Nuestro último recuerdo
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Phoebe todavía estaba empezando a conocerse y ya su vida estaba resuelta.
Se sentía tan vacía y controlada que se marchó lejos, muy lejos, tan lejos que pudo llegar a encontrarse a Owen, por pura casualidad.
Una convivencia juntos conllevaría hacerse a la idea de que coser una herida o llenar un vacío no eran problemas que se pudieran resolver sin pedir ayuda.
Clara Romero Pérez
Nació en Santiago de Compostela en 2001, empezó a sentir pasión por la lectura y la escritura muy tempranamente hasta el día de hoy, que ve los primeros frutos de su trabajo. Actualmente estudia el grado de Lengua Española en su ciudad natal a la vez que sigue inmersa en diversos proyectos.
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Nuestro último recuerdo - Clara Romero Pérez
Nuestro último recuerdo
Clara Romero Pérez
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
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© Clara Romero Pérez, 2019
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417926984
ISBN eBook: 9788417927950
Dedicado a aquellas personas que
tienen sueños que desean cumplir
Como las hojas movidas por el viento del otoño, como los pétalos de una rosa en su primer amanecer, como los copos de nieve derritiéndose con el calor, no seremos parte de la memoria de todos, pero seremos pequeños recuerdos de aquellos que nos hayan querido ver.
«Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos».
Elogio de la Sombra, Jorge Luis Borges.
Introducción
Las personas somos complicadas, nos contradecimos, no tomamos decisiones con rapidez ni tampoco con seguridad, no al menos sin haberlo pensado primero. Nuestros valores acaban volviéndose en nuestra contra cuando los llevamos firmemente hacia delante, pero cuando son demasiado flexibles hablamos de una persona incongruente, falsa, interesada.
Por eso, aquí están representadas las decisiones y los dilemas que ha de pasar una persona joven viviendo por sí sola, para dejar ver lo difícil que resulta salir de golpe del seno de una familia en la que jamás ha tenido la necesidad de escoger lo que es mejor para ella, y pasar a vivir por ella misma. Las complicaciones que trae encontrar a alguien especial en esa misión de supervivencia individual. Convertir el desafío de un jugador en un equipo de dos.
Convivir no es sencillo, y aunque el propósito sea hacer el mayor bien, no todo el mundo recibe las ayudas de la misma manera. A veces, lo que parece lo mejor para todos, solo provoca el fin de una conexión.
Las mejores personas tienden a cometer los peores errores, pues son a quienes se les estima el más óptimo de los comportamientos.
Prólogo
Las calles ya estaban desiertas y oscuras a esas altas horas de la madrugada. Tal vez un automóvil o un autobús nocturno quebraba el alma silenciosa de la noche.
Él tenía dieciséis años. Era delgado, bajo, de rostro adorable e inocente, no aparentaba la edad que tenía, y más de una persona lo había comparado con un niño de once o doce años a lo largo de toda su adolescencia pues, además, los rasgos asiáticos que había heredado de sus progenitores le proporcionaban un rostro aún más infantil. Tenía pequeñas marcas de acné en la nariz y por toda la frente, un rostro imberbe y una mirada dulce.
Hacía más de un año que se había cansado de los cariñosos pero irritantes comentarios de su madre, diciéndole que era un chico lindo y sumiso, abstraído y encantador. Siempre le había gustado su forma de ser, pero el mero hecho de que se lo dijeran lo hacía ver como un idiota. ¿Qué clase de adolescente se divertía mirando al cielo, escribiendo textos que olvidaría y dibujando paisajes? Eso eran cosas femeninas, él tenía que ser un hombre.
Y básicamente por esa razón, «ser un hombre», estaba caminando por las intransitadas calles del extrarradio de la gran urbe en la que residía, nada más ni nada menos que Los Ángeles, a esas horas.
Al fin se había presentado su oportunidad de imponer la autoridad que merecía en el instituto. No era maltratado en la escuela, pero sí ignorado por todos los hombres y las chicas más populares. El resto de las chicas estaban enamoradas de él, por sus encantos, por sus escritos y sus poemas, por su actitud tan sumisa y pacífica. Pero ¿qué le importaba a él? Eso le hacía ver aún más femenino y homosexual, y también más extranjero. La mayoría de sus compañeros no toleraba a un asiático entre ellos, no se lo decían, pero podía sentirlo en el ambiente escolar.
