El laberinto junto al mar
Por Zbigniew Herbert
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"Un libro admirable, una delicia para todo amante de la Grecia clásica. La belleza de esta obra reside en la manera como este viajero, alejado de sentimentalismos románticos, incorpora los restos arqueológicos al tejido de su personalidad, a su experiencia y a un concepto de la historia que liga, misteriosamente, dieciocho o veinte siglos de hechos remotísimos con el desarrollo normal de una vida de lo más contemporánea. Y al final del libro, por arte de la eficacia narrativa y descriptiva, el lector considera, agradecido, tanto como lo hace cuando lee a Homero, que aquella civilización le merece la más grande de las simpatías, incluso envidia".
Jordi Llovet, El País
"Si alguien no conoce Grecia y desea penetrar en la milenaria cultura helénica, tiene que leer este libro. Y si no, tiene que leerlo de todos modos. Porque El laberinto junto al mar es un recorrido histórico y sentimental por la cuna de Europa".
Diego Gándara, La Razón
"Maravilloso compendio erudito de todo lo mucho que se ha escrito y debatido sobre la mítica civilización minoica, escrito además al pie de un minucioso recorrido por entre sus ruinas fabulosas, Herbert no es nunca ese prolijo pedante que exhibe las plumas de lo banal, sino un peregrino de la verdad, que sabe que el conocimiento y el sueño son inseparables. Jamás he leído, entre lo mucho -y, a veces, muy bueno-, que se ha escrito sobre Creta, antigua o moderna, nada parecido al texto de Herbert".
Francisco Calvo Serraller, El País
"Un estimulante viaje sensorial e intelectual por los santuarios de la cultura europea, siempre guiado por la admiración, pero sin prescindir de la ironía".
Marta Rebón, El País
"Un libro sobre Grecia, pero no un libro más sobre Grecia. Sus descripciones, sus relatos, sus digresiones, son piezas literarias de primer orden. Un libro emocionante sobre el arte y las piedras, sobre el pasado, los mitos y los hombres, que tiene la virtud de aguzar nuestra mirada y despertar nuestros embotados sentidos".
Manuel Arranz, Levante
"Cuando he terminado la lectura del libro me he confirmado en la idea de que este tipo de literatura ensayística y viajera es el exponente más acabado de esa cultura humanística y sofisticada que en Europa ha dado tan excepcionales frutos y que poco a poco vemos consumirse en las llamas de la banalidad. De ahí la importancia de leer, con pasión y veneración, a autores como Zbigniew Herbert y libros como El laberinto junto al mar".
Libros de Cíbola
"Un libro emocionante y hermoso. De la mano de Herbert y siguiendo la estela de los humanistas clásicos, recorremos las fértiles tierras de la sísmica Creta, patria de Zeus, sentimos el olor a hierbas de la niebla amarga de Heraclión, y desentrañamos el significado de los símbolos antiguos a través de las obras maestras que nos dejaron".
Fulgencio Argüelles, El Comercio
"Toda la obra de Herbert, tanto la poesía como los ensayos, está saturada de amor a la tradición polaca y europea; de amor y de conocimiento".
Adam Zagajewski
"La escritura de Zbigniew Herbert aporta a la biografía de la civilización la sensibilidad de un hombre nunca derrotado por un siglo que fue, al fin y al cabo, el más eficaz en lo que toca a la deshumanización de la especie".
Joseph Brodsky
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El laberinto junto al mar - Zbigniew Herbert
ZBIGNIEW HERBERT
EL LABERINTO
JUNTO AL MAR
TRADUCCIÓN DEL POLACO DE
ANNA RUBIÓ Y JERZY SŁAWOMIRSKI
ACANTILADO
BARCELONA 2020
CONTENIDO
EL LABERINTO JUNTO AL MAR
UN INTENTO DE DESCRIBIR EL PAISAJE GRIEGO
LA ALMITA
LA ACRÓPOLIS
LA CUESTIÓN DE SAMOS
SOBRE LOS ETRUSCOS
CLASE DE LATÍN
Nota del editor polaco
Para Kasia
EL LABERINTO JUNTO AL MAR
I
En medio del vinoso ponto rodeada del mar, hay una tierra hermosa y fértil, Creta; y en ella muchos, innumerables hombres, y noventa ciudades […]. Entre las ciudades se halla Cnosos, gran población, en la cual reinó por espacio de nueve años Minos, que conversaba con el gran Zeus.
