomar nota de quién forma parte de su grupo íntimo y a reconocer diferentes emociones en otros. Parecen pequeñas esponjas sociales, capaces de absorber rápidamente la información cultural del mundo que los rodea.

    Un ejemplo que ilustra muy bien esta idea es una historia de una remota aldea en Etiopía, donde nunca habían visto un ordenador. Unos investigadores llevaron un montón de cajas cerradas. Dentro de las cajas había ordenadores portátiles nuevos, sin usar, cargados con unos cuantos juegos, aplicaciones y canciones. Sin instrucciones. Los científicos filmaron lo que sucedió a continuación.

    Cuatro minutos después, un niño había abierto una caja, había encontrado el botón de encendido del ordenador y lo había puesto en marcha. Al cabo de cinco días, todos los niños del pueblo estaban utilizando al menos cuarenta aplicaciones y cantando las canciones que habían introducido los investigadores. Al cabo de cinco meses, habían pirateado el sistema operativo para reiniciar la cámara, que se había deshabilitado.

    Nuestros cerebros son como estos niños. Sin ninguna guía, ellos solos desentrañan las reglas del mundo, aprenden a usar las aplicaciones y van más allá de lo que parecía inicialmente posible. Trabajan mediante una combinación de astucia y organización. ¡Y empiezan desde muy temprano!

    Y una de las primeras cosas a las que prestan atención son a las reglas del juego de las diferencias sexuales. Con el implacable bombardeo sobre el género que llega de las redes sociales y los grandes medios de comunicación, deberíamos vigilar con mucho cuidado este aspecto del mundo de los pequeños seres humanos. Una vez que comprendemos que nuestros cerebros no son solo carroñeros ávidos de reglas con un apetito particular por las normas sociales, sino que también son plásticos y moldeables, entonces se pone de manifiesto el poder de los estereotipos de género. Si pudiéramos seguir la trayectoria del cerebro de una niña pequeña o un niño pequeño, podríamos ver que, desde el mismo momento de nacer, o incluso antes, esos cerebros pueden verse empujados en diferentes direcciones. Los juguetes, la ropa, los libros, los padres, las familias, los profesores, los colegios, las universidades, los jefes, las normas sociales y culturales y, por supuesto, los estereotipos de género, pueden señalar distintas direcciones para distintos cerebros.

    *

    Resolver las disputas sobre las diferencias en el cerebro es verdaderamente importante. Comprender de dónde proceden esas diferencias también lo es para cualquiera que tiene un cerebro y cualquiera que tiene un sexo o un género (volveremos sobre esto más adelante) de algún tipo. Los resultados de estos debates y programas de investigación, o incluso las anécdotas, están incrustados en nuestra manera de pensar sobre nosotros mismos y sobre otros, y sirven de referencias para medir la propia identidad, el propio respeto y la autoestima. Las creencias sobre las diferencias sexuales (aunque sean infundadas) inspiran los estereotipos, que normalmente no atribuyen más que dos etiquetas –⁠niña o niño, mujer o varón⁠– que, a su vez, acarrean históricamente un enorme volumen de información de «contenido seguro» y nos evitan tener que juzgar a cada persona por sus propios méritos o idiosincrasias. Además de proporcionar una lista de esos contenidos, las etiquetas pueden incluir un sello adicional que marque si es innato o adquirido. ¿Es este un producto «natural», basado en pura biología, con unas características fijas e inmutables, o es una creación determinada socialmente, abonada por el mundo que nos rodea, con unas características que pueden ajustarse rápidamente con solo pulsar un botón político o espolvorear un poco de factores medioambientales?

    Con la aportación de los apasionantes avances de la neurociencia, se está poniendo en tela de juicio la diferenciación clara y binaria de estas etiquetas; estamos empezando a comprender que lo innato está indisolublemente unido a lo adquirido. Estamos viendo que lo que antes era fijo e inevitable es plástico y flexible; está revelándose el efecto poderoso y transformador que tiene nuestro mundo físico y social en la biología. Incluso algo que está «escrito en nuestros genes» puede expresarse de diferentes formas en diversos contextos.