Bueno, luego estaba ella, la chica de la bufanda gris. A ella la quería, y por eso se había envalentonado de esa forma tan brusca, pensando que podría defenderse ante todo el club de fútbol. Sí, esa noche demostraría lo que valía. No era un poeta afeminado, ni un chino inmigrante, era un hombre americano como ellos.
También tenía a Junior, su mejor amigo, él nunca le había fallado. Sus padres eran conocidos entre ellos, y ser ambos asiáticos los había unido mucho más de lo que querían ver. Donde los demás veían a «un chino», ellos habían encontrado a un gran amigo con el que compartir cada experiencia de sus vidas. Pero ese tema, su masculinidad, era algo que debía resolver él solo. Junior era más moreno, más alto que él y mucho más atractivo; él no podía entender su problema.
Llegó al parque donde había prometido estar a las cuatro de la madrugada. Allí había cinco chicos de su edad, que parecían al menos cinco años mayor que él, sumando el aspecto infantil que él tenía.
Y, por supuesto, en el medio de todos ellos estaba la chica de la bufanda gris, que ahora ya solo era una chica normal. Su bufanda ya no la acompañaba, como todos los días que la había visto. Para él, tan metafórico y detallista, la bufanda gris no era una prenda de ropa en su cuello, era la soga que la ataba suavemente y la obligaba a convivir con gente que no le agradaba, incluido él mismo. La conocía bien, la conocía de maravilla, y aunque sabía su nombre, era la chica de la bufanda gris. Le proporcionaba un halo misterioso y atrayente que él no podía rechazar.
—Llegas tarde, ya pensábamos que tus poemas te habían absorbido y no vendrías, chinito.
—Llego cuando me da la gana—sus palabras eran de lo más imponentes, pero su voz, que todavía atravesaba la pubertad, y el miedo que lo poseía, hicieron que sonara como un pequeño cachorro intentando ladrar.
Se escuchó un sonoro y largo «oh» por parte de los futbolistas, plagado de burla y superioridad. Tiraron a la chica al suelo para molestarle, ella no opuso resistencia, tampoco se movió del suelo. ¿Y si se había desmayado? Necesitaba ayuda, pero esos mastodontes no dejarían que se librase de la pelea.
—Os veo reír, pero ninguno se acerca a mí.
—El enano viene con ganas de morir, por lo que veo.
Los deportistas lo rodearon, pero tan solo uno comenzó a darle puñetazos en el abdomen. El agredido solo podía gruñir y gemir del dolor, a medida que la pelea se calentaba más y más, los demás se sumaban a los golpes, hasta que los cinco matones se encontraron abatiendo al chico.
Y sí, él lloraba. Ellos se reían, lo insultaban, pero él solo quería llorar. No le gustaba la violencia, ¿por qué había ido hasta allí? La chica de la bufanda gris, tenía que hacerlo por ella. Se armó de coraje y se aferró al pie de uno de los chicos, para acto seguido morderle la pierna.
—¡¿Qué crees que haces?!—entre carcajadas, el matón sacudió la pierna y él salió despedido hasta un lugar cercano a la chica.
Sangraba por la nariz, el labio y tenía un párpado hinchado por los golpes, y en proceso de coger un color magenta violáceo que no le gustaría nada. Nunca había sentido tanto dolor, nunca le habían pegado así, sus ojos le escocían por la cantidad de lágrimas que había derramado.
—No vuelvas a hacerte el héroe, no eres más que un marica debilucho.
Los chicos se marcharon entre risas y gritos de júbilo. No había vecindarios cerca. Él lo primero que hizo fue arrastrarse hasta la chica y cogerle la cara entre las manos. Le dolía todo el cuerpo, pero ella tenía que estar bien, o no se lo perdonaría. Por lo que había sabido, la habían retenido con ellos toda la tarde para que él mismo se viera obligado a salir a pegarse con ellos, cosa que no haría en una situación normal. No sabía qué podrían haberle hecho en todo ese tiempo, idiotas como aquellos eran impredecibles.
Ella abrió los ojos sin fuerza, y al ver el rostro del niñato que la había metido en ese embrollo, se apartó con brusquedad.
—¿Estás bien?
—¿En qué coño pensabas? No puedes contra ellos, solo mírate.—Más que una chica necesitada de ayuda, le resultó un perro rabioso que para nada se sentía agradecido por el esfuerzo que había hecho para ayudar.
