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Militares y Guerra Civil en el País Vasco: Leales, sublevados y geográficos
Militares y Guerra Civil en el País Vasco: Leales, sublevados y geográficos
Militares y Guerra Civil en el País Vasco: Leales, sublevados y geográficos
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Militares y Guerra Civil en el País Vasco: Leales, sublevados y geográficos

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En julio de 1936, una parte del Ejército español se sublevó contra la II República, topándose los golpistas con la resistencia de sus compañeros fieles al Gobierno legamente constituido. Ello imposibilitó el que las fuerzas militares y de orden público se sublevaran en bloque, siendo esta una de las causas que provocó que aquel intento de golpe de Estado acabara convirtiéndose en una guerra civil que se prolongaría hasta 1939.
Por ello, frente al mito franquista de un Ejército unido y alzado en armas por la salvación de España, en la presente monografía se analizan en su complejidad la conspiración antirrepublicana en las guarniciones del País Vasco, las actitudes que tomaron los militares y los miembros de las fuerzas de orden público ante la sublevación, su papel en la defensa del territorio leal a la República, las actividades de la Quinta Columna o la represión sufrida por parte de ambos bandos. Todo ello en una situación límite en la que no faltaron tanto el azar como las circunstancias personales de amistad, parentesco o compañerismo, factores que en muchos casos determinaron las vicisitudes y el posicionamiento de los militares más allá del enfrentamiento ideológico
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 dic 2019
ISBN9788417634360
Militares y Guerra Civil en el País Vasco: Leales, sublevados y geográficos

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    Militares y Guerra Civil en el País Vasco - Germán Ruiz Llano

    INTRODUCCIÓN

    En julio de 1936 una parte del ejército español se sublevó contra la II República. Entre las primeras resistencias que los golpistas tuvieron que vencer para imponerse estaban las que opusieron sus compañeros de armas fieles al Gobierno legalmente constituido o las de quienes dudaban sobre qué postura tomar en aquellas circunstancias extremas. Estos enfrentamientos y vacilaciones impidieron que el Ejército y las fuerzas de orden público se sublevaran en bloque, siendo esta una de las causas de que la sublevación fracasara o no llegara a producirse en varias guarniciones tan importantes como Madrid, Valencia o Barcelona, y cuya secuela fue, en palabras de Julio Aróstegui, una simetría de incapacidades, del Gobierno republicano para sofocar el intento de golpe y de los sublevados para imponerse, por lo ajustado de ambas fuerzas, provocando una guerra civil que se prolongó hasta 1939¹.

    En este sentido, frente al mito franquista de un Ejército monolítico alzado en armas por la salvación de España, el Ejército español de 1936 no era el Ejército vencedor de 1939, convertido en el fiel sostén de una dictadura que se extendería hasta 1975. El ejército de preguerra no fue impermeable a las tensiones de la sociedad de la época y acabó escindido tras un intento de golpe de Estado preparado por un pequeño grupo de conspiradores a los que se unió por diferentes motivos la mayoría de la oficialidad. Sin embargo, en el Ejército Popular de la República (EPR) combatieron buen número de militares profesionales, unos por su concepción personal del deber y el juramento de fidelidad prestado, otros por convicción ideológica y algunos porque no les quedó más remedio, pagando la mayoría de ellos un alto precio por su oposición a los sublevados².

    Por ello, este estudio ofrece una visión más compleja de la conspiración militar, la sublevación y el papel jugado por los militares y las fuerzas de orden público en el País Vasco durante la Guerra Civil, así como otros aspectos totalmente inéditos como las actitudes de los suboficiales o la actuación Quinta Columna en la retaguardia leal. Todo ello en una situación límite en la que no faltaron tanto el azar como las circunstancias personales de amistad, parentesco o compañerismo. Factores que en no pocos casos determinaron las vicisitudes y el posicionamiento de los militares más allá del enfrentamiento ideológico.

    Asimismo, el estudio de la sublevación militar en el País Vasco ofrece la oportunidad de poder realizar comparaciones entre las capitales vascas, ya que en ellas se produjeron las variantes que se podrían extrapolar a las guarniciones del resto de España: en Bilbao no se llegó a producir, triunfó en Vitoria y fracasó en San Sebastián.

    La presente investigación se basa principalmente en fuentes inéditas. Al respecto, serían de destacar los cientos de hojas de servicios personales de los militares y miembros de las fuerzas de orden público destinados, residentes o de permiso en el País Vasco en julio de 1936, tanto en activo como retirados. En ellos se exponen sus recorridos vitales y profesionales, pudiendo en muchos casos realizar un seguimiento de estas personas hasta su fallecimiento, retiro o el comienzo de la contienda. También ha resultado de suma importancia el vaciado del fondo de expedientes de averiguación de conducta en los que la justicia militar franquista investigaba a los militares procedentes de la zona leal a la República, de reciente acceso para los investigadores y depositado en el Archivo General Militar de Ávila, ofreciendo importantísima información sobre los que se encontraban de permiso al producirse la sublevación o que realizaron actividades conspiratorias y quintacolumnistas. Todo ello complementado con el estudio de la documentación judicial generada por ambos bandos y depositada en el Archivo Intermedio Militar del Noroeste, el Archivo General e Histórico de la Defensa y el Centro Documental de la Memoria Histórica. Su valor radica mucho más allá de la información judicial o represiva, ya que en los juicios del Tribunal Popular de Euzkadi y en los consejos de guerra franquistas se adjuntaba correspondencia privada, fotografías, recortes de prensa, referencias a publicaciones, etc. No obstante, en lo que respecta a las fuentes judiciales, su tratamiento y estudio es de carácter complejo, ya que los encausados intentaron distorsionar o justificar sus actitudes y actuaciones, teniendo sus declaraciones que ser complementadas y cruzadas con el estudio de documentación procedente de otras fuentes. Por el contrario, en el debe de la investigación está la pérdida de una parte de los fondos judiciales franquistas de la provincia de Vizcaya debido a las inundaciones del año 1983.