    Siempre se ha supuesto que las dos plantillas biológicas diferentes que producen cuerpos femeninos y masculinos distintos también producen diferencias en el cerebro, y estas son la base de las diferencias de sexo en materia de aptitudes cognitivas, personalidades y temperamento. Pero el siglo XXI no solo está poniendo en duda las viejas respuestas; está cuestionando la propia pregunta. Vamos a ver cómo se desmantelan las antiguas certezas, una a una. Vamos a ver lo que ocurre con esas famosas diferencias entre masculinidad y feminidad, en relación con el temor al éxito, el cuidado y la atención, la noción misma de un cerebro femenino y un cerebro masculino. Un nuevo examen de los datos que apoyaban estas conclusiones indica que estas características no encajan demasiado bien en las etiquetas masculina y femenina que se les han asignado.

    En resumen, este es un libro más sobre las diferencias sexuales en el cerebro, después de muchos otros que lo han precedido, influyentes y muy documentados. Es un libro que considero necesario, porque los viejos conceptos erróneos siguen apareciendo con nuevos disfraces, como en el juego del topo. Aún quedan problemas que resolver –⁠veremos la dimensión de las brechas de género en ámbitos de emprendimiento cruciales⁠– y quedan paradojas de género que explicar, como por qué los países con mayor igualdad de género tienen la proporción más baja de mujeres científicas.

    El mensaje fundamental de este libro es que un mundo sexista produce un cerebro sexista. En mi opinión, comprender cómo sucede eso y lo que significa para los cerebros y sus dueños es importante, no solo para las niñas y las mujeres, sino para los niños y los hombres, los padres y los profesores, las empresas y las universidades, y la sociedad en su conjunto.

    Sexo, género, sexo/género o género/sexo:

    nota sobre el género y el sexo

    Tenemos que abordar la cuestión de si hay que hablar de «sexo», «género», ninguna de las dos cosas, las dos, o algún tipo de mezcla. Este libro trata de las diferencias de sexo en el cerebro, pero también de las diferencias de género en el cerebro. ¿Quiere eso decir que son la misma cosa, que el sexo determinado por la biología lleva consigo todas las características que definen el género construido por la sociedad? ¿Ser poseedor de dos cromosomas X, o de un par XY, determina nuestro lugar en la sociedad, los papeles que desempeñamos, las decisiones que tomamos?

    Durante siglos, la respuesta a estas preguntas fue un inequívoco «sí». Además de otorgar a una persona los órganos reproductivos apropiados, el sexo biológico le daba, en teoría, el cerebro característico correspondiente, y así determinaba su temperamento, sus aptitudes y su capacidad de dirigir o ser dirigida. El término «sexo» se usaba habitualmente en referencia tanto a las características biológicas como a las sociales de los hombres y las mujeres.

    A finales del siglo XX, ante las preocupaciones de las feministas, hubo un movimiento para cuestionar este enfoque determinista. Se empezó a insistir en que se utilizara el término «género» al referirse a aspectos que estaban exclusivamente relacionados con lo social y se diferenciara de «sexo», que debía reservarse para cualquier referencia a la biología. Unos años después, como veremos, se vio con claridad que cada vez era más difícil sostener esa distinción tan clara entre el sexo y el género. Los nuevos conocimientos sobre la influencia que pueden tener las presiones sociales en el cerebro hacían necesario un término que reflejase esa vinculación; en los círculos académicos se ha propuesto el uso de «sexo/género» o «género/sexo» como solución. Pero en el uso cotidiano no es un término extendido, y tampoco suele encontrarse en los medios de masas ni en los artículos más populares sobre hombres y mujeres.

