Círculo de lectores
Por Eduardo Berti
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¿Qué son para nosotros los libros? ¿Qué son los lectores para los libros? ¿Cómo, cuándo y por qué leemos? ¿Placer, manía, ansiedad, obsesión? ¿Las bibliotecas se ordenan o nos ordenan? ¿Los personajes y los autores establecen un pacto mutuo de por vida? ¿El texto traduce al traductor? ¿Quién edita al editor?
Un círculo de lectores, libros y lecturas en un mundo febril y lúdico: esta verdadera joya muestra, sin duda, el lado más oulipiano del escritor argentino Eduardo Berti. Un libro que explora los límites difusos entre la realidad y la ficción; que crea juegos de espejos entre forma, género, temática y contenido; un himno de amor a la lectura, salvo que el himno es medio incorrecto y lo entona un coro de freaks.
"Un autor con una imaginación apabullante y una capacidad insólita para sorprender al lector al tiempo que le roba una sonrisa",
Javier YUSTE (El Cultural, España)
"Un verdadero talento innovador",
Paul BAILEY (The Telegraph, Reino Unido)
"Un escritor inclasificable, es decir, precioso",
Frédéric Vitoux (Le Nouvel Observateur, Francia)
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Círculo de lectores - Eduardo Berti
Eduardo Berti
Círculo de lectores
logotipo_INTERIORES_negro.jpgEduardo Berti, Círculo de lectores
Primera edición digital: febrero de 2020
ISBN epub: 978-84-8393-656-6
IBIC: FYB
Colección Voces / Literatura 290
Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
© Eduardo Berti, 2020
c/o Guillermo Schavelzon & Asoc., Agencia Literaria
www.schavelzon.com
© De las cubiertas de interior: Dorothée Billard, 2020
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2020
Editorial Páginas de Espuma
Madera 3, 1.º izquierda
28004 Madrid
Teléfono: 91 522 72 51
Correo electrónico: [email protected]
El lector inspirado es aún más escaso que el autor inspirado.
Jaime
Jaramillo Escobar
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Instrucciones para leer un libro
Nadie habrá dejado de observar que con frecuencia las frases se combinan de modo tal que una parte se lee en forma fluida con las palabras de las frases venideras, y la parte siguiente cobra sentido con las palabras previas, para dar paso a una nueva concatenación, fenómeno que se repite en espiral o en línea sintagmática hasta niveles sumamente variables. Concentrándose y poniendo la mano derecha bajo la contracubierta, y la izquierda bajo la cubierta correspondiente, se está en posesión momentánea de una página o de un conjunto de páginas. Cada una de estas páginas, formadas por dos lados, par e impar, se sitúa un tanto después o delante que la anterior, principio que da sentido al libro, ya que cualquiera otra combinación produciría formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de trasladarnos desde el inicio de una historia hasta su desenlace.
Los libros se leen de frente, pues de atrás o de costado resultan particularmente incómodos. La actitud natural consiste en mantenerse sentado, los pies firmes sin moverse, la cabeza erguida, aunque no tanto porque los ojos dejarían de ver las páginas inmediatamente accesibles, respirando con lentitud y regularidad. Para leer un libro se comienza por mover esa parte del cuerpo situada a la izquierda y por lo común por encima de la cintura, envuelta casi nunca en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente bajo el conjunto de páginas. Puesta bajo la cubierta y el lomo del libro que deseamos leer dicha parte, que para abreviar llamaremos mano, se recoge la parte equivalente de la derecha (también llamada mano, pero que no ha de confundirse con la mano antes citada), y llevándola al nivel de la mano, se la hace seguir hasta colocarla bajo el conjunto de páginas también a la derecha, con lo cual bajo este conjunto descansará la mano y bajo el conjunto a la izquierda descansará la mano. (Las primeras páginas son siempre las más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre la mano y la mano hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no mover al mismo tiempo la mano y la mano).
Llegado de esta manera a la página siguiente, basta repetir en forma alternada los movimientos hasta encontrarse con el final del libro. Se sale de él fácilmente, con un ligero golpe de autoridad que lo fija en su sitio de la biblioteca, del que no se moverá hasta una probable relectura.