    La publicación está dividida en cuatro capítulos. El primero pone en antecedentes al lector, explicando la evolución del Ejército español desde el siglo XIX hasta 1936 y los orígenes de la conspiración militar contra la II República. El segundo explica el triunfo de la sublevación en Vitoria, y cómo a la hora de proclamar el estado de guerra, los conspiradores tuvieron que fijar un consenso e imponer una disciplina férrea para hacerse con el control de las unidades militares, consiguiendo que los jefes de mayor graduación y de las fuerzas de orden público se les unieran –de mejor o peor grado– manteniendo la jerarquía militar y la disciplina intactas³. El tercero analiza los factores del fracaso de la sublevación en San Sebastián, entre los que destacaría la actitud dubitativa del coronel Carrasco, llegando al enfrentamiento entre sí de los propios militares y las fuerzas de orden público. En el cuarto se estudia el conato de sublevación del batallón Garellano en Bilbao y su fracaso, así como cuestiones tan importantes sobre la contienda en el territorio vasco como el papel de los militares profesionales en el Cuerpo de Ejército de Euzkadi y las vicisitudes de los desafectos en la retaguardia leal, optando unos por la pasividad, otros por el pase a la clandestinidad y los más decididos por crear una Quinta Columna que saboteó el esfuerzo de guerra de la Junta de Defensa de Vizcaya y el Gobierno vasco. Finalizando con un análisis de la represión y las sucesivas depuraciones que el régimen franquista ejerció contra los militares que sirvieron en las filas leales a la República, y que paradójicamente llegaron a afectar a quienes eran partidarios de los sublevados. Todo ello con el fin de asegurar un ejército fiel a la figura del general Franco.

    Para finalizar, quisiera expresar mi agradecimiento por su continuo apoyo y ayuda a mis padres José María y María Mercedes, y a Virginia López de Maturana, Josu M. Aguirregabiria, Guillermo Tabernilla, José Ángel Brena, Ricardo Pérez, Aitor Lizarazu, Santiago de Pablo, Arturo García, Lourdes Ruiz y Sergio Martínez por sus comentarios, ayuda y aportaciones al presente trabajo.

    También, sin la ayuda de los profesionales de los diferentes archivos consultados hubiera sido imposible realizar esta investigación. Por ello, quiero dar especialmente las gracias por su ayuda a Víctor y Julia del Archivo General Militar de Ávila, a Eduardo Jáuregui de la Sabino Arana Fundazioa, a todo el personal del Archivo Intermedio Militar de Ferrol, pero especialmente a Pilar Blanco (Q.E.P.D), y al de la Fundación Sancho el Sabio. Asimismo, sin el interés y la ayuda del personal de Ediciones Beta y Antonia Delgado, su directora general, el presente libro no hubiera podido salir adelante. Esperando no haberme dejado a nadie, en cuyo caso pido disculpas por adelantado, a todos ellos el más sincero y profundo agradecimiento.

    NOTA ACLARATORIA

    En la presente obra se usarán los topónimos de la época, realizando aclaraciones puntuales para evitar confusiones por parte de los lectores.

    CAPÍTULO 1.

    EL EJÉRCITO ESPAÑOL EN VÍSPERAS

    DE LA SUBLEVACIÓN

    El Ejército español en 1936 se encontraba en una situación de atraso material y doctrinal con respecto a los del resto de Europa occidental y contaba con una larga tradición intervencionista en política desde el siglo anterior. Durante el siglo XIX había protagonizado una serie de pronunciamientos para deponer o establecer gobiernos de diferente signo, manteniendo un alto grado de protagonismo en la vida política del país. Por ello, se trataba de un ejército que no miraba hacia las posibles amenazas exteriores, para las que no estaba ni remotamente preparado, sino más bien a los problemas interiores.