HOMERO¹
El Teseo, que tiene que llevarme a Creta, todavía no ha atracado en el puerto del Pireo y nadie sabe decirme cuándo llegará. Los vulgares horarios no tienen vigencia en la patria de los mitos, la región donde los relojes marcan milenios. La única solución es armarse de una paciencia campesina o emprender un periplo por las tabernas del puerto.
Así pues, estoy en el Pireo aguardando el barco, sin otro quehacer que contemplar rostros humanos. No son los rostros que adornan los vasos antiguos, y los cuerpos—puedo adivinarlo—no se parecen a las estatuas de Praxíteles. La mezcla de rasgos albaneses, búlgaros y turcos salta a la vista y ha borrado por completo la belleza helena que el viajero espera encontrar.
¿Acaso tenía razón el doctor Fallmerayer al sostener que las invasiones eslavas posteriores al siglo VII después de Cristo cambiaron radicalmente la composición étnica de los habitantes de Grecia?
Y entonces me viene a la memoria una anécdota sobre Shelley. Cuando el gran romántico estaba trabajando en el poema Hellas, su amigo Trelawny le propuso un encuentro con griegos auténticos. Viajaron a Livorno para visitar un barco griego atiborrado de «individuos agitanados que vociferaban, gesticulaban, fumaban y jugaban a los naipes como si fueran bárbaros». Y, para colmo, el capitán del barco había abandonado su patria tras llegar a la conclusión de que la guerra de la independencia no era nada buena para los negocios.
Creo que debemos sacar una lección de esta anécdota: las naciones tienen quebraderos de cabeza más importantes y más elementales que intentar acercarse al ideal inventado por los humanistas románticos.
Tras seis horas de espera, el Teseo atraca en el muelle. Aplastado por la multitud y sepultado por enormes fardos, subo a bordo tambaleándome a horcajadas de una cabra que berrea. Atravieso el hermoso mar Egeo en aquella embarcación destartalada y repleta de estridencias, de mugre, de efluvios insufribles y de exuberante vitalidad.
Por la mañana temprano salgo a la cubierta superior. Sobre las tablas salpicadas de brea y de aceite, cuerpos desparramados de hombres y mujeres, como si algún festín nocturno hubiese terminado en una matanza. Estoy solo, rodeado de aquella respiración somnolienta. Deseo ver a Creta emerger de las aguas.
En lo alto, por encima de un horizonte caliginoso y apenas visible, aparece algo borroso, un enturbiamiento del azur, una mácula grisácea que va adquiriendo forma, y ahora puedo apreciar claramente la cúspide de una montaña suspendida en las alturas, talmente como el paisaje de un pintor japonés. Es indeciblemente hermosa: un pedacito de roca que flota en el aire por obra de la niebla. Sigo mirando. La montaña crece, lenta y majestuosa desciende por las gradas, y finalmente la veo aposentarse sobre el mar y llenar con su cuerpo agreste todo el horizonte.
Allí está la isla.
Así se me apareció Creta. Bajando del cielo como una deidad.
Heraclión. El puerto y las murallas venecianas, los bastiones que rodean la ciudad de casas blancas. El silencio de las contraventanas cerradas a cal y canto.
Me dirijo hacia la ciudad por una calle abrupta que parece no tener fin, aunque mis ojos den fe de lo contrario. Las dimensiones del mundo se han atrofiado y, aunque oigo el crepitar de la arena bajo mis pies y el ruido de mis pasos, tengo la sensación de no avanzar, hundido hasta el cuello en el bochorno, sumergido en la claridad. Noto una dolorosa mengua de la realidad. Me veo a mí mismo como en sueños, de soslayo, sin posibilidad alguna de conectar con mi cuerpo agitado por un movimiento pendular: inmóvil, clavado a aquel espacio blanco, perpetuado como en una fotografía, atrapado con el lastre de mi sombra a cuestas por aquel juego de apariencias. Durante largos años me perseguirá esta imagen y el recuerdo de la ascensión por la calle Handakos, la imagen de un yo atado de pies y manos, como si entonces, bajo el sol deslumbrante del mediodía, hubiera experimentado por primera vez el roce de la muerte.