    La solución que ofrecen en esos sitios parece ser el uso de «sexo» y «género» de forma bastante intercambiable, quizá con más tendencia a usar «género» para evitar la impresión de que creen que todo lo que están diciendo tiene su base en la biología. Nunca se ven, por ejemplo, artículos sobre «brechas salariales de sexo» o «desequilibrios de sexo» en las direcciones de las empresas. Sin embargo, a la hora de la verdad, está claro que la palabra «género» aglutina hoy todos los aspectos de los hombres y las mujeres como antes lo hacía «sexo». Hace poco estaba echando un vistazo a las populares guías de repaso en internet para estudiantes de bachillerato que publica la BBC (no, me apresuro a añadir, en busca de pistas para este libro) y vi que había un apartado sobre la determinación del género. En realidad, hablaba de la producción de pares de cromosomas XX y XY, e incluía esta afirmación: «De modo que el género de un bebé humano [la cursiva es mía] está determinado por el esperma que fecunda el zigoto». Es decir, incluso instituciones tan prestigiosas como la BBC están contribuyendo alegremente a esta confusión lingüística.

    ¿Cómo repercute esto en mi forma de etiquetar las diferencias cerebrales (o la falta de ellas) que constituyen el centro de este libro? ¿Son «diferencias de sexo», «diferencias de género», o ambas? Dado que muchos de los argumentos tratan el papel crucial de la biología, utilizaré «sexo» y «diferencias sexuales» por sistema cuando esté hablando del cerebro o de la división clara entre los individuos en función de que sean biológicamente femeninos o masculinos. «Diferencias de género» quedará reservado, sobre todo, para cuando examinemos cuestiones de socialización como, por ejemplo, el tsunami rosa y azul que inunda a los niños recién nacidos. El propósito del título El género y nuestros cerebros es reconocer que estamos observando los efectos en el cerebro de los procesos sociales.

    Los pronombres de género también pueden ser un tema controvertido. Si no conocemos el sexo (o el género) de la persona sobre la que estamos escribiendo, históricamente, la opción convencional ha sido recurrir a la versión masculina, «él». En un libro que está dedicado, en parte, a cuestionar las opciones convencionales, eso sería claramente inaceptable. Aunque existen alternativas como «él o ella» y «el/la», el resultado puede ser torpe y molesto en un libro largo como este. Mi solución es, para intentar restablecer el equilibrio, utilizar de forma deliberada «ella» en vez de «él» siempre que corresponda.

    PRIMERA PARTE

    CAPÍTULO 1

    Dentro de su cabecita linda.

    Empieza la búsqueda

    Las mujeres [...] representan las formas más inferiores de la evolución humana y [...] están más próximas a los niños y los salvajes que a un hombre civilizado adulto.

    GUSTAVE LE BON, 1895

    Durante siglos, los cerebros de las mujeres se pesaron y se midieron para llegar a la conclusión de que eran deficientes. Como correspondía a la biología femenina, supuestamente inferior, defectuosa o frágil, sus cerebros servían para explicar por qué ocupaban puestos más bajos en cualquier escala, desde la evolucionista hasta la social y la intelectual. La inferioridad del cerebro de la mujer se utilizaba como argumento para las frecuentes recomendaciones de que el sexo débil debía centrarse en sus dotes reproductivas y dejar la educación, el poder, la política, la ciencia y todos los demás aspectos del mundo a los hombres.

    Aunque las opiniones sobre la capacidad de las mujeres y su papel en la sociedad variaron ligeramente con el tiempo, un tema que se mantuvo inmutable fue el del «esencialismo», la idea de que las diferencias entre el cerebro femenino y el masculino eran parte de su «esencia», y de que las estructuras y las funciones de esos cerebros eran fijas e innatas. Los roles de género estaban determinados por esas esencias. Trastocar ese orden natural de las cosas sería ir en contra de la naturaleza.

    Una de las primeras versiones de esta historia comienza, pero desgraciadamente no acaba, con un filósofo del siglo XVII, François Poullain de la Barre, que se atrevió a poner en duda la teórica desigualdad entre los sexos. Poullain estaba empeñado en examinar sin prejuicios los datos en los que se basaba la afirmación de que las mujeres eran inferiores a los hombres, y tenía cuidado de no aceptar que algo fuera cierto solo porque las cosas siempre habían sido así (o por alguna explicación apropiada que se pudiera encontrar en la Biblia).