    Estas intervenciones venían sancionadas en la misma Ley Constitutiva del Ejército de 1878, la cual establecía que: La primera y más importante misión del Ejército es sostener la independencia de la patria, y defenderla de sus enemigos exteriores e interiores¹. Fue en aquellos primeros años de la Restauración en los que, para controlar las tentaciones políticas de los militares, Cánovas del Castillo creó la figura del rey-soldado. A través de esta figura, el rey, en este caso Alfonso XII y posteriormente Alfonso XIII, se presentaba como defensor de los intereses del Ejército en el sistema constitucional y era considerado por la oficialidad como su jefe por encima del Gobierno de turno. Además, dentro del aparato del Estado, el Ejército consiguió una independencia con respecto al poder civil, ya que se dejaron todos los asuntos militares en sus manos, siendo los generales quienes normalmente ocuparon el Ministerio de la Guerra durante los siguientes 50 años. Esto, a su vez, hacía que solo se sintieran responsables ante el rey y el Ejército. A esta situación se unió el hecho de que el Ejército fuera utilizado habitualmente por los diferentes gobiernos como revienta huelgas, asumiendo los servicios públicos, y como fuerza policial cuando los problemas de orden público se desbordaban, ya que el Estado no contaba con fuerzas policiales suficientes, lo que hacía que fuera visto como un enemigo por los sindicatos obreros y las fuerzas políticas de izquierdas. Estas continuas intervenciones en la vida pública intensificaron el convencimiento entre los militares de que ellos eran quienes solucionaban los problemas del país, teniendo el derecho a intervenir en política como intérpretes de una voluntad popular mediatizada por los sucesivos gobiernos y legitimados por el apoyo real. Acrecentándose su desprecio por los políticos, a los que veían como unos incapaces, viéndose a sí mismos, en cambio, como modelo de patriotismo y honradez².

    Desde 1898, con la derrota que supuso la pérdida de Cuba y Filipinas a manos de Estados Unidos, la frustración de los militares, tanto por razones internas como externas, creció enormemente. Por un lado, el Ejército fue acusado desde algunos sectores de ser el responsable de la derrota, injustamente, puesto que lo era parcialmente, y comenzaron sus enfrentamientos con un sector de la sociedad civil, sobre todo el que profesaba ideas liberales o de izquierdas. En estas, el sentimiento antimilitarista había crecido por el injusto sistema de reclutamiento de la época, que repercutía en las clases pobres, que no podían permitirse sufragar la llamada redención en metálico, consistente en el pago de 2.000 pesetas para eximirse del servicio en colonias o 1.500 en la Península, o pagar a un sustituto, siendo estas las que llevaban el peso del reclutamiento y los muertos de las sucesivas campañas coloniales. También, el nacimiento de los nacionalismos vasco y catalán hizo que el miedo a un posible desmembramiento de España les inquietara enormemente. Todo ello dio lugar a incidentes y algaradas entre militares y civiles, sobre todo en Cataluña, que acabaron provocando intensas presiones militares hacia los gobiernos, que culminaron con la entrada en vigor de la Ley de Jurisdicciones en 1906, derogada por Manuel Azaña en 1931, por la que todo supuesto delito contra el Ejército, su honor o la unidad de España sería juzgada por tribunales militares, constituyendo una grave intromisión en la vida política y judicial del país³.

    En el orden interior, las guerras carlistas, los pronunciamientos y la derrota de 1898 transformaron al Ejército en una enorme organización hipertrofiada y burocratizada con un exceso de oficiales que lo hacían inoperante, ya que la mayor parte de los presupuestos se iban en sus sueldos y se impedía la renovación del material. Esta oficialidad formaba parte de la clase media del país, de ideas mayoritariamente conservadoras y monárquicas, con unos sueldos escasos pero con un alto sentido de su misión y un concepto aristocrático de la vida. Constituyendo un grupo endogámico en el que la mayoría de sus integrantes habían heredado la profesión de sus padres y que vivía cada vez más aislado de la sociedad civil. A su vez, el Ejército estaba dividido entre sus diferentes Armas: la Infantería y Caballería frente a Ingenieros y Artillería. Estos últimos con una mayor preparación técnica e intelectual y una mentalidad elitista, que no aceptaban ascensos por méritos de guerra, solo por antigüedad, para evitar los favoritismos que se daban en las camarillas cercanas a Alfonso XIII⁴.

    En 1909 comenzaron las campañas coloniales en Marruecos, que crearon la ilusión de poder crear un nuevo imperio y resarcirse de la derrota de 1898. Se añadió así un nuevo motivo de fricción con aquella parte de la sociedad civil que se posicionó en contra de la nueva campaña y otro elemento de división interna, el nacimiento de un nuevo tipo de oficialidad, los africanistas, que formarán la columna vertebral de la futura conspiración antirrepublicana y el ejército franquista: Mola, Franco, Varela, Yagüe, etc. Estos eran aquellos militares que hicieron buena parte de su carrera en Marruecos, cuyo núcleo duro (...) estaba constituido por los militares destinados a las intervenciones y a las fuerzas de choque, los Regulares, la Mehal-la, la Policía Indígena, la Harka, las Intervenciones, los Tiradores de Ifni, el Batallón Disciplinario y la Legión. A ellos se unirían los integrantes de otras unidades destinadas en Marruecos e identificados con las posiciones de los jefes de las fuerzas de choque (...) y los escasos africanistas civiles que formaron un lobby de defensa de los intereses del ejército de Marruecos⁵. Estos oficiales crearon una cultura peculiar, caracterizada por su elitismo, por su desprecio a la fácil vida civil y, por extensión, a la vida de guarnición tradicional, así como un desdén creciente hacia el gobierno comandado por civiles⁶. La contienda colonial se caracterizó por una gran brutalidad entre ambos contendientes, en una interminable guerra de guerrillas que duró de 1909 a 1927, basada en emboscadas, avances limitados, vida en posiciones aisladas, protección de convoyes, unidades pequeñas, una enorme corrupción e incompetencia y escaseces logísticas y de material, constituyendo la única experiencia bélica de la oficialidad, debido a la neutralidad española durante la I Guerra Mundial.