Alquilé una habitación de paredes enjalbegadas con un camastro de hierro encima del cual colgaba un temible san Jorge en plena faena de asesinar al dragón y, sin demora, me dirigí hacia el museo para verme rodeado de objetos, de muchos objetos, con la esperanza de olvidar aquel vergonzoso episodio y la repugnante sensación de haber perdido el contacto con la realidad.
II
El museo de Heraclión me tenía preparada una sorpresa y, para colmo, una sorpresa desagradable. Jamás había sentido algo así en ningún museo ni delante de ninguna obra de arte. Por aquel entonces, yo ya no era un joven sediento de originalidad. Como es sabido, la manera más fácil de hacerse el original es ser iconoclasta, es decir, mostrar desdén por las obras consagradas y faltarles al respeto a las autoridades y a las tradiciones. Esta actitud me había resultado siempre ajena e incluso reprobable, a excepción del breve período comprendido entre los cuatro y los cinco años que los psicólogos definen como período del negativismo infantil. Mi deseo ha sido siempre amar, idolatrar, hincarme de rodillas y postrarme ante la grandeza a pesar de que nos supere y nos paralice, porque ¿qué clase de grandeza sería ésa si no nos superara y no nos paralizara?
Recuerdo bien el día en que aterricé en el museo de Heraclión dos horas antes de que cerrara sus puertas, el día que recorrí—¡ay, ingenuo de mí!—las salas de la planta baja donde se exhibe la cerámica, las estatuillas de bronce, de arcilla y de loza, los sellos y los camafeos, es decir, todo lo que solemos incluir en la categoría de las artes mediocres, de las artes aplicadas, y subí con el corazón desbocado a la planta superior, donde, según las promesas de mi impagable Guide Bleu, iba a encontrar los frescos que conocía tan bien gracias a las reproducciones publicadas en los innumerables manuales de historia del arte y que los entendidos ponían por las nubes calificándolos de obras maestras de la pintura antigua.
¿Y qué sucedió? Nada. Alelado, contemplé sin emoción alguna, sin siquiera simpatía, los Delfines sumergidos en el añil del mar y el Príncipe de los lirios. En un primer momento atribuí mi falta de entusiasmo a una indisposición. Al fin y al cabo, la travesía a bordo del destartalado Teseo me había dejado exhausto, el bochorno del mediodía me había aturdido y estaba hambriento, aunque por lo visto el hambre no era lo suficientemente grande para facilitar la levitación.
Ante todo, intenté sistematizar mis dudas: el color de los frescos me parecía demasiado banal, sospechosamente flamante y plano. Con una dosis de buena voluntad, la composición cromática—los machacones ocres, azules y rojos dignos de un cartel de cine—hubiese podido recordar a un Matisse (a un Matisse muy flojo), a no ser por aquel trazo desprovisto de tensión, un trazo que mi profesor de dibujo hubiese descrito con un ¡puaf! y no con los esperados ¡ajá! u ¡olé!, una línea que aprisiona en un contorno tedioso unas superficies embadurnadas con los pigmentos locales. Aquello no tenía gracia ni dignidad, a excepción de los pequeños frescos de jardín y de La parisina, conocida a lo largo y ancho de este mundo.
Llamé a mis conocimientos en socorro de mi sensibilidad agarrotada. Recordé lo que los especialistas decían de la pintura cretense. Decían sabiamente que, al igual que en los frescos paleolíticos de Francia y España y en el arte de los bosquimanos de Rodesia, se manifiesta en ella una visión eidética.
Era posible, y hasta muy probable, que mi rechazo instintivo a los frescos minoicos y mi desacuerdo con ellos resultaran de haber dado con algo que no recordaba en absoluto las pinturas murales egipcias, etruscas o pompeyanas. Porque, de hecho, la pintura de los artistas cretenses parece no tener parangón.
Entonces—pensé—Geerto Aeilko Snijder debe de estar en lo cierto: los cretenses eran eidéticos. Podemos experimentar esta particularidad de la visión—muy extendida entre los niños—, y, por consiguiente, de la manera de representar el mundo, mirando fijamente el sol o una lámpara encendida y trasladando luego la mirada a una pared vacía donde se nos aparecerá la palpitante silueta roja de la lámpara o del sol. A grandes rasgos, las personas eidéticas perciben así la realidad, y basándose en dicho fenómeno—fuera éste una aptitud o un defecto—intentó Snijder explicar la singularidad del arte cretense: la sorprendente facilidad para atrapar dentro de un contorno las formas en movimiento, una habilidad no exenta de vicios, ya que el perfil de los objetos parece delineado por una mano flácida, y la osamenta, la musculatura, la materia y la estructura (tan magníficamente reflejadas en el arte renacentista) brillan por su ausencia, lo cual impregna de insustancialidad a las personas, a los animales y a las plantas arrancados de cuajo que, desafiando las leyes de la gravedad, flotan en el aire.
