La infancia de los dictadores
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¿Nacieron verdugos o se trasformaron con el paso del tiempo? ¿Influyó su contexto familiar o político en su orientación despótica y en el ejercicio de la crueldad? Véronique Chalmet invita al lector a reflexionar sobre estos temas y a sumergirse en "las raíces del mal".
A través del retrato de la infancia y juventud de diez niños convocados por un destino oscuro, Chalmet analiza los episodios históricos que protagonizaron estos déspotas tristemente célebres e ilumina nuevos espacios de reflexión para comprender la tiranía.
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Comentarios para La infancia de los dictadores
4 clasificaciones3 comentarios
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Buenisimo, es un libro excelente. Cuenta ampliamente la vida de los dictadores.
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Gracias muy interesante sobretodo para conocer detonadores en salud mental
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Excelente trabajo de investigacion
Muy recomendable
Original, conciso, instructivo.
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La infancia de los dictadores - Véronique Chalmet
Véronique Chalmet
la infancia de los dictadores
Libertad y Cambio
la infancia
DE los dictadores
Pol Pot, Amin Dada, Stalin, Gadafi, Hitler, Franco, Mao, Mussolini, Sadam Husein y Bokassa
Véronique Chalmet
Título original en francés:
L’enfance des dictateurs
© Éditions Prisma, 2013
© De la traducción: Heber Ostro
Corrección: Marta Beltrán Bahón
Diseño de cubierta: Enric Jardí
Primera edición: octubre, 2019, Barcelona
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Editorial Gedisa, S.A.
Avenida del Tibidabo, 12 (3º)
08022 Barcelona, España
Tel. (+34) 93 253 09 04
Correo electrónico: [email protected]
http://www.gedisa.com
Preimpresión: Moelmo, S.C.P.
www.moelmo.com
eISBN: 978-84-17835-31-6
Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o cualquier otro idioma.
Índice
Prefacio
1. Pol Pot
2. Idi Amin Dada
3. Stalin
4. Gadafi
5. Hitler
6. Franco
7. Mao
8. Mussolini
9. Sadam Husein
10. Bokassa
Prefacio
Los diez personajes que analiza este libro definieron en gran parte los trazos de nuestro mundo. Hitler, Stalin o Mao demostraron, en el peor sentido, que un solo hombre puede modificar la historia del mundo, desplazar las fronteras, deportar o diezmar poblaciones hasta el punto de cambiar la fisionomía de países enteros. ¿Por qué diablos existen hombres de esta calaña? ¿En qué momento se transformaron en tiranos? ¿Acaso no fueron en algún momento niños inocentes? ¿Qué tipo de sufrimiento pudo engendrar a estos hombres brutales, asesinos, insensibles? Los padres de los jóvenes Stalin y Hitler los golpeaban salvajemente, pero todos los niños maltratados no se transforman en asesinos. Amin Dada vio cómo la bruja de su madre preparaba pócimas basadas en fetos, pero todos los hijos de criminales no pierden absolutamente el sentido de la compasión. Pol Pot vivió experiencias sexuales traumáticas durante su adolescencia en el harén del rey de Camboya, pero no todos los niños abusados buscan vengarse con un pueblo entero... No, más allá de lo que hayan vivido durante sus primeros años, nada justifica sus futuros crímenes. El destacado trabajo de Véronique Chalmet —una síntesis original basada en investigaciones inéditas—, nos muestra que todos llegaron a edad adulta llenos de frustraciones y fisuras psicológicas, desequilibrados, incapaces de entablar relaciones humanas normales. Un día, estos «fracasados sociales» se toparon con una situación histórica excepcional, una crisis de civilización, una guerra, una revolución. Así, en una alquimia imprevisible, la embriaguez de la omnipotencia se apoderó de esas almas atormentadas. Para ellos, la moral ordinaria había dejado de regir...
Las diez infancias de dictadores que Véronique Chalmet explora en esta obra dan miedo, porque todo lo que vivieron en sus años de formación, todo lo que sintieron nos resulta en realidad familiar: se trata de sentimientos humanos, miedos, ira y frustraciones que, después de todo, nos resultan cercanos. Estos sujetos son de nuestra misma especie. ¿Cómo podríamos protegernos de ellos?
Jean-Pierre Vrignaud
Responsable editorial de Ça m’intéresse Histoire
1. Pol Pot
Un halo dorado coronaba Prek Sbauv, un pueblo habitado por unas quince familias, al borde del río Sen, en el noreste de Camboya. Algunas barcazas de pesca ya habían abandonado la orilla para subir hacia el lago Tonlé Sap, donde abundaba el pez gato. Cuando pasaron delante de la casa de pilotes más grande, ubicada en la orilla decorada con buganvillas exuberantes, los pescadores escucharon unos gemidos prolongados. Un hombre vestido de negro, el kru’u (brujo) del pueblo, se dirigía de prisa hacia la casa de la que provenían los gritos. Detrás de él, una matrona que haría de partera llevaba una cesta llena de sábanas, inciensos y velas, todo destinado a calmar los ánimos.