    La campaña marroquí forjó en los africanistas una ideología mesiánica, militarista y antidemocrática por la que se sentían los salvadores de España y los únicos que se sacrificaban por su bien, alimentando de un odio feroz hacia las organizaciones e individuos que protestaban contra la guerra, a los que identificaban con la AntiEspaña. Se creó así una mística de heroísmo y sacrificio que influyó profundamente en los cadetes de las academias militares, cuyos elementos más ambiciosos podían ascender rápidamente presentándose voluntarios para ir a las unidades coloniales en las que iban a combatir y arriesgar su vida de manera constante, frente al escalafón atascado y la burocratizada y rutinaria vida de guarnición del ejército metropolitano. En este, al ver que eran los africanistas quienes se llevaban los ascensos por méritos de guerra gracias al favoritismo de Alfonso XIII y agobiados por las estrecheces de sus sueldos, se crearon las Juntas de Defensa, una especie de sindicato militar por el que defendían sus intereses profesionales y la instauración del escalafón por antigüedad. Este objetivo fue logrado con la Ley de Bases de 1918, creando, hasta su disolución en 1922, otro elemento de presión para los gobiernos, de indisciplina militar, de intervención en la vida política y de enfrentamiento interno con los africanistas, que las veían como la representación del egoísmo, la burocracia y la vida rutinaria del ejército metropolitano, mientras ellos se jugaban la vida en Marruecos⁷.

    En 1921 los acontecimientos se precipitaron en Marruecos debido al Desastre de Annual, en el que murieron más de 8.000 soldados. La cuestión de las responsabilidades degeneró en una serie de enfrentamientos entre los sucesivos gobiernos, las fuerzas parlamentarias, Alfonso XIII, la sociedad civil y los militares, que se veían como el chivo expiatorio de los fallos de los políticos, viéndose atacados sin razón por los civiles, acrecentándose una mentalidad de paranoia e incomprensión que se arrastraba desde 1898 hacia quienes criticaban el alto coste económico y humano de las campañas coloniales. A ello se unía la cuestión del orden público, gravemente quebrantado desde 1917, sobre todo en Barcelona, debido a la ola revolucionaria, la crisis económica y la inestabilidad política que se vivía en toda Europa desde las postrimerías de la I Guerra Mundial y que también salpicó a España⁸.

    Esta situación hizo que desde varios sectores militares se comenzara a conspirar para tomar el poder, desembocando en septiembre de 1923 en la sublevación del general Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, sancionada por Alfonso XIII, instaurándose una dictadura militar. Al contrario que en el siglo XIX, cuando una fracción del Ejército se pronunciaba a favor de una determinada facción política que tomaba el gobierno con su apoyo, ahora era el Ejército, como institución, el que tomaba el poder. A partir de aquel momento, los militares tomaron para sí las responsabilidades políticas y gubernamentales, comenzando una cada vez mayor politización y división dentro de él. Se iniciaron una serie de conspiraciones cívico-militares contra la Dictadura por motivos variados, desde los agravios por los ascensos y el favoritismo hacia quienes apoyaban al dictador, hasta los puramente políticos con fines distintos, que iban desde derrocar a Primo volviendo a la Constitución de 1876 a implantar la República. El enfrentamiento más grave se vivió en 1926, al prohibirse la tradición de los artilleros de ascender solo por antigüedad, lo que motivó un gravísimo enfrentamiento con el dictador y el pase de muchos oficiales a las filas de la oposición⁹.

    Finalmente, la Dictadura acabó cayendo pacíficamente tras la dimisión de Primo en enero de 1930. Sin embargo, supuso la primera insurrección militar desde las intentonas republicanas de 1886, un quebrantamiento del respeto por las instituciones civiles y una excesiva politización y polarización dentro de él. Durante 1930-1931, las conspiraciones, esta vez contra la Monarquía, desembocaron en las sublevaciones militares de diciembre de 1930 de Jaca y Cuatro Vientos, que supusieron la ejecución de los capitanes Galán y García Hernández y su conversión en héroes y mártires de la causa republicana. Si bien la gran mayoría de los militares seguía teniendo ideas monárquicas o primorriveristas, al año siguiente se proclamó la II República ante la indiferencia y neutralidad de la mayoría de la oficialidad, cansada de la politización y el enfrentamiento interno que había vivido el Ejército durante los últimos años¹⁰.