—Quería...
—¡¿Ayudarme?!—chilló ella colérica—. No eres capaz de ayudar a nadie, eres un crío. Dedícate a tus tonterías, eso se te da muy bien. Enamora a otras, a mí no me gustan los chicos así. No me gustas, quítate la idea de la cabeza. Pude soportar que quisieras hablarme, te veía solo y me dabas pena, pero no voy a meterme en problemas porque seas un marginado. ¡Déjame en paz!
Todas aquellas palabras hirieron mucho más al chico de lo que la paliza lo había hecho. Más lágrimas afloraron en sus ojos doloridos, se sentía destruido por dentro, más que por fuera.
—Y, por cierto, no me secuestraron, no eres ningún héroe, imbécil.
Ella se levantó a duras penas, rechazando toda ayuda, y ni siquiera le dirigió una mirada al chico, ni siquiera le dedicó un segundo de pena; nada. Él se quedó allí en el suelo, no quería seguir viviendo. Tras derramar hasta su última lágrima, decidió que nadie nunca más le haría quedar como un débil, ninguna persona en este mundo se atrevería a reírse de él. Nunca más escribiría para nadie.
En ese instante, Owen juró que jamás volvería a amar a nadie.
Capítulo 1
El transeúnte
Llovía intensamente, sin indicios de que fuera a detenerse por el momento.
Phoebe conducía temerosa de tener un accidente en medio de la carretera. Se estaba acercando a su destino, un pequeño pueblo americano, Plattville, perdido para la mayoría del mundo, en medio del Estado de Illinois. Eso necesitaba ella, soledad y tranquilidad. Quería llevar una vida normal, sin novios idiotas y padres insistentes, sin tanto odio por parte de todos. Una vida ella misma, independiente. Una operación no le impediría realizarse como artista, tal y como ella quería, y una familia chapada a la antigua mucho menos.
Por un momento aquella tormenta pareció menguar un poco, ella esbozó una pequeña sonrisa. Llevaba los faros encendidos; entre la lluvia y la niebla, además de que serían las once de la noche, no podía ver nada, de hecho, el paisaje a los lados de la carretera no era apreciable, por lo que dio un frenazo y chilló cuando una figura humana se interpuso en medio de la carretera. Su corazón no podía ir más rápido, por poco acaba con la vida de una persona, pero ¿quién en su sano juicio se colocaba en el medio de una autopista con lluvia y niebla? Reparó en que se trataba de un chico, ¿cuántos años podría tener? ¿Veinte, treinta, cuarenta, cincuenta? No podía verle casi nada, llevaba capucha y estaba oscuro. Estaba calado hasta los huesos, llevaba una mochila a cuestas, ¿sería un vagabundo? ¿En medio de la nada? Él se acercó a la ventanilla y la golpeó suavemente con los nudillos, ella reparó en lo magullados que estaban, y se le formó un nudo en la garganta. Phoebe abrió la ventanilla, el agua comenzó a introducirse en el auto.
—¿A dónde vas?—cuestionó con descaro y poca educación. Su voz era varonil y suave, de un hombre joven, sin embargo, su tono era impertinente y brusco.
—A Plattville, ¿quieres que te lleve? Llueve mucho—Phoebe trató de mantener la cortesía, no era moralmente correcto dejarlo allí a la intemperie. No debía juzgarle por sus manos y su tono, no tenía por qué pasar nada malo.
—Sí—sin decir nada más ni pedir permiso, abrió la puerta y se sentó de copiloto.
Llenó de barro y agua todo sitio que tocó, Phoebe lo vio, pero prefirió no comentar nada.
Siguió conduciendo en silencio, ni siquiera se atrevió a encender la radio, necesitaba estar atenta a la carretera al mismo tiempo que a cualquier sonido que le indicara que él haría algo contra ella. Tenía algo de miedo, sí, aquella era la mejor situación para matarla. No había dicho a nadie dónde iba, pero sí que no la buscaran porque quería estar sola, y tampoco tenía conocidos en Plattville.
—¿Cómo te llamas?—trató de romper el hielo, no quería tacharlo de delincuente tan solo por un tono maleducado.
—No te importa.
—Te estoy llevando en mi coche.
—¿Y qué ibas a hacer?
