La bruja de Ravensworth
Por George Brewer
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Esta excepcional novela gótica, traducida por primera vez al castellano, granjeó a su autor el favor de un público cautivado por la embriagadora opulencia de una magistral historia de terror, donde el bien y el mal se enfrentan en una lograda y asfixiante atmósfera de pesadilla.
George Brewer
GEORGE BREWER (Saint Martin-in-the-Fields, Westminster, 1766-c. 1816), hijo de un experto en arte, viajó por medio mundo como miembro de la Marina británica y sueca. En 1791 publicó su primera novela, a la que siguieron muchas otras obras, tanto en prosa como verso.
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La bruja de Ravensworth - George Brewer
Edición en formato digital: enero de 2020
ítulo original: The Witch of Ravensworth
En cubierta: ilustración de © iStock.com / Andrii Chaban
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© De la edición, Alfonso Boix Jovaní y Eva Lara Alberola
© Ediciones Siruela, S. A., 2020
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17996-85-7
Conversión a formato digital: María Belloso
Prólogo
La bruja de Ravensworth, entre la tradición
y el horror gótico
En el capítulo I de La bruja de Ravensworth, que sirve como presentación de la protagonista, se nos advierte que «nadie sabía cómo había llegado hasta allí, ni de dónde venía; que apareció de súbito». Algo similar podría decirse de la segunda edición de la novela (1842), cuya traducción al castellano presentamos aquí y que irrumpió sorprendentemente entre un público lector distinto al que había conocido cuando vio la luz en 1808. En los treinta y cuatro años que separan ambas ediciones, un cataclismo llamado Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus, 1818) había cambiado todo el panorama literario, al facilitar al alma escéptica la tarea de creer en lo imposible haciendo verosímil que los avances científicos pudiesen alumbrar los más grandes milagros, pero también los mayores horrores. El monstruo de Mary Shelley no era un gólem animado por el hechizo de un brujo, sino el resultado de un experimento llevado a cabo por un doctor en Medicina. Con la resurrección de aquellos miembros de cadáveres, la ciencia se había convertido en la nueva magia, dando nacimiento no solo al monstruo, sino también a un nuevo público preparado para contemplar portentos inéditos —maravillosos o aterradores— sin tener que recurrir a la superstición, válida únicamente para espíritus crédulos.
George Brewer no llegó a leer Frankenstein, pues, si bien nunca se ha sabido con certeza la fecha exacta de su muerte, todo apunta a que falleció dos años antes de su publicación. En realidad, no deja de ser uno de los muchos datos que ignoramos del autor, cuya vida está cubierta por un velo de secretismo que poco tiene que envidiar al ambiente que se respira en La bruja de Ravensworth. Los pocos artículos que resumen su biografía¹ señalan que su partida de bautismo está datada en Saint Martin-in-the-Fields, Westminster, el 6 de noviembre de 1766, y que era hijo del experto en arte John Brewer y su esposa Rosamond. Se habría enrolado como guardiamarina y viajado al norte de Europa y América, además de a otros puntos de interés comercial para el Imperio británico en el continente asiático, como la India o China. Sirvió a las órdenes, entre otros, de lord Hugh Seymour y Rowland Cotton, pero su relación con la Marina británica se interrumpe abruptamente y no sabemos de él hasta 1791, cuando reaparece como lugarteniente de la Marina sueca. Coincide esta noticia con la de la aparición de su primera novela, The History of Tom Weston, lo cual da pie a creer que aquel mismo año había dejado ya su prometedora carrera bajo la bandera de Suecia para iniciar otra muy distinta, como abogado y escritor, en Londres.