    Con la proclamación de la II República, llegó al Ministerio de la Guerra Manuel Azaña, que quiso reformar el Ejército para hacerlo más eficaz técnicamente y neutral políticamente, convirtiéndolo en un ejército defensivo frente al exterior, abandonando sus tareas policiales internas. El primer problema al que tuvo que enfrentarse era la hipertrofia de la oficialidad. A la hora de amortizar las plazas dio la opción de que quienes quisieran pedir el retiro, podían hacerlo con su sueldo íntegro. Con esta medida se retiraron alrededor de 10.000 militares, por lo que el escalafón quedó más despejado y el nivel profesional aumentó al continuar los que tenían mayor vocación. Sin embargo, no significó una republicanización del Ejército, ya que se quedaron en él, jurando fidelidad sin mayor problema, un gran número de africanistas y monárquicos que no sentían apego al nuevo régimen o le tenían una marcada hostilidad, como Franco, Goded, Varela, etc., y el ahorro buscado no se produjo, ya que el gasto en sueldos se transfirió a los presupuestos de clases pasivas. Se reformó la enseñanza militar y se suprimió, con fines de ahorro y para no seguir saturando el escalafón, la Academia General Militar, instaurada por Primo en 1927 y dirigida por el general Franco. Esta se había creado con el fin de que los cadetes compartieran una formación común antes de especializarse y así superar las rivalidades entre Armas, cuyo profesorado estaba formado por africanistas que transmitían más su ideario que una enseñanza militar técnica. Esta supresión fue un grave disgusto para Franco y una parte de la oficialidad, que la veían como una institución modélica. También, se dictaminó el retiro y procesamiento de los mandos que más se habían distinguido en su apoyo a Primo o en la represión contra los republicanos, como el general Mola, director general de seguridad en los últimos tiempos de la Monarquía, y se revisaron los ascensos otorgados durante la Dictadura con el fin de aclarar si se produjeron en condiciones de abuso o favoritismo. Esta medida creó un gran malestar entre los africanistas, el grupo más cohesionado y dinámico de la oficialidad, ya que se creían atacados y arrinconados, viendo con enorme preocupación el que, con la reorganización de las fuerzas militares que se estaba llevando a cabo, el Ejército de África estuviera reduciendo sus efectivos¹¹.

    Por otro lado, se intentó mejorar la situación material, cuestión que no se logró por las restricciones presupuestarias y el escaso ahorro que se consiguió con las medidas anteriores. El equipamiento siguió siendo pésimo, con escasa artillería pesada, pocos vehículos, una deficiente industria militar, sin carros de combate, ni artillería antiaérea, una aviación anticuada, insuficientes municiones y unas doctrinas operativas que no recogían las enseñanzas de la I Guerra Mundial, sino las de la guerra colonial, que hacían más hincapié en el valor personal que en una preparación metódica y el material. Durante aquel tiempo apenas se realizaron maniobras y la instrucción de los reclutas era muy deficiente. Solo el Ejército de África, formado mayoritariamente por tropas profesionales y mandado por los africanistas, podía ser operativo en caso de conflicto, aunque a un nivel inferior al de los ejércitos europeos¹².

    En cuanto al servicio militar, nada se reformó y siguió siendo realizado sobre todo por las clases bajas, ya que si bien la redención en metálico se suprimió en 1912, a cambio se establecieron dos servicios. El de los cuotas, los cuales, pagando una cantidad de dinero y su equipo y acreditando poseer una instrucción militar práctica y teórica, tenían un servicio abreviado con derecho a elegir destino; y el del resto, que al no poder pagar tenían que hacerlo completo. Esta cuestión injusta no se tocó por parte de Azaña, puesto que además se establecieron dos grupos de reclutas según su nivel educativo. En el primero, quienes mostraran una mayor instrucción podrían realizar solo cuatro semanas de servicio, y en el segundo los cuotas realizarían seis meses y el resto un año, salvo que tuvieran aptitudes especiales, en cuyo caso la duración sería de ocho meses¹³.

    Finalmente, aunque las reformas de Azaña eran acertadas técnicamente, acabaron fracasando por una serie de motivos como la falta de dinero, la campaña en contra de las derechas, la obstrucción dentro del ejército, etc., y la manera en que se implementaron, sin ningún tipo de tacto y por decreto. Todo ello hizo que naciera un malestar entre una parte de los oficiales, sobre todo los africanistas, que se sentían particularmente atacados por aquellas, mientras que los monárquicos, tanto en activo como retirados, comenzaron a conspirar desde un principio para devolver el trono a Alfonso XIII, observando a la República como el preludio de la temida revolución, de la que el único obstáculo eran las Fuerzas Armadas. Por su parte, las derechas manipularon el significado de las reformas y comenzaron una campaña de prensa calumniando a Azaña y acusándole de querer triturar al Ejército, reafirmando su apoyo incondicional a este¹⁴.