Así pues, los frescos que se exhiben en el museo de Heraclión no me acabaron de convencer. Empecé a olisquearlos como si de huesos disecados se tratara, y enseguida pude observar en su superficie unas rugosidades agrietadas de un color indefinido. Cubrían una zona insignificante del fresco y, como iba a descubrir después, eran los únicos fragmentos originales. De El príncipe de los lirios o El rey-sacerdote sólo quedaban trozos de una pantorrilla, del torso, de un brazo y del penacho. Todo lo demás es una reconstrucción, una conjetura, una fantasía. Era como si alguien hubiera inserido sus propias palabras entre los fragmentos de un poema antiguo que hubiese encontrado.
Más tarde, al consultar bibliografía sobre el tema, pude aclarar mis dudas. Las pinturas murales que aparecieron en el palacio de Cnosos ante los ojos de los arqueólogos se hallaban en muy mal estado. Estaban cubiertas de una capa de ceniza y al tocarlas se convertían en polvo. En su libro El toro de Minos, Leonard Cottrell sostiene que sir Arthur Evans, el descubridor de Cnosos:
tuvo el acierto de contratar a un notable artista suizo, M. Gilliéron, que tenía una extraordinaria disposición para la labor de ir acoplando pacientemente los diminutos fragmentos, reconstruyendo con acierto y buen sentido lo que se había perdido, y haciendo después reproducciones exactas que se procuraba colocar en la posición de los originales.²
No conseguí dar en ninguna parte con una obra original del maestro Gilliéron ni leer mención alguna sobre su persona, pero algo me hace sospechar que Evans no lo contrató por las supuestas dotes que Cottrell tanto ensalza, sino porque estaba dispuesto a materializar obedientemente la visión del arqueólogo. Y no acabo de entender por qué las fantasías del suizo figuran en los manuales de historia del arte como obras originales.
En comparación con otros objetos del arte cretense que han sido descubiertos, los frescos minoicos son poco numerosos y han llegado lisiados a nuestros días, calcinados por el fuego y mutilados de resultas de unas labores de restauración sospechosas. Y aunque sin duda fue un arte más mediocre que el egipcio, ostenta la marca de una originalidad sin parangón.
El blanco, el azul, el gris, el amarillo, el negro, el rojo y el verde: ésta era la paleta de los pintores de Creta y de la ribera del Nilo. Pero las diferencias son más destacables que las semejanzas.
Los minoicos pintaban sobre la pared mojada, mientras que los egipcios aplicaban la técnica de la témpera. Los dos métodos implican consecuencias inevitables: el primero requiere rapidez, denuedo, omisión de los pormenores y se acerca a la improvisación, mientras que el otro admite retoques, correcciones, es más concienzudo, lento y contemplativo.
La pintura de los egipcios y todo su arte en general acusaba más que ninguna otra el aplastante peso de la metafísica, lo que no impedía que las escenas cotidianas más banales—los ánsares en el cañaveral, las carpas en el estanque—fueran pintadas con una precisión casi científica, de modo que no tenemos dificultad alguna en distinguir las especies animales y vegetales representadas por los maestros egipcios anónimos. ¿Cómo se explica aquel bodijo entre el naturalismo y la espiritualidad más sublime?
Las idílicas escenas de los egipcios van acompañadas casi siempre de un signo, una inscripción o un jeroglífico que nos informa de que, tras la abigarrada cortina de la vida, existe otro mundo, un mundo severo y único, el mundo de los dioses y de las almas que buscan la inmortalidad. Su precisión realista no siempre revela una alegre afirmación de la vida, no siempre es un elogio de la realidad visible. La flor de loto reproducida con la escrupulosidad de un atlas de plantas, la mano dibujada con todo lujo de detalles que reposa sobre las cuerdas de un arpa o la pluma de un pato salvaje no son ni elogio ni afirmación, sino un mensaje en clave que esconde la mera melancolía del transcurso del tiempo.