    Sus dos obras publicadas, De l’Égalité des deux sexes, discours physique et moral où l’on voit l’importance de se défaire des préjugés (1673) y De l’Éducation des dames pour la conduite de l’esprit dans les sciences et dans les mœurs, entretiens (1674), muestran un enfoque asombrosamente moderno de la cuestión de las diferencias entre los sexos. Poullain intenta incluso demostrar que es posible equiparar las aptitudes de las mujeres con las de los hombres; su tratado sobre la igualdad tiene un apartado delicioso en el que aventura que las dotes necesarias para el bordado y el punto de aguja son tan exigentes como las que se necesitan para aprender física.

    Basándose en sus estudios de los descubrimientos hechos por la entonces nueva ciencia de la anatomía, Poullain hizo una observación de lo más profética: «Nuestras investigaciones anatómicas más precisas no revelan ninguna diferencia entre los hombres y las mujeres en esta parte del cuerpo [la cabeza]. El cerebro de la mujer es exactamente como el nuestro». Su examen detallado de las distintas aptitudes e inclinaciones de los hombres y las mujeres, los niños y las niñas, le llevó a la conclusión de que, si se les daba la oportunidad, las mujeres serían igualmente capaces de aprovechar los privilegios que entonces solo se ofrecían a los hombres, como la educación y la formación laboral. En opinión de Poullain, no existían pruebas de que la inferioridad de las mujeres en el mundo se debiera a una carencia biológica. «L’esprit n’a point de sexe», declaró: la mente no tiene sexo.

    Las conclusiones de Poullain iban totalmente en contra de la filosofía imperante; cuando escribió sus libros, el sistema patriarcal estaba firmemente asentado. La ideología de las «esferas separadas», según la cual los hombres eran aptos para papeles públicos y las mujeres, para papeles privados y domésticos, establecía la inferioridad de la mujer, forzosamente subordinada a su padre y después a su marido y física y mentalmente más débil que cualquier hombre.

    A partir de entonces, todo empezó a empeorar. Las ideas de Poullain, cuando se publicaron, recibieron escasa atención (al menos en Francia), para decepción suya, y tuvieron poco efecto en la opinión establecida de que las mujeres eran esencialmente inferiores a los hombres y serían incapaces de aprovechar las oportunidades educativas o políticas (lo cual era evidentemente una profecía autocumplida, puesto que, con notables excepciones, no se les daba acceso a esas oportunidades educativas y políticas).* Este siguió siendo el punto de vista dominante durante todo el siglo XVIII, y se le prestó poca atención como un asunto merecedor de debate.

    LA CUESTIÓN DE LA MUJER

    En el siglo XIX, con el nacimiento del interés en la ciencia y los principios científicos, se hizo hincapié en vincular las estructuras y funciones de la sociedad con los procesos biológicos, tal como los identificaron las primeras formas de darwinismo social. Entre los intelectuales de la época había una preocupación incesante sobre la «cuestión de la mujer», las demandas crecientes de las mujeres que reclamaban su derecho a la educación, la propiedad y el poder político. Esta ola feminista sirvió de grito de guerra para que los científicos proporcionaran datos que respaldaran el statu quo y demostraran lo pernicioso que sería dar poder a las mujeres, no solo para ellas mismas sino para todo el marco social. El propio Darwin aportó su granito de arena, al expresar su preocupación de que tales cambios pudieran hacer descarrilar la trayectoria evolutiva de la humanidad. La biología era el destino, y las diferentes «esencias» de los hombres y las mujeres determinaban sus legítimos (y distintos) huecos en la sociedad.

    Las opiniones expresadas por otros científicos indicaban que seguramente eran poco objetivos en su perspectiva sobre la cuestión. Una de mis citas preferidas es de un tal Gustave Le Bon, un parisino aficionado a la antropología y la psicología. Lo que más le interesaba era demostrar la inferioridad de las razas no europeas, pero era evidente que en su corazón guardaba un lugar especial para las mujeres:

    Es indudable que existen algunas mujeres distinguidas, muy superiores al hombre medio, pero son tan excepcionales como el nacimiento de un monstruo, por ejemplo, un gorila con dos cabezas; de modo que podemos descartarlas por completo.