    Este malestar y la inminente proclamación del Estatuto de autonomía de Cataluña, hicieron que en agosto de 1932 un grupo de oficiales, encabezados por el general Sanjurjo, se sublevara en Madrid y Sevilla, fracasando de manera estrepitosa¹⁵. Al año siguiente, tras las elecciones de noviembre de 1933, llegaron al poder una serie de gobiernos de centro-derecha, que comenzaron a realizar una contrarreforma a la de Azaña. A lo largo de 1934 un gran número africanistas fueron aupados a puestos de mando importantes y se rehabilitó o amnistió a quienes habían sido postergados durante la gestión de Azaña o habían estado implicados en la sublevación de 1932. De manera paralela, apareció un nuevo factor de división dentro del Ejército: el asociacionismo militar clandestino. Conviviendo dentro de él dos asociaciones irreconciliables: la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA), fundada en 1935, muy minoritaria y empeñada en la defensa de la República frente a un posible golpe de Estado, y la Unión Militar Española (UME), fundada en 1933, más numerosa, contrarrevolucionaria y progolpista. No obstante, hay que tener en cuenta que la inmensa mayoría de los militares en activo no pertenecían a ninguna asociación clandestina¹⁶.

    La gestión ministerial más importante de aquel período fue la que desarrolló José María Gil Robles, líder de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), de mayo a diciembre de 1935. Durante esta, intentó convertir al Ejército en un instrumento al servicio de su proyecto político e inició una purga de mandos de ideas liberales y progresistas, destinando a los puestos clave a los africanistas más prominentes, como por ejemplo cuando nombró a los generales Franco y Mola, respectivamente, jefe del Estado Mayor Central (EMC) y de las fuerzas militares en Marruecos. Por otro lado, los sucesivos gobiernos republicanos habían continuado usando al Ejército como un instrumento de orden público, culminando su actuación en esas labores en octubre de 1934, cuando las tropas coloniales fueron transportadas a Asturias para reprimir el levantamiento revolucionario allí producido, siendo denunciada por las izquierdas debido a su extrema brutalidad, mientras que las derechas la aplaudían y jaleaban. Por ejemplo, en noviembre de 1934, el líder monárquico José Calvo Sotelo afirmó que el ejército se ha visto ahora que es mucho más que el brazo de la Patria; no diré que sea el cerebro, porque no debe serlo, pero es mucho más que el brazo, es la columna vertebral, y si se quiebra, si se dobla, si cruje, se dobla o cruje con él España. Esto hizo que la mayoría de los militares se considerasen atacados personal y profesionalmente por las izquierdas y arropados por las derechas, sintiéndose cada vez más identificados con sus postulados, observando con enorme preocupación la posibilidad del estallido de una revolución comunista en el caso de que las izquierdas volvieran al poder. A su vez, las diversas conspiraciones militares antirrepublicanas no cesaron durante aquel tiempo, aunque sin conseguir atraer a un número significativo de oficiales o llegar a un consenso en cuanto a los objetivos y el momento de actuar¹⁷.

    Todo cambió con la victoria electoral de la coalición de centro-izquierda del Frente Popular (FP) en febrero de 1936. A partir de aquel momento, los diversos grupos conspiratorios comenzaron a converger y fraguarse de manera seria y coordinada en las guarniciones de toda España. El nuevo Gobierno, consciente de la amenaza de un golpe de Estado, removió de sus puestos a los militares que creía más peligrosos, los cuales veían cada vez con mayor preocupación el empeoramiento del orden público y la situación política¹⁸.

    A su vez, durante la primavera de 1936, varios militares de conocidas simpatías republicanas sufrieron amenazas, acosos y atentados, como el cometido por militantes de la extrema derecha el 12 de julio de 1936 y que le costó la vida al teniente de la guardia de asalto José del Castillo, instructor de las milicias socialistas y miembro de la UMRA, y que fue vengado en la persona de José Calvo Sotelo. Asesinado el día 13 por un pistolero socialista tras una detención arbitraria e ilegal por parte de un grupo de guardias de asalto al mando del capitán de la guardia civil Fernando Condés, amigo personal de Castillo y con quien compartía militancia en la UMRA¹⁹.

    Finalmente, la conspiración principal acabó siendo dirigida y coordinada por el general Mola, removido del Protectorado marroquí a Pamplona en marzo de 1936. A ella se unieron un grupo progresivamente mayor de oficiales de ideas diferentes e incluso contradictorias: africanistas, monárquicos, carlistas, falangistas, republicanos conservadores, derechistas sin filiación concreta, etc., a los que solo unía la idea de derribar el gobierno del FP, en la creencia de haber sufrido unos supuestos agravios por las reformas azañistas y una visión apocalíptica de la cuestión del orden público, que pensaban acabaría derivando en la disolución del Ejército, la anarquía o una revolución comunista²⁰. Por eso tomaron la decisión de salvar a España. La justificación de la sublevación, que redactó Mola en su primera Instrucción Reservada en mayo de 1936, iba por ese camino²¹:

    Las circunstancias gravísimas por que atraviesa la Nación, debido a un pacto electoral que ha tenido como consecuencia inmediata que el Gobierno sea prisionero de las Organizaciones revolucionarias, llevan fatalmente a España a una situación caótica, que no existe otro medio de evitar que mediante la acción violenta. Para ello los elementos amantes de la Patria tienen forzosamente que organizarse para la rebeldía, con el objeto de conquistar el Poder e imponer desde él el orden, la paz y la justicia.