—Sal ahora mismo—ella dio otro frenazo y señaló la puerta, sin mover sus ojos de la carretera. No viajaría con un imbécil. Su miedo de repente se había desvanecido, su carácter siempre era dócil y gentil porque resultaba más cómodo para todos, pero eso no le impedía enfadarse.
—No puedo. Tengo que llegar a Plattville.
—O te dispones a ser...—no le salía la palabra adecuada, se detuvo para pensar y se sonrojó por su estupidez, pero al menos consiguió encontrar un sinónimo de lo que quería decir—, agradable, o tienes todavía...—dudó un instante sobre la distancia, había pasado Plainfield hacía rato, le quedaban unas quince millas—, unos veinte kilómetros por delante.
Jamás había tolerado a los que se creían superiores, ella no era inferior a nadie. Por primera vez se atrevió a mirarlo a los ojos, a mirarle el rostro. Así verificó que el chico rondaría los veinte o treinta, que era castaño y que... era realmente guapo, incluso teniendo rasgos orientales como tenía. Jamás pensó que un asiático podría semejarle atractivo. ¿Un asesino podría ser así? En realidad, su mirada no le daba miedo, era más bien dulce, aunque intentara parecer de lo más peligroso, no lo conseguía. No, él no era peligroso en absoluto.
—No dependo de nadie, y menos de ti.—Quiso abrir la puerta, observó el cielo, o lo que se podía percibir de él. Por un momento pareció ensimismado, ¿acaso había visto un ovni?
Phoebe trató de mirar al cielo también, ¿qué veía él tan interesante? Todo eran nubes oscuras y una inmensidad negra, sin contar toda la lluvia que se precipitaba sobre ellos.
—Eh, ¿estás bien?
—Sí.—Pasó las manos por su rostro empapado, seguro que no había tenido un buen día, se le veía un chico sonriente—. Escucha, necesito que me lleves a Plattville rápido. No te puedo pagar.
—Tampoco quiero que me pagues, yo me dirijo allí—soltó con una sonrisa la chica—, pero no me hagas pasar un mal rato en mi propio coche.
Aquella había sido la situación más rara con un chico que había vivido, pero en el fondo le estaba haciendo un favor, y eso la complacía; vivía para los demás, no podía evitarlo.
Él asintió con la cabeza cuando escuchó sus palabras, pero no añadió nada más. El viaje prosiguió en silencio, Phoebe ya no estaba asustada, al contrario, la presencia de ese chico le proporcionaba tranquilidad, y no sabía por qué, era un impresentable que tan solo se aprovechaba de su impoluta buena voluntad, como todos desde que ella recordaba. A ella ya no le importaba, vivía con ello y fingía no darse cuenta.
—Me llamo Owen.
Que dijera aquello tan espontáneamente la sorprendió, pero tan solo sonrió de forma imperceptible y se limitó a personarse ella también.
—Yo soy Phoebe.
Con un leve gruñido dio a entender que la había oído, pero no hizo preguntas, Phoebe no tuvo duda de que ese ruido gutural denotaba una falta terrible de ánimos de relacionarse. Le daba pena, en verdad parecía alguien alegre, esos ojos brillantes no podían estar tan muertos como él quería aparentar. Debía tener ambiciones, sueños, motivaciones, ¿quién no las tenía?
—¿Eres de aquí?—cuestionó ella. Probablemente para él resultaría molesto, pero ella quería entablar conversación, sabía que no sería la última vez que lo vería. Plattville era un pueblo pequeño, no Chicago.
—¿Si soy americano, o de ese pueblucho?
—Ambas, supongo—suspiró rodando los ojos con cansancio. Llevaba casi una hora conduciendo y tenía muchas cosas en la cabeza que resolver, tan solo pensaba en que quería dormir, e intentar charlar con ese chico era más agotador de lo que había intuido.
—Soy americano, pero no de Plattville.
—¿Tus padres también son de aquí?
—Tengo ascendencia taiwanesa si eso es lo que quieres saber—bufó. ¿Por qué estaba tan amargado?, se preguntaba ella.
—¡Qué genial! A mí de Asia siempre me ha llamado la atención Tailandia, tiene que ser impresionante, ¿has estado allí?—Durante un instante desvió su mirada de la carretera para mirarle con la ilusión de quien recibe un regalo.
—Sí, he estado allí un par de veces. Bangkok es preciosa.
Por primera vez, de sus labios se escapó ligeramente una sonrisa, una pequeña curva que lo enderezó todo. El ambiente se percibió mucho más calmo, mucho más relajado, ya no había tensión.