Las lagunas que salpican su vida ocultan los motivos que lo llevaron a convertirse en escritor, así como sus influencias literarias, si bien estas debieron de ser múltiples si atendemos al amplio abanico de géneros que abarca su obra, lo cual da fe de su avidez lectora y de su excepcional capacidad para adaptarse a uno u otro género, alternando su producción tanto en prosa como en teatro. Así, tras Tom Weston llegaría How to be happy, («Cómo ser feliz», 1794), comedia teatral por la que ganaría cierta notoriedad, a la que seguiría una nueva novela, The motto; or the History of Bill Woodcock («El lema, o la historia de Bill Woodcock», 1795), y después vuelta al teatro, esta vez con un espectáculo musical, The Bannian day (1796). Desarrolló asimismo una fructífera faceta de narrador de cuentos con The Siamese Tales («Los cuentos siameses», 1796) y The Tales of the Twelve Soobahs of Indostan («Los cuentos de las doce subas del Indostán»), publicados en The European Magazine (1805-1806). A ello habría que sumar que, según E. W. Pitcher,² pudo haber sido el anónimo autor o traductor de The Tales of Elam («Los cuentos de Elam», 1794), además de atribuírsele The Life of Rolla, a Peruvian Tale with Moral Inculcations for Youth. To which are added, Six Peruvian Fables («La vida de Rolla, un cuento peruano con inculcaciones morales para los jóvenes, al que se suman seis fábulas peruanas»), aparecido en 1808, el mismo año en que tuvo lugar la primera edición de La bruja de Ravensworth, donde recogió los ingredientes más representativos de la literatura gótica. Debemos enfatizar aquí que tan solo enumeramos algunas de sus obras más relevantes en un listado que, de ser más exhaustivo, podría resultar demasiado farragoso, y al que deberíamos sumar además la ingente cantidad de artículos, cartas y otros escritos similares con los que colaboró en diversos periódicos, tales como The Town y el ya mencionado The European Magazine, además de relatos ilustrados que compuso para niños y ensayos sobre diversos temas, lo cual, en suma, da cuenta de su polivalencia y su desbordante fertilidad como autor.
Quizá no vayamos muy desencaminados al considerar que sus incursiones en tal variedad de géneros fueron resultado de una constante búsqueda de reconocimiento por parte de un público al que quiso ofrecer obras acordes a los diversos gustos de su momento y que tanto recuerda a la táctica creativa y, evidentemente, comercial, que desarrollaría Mark Twain años después. Así se desprende del subtítulo de su primera obra, ya citada, The History of Tom Weston, que reza «una novela al estilo de Tom Jones», en clara referencia a la conocida obra picaresca publicada en 1749, y cuya mención trataría de atraer a los admiradores de su autor, Henry Fielding. Del mismo modo, sus Ensayos al estilo de Goldsmith (Essays after The Manner of Goldsmith), publicados en The European Magazine (1800-1802), remitían a la celebrada producción ensayística de Oliver Goldsmith (1728-1774). En el caso de La bruja de Ravensworth, Brewer habría querido aprovechar la popularidad de que gozaba la novela gótica en su época, pues se publicó en un momento en que Gran Bretaña estaba invadida por las historias de terror.³ Anteriormente, habían visto la luz El castillo de Otranto, de Horace Walpole (1764), Vathek, de William Beckford (1786), Los misterios de Udolfo, de Ann Radcliffe (1794), Las aventuras de Caleb Williams o las cosas como son, de William Godwin (1794), El monje, de Matthew Lewis (1796) y, por último, Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki (1805).
La bruja de Ravensworth debe mucho a estas obras, pues el terror que refleja es heredado de algunas de ellas: tanto los pasadizos que recorre el barón para reunirse con la bruja como el castillo de La Braunch, principal escenario de la acción, nos hacen pensar en El castillo de Otranto y también en Los misterios de Udolfo. Esta última novela nos viene a la mente asimismo a propósito de la maldad del barón, al que es fácil comparar con Montoni. Y su ambición y falta de escrúpulos apuntan a la influencia de Vathek, protagonista del relato oriental de Beckford, algo muy probable si tenemos en cuenta, además, el gusto de Brewer por las narraciones orientales. De la misma manera, el desenlace del texto de Brewer es comparable a la solución dada por Radcliffe a la aventura de los supuestos fantasmas que secuestran a Ludovico. La actuación de la bruja en las escenas más espeluznantes, en las que se plasma el pacto que esta ha cerrado con el maligno, son comparables a algunas de las más truculentas de El monje. Sin embargo, La bruja de Ravensworth aporta cierto grado de originalidad a toda la materia heredada y es un texto que merece ser tenido en cuenta en el desarrollo y la consolidación de la novela gótica. Con justicia, Monica Miller afirmó que «El goticismo de La bruja de Ravensworth es particularmente notable por su impactante representación de lo oculto. [...] En La bruja de Ravensworth hay, literalmente, una esfera existente secreta de figuras satánicas dedicadas a trabajar en lo oculto
(tanto en el sentido sobrenatural como en el del sentido que esconden de las palabras), que fue provocado y reforzado por la infidelidad del barón».⁴ En efecto, la personificación de este constante juego de apariencias se encuentra en el coprotagonista de la novela, el anónimo barón de La Braunch, el villano, que se describe como un hombre apuesto pero feroz, desdeñoso, altivo, que impone respeto y temor, ambicioso, vil, depravado, hipócrita, maestro del engaño por su arte en el disimulo y por la facilidad con que muestra unos sentimientos mientras, en realidad, alberga otros; con inclinación a cometer crímenes, aunque destacó mucho en las cruzadas por su valor y arrojo, en su vida privada es cruel y despiadado. También se subraya su carácter supersticioso en numerosas ocasiones, un rasgo que precisamente lo pondrá en contacto con la bruja. Así, estos personajes están indisolublemente unidos y no se puede concebir al uno sin el otro.