    Este texto también indica que el pensamiento político de los militares conspiradores era bastante simplista y se podía resumir en la imposición de la Ley y el Orden para salvar al país de sus enemigos interiores. Todo ello se concretó en su único programa de gobierno conocido anterior a la sublevación, la Instrucción Reservada del 5 de junio de 1936. En ella se establecía que, tras el triunfo de la sublevación, se constituiría un Directorio Militar que, entre otros decretos, suspendería la Constitución de 1931, establecería una dictadura republicana, declararía fuera de la ley todas las sectas y organizaciones políticas de inspiración extranjera, mantendría las reivindicaciones obreras legalmente conseguidas y la separación Estado-Iglesia y crearía un ESTADO FUERTE Y DISCIPLINADO²².

    Finalmente, una parte del Ejército acabó convirtiéndose en una facción política más, pero con la singularidad de contar con el poder de las armas para prevalecer²³. Lo que vino a continuación fue un intento de golpe de Estado militar por parte de aquel sector minoritario de la oficialidad que conspiraba activamente y que fue apoyado por la mayoría de militares por diversas causas, como el temor a las consecuencias si no se unían a los golpistas, oportunismo, disciplina, compañerismo, sus ideas políticas, creer que existía un peligro revolucionario o sentirse agraviados por las reformas republicanas²⁴. También, es muy probable que ante el asesinato de Calvo Sotelo, cundiera en muchos de ellos la impresión de que el Gobierno republicano era incapaz de controlar sus fuerzas de orden público, dando una sensación de anarquía que inclinó hacia los conspiradores a una parte de quienes dudaban o que hasta ese momento se habían mostrado reacios o contrarios a embarcarse en aventuras golpistas.

    Sin embargo, hubo una minoría leal al Gobierno legalmente establecido y que en ciertos lugares como Barcelona o Madrid fue decisiva para hacer fracasar el golpe. Por ello, para los conspiradores, el peligro que representaban los leales estaba muy claro y actuar en los primeros momentos del golpe contra ellos era una prioridad. Mola, en sus Instrucciones Reservadas, lo dejaba claro²⁵:

    Ha de advertirse a los tímidos y vacilantes que aquel que no está con nosotros está contra nosotros, y que como enemigo será tratado. Para los compañeros que no son compañeros, el movimiento triunfante será inexorable.

    De ahí que, donde triunfó la sublevación, se procediera desde el principio contra aquellos militares o miembros de las fuerzas de orden público contrarios a ella, sospechosos por sus ideas políticas o que hubieran expresado titubeos o dudas. Según Fernando Puell de la Villa, fueron ejecutados, asesinados, encarcelados o expulsados del Ejército 650 mandos militares en la zona que quedó en manos de los alzados, un 5% del total de los oficiales en activo²⁶.

    A todo ello se unió el escarnio que supuso para aquellos militares que permanecieron leales a la República el hecho de ser juzgados por sus antiguos compañeros por el delito de rebelión militar. Esto se debía a que los militares sublevados se autolegitimaban de manera perversa en sus actos, al pensar que se habían levantado contra un Gobierno que no había cumplido con su deber de defender los intereses del país. Por lo tanto, ellos asumían los poderes públicos, alzándose como el único poder legítimo en virtud de la ley de 1878. De ahí que juzgaran a sus oponentes por el delito de rebelión militar y sus variantes según el Código de Justicia Militar (CJM), tomando como base el bando proclamatorio del estado de guerra del 28 de julio de 1936²⁷.

    Esta dureza hacia los leales era fundamental para unos militares golpistas que monopolizaban en su discurso el que ellos eran la auténtica y única representación del Ejército español. Un Ejército al que antes de la sublevación se había trasladado la división de la sociedad civil y estaba fraccionado entre leales y golpistas, politizados y no politizados y estos, a su vez, según sus ideas y lealtades, sin que faltaran quienes titubeaban sobre qué hacer. Aquellas dudas, divisiones y enfrentamientos internos, que impidieron que el ejército y las fuerzas de orden público se sublevaran en bloque en julio de 1936, fueron una de las principales causas de que aquel intento de golpe de Estado fracasara y acabara degenerando en una guerra civil que duraría hasta 1939.

    CAPÍTULO 2.

    LA SUBLEVACIÓN MILITAR EN VITORIA

    En el País Vasco, militarmente adscrito a la 6.ª División Orgánica (DO)¹, Vitoria era la capital que contaba con la guarnición más potente y numerosa, ubicándose en ella las siguientes unidades militares y administrativas: el Batallón de Infantería de Montaña Flandes n.º 5, el Regimiento de Caballería Numancia n.º 6, el Regimiento de Artillería de Montaña n.º 2, la Plana Mayor de la 3.ª Brigada de Caballería, la Caja de Reclutas n.º 41 y el Centro de Movilización y Reserva n.º 12.

    En el caso de la guarnición vitoriana, la primera noticia sobre la conspiración militar contra la República la tenemos reflejada el 23 de noviembre de 1935. Aquel día, el semanario Álava Republicana publicaba una de las proclamas de la UME con el titular ¿Qué pasa en los cuarteles?, denunciando la impunidad con que se movía y la complicidad que mantenía con ella Gil Robles desde el Ministerio de la Guerra. A partir de aquel momento, y hasta julio del año siguiente, Álava Republicana denunciaría los manejos conspiratorios de la guarnición gracias a los contactos de su director con el comandante Ramón Saleta, del Flandes, y el capitán médico Luis Sánchez-Capuchino, del Numancia, que le informaban sobre la situación dentro de los cuarteles².