La esposa de Phem Saloth estaba a punto de parir a su octavo hijo.
Saloth Sar, el «Blanco», así llamado por su semblante pálido heredado de sus ancestros chinos, nació en marzo de 1925, un año situado bajo el signo del búfalo. Tal como se acostumbraba, la madre inscribió su nombre en una de las paredes de la casa y predijo: «Mi hijo será como este animal: perseverante y organizado. Inspirará confianza en los demás, pero no tendrá piedad para vengarse si se siente traicionado...». Un rasgo de la personalidad que, cincuenta años después, se transformaría en un delirio paranoico cuando Sar, devenido Pol Pot, fuera el jefe de los Jemeres rojos —un déspota obsesionado por los complots y las traiciones, responsable de más de dos millones de muertes—.
Entre dos mundos
Por el momento, el recién nacido cuyo destino aún no estaba escrito, era tranquilo y colmaba a su madre de esperanza. Antes de su nacimiento, otros tres hijos habían muerto siendo muy pequeños, dos niños y una niña. Sok Nem sentía más nostalgia que tristeza; para los budistas jemeres la vida de aquí abajo es sólo una etapa de una larga procesión de encarnaciones sucesivas. Las almas de los muertos habitan el mundo invisible, que los camboyanos desde muy jóvenes aprenden a temer y honrar. La más importante de estas entidades es Neak Ta, el ancestro fundador del pueblo o la aldea, el primero que labró la tierra para cultivarla y fundar allí la comunidad. Saloth Sar apenas había aprendido a caminar y ya debía hacer ofrendas de frutas y agua perfumada para esa deidad tutelar, así como a sus propios ancestros, y se inclinaba con temor delante de sus restos conservados en la stupa (túmulo) erigida detrás de su casa. Sok Nem era una mujer piadosa, muy respetada en su comunidad, que procuraba que sus hijos fueran fieles a sus raíces étnicas y espirituales. Le inculcó a Saloth Sar, al igual que a sus cuatro hermanos y a su hermana, un amor incondicional por su tierra natal, el srok, una conquista de los campesinos a la naturaleza. Pero también los crio con leyendas atemorizantes sobre los poderes oscuros que dominaban el bosque... y sobre las tribus ancestrales y guerreras que se habían instalado allí.
Los primeros años de Sar se sucedieron entonces colmados de un éxtasis infantil, mezcla de terror y fascinación, entre la perspectiva domesticada de los arrozales y la sombra primordial de la jungla.
Siempre conservó un profundo respeto por esas dos facetas de su identidad nacional: la fuerza campesina y la preponderancia de la agricultura en la construcción del país, pero también por los orígenes «salvajes» y fantásticos del pueblo jemer. Es más, las primeras rondas de propaganda de los Jemeres rojos se realizaron en el corazón de los bosques... A los veinte años, Saloth Sar eligió el pseudónimo «Jemer Daeum», que significa el «Jemer ancestral». En 1970, cuando ya era el líder principal del Partido Comunista de Kampuchea (CPK), se rodeó de una guardia personal de setenta guerreros provenientes de una tribu de las montañas del norte, hombres de roble famosos por su ferocidad y su obediencia a cualquier costo. Pol Pot, alias Saloth Sar, los apreciaba muy especialmente, dado que recordaba haber aprendido él mismo, desde su más tierna infancia, el valor de una disciplina implacable...
En ese comienzo de siglo
xx
, la educación jemer se apoyaba en el miedo a la sanción y el respeto por una jerarquía tácita pero inamovible: a partir de los cinco o seis años, los niños debían someterse a la voluntad de los mayores, privilegiando a los notables de su comunidad: los monjes budistas y los educadores. Estos últimos empleaban y abusaban de los castigos corporales cuando no se les hacía caso o las lecciones no eran aprendidas de la mejor manera: palazos, humillaciones, golpes de puño y patadas eran moneda corriente. Sin embargo, a aquellos que se ocupaban del alimento y la instrucción se les tenía una gratitud desmedida. No se estimulaba ni la reflexión personal ni la discusión. Prevalecían los supuestos, y el niño jemer debía aprender a adivinar y ejecutar la voluntad de los adultos sin que fuera ni siquiera necesario formularle órdenes directas. ¡Lo ideal era anticiparse a los deseos de los jefes! Una «pedagogía» perniciosa que, en períodos de crisis personal o colectiva, favorecía la paranoia y enturbiaba los códigos morales... Esta adhesión pseudovoluntaria y absoluta a la autoridad sería además explotada al extremo por los Jemeres rojos, lo cual derivó en asesinatos y delaciones en todos los niveles.