Tras veinte minutos un cartel con el nombre de la villa se divisó en medio de todo el temporal; ya habían llegado al momento de separarse. Plattville era tan solo un conjunto de casas dispersas, separadas en dos grupos por la carretera que seguramente continuaría hasta la ciudad más cercana, Newark.
—Para aquí, ya puedo seguir yo.
—¿Estás seguro? Sigue lloviendo mucho...
—No me lleves la contraria.—¡¿A qué venía esa grosería?! ¡Ella solo había tratado de ser amable!
—Eres un maleducado.
—Y tú una niñata, puestos a insultar.
—¡¿Cómo que niñata?! ¡No eres mayor que yo!
Sin responder, abrió la puerta, con la mochila al hombro, y se puso la capucha. Cerró sin despedirse y empezó a caminar. Phoebe no se movió, no arrancó de nuevo, quería saber a dónde iba. Sonaba acosador y patético, pero realmente Owen la había intrigado, con sus malas contestaciones incluidas. Era imbécil, no cabía duda, pero había más debajo de esa frialdad adquirida con los años, años de soledad y amargura.
—¡¿Qué crees que haces?!—la voz airada de Owen provocó un rubor notorio en sus mejillas, estaba claro que ni siquiera se había molestado en disimular.
Entonces sintió un fuerte impacto. No, no podía haber hecho algo así. Salió aterrorizada del auto, no importaba que todavía lloviese a cántaros, necesitaba matar a ese estúpido si realmente había abollado el coche. Una roca del tamaño de su puño yacía mojada al lado de su vehículo, el cual tenía un hundimiento que sería caro de arreglar. Los primeros segundos se asustó, porque para dañar así un coche con una piedra había que tener mucha fuerza, pero tan solo duró un instante. Se giró furiosa, no iba a perdonar algo así. Owen no se había movido de su lugar.
—No me sigas, maldita loca.
—¡¿Eso es lo mejor que sabes decir ahora?!—gritó enfurecida—. ¡Vas a pagar mi coche, idiota!
—Lo siento, no tengo dinero—se encogió de hombros, casi regodeándose por ello.
El agua caída del cielo ya no importaba alrededor de ellos, Phoebe quería asesinarlo, Owen solo quería dormir. Qué chica tan insoportable… sin embargo, le recordaba a Alexandra, su rostro era parecido pero, por supuesto, la personalidad no; Alexandra jamás lo hubiera llevado en coche. Quería alejarse de ella, jamás volvería a ocurrir nada parecido. Phoebe, ya con el cabello chorreando y la ropa pegada al cuerpo, tiritando por el frío e intentando disimularlo, se aproximó al rostro de Owen con rabia. Le señaló acusadoramente con el dedo índice y susurró:
—Eres un desgraciado. No sé qué ocurre en tu cabeza, ni me interesa, pero deja de jugar con tanto fuego, porque de no ser yo, te habrían dado una paliza.
—Lo dudo mucho—¿quizás el tono de Owen se quebró por un momento? Ella no fue capaz de notarlo, estaba demasiado enfadada.
—No te soporto, en serio—gruñó ella, dándose la vuelta para volver al coche—. Ojalá nunca más me cruce contigo.
Owen bufó y acomodó la mochila a un hombro. Estuvo unos segundos observando a Phoebe alejarse. Encontrarse con chicas autosuficientes como ella nunca acababa bien, porque lo criticaban por toda su forma de actuar y vivir, intolerantes de ellas, que se creían superiores a los demás por tener una vida ellas solas, y creían que a él le iba mal. Se compadecían de él y le llamaban vagabundo, pero él sabía mucho más sobre el mundo de lo que ellas podrían aprender jamás. Phoebe solo era una niñata más que había conseguido un coche y lo estrenaba de la mejor forma posible. A veces una chica tonta, sin demasiadas luces y ambiciones, era la mejor compañía, tan solo era necesario ignorarla cuando hablaba. Ojalá pudiera encontrar a alguna persona con la que se pudiera hablar de tú a tú, que no le mirara por encima del hombro y por la que preocuparse, alguien en quien apoyarse en ese mundo oscuro y egoísta, una pequeña mota de luz. Era lo único que pedía.
Se resguardó de la tormenta en el primer lugar que encontró, pegado a una casa cuyo balcón