    Tal y como afirmaba Álava Republicana, la UME había conseguido infiltrarse en la guarnición vitoriana. Entre otros, a ella pertenecían sus mandos más importantes: el general Ángel García Benítez, comandante militar de la provincia, el coronel Vicente Abreu, jefe del 2.º de Artillería, el teniente coronel Alonso Vega, jefe del Flandes, y el coronel Luis Campos-Guereta, jefe del Numancia. Por el contrario, no hay constancia de la presencia de afiliados a la UMRA, aunque sí había un núcleo de oficiales de ideas republicanas, como los capitanes de artillería Luis Beotas, Saturnino Martínez de Rituerto y Manuel Peciña, y simpatizantes del nacionalismo vasco, el teniente de caballería José María Unibaso y el capitán de intendencia Cándido Saseta³.

    Los más notorios conspiradores eran el coronel Abreu y el teniente coronel Alonso Vega, los cuales mantenían estrechos contactos con las guarniciones vecinas y con militares retirados y civiles afines de la provincia, como el diputado carlista a Cortes José Luis Oriol o Guillermo Elío, jefe del partido monárquico Renovación Española (RE)⁴. A su vez, durante la primavera de 1936, algunos oficiales habían sido destinados a Vitoria por ser pública y notoriamente antirrepublicanos en sus anteriores puestos, como el capitán de infantería José Caballero, trasladado de la guardia de asalto de Oviedo al Centro de Movilización y Reserva n.º 12 a petición del FP asturiano⁵.

    En este sentido, la unidad más notoriamente antirrepublicana de la guarnición era el Numancia, ya que la mayoría de sus oficiales eran monárquicos y los escasos mandos de ideas republicanas, los hermanos Agustín y Manuel Mundet, comandante y capitán respectivamente, y el capitán médico Sánchez-Capuchino, eran tratados con gran animosidad y desprecio por sus compañeros⁶.

    Llegada la mañana del 19 de julio, el general García Benítez proclamó el estado de guerra en la provincia, dando los militares una apariencia de unanimidad. Sin embargo, durante las horas anteriores y días posteriores, hubo titubeos, dudas y negativas a unirse a la sublevación, siendo arrestados cuatro oficiales.

    Entre los detenidos sobresalió el caso del capitán de infantería Miguel Anitua. Este, al anochecer del 19 de julio, entró al despacho de Alonso Vega esgrimiendo una bandera monárquica que habían traído unos oficiales provenientes de Pamplona⁷, manifestando que el movimiento era subversivo y que permanecía fiel al Gobierno, representado en la División por el general Batet y no por el general Mola⁸. Anitua añadió que no había estado por la mañana en el cuartel, pero que lo hacía presente en aquel momento. Al mismo tiempo se quitaba la pistola y se la entregaba diciéndole: Haga Vd. de mí lo que quiera. Inmediatamente fue arrestado, permaneciendo en el cuartel y en arresto domiciliario hasta el 3 de agosto, en que se negó a firmar un documento por el que se comprometía a apoyar a sus compañeros sublevados. Enviado al Fuerte de San Cristóbal en Pamplona, se le abrió un consejo de guerra por adhesión a la rebelión que le condenó a unos relativamente blandos 12 años de reclusión por desobediencia gracias a las declaraciones de sus antiguos compañeros que le señalaron como buen militar y persona de orden, el no oponerse activamente a la sublevación y al hecho de que la familia Anitua era una de las más conocidas e influyentes de Vitoria. Sin embargo, los votos particulares discordantes con la sentencia del presidente y varios vocales del consejo de guerra y el dictamen contrario del auditor jurídico, hicieron que el caso pasara al Alto Tribunal de Justicia Militar (ATJM)⁹. Este revocó la sentencia original por otra de cadena perpetua, consistente en 30 años de reclusión mayor, por adhesión a la rebelión. Finalmente, Anitua fue canjeado en 1938 y enviado a zona republicana, exiliándose en Francia al finalizar la contienda, volviendo a Vitoria en 1942, donde falleció poco después¹⁰.

    Anitua tuvo la suerte de ser persona proveniente de las clases altas vitorianas y tener el aprecio de sus compañeros, que declararon e intercedieron en todo momento por él. Por las deferencias con su persona y la tibieza de la sentencia, se puede observar el hecho de que no parece que hubiera grandes tensiones dentro de la oficialidad de la guarnición¹¹. En el caso de Vitoria, a los remisos, antes de llegar al extremo de formarles un tribunal militar, se les dio la oportunidad de unirse a sus compañeros. Así, el capitán de infantería retirado José María Sanz, del que hablaré más adelante, el capitán Antonio Acha, que se había solidarizado con Anitua en el despacho de Alonso Vega, y el comandante Mundet, en arresto domiciliario tras manifestar a García Benítez que por escrúpulos de conciencia quería estar al margen y no seguir sublevado y había intentado suicidarse, se avinieron a firmar

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