El narrador
Era yo el narrador de la novela, pero no su autor. Esto es normal, me consolaban los restantes personajes. Un día quise asomarme y verle la cara al autor. Ver cómo era. A lo mejor, por qué no, podría hablar un rato con él. Había un par de hechos que (desde mi perspectiva, al menos) no me parecían muy claros. No lo hagas, no lo hagas, me aconsejaban los restantes personajes. La tentación pudo más. Me asomé y alcancé a verle las manos. Unas manos de mujer, con uñas pintadas de rojo, les informé a los otros personajes mientras seguía narrando (por suerte, había pasajes de descripciones muy largas en que aprovechábamos para charlar). La visión subrepticia de las manos exacerbó mi intrepidez. Volví a asomarme en medio del capítulo xvi, aprovechando la grieta de una elipsis. Llegué a vislumbrar algo más, pero todo reducido a una especie de tumulto: el movimiento de un brazo, palabras y garabatos y tachaduras a lo ancho de un cuaderno, una lámpara capaz de derretir al más enorme muñeco de nieve… Solo eso. Ni el menor atisbo del rostro. La novela seguía avanzando y no quedaban más que ochenta páginas. Me armé de coraje, otra vez. Tenía que ver al autor. Quiero decir, a la autora. Verle la cara. Los restantes personajes intentaron disuadirme. Ahora pienso que acaso presentían algo. El gran traspié, la infortunada caída fuera del libro, todo eso lo recuerdo vivamente, pero a la vez como una especie de sueño, como acaso recuerdan ciertos lectores las páginas de la novela en la que yo era el narrador. Desde luego, quise regresar al libro, fue mi lógica reacción, propia de un soldado ansioso por reintegrarse a las filas en combate; sin embargo, la novela (o sea, la realidad física del papel) se oponía a cualquier empeño. La autora, he de admitir, no resolvió mal el libro: una tercera persona narra mi muerte y hace correr, con falso aire innovador, un telón bastante eficaz. En cuanto a mí, claro que sufro el destierro y añoro los tiempos de oro en que, sin ser dios, era el verbo. De vez en cuando, aunque no es más que un consuelo, me hacen un hueco en un libro y puedo ejercer fugazmente, como aquí, mis talentos para narrar.
Círculo de lectores I
El señor Soames
Antes de sentarse a leer una novela, porque solo leía sentado, el señor Soames contaba las páginas.
¿El primer capítulo empezaba en la página 12? ¿El final ocurría en la 348? En tal caso, el texto abarcaba 336 páginas y el señor Soames iba directamente a la página ubicada en el medio, dato que obtenía dividiendo 336 por dos y sumándole 12. Una vez allí, en la 180, buscaba el centro (un centro que tampoco era aproximativo, nada de eso, porque él contaba las palabras, es más, las letras incluyendo cada espacio en blanco) y se ponía a leer o, mejor dicho, a buscar lo que él llamaba el nudo conceptual del libro.
–Aquí está –exclamaba Soames– la piedra angular que sostiene el arco de la novela –y apuntaba a un puñado de palabras inofensivas, triviales para el mundo entero, menos para él.
Era raro que el señor Soames no se topara o no quisiera toparse allí con algo revelador. Una frase que a sus ojos encerraba, iluminaba todo. Una acción leve, intrascendente en teoría, que replicaba en miniatura (en mise en abyme, prefería el señor Soames) la totalidad del libro.
¿Era el azar? ¿Era la expresa voluntad de los autores? ¿O era, mal que le pesase, su necesidad de formas, su anhelo de simetrías?
Algunos le proponían que hiciera la misma prueba escogiendo otras páginas.
–Sí, podría hacerlo. Buena idea –respondía el señor Soames.
Pero nunca lo intentaba.
La señora Rapin
La señora Rapin esquivaba los libros sin leer como si huyese, espantada, de una epidemia mortal.
Llevaba más de una década consagrada a releer y nada más que releer. Y únicamente releía cuando viajaba.
A veces, justo es decirlo, organizaba un viaje solo para eso. La reunión de trabajo en Amsterdam o en Zúrich no era imprescindible, no, y podría haberse resuelto telefónicamente, pero la señora Rapin sentía deseos de releer.
Las dos cosas que se prohibía a la hora de viajar eran: llevar un libro al mismo sitio donde lo hubiese leído por primera vez; llevar un autor chino a China, un autor español a España, un autor noruego a Noruega y así sucesivamente.
–Lo que me interesa –explicaba– es tomar dos o tres libros y releerlos en un contexto diferente, extranjero.
Había en su método algo aleccionador: el mismo libro, en otro tiempo y espacio, era fatalmente otro.
Pero lo más apasionante era el «choque de recuerdos», como le gustaba decir.