    El tamaño del cerebro fue uno de los primeros focos de atención en esta campaña para demostrar la inferioridad de las mujeres y su biología. El hecho de que los únicos cerebros a los que tenían acceso los investigadores fueran de personas fallecidas no era óbice para que hicieran observaciones mordaces sobre la inferior capacidad mental de la mujer (y, ya que estaban, sobre los que entonces se denominaban «personas de color, criminales y las clases inferiores»). Al principio, a falta de un acceso directo al cerebro dentro del cráneo, se adoptó el tamaño de la cabeza como representación del tamaño del cerebro. De nuevo Le Bon fue un ávido defensor de esta «investigación», y desarrolló un cefalómetro portátil que llevaba a todas partes para medir las cabezas de las personas cuyas «constituciones mentales» tenían más o menos probabilidades de soportar los rigores de la independencia y la educación. He aquí otro ejemplo de su afición a las comparaciones con monos: «Hay un gran número de mujeres cuyo cerebro tiene un tamaño más similar al de los gorilas que al cerebro masculino más desarrollado [...] Esta inferioridad es tan evidente que nadie puede discutirla ni por un instante».

    La capacidad craneal fue otro índice que se adoptó con entusiasmo en la búsqueda de maneras de demostrar el vínculo entre el tamaño del cerebro y el intelecto. Vertían semillas de alimento para pájaros o perdigones en cráneos vacíos y pesaban la cantidad necesaria para llenarlos. El descubrimiento temprano de que, según ese criterio y por término medio, el cerebro de la mujer pesaba 140 gramos menos que el del hombre, fue un elemento al que se apresuraron a recurrir como única prueba necesaria. Era innegable que la Naturaleza había otorgado a los hombres 140 gramos más de materia cerebral y que ese era el secreto de que tuvieran más habilidades y el derecho a ocupar posiciones de poder e influencia. Sin embargo, este argumento tenía un fallo, como destacó el filósofo John Stuart Mill: «Según esta idea, un hombre alto y de huesos grandes debe ser increíblemente superior en inteligencia a un hombre pequeño, y un elefante y una ballena deben sobrepasar extraordinariamente a la humanidad». Siguieron varias distorsiones, incluido un cálculo del tamaño del cerebro respecto al tamaño del cuerpo, pero tampoco eso permitió dar con la respuesta «apropiada». Es lo que en el sector se denomina la paradoja del chihuahua: si aludimos a la proporción entre peso del cerebro y peso del cuerpo como un criterio para medir la inteligencia, entonces los chihuahuas deberían ser los perros más inteligentes de todos.

    ¿Quizá saber más detalles sobre el contenedor del cerebro, el propio cráneo, podría ayudar a obtener la respuesta «apropiada»? Ahí fue donde intervino la ciencia de la craneología, o medición del cráneo. Basándose en mediciones detalladas de todos los ángulos posibles, la altura, la proporción, la perpendicularidad de la frente y la prominencia de la mandíbula, la craneología parecía dar una respuesta adecuada. Las vueltas y revueltas de la craneología y sus mediciones eran complejas y variadas. Los ángulos faciales eran especialmente populares, y se calculaban mirando el ángulo de perfil entre una línea horizontal desde la aleta de la nariz hasta la oreja y otra vertical desde la barbilla hasta la frente. Un buen ángulo abierto, en el que la frente estuviera alineada con la barbilla, indicaba «ortognatismo»; un pequeño ángulo agudo, con una barbilla prominente, mucho más adelantada que la frente, era «prognatismo». Con una escala en la que entraban desde los orangutanes hasta los hombres europeos, pasando por los centroafricanos, los craneólogos llegaron a la satisfactoria conclusión de que el ortognatismo era característico de las razas superiores y más evolucionadas. Sin embargo, al tratar de encajar a las mujeres en esta escala, surgió un problema: en general, tendían a ser más ortógnatas que los hombres. Por suerte, la ayuda estaba cerca.