Los padres del joven Sar respetaban la norma de esa severidad tradicional. Golpeaban a sus hijos, les enseñaban que expresar sus emociones era intolerablemente impudoroso. Saloth Neap, el joven hermano de Saloth Sar que nació un año y medio después que él, afirmó que nunca había visto a sus padres enojados. Ninguna manifestación de humor, tampoco risas a carcajadas: «Nuestro padre a veces sonreía, pero nunca hacía bromas. Era muy calmo. Mi madre era como él, y se entendían perfectamente». A los niños no les toleraban ningún tipo de desborde. En ese sentido, su penúltimo hijo superó las expectativas. Incluso cuando lo corregían, era raro verlo llorar. Sar nunca se quejaba y tenía una mirada inquisidora sobre los demás, imperturbable y seguro de sí mismo. Su hermano menor afirmó que Sar se mostraba siempre «gentil» pero también «dominador». Estos dos hermanos eran inseparables, dado que eran los de edades más cercanas. Al igual que sus hermanos mayores, Sar cuidaba a Neap y orientaba sus juegos. Sin embargo, su rol fraterno no explicaba el malestar que sentía el menor: «Nadie podía saber lo que él pensaba. Nadie hubiera podido adivinar sus intenciones».¹ A pesar de todo, Neap admiraba a su impenetrable hermano mayor y lo seguía en sus largos paseos tutelados por la jungla. Los dos niños se divertían siguiendo las pistas de los elefantes salvajes, que en ciertas ocasiones pasaban por el pueblo camino a la orilla del gran lago donde se refrescaban. Saludaban con gritos de alegría a los hombres que partían a cazar cerdos salvajes, armados con lanzas y montados en búfalos. Pero entre los cuatro y los seis años, los niños debían ayudar a sus familias. «Soy hijo de un campesino. Me acostumbré a participar en los trabajos del campo cuando era niño. Era algo habitual», confesó con orgullo Pol Pot.² Al atardecer, cuando los campesinos abandonaban los arrozales, Sar y Neap se instalaban uno al lado del otro en unas hamacas atadas a los árboles, para mantenerse a salvo de los escorpiones y las serpientes. Poco después, escuchaban a los narradores. Noche tras noche, se dormían cerca del fuego entre historias de brujas, ogros y espectros sanguinarios listos para surgir desde las brumas jemeres...
La vía real
Phem Saloth y Sok Nem eran campesinos de buen pasar, algunos los consideraban ricos en base a los criterios locales. Eran dueños de una docena de hectáreas de arrozales y de varios búfalos y convocaban como mano de obra a vecinos menos ricos que ellos para trasplantar el arroz. Los padres de Sar aprovecharon el legado del abuelo paterno, una figura heroica de la familia, que se transformó casi en una leyenda para los nietos que lo veneraban a pesar de no haberlo conocido.
A mediados del siglo
xix
, el abuelo había vivido el período en el que Vietnam y Siam (futura Tailandia) se disputaban la conquista del reino jemer en decadencia. Al cabo de numerosos combates signados por masacres y saqueos, vietnamitas y siameses declararon el fin de las hostilidades. Cada bando conservó las provincias camboyanas anexadas, pero ambos mantuvieron sus ambiciones sobre el resto del territorio. Con el objetivo de frenar el previsible desmantelamiento de su país, el rey jemer Ang Duong, aconsejado por Monseñor Miche, vicario apostólico en Camboya, decidió solicitar en 1853 la intervención de Francia. Pero lo que Camboya ganó en seguridad lo perdió en libertad. Diez años más tarde Norodom I, el hijo del monarca, aceptó el protectorado y firmó un acuerdo que progresivamente debía integrar a Camboya a la Indochina francesa. En esos tiempos, el abuelo de Saloth Sar se había refugiado en los bosques para escapar de los invasores. Había sobrevivido a la hambruna y a los asesinatos. Más tarde, de regreso en su aldea, había logrado cultivar su parcela de tierra a pesar del caos imperante. Con el correr de los años, acumuló tierras y se transformó en un notable de Prek Sbauv. El siete de marzo de 1885, el intrépido abuelo integró la revuelta contra los colonizadores franceses, pero fue asesinado en una emboscada, justo frente a la casa familiar, en la orilla opuesta del río.
Phem Saloth, que había visto morir a su padre delante de sus ojos, narraba ese final con mucho orgullo y un heroísmo que derramaba sobre las generaciones siguientes: para recompensar la lealtad del patriarca, el gobernador de la provincia, un ferviente realista, había introducido a la familia en la corte. Cheng, la tía paterna de Sar, ingresó al servicio del rey Sisowath y su hija, Meak, pasó a ser una de las concubinas del príncipe heredero Monivong a fines de los años 1930. Rápidamente, Meak le dio un hijo —el Príncipe Kossarak— y obtuvo el grado de Khun Preah Moneang Bopha Norleak (el equivalente jemer de lady) y accedió al rango privilegiado de favorita del futuro rey. Considerada una de las mujeres más importantes de palacio, presentó a Roeung, la hermana de Sar, que por entonces tenía dieciséis años, a Monivong, que aceptó integrarla también a su gineceo.
Las jóvenes primas se integraron así a la elite camboyana, pasaron sin transición de los arrozales a los salones palaciegos, compartiendo la misma cama real... Monivong instaló a Roeung en una residencia estupenda, la cubrió de joyas, le obsequió pieles y un automóvil. Suong, el hermano mayor de Sar, se integró como funcionario en la corte del rey,