–Releer La Cartuja de Parma –decía la señora Rapin– no solamente resucita el argumento, la acción de los personajes, los escenarios de la acción. También resucita el marco de mi primera lectura: las vacaciones de aquel agosto en un pueblo junto al mar. Ese recuerdo es el que choca, el que lucha con ese otro mes de agosto o con esa ciudad sin mar.
A veces, los dos recuerdos parecían quedar muy cerca, tanto que lograban fundirse en uno solo. Otras veces, se contemplaban desde una distancia abismal: no había en el mundo, según la señora Rapin, mayor belleza que esa lejanía.
La señorita Motleri
La señorita Anna Motleri estaba leyendo aquella tarde lluviosa un libro de cuentos de Dino Buzzati cuando oyó un ruido perturbador en la habitación de al lado. Se levantó y se topó con una máquina enorme, del tamaño de un ropero, aunque de silueta como inclinada. Hasta donde conseguía recordar, esa máquina era nueva. Nunca antes había estado allí, en su casa. Y ella jamás la hubiese puesto en medio de una habitación entorpeciendo así el paso. El armatoste despedía unos zumbidos altaneros y su función resultaba incomprensible. La señorita Anna retrocedió de manera instintiva y se preguntó si aquello no tendría cierta afinidad con el cuento de Buzzati que había empezado a leer. El cuento hablaba de una máquina que detenía el tiempo, supuestamente inventada en la universidad de Pisa. Por un rato, la señorita estudió aquel panorama con sus ojos penetrantes, sin decidirse a tocar ninguno de los botones. Segura de que el artefacto provenía de las páginas del libro, tendió su mano huesuda y con un dedo apretó el único de los muchos botones que emitía luz. La máquina tembló un poco y en una exigua pantalla, entre sonidos y parpadeos, se materializaron dos, cuatro, seis, ocho números, con seguridad una fecha, dedujo: 17 – 10 – 1953. Sí, eso tenía que ser: el día, el mes y el año en que se detendría el mundo. Una fecha curiosamente anterior a su nacimiento. Incrédula ante esto último, decepcionada porque el gesto no había suscitado consecuencias significativas, la señorita Anna quiso volver a la otra habitación, pero sintió que sus pies se movían a cámara lenta y se percató de que había un silencio desconcertante. Ni siquiera se oía la lluvia o el tránsito de la ciudad. ¿La máquina estaba ejerciendo alguna clase de efecto? Anna se desplazó, lentísima, hacia el sillón donde la aguardaba el libro. Entonces vio algo imprevisto: el libro era el mismo libro, pero muy delgado. De la treintena de cuentos quedaban apenas ocho. La señorita buscó el cuento que había empezado a leer, el de la máquina para frenar el tiempo. No lo halló por ningún lado. De pronto recordó la fecha. El año en el que la máquina había detenido el mundo era previo a la publicación del libro. La deducción fue inmediata: Buzzati no había llegado a escribir todos los relatos. Sería exagerado decir que la señorita Anna sintió un estremecimiento. Lo seguro es que se hizo una pregunta: ¿por qué, si todo se había paralizado, ella seguía en movimiento? Tal vez la respuesta estuviera en el cuento de Buzzati. Tal vez ahí se explicase que las personas nacidas después de la fecha elegida para detener el tiempo (algo que era una suerte de paradoja: nacer después de que el tiempo se ha interrumpido) perdían de modo paulatino la potencia y la rapidez, como ahora empezaba a ocurrirle a ella. La señorita Anna se imaginó un proceso irreversible: su vigor iría menguando con el correr de los minutos, hasta el reposo absoluto, hasta la quietud total. No se atrevía a asomarse por la ventana ni a encender el televisor ni a llamar a las puertas de alguno de sus vecinos. No se atrevía y, peor aún, no le quedaban fuerzas para algo así. De repente se acordó: ¡la máquina, en la habitación de al lado! Un simple gesto suyo y las cosas se pondrían en movimiento otra vez. Así que anduvo, lo más de prisa que pudo, muy despacio, muy despacio, como en esas historias de ciencia ficción que tanto amaba leer y donde a menudo aparecía un salvador del planeta o de la civilización. Pobre Anna, entre un paso y el siguiente parecían transcurrir horas. Pero llegó y, con una especie de nudo en la garganta, vio un vacío en la habitación. Ni el más mínimo rastro de la máquina. La escena era alarmante, aunque no tan