La pintura cretense carece de esa fuerza y esa sublimidad. La reflexión filosófica y el éxtasis religioso le resultan ajenos. Nos hace pensar en el frívolo e irreflexivo rococó. Es un arte espontáneo, desasosegado, impetuoso, negligente en los detalles, de modo que los pájaros, los peces y las flores expresan sólo una idea general de la naturaleza y a veces resulta difícil determinar a qué especie pertenecen. Y, no obstante, encontramos en él el aliento fresco de una naturaleza idolatrada, la gracia, una sonrisa y un porte danzarín.
La colección de arte minoico, casi todo lo que se salvó del incendio, se encuentra en el museo de Heraclión, un espacio moderno y lleno de luz. Los frescos están en la sala identificada con la letra K de la planta superior. No son muchos. En total, treinta y ocho de diversos tamaños, desde miniaturas de entre diecisiete y ochenta centímetros de altura hasta grandes pinturas procesionales donde las figuras humanas se acercan a las dimensiones naturales.
Sabemos que, al menos durante cierto período, la pintura fue muy popular en Creta y cubría las paredes de muchos palacios y palacetes. Los artistas minoicos tanto pintaban estilizados vegetales, motivos decorativos, ornamentos, elementos arquitectónicos, columnas y pórticos que hoy denominaríamos «abstractos», como animales, figuras humanas y paisajes inspirados directamente en el mundo que los rodeaba. Sin duda, el término «pintura al natural» aplicado a los artistas cretenses no tiene mucho sentido: seguro que jamás utilizaban modelos; llevaban en su interior un caudal inagotable de formas y colores, eran los médiums que transmitían una corriente de luz multicolor. Como si la separación entre sujeto y objeto no existiera, el artista no se encaraba con la naturaleza para sondearla mediante la geometría, sino que formaba parte del cosmos al igual que el árbol, el agua y la piedra, era el punto de encuentro de los cuatro elementos y nunca le pasó por la cabeza que fuera un creador, una criatura excepcional e inspirada.
Sólo unas pocas obras de arte han llegado hasta nuestros días en su pleno esplendor. Es sorprendente—y la sorpresa es agradable—que hayan subsistido tantas muestras del talento y de la sensibilidad del hombre. En el jardín del arte hay un gran hospital lleno de formas mutiladas y moribundas. Las potentes piedras molares del tiempo trabajan implacables. Así pues, mientras me paseaba por las salas del museo de Heraclión como quien recorre las habitaciones de un hospital, intentaba encontrar en aquellos frescos antiguos la belleza de la juventud. Al igual que los enfermos, las obras de arte esperan nuestra misericordia y nuestra comprensión, y si se las escatimamos se marcharán, dejándonos solos.
El pájaro azul fue encontrado en la llamada Casa de los Frescos de Cnosos y se remonta aproximadamente al año 1600 antes de Cristo, es decir, al minoico medio. Cronológicamente, es una de la pinturas cretenses más antiguas que se ha conservado.
De una mancha pardusca y oscura emerge un pájaro pintado a grandes rasgos como en las vasijas de barro de la alfarería popular: con el cuello estirado y la cabeza erguida—en medio de la cual centellea un ojo amarillo y redondo como un abalorio—, está posado sobre algo que parece una piedra. Todo aquello ocurre en un espacio irreal donde los tres estados de la materia pasan sin tregua de uno a otro y se transforman: la roca en agua y el agua en aire. Y, para colmo, las plantas—los iris, los juncos y los cálices abiertos de unas flores desconocidas—revolotean en varias direcciones como líneas musicales, como cadenas de corcheas del paisaje. El pájaro bebe agua y escucha el canto de las plantas. Los arqueólogos quedaron maravillados por aquella escena a orillas de un riachuelo, por aquella imagen, por aquel idilio sin apostillas mitológicas y sin demonios malvados, por aquel elogio de una vida eterna arrebatada a la muerte.
Hay otro bajorrelieve in stucco descubierto en el llamado Arsenal, cerca de la entrada norte del palacio de Cnosos: el retrato del toro visto de perfil, pintado con un rojo tostado tirando a bronce. Probablemente es la escena de una captura (semejante a la que está esculpida en una copa de Vafio), a juzgar por la lengua colgante, los ojos entornados de rabia y los ollares abiertos que husmean al enemigo inminente. El cuerpo del toro en movimiento, al galope, es un estudio de la fuerza bruta, un divertimento sobre el tema de la furia que hace pensar en los frescos de Lascaux. Aquel toro a la carga constituye una excepción en el delicado mundo cretense. Dirige el pensamiento hacia los románticos y Delacroix seguramente lo hubiera copiado con deleite.