El juego de apariencias se extiende a ambos personajes, pues el barón cree que la bruja está a su servicio, cuando en realidad es un títere de ella, que sabe manipularlo, tal como se observa cuando cubre al barón con un manto para conducirlo ante los diablos, lo cual le permite operar con libertad durante el trayecto, o cuando hace caso omiso de la petición de La Braunch de que invoque a Harold y, en su lugar, le muestra otra aparición que le aterra. Ann Ramsay conduce a su antojo al barón, pero en realidad ella no es sino la mano del autor realizando ejercicios de prestidigitación ante los ojos del lector, pues Brewer actúa como un mago que juega con su público, para que veamos y creamos lo que a él se le antoje. Distrae nuestra atención de los detalles verdaderamente importantes y que se revelarán en el maravilloso truco final que constituye el último capítulo de la obra.
No cabe duda de que, en este sentido, Brewer aprovechó sus conocimientos teatrales, que tan felices resultados le habían dado como autor, adaptándolos a la narración novelística de modo magistral, pues el constante juego de apariencias hace que nos sintamos ante una representación teatral sobre brujería: al terminar, se explican a los espectadores los entresijos de la función y del uso de la tramoya. Esos mismos conocimientos teatrales se reflejan en diversas escenas, donde se sorprende al lector con golpes de efecto que serían muy impresionantes sobre un escenario, como la nube de humo que se eleva cuando la bruja da un pisotón en el suelo (capítulo XVI), o las impresionantes apariciones de demonios y espectros. No se trata de un caso aislado y llama la atención que, en los momentos más críticos o tras alguna taxativa afirmación o promesa de la bruja, siempre se produzca un efecto visual o sonoro. Estas casualidades deberían alertar al lector de que en el comportamiento de la bruja hay algo de artificial, el uso de algún tipo de tramoya, como se observa cuando el barón, en sus visitas, siempre la encuentra en la misma postura o situación, otra aparente y llamativa casualidad que sirve para resaltar la imagen arquetípica de la bruja, inclinada sobre el caldero, removiendo el preparado que está cociendo, compuesto tal vez de carne humana (capítulos XIV, XVI, XVIII...). No en vano el autor se refiere a ella como dame Ramsay (capítulo I) tras ofrecer un retrato esperpéntico de su persona, remitiendo así a la dame o pantomime dame, un personaje tradicional del teatro británico, precisamente una anciana de rasgos y atuendo exagerados, interpretada siempre por un hombre, lo cual casa no solo con su grotesco retrato, sino también con el hecho de que las apariciones de la bruja tengan tanto de exagerado y, sobre todo, de teatral.
Si teatrales son sus gestos, no lo son menos sus palabras. El modo de expresarse de la bruja, en ciertos instantes, no se corresponde con su aparente condición. Así sucede en el capítulo XIV, donde pide al barón que la visite «cuando la luna haya llegado a su conjunción con el planeta Saturno. No quedan sino unos pocos días para esa configuración... Venid a mí cuando la marea alta de la maldad haya subido... Cuando los vapores abrasadores dancen por el suelo a medianoche... Cuando el sapo envenenado esté iluminado por la luciérnaga en su húmeda cámara bajo las hojas de la violeta morada... Entonces, el momento estará cerca, los espectros pulularán sobre la tierra, los demonios y diablos estarán activos, fuertes, y serán numerosos, y estarán atentos para la maldad». Este lenguaje poético debería poner en guardia al lector, sorprendido por la exquisita verborrea de una pobre anciana que habita una mísera choza, y que contrasta con la