    El anatomista alemán Alexander Ecker, cuyo ensayo informó de esta inquietante observación, dijo que el ortognatismo avanzado también se daba en los niños, de modo que, según ese argumento, se podía calificar a las mujeres de infantiles (y, por tanto, inferiores). Estas sugerencias se vieron corroboradas por los hallazgos de un tal John Cleland, que en 1870 hizo público su laborioso catálogo de 39 mediciones distintas de 96 cráneos diferentes, todos ellos «civilizados» o «primitivos», algunos masculinos, algunos femeninos, uno de un «jefe hotentote», varios «cretinos e idiotas», un «salvaje pirata español» y el cráneo de un hombre de Fife llamado Edmunds, ejecutado por el asesinato de su mujer. (Nos dicen que Edmunds era de Fife y que cometió el asesinato «en circunstancias de provocación». No nos dicen si esos dos datos le otorgaban la clasificación de «civilizado» o «primitivo».) Un parámetro concreto del catálogo de Cleland, la proporción entre el arco del cráneo y su base, proporcionaba la certeza de que las mujeres adultas eran distintas de los varones adultos y (en general) distinguibles de los miembros de las naciones «primitivas».

    En la búsqueda de pruebas de la inferioridad de la mujer, no quedó piedra sin remover (ni cráneo sin examinar). Un ensayo utilizó más de 5.000 mediciones de un solo cráneo. Aparentemente había infinitas formas de medir el cráneo, con énfasis en las que no solo distinguían mejor a los hombres de las mujeres, sino que garantizaban que a la mujer se la caracterizase como inferior, bien infantil, bien similar a las despreciadas razas «inferiores».

    Un grupo de matemáticos del University College de Londres se unió pronto al gran juego de las mediciones, y sus conclusiones acabaron desprestigiando la craneología. A este grupo de investigadores, encabezado por Karl Pearson, el padre de la estadística, perteneció también Alice Lee, una de las primeras mujeres graduadas en la Universidad de Londres. Lee creó una fórmula volumétrica basada en las matemáticas para averiguar la capacidad del cráneo, que tenía intención de relacionar con la inteligencia. Utilizó ese parámetro en un grupo de treinta alumnas de Bedford College, veinticinco hombres miembros del personal del University College y 35 (una decisión astuta) destacados anatomistas que asistieron a una reunión de la Sociedad de Anatomía en Dublín en 1898.

    Los resultados de su estudio fueron el clavo en el ataúd de la craneología; descubrió que uno de los anatomistas más eminentes tenía una de las cabezas más pequeñas y que uno de quienes iban a examinarla, un tal sir William Turner, era el octavo por el final. El descubrimiento de que las cabezas de unos hombres tan importantes eran pequeñas hizo que, por arte de magia, muchos se convirtieran de inmediato a la conclusión de que vincular la capacidad del cráneo con la inteligencia era obviamente ridículo (especialmente, dado que algunas de las alumnas de Bedford tenían mayor capacidad craneal que los anatomistas). Después hubo otros estudios y, en un ensayo de 1906, Pearson declaró que el tamaño de la cabeza no era un indicio real de inteligencia.

    Así pues, la craneología tuvo su época, pero había muchas otras explicaciones de las deferencias sexuales aguardando entre bastidores. A partir de la craneología, pronto evolucionó otra técnica centrada en elaborar el mapa de las distintas «áreas de aptitudes» del cerebro (aunque también sin poder acceder a los medios para medirlas directamente). Los científicos pasaron de los perdigones a los bultos y empezaron a prestar atención a las superficies de los cráneos, a examinarlas en busca de protuberancias de diferentes tamaños que, en su opinión, reflejaban los diferentes paisajes del cerebro que había en el interior. De ahí nació la tristemente famosa «ciencia» de la frenología, desarrollada por Franz Joseph Gall, un fisiólogo alemán que aseguraba que los rasgos de la personalidad como «benevolencia», «cautela» o incluso la capacidad de tener hijos podían valorarse midiendo el fragmento apropiado del cráneo de una persona. La técnica la popularizó Johann Spurzheim, un médico alemán que empezó siendo discípulo de Gall, pero que, después de un desacuerdo con él, construyó su propia carrera como exponente de la frenología. Lo que aseguraba este sistema era que los bultos de diversos tamaños en el cráneo reflejaban los distintos tamaños de los numerosos «órganos» diferentes del cerebro, y que esos órganos controlaban características individuales como la combatividad, la filoprogenitividad o la cautela. Una vez más, aunque quizá no sea sorprendente, había una clara correspondencia entre los cráneos masculinos, con unos bultos más grandes, y unas facultades superiores.