Los delfines, un gran fresco con apagadas tonalidades azules y ocres, mereció los elogios de Nikolaos Platon, el éforo—es decir, el director—del museo de Heraclión, que por lo general fue muy crítico con las labores del equipo de Evans. En este caso, sin embargo, afirmó que la reconstrucción estaba hecha a conciencia. A mí, aquel «retrato de grupo» no me pareció nada del otro mundo: los colores son insípidos y dulzones, y los trazos denotan un amaneramiento insoportable, pero hay que recordar que esta pintura ha sido separada de la arquitectura, por lo que su sentido decorativo resulta casi ilegible.
Y he aquí el célebre fresco La parisina—los títulos, al igual que los nombres de las salas del palacio, provienen de Evans y ponen de manifiesto su gusto por lo romántico—, el pequeño retrato de una dama cretense reproducido hasta la saciedad donde algunos han querido ver sin ningún fundamento influencias del arte egipcio, porque si bien el ojo es enorme, egipcio, el contorno del rostro es grueso; la nariz, ligeramente respingona; la boca, sensual; el mentón, protuberante; y el pelo, sobre todo el pelo, está recogido en un peinado sofisticado que incluye un moño en la nuca y un bucle coquetón encima de la frente. Además, el concepto artístico general contradice lo que podemos observar en los frescos egipcios delineados por el trazo desnudo del contorno. En contra de lo que podríamos esperar, el retrato de aquella jovencita no tiene nada que ver con la rigidez palaciega, sino que, al contrario, derrocha un encanto algo arrogante.
El fresco titulado El salto del toro (muy deteriorado) tenía que ser una prueba irrefutable de que en la Creta minoica se celebraban tauromaquias incruentas, y Evans incluso dejó una descripción del ejercicio circense que aparentemente representaba la pintura. Según él, un acróbata cogería al toro por los cuernos en pleno galope y, utilizándolos a modo de trampolín, aterrizaría sobre el lomo del animal para luego caer directamente en los brazos de otro acróbata. Aquel supuesto volatín fantástico, un verdadero salto mortal, demuestra que el eminente arqueólogo entendía muy poco de toros, ya que según la opinión unánime de los matadores, es decir, de los especialistas en la materia, nadie es capaz de efectuar tamaña acrobacia. El cuerpo del toro aparece dilatado por el galope, multiplicado por la velocidad de una forma poco natural, aunque acorde con las tendencias del arte cretense, un arte obsesionado por el movimiento.
Lo que más me conmovió fueron los frescos en miniatura provenientes del minoico tardío que Evans tituló The Ladies of the Court y The Garden Party. Creo que en la miniatura es precisamente donde los cretenses alcanzaron la cumbre de la maestría.
Al parecer, la multitud agolpada alrededor de un templo—las columnas están distribuidas en dos filas que forman unos estilizados cuernos de toro—contempla una ceremonia religiosa. Recuerda el interior de un gran teatro donde reina un ambiente más propio de la ópera que de un templo preparado para el encuentro con un dios temible y sus severos representantes en la tierra. «Unas damas primorosamente peinadas con trajes multicolores a la última moda charlan alegremente, sin hacer caso de lo que ocurre delante de ellas […]. No tardamos en reconocer en ellas a unas cortesanas ataviadas con exquisitez. Acaban de salir del peluquero; alrededor de sus cabezas y de sus hombros se ensortijan los cabellos sujetos con una cinta que les ciñe la frente y cae por la espalda, formando una larga estela incrustada de alhajas y abalorios […]. Las mangas ajustadas de los trajes hacen resaltar los bullones, y los plisados y los volantes de las faldas recuerdan sorprendentemente la moda actual. El ribete estrecho del cuello sugiere una camisola translúcida […], los pezones están a la vista […], esto produce el efecto de un escote profundo. Los trajes son alegremente abigarrados y llevan cintas azules, rojas y amarillas a rayas blancas y, a veces, aplicaciones encarnadas.
»Inmediatamente llama la atención del espectador la animada conversación entre la tercera dama de la derecha (la que lleva una