    La frenología se hizo especialmente popular en Estados Unidos, y las mujeres la adoptaron con entusiasmo en algunos círculos. Surgió una especie de curioso y precoz movimiento de autoayuda en el que se animaba a las mujeres a «conocerse a sí mismas» obteniendo una lectura de su perfil frenológico. Un resultado extraño fue la melindrosa afirmación de que esta «ciencia» proporcionaba pruebas de que «nosotras, las mujeres» estábamos por debajo, en la jerarquía social, de nuestros homólogos masculinos con sus protuberancias distintas, y que deberíamos aceptar con alivio nuestro sitio en el orden de las cosas.

    La frenología acabó pasando de moda a mediados del siglo XIX, en parte por la poca fiabilidad de las mediciones y la falta de comprobaciones sistemáticas de sus teorías. Pero la idea de que era posible localizar unos procesos psicológicos específicos en áreas concretas del cerebro siguió vigente, apoyada en parte por la aparición de la neuropsicología, que cotejaba partes del cerebro con aspectos concretos del comportamiento. Los científicos empezaron a estudiar pacientes que habían sufrido lesiones importantes en partes específicas del cerebro con la esperanza de que su comportamiento «de antes y después» pudiera revelar la función exacta de esas partes.

    A mediados del siglo XIX, el médico francés Paul Broca estableció un nexo entre el daño localizado en el lóbulo frontal izquierdo y la producción del habla. Su primera pista la obtuvo al hacer la autopsia del cerebro de un paciente al que llamaban «Tan» porque era lo único que podía decir, pese a que era evidente que entendía lo que se le decía. La zona dañada que se descubrió, el lado izquierdo del lóbulo frontal de Tan, se denomina todavía hoy área de Broca.

    Otras pruebas más sólidas de los vínculos entre el cerebro y el comportamiento las ofrecieron los cambios registrados en la conducta de un tal Phineas Gage, un trabajador estadounidense del ferrocarril que, en 1848, cuando se disponía a volar unas rocas golpeando dinamita con una vara de hierro, desencadenó una explosión que hizo que la vara le atravesara la mejilla izquierda para salir por la parte superior de la cabeza y, de paso, llevarse un buen pedazo de sus lóbulos frontales. Le trató y después le estudió el médico John Harlow, que plasmó sus observaciones en dos ensayos con los títulos informativos de «Paso de una vara de hierro a través de la cabeza» (1848) y «Recuperación del paso de una vara de hierro a través de la cabeza» (1868). La interpretación fue que los cambios documentados en la conducta de Gage –⁠sobrio e industrioso antes del accidente; malhumorado, impulsivo, desinhibido e imprevisible después⁠– demostraban que los lóbulos frontales eran el centro de la «inteligencia superior» y la conducta civilizada. Dado que constituyen alrededor del 30 % del cerebro humano, en comparación con el 17 % en los chimpancés, la sugerencia de que en esos lóbulos residían los poderes superiores que nos hacen humanos tenía sentido.

    Después hubo brotes entusiastas de elaboración del mapa cortical, sobre todo de señalar dónde, dentro del cerebro, ocurrían las cosas, más que cuándo o cómo. Los primeros modelos del cerebro lo consideraban una colección de unidades o módulos especializados, cada uno responsable, casi en exclusiva, de alguna aptitud específica. Por eso, si alguien quería averiguar dónde se localizaba una aptitud dentro del cerebro, normalmente estudiaba a una persona que hubiera perdido esa aptitud después de una lesión cerebral. Los pacientes de Broca y Harlow son probablemente los ejemplos más conocidos. La pérdida de una parte específica

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1