Nada menos que todo un hombre
Por Miguel Unamuno
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Nada menos que todo un hombre - Miguel Unamuno
Índice
NADA MENOS QUE TODO UN HOMBRE
SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR
Miguel de Unamuno
NADA MENOS QUE TODO UN HOMBRE
L a fama de la hermosura de Julia estaba esparcida por toda la comarca que ceñía a la vieja ciudad de Renada; era Julia algo así como su belleza oficial, o como un monumento más, pero viviente y fresco, entre los tesoros arquitectónicos de la capital. «Voy a Renada –decían algunos– a ver la catedral y a ver a Julia Yáñez». Había en los ojos de la hermosa como un agüero de tragedia. Su porte inquietaba a cuantos la miraban. Los viejos se entristecían al verla pasar, arrastrando tras de sí las miradas de todos, y los mozos se dormían aquella noche más tarde. Y ella, consciente de su poder, sentía sobre sí la pesadumbre de un porvenir fatal. Una voz muy recóndita, escapada de lo más profundo de su conciencia, parecía decirle: «¡Tu hermosura te perderá!» Y se distraía para no oírla.
El padre de la hermosura regional, don Victorino Yáñez, sujeto de muy brumosos antecedentes morales, tenía puestas en la hija todas sus últimas y definitivas esperanzas de redención económica. Era agente de negocios, y éstos le iban de mal en peor. Su último y supremo negocio, la última carta que le quedaba por jugar, era la hija. Tenía también un hijo; pero era cosa perdida, y hacía tiempo que ignoraba su paradero.
–Ya no nos queda más que Julia –solía decirle a su mujer–; todo depende de cómo se nos case o de cómo la casemos. Si hace una tontería, y me temo que la haga, estamos perdidos.
–¿Y a qué le llamas hacer una tontería?
–Ya saliste tú con otra. Cuando digo que apenas si tienes sentido común, Anacleta...
–¡Y qué le voy a hacer, Victorino! Ilústrame tú, que eres aquí el único de algún talento...
–Pues lo que aquí hace falta, ya te lo he dicho cien veces, es que vigiles a Julia y le impidas que ande con esos noviazgos estúpidos, en que pierden el tiempo, las proporciones y hasta la salud las renatenses todas. No quiero nada de reja, nada de pelar la pava;¹ nada de novios estudiantillos.
–¿Y qué le voy a hacer?
–¿Qué le vas a hacer? Hacerla comprender que el porvenir y el bienestar de todos nosotros, de ti y mío, y la honra, acaso, ¿lo entiendes...?
–Sí, lo entiendo.
–¡No, no lo entiendes! La honra, ¿lo oyes? La honra de la familia depende de su casamiento. Es menester que se haga valer.
–¡Pobrecilla!
–¿Pobrecilla? Lo que hace falta es que no empiece a echarse novios absurdos, y que no lea esas novelas disparatadas que lee y que no hacen sino levantarle los cascos y llenarle la cabeza de humo.
–¡Pero y qué quieres que haga...!
–Pensar con juicio, y darse cuenta de lo que tiene con su hermosura, y saber aprovecharla.
–Pues yo, a su edad...
–¡Vamos, Anacleta, no digas más necedades! No abres la boca más que para decir majaderías.
Tú, a su edad... Tú, a su edad... Mira que te conocí entonces...
–Sí, por desgracia...
Y separábanse los padres de la hermosura para recomenzar al siguiente día una conversación parecida. Y la pobre Julia sufría, comprendiendo toda la hórrida hondura de cálculos de su padre. «Me quiere vender –se decía– para salvar sus negocios comprometidos; para salvarse acaso del presidio». Y así era. Y por instinto de rebelión aceptó Julia al primer novio.
–Mira, por Dios, hija mía –le dijo su madre–, que ya sé lo que hay, y le he visto rondando la casa, y hacerte señas, y sé que recibiste una carta suya, y que le contestaste...
–¿Y qué voy a hacer, mamá? ¿Vivir como una esclava, prisionera, hasta que venga el sultán a quien papá me venda?
–No digas esas cosas, hija mía...
–¿No he de poder tener un novio, como le tienen las demás?
–Sí, pero un novio formal.
–¿Y cómo se va a saber si es formal o no? Lo primero es empezar. Para llegar a quererse, hay que tratarse antes.
–Quererse..., quererse...
–Vamos, sí, que debo esperar al comprador.
–Ni contigo ni con tu padre se puede. Así sois los Yáñez. ¡Ay, el día que me casé!
–Es lo que yo no quiero tener que decir un día.
Y la madre, entonces, la dejaba. Y ella, Julia, se atrevió afrontándolo todo, a bajar, a hablar con el primer novio a una ventana del piso bajo, en una especie de lonja.² «Si mi padre nos sorprende así – ensaba–, es capaz de cualquier barbaridad conmigo. Pero, mejor, así se sabrá que soy una víctima, que quiere especular con mi hermosura». Bajó a la ventana, y en aquella primera entrevista le contó a Enrique, un incipiente tenorio renatense, todas las lóbregas miserias morales de su hogar. Venía a salvarla, a redimirla. Y Enrique sintió, a pesar de su embobecimiento por la hermosa, que le abatían los bríos. «A esta mocita –se dijo él– le da por lo trágico: lee novelas sentimentales».
Y una vez que logró que se supiera en todo Renada cómo la consagrada hermosura regional le había admitido a su ventana buscó medio de desentenderse del compromiso. Bien pronto lo encontró. Porque una mañana bajó Julia descompuesta, con los espléndidos ojos enrojecidos, y le dijo:
–¡Ay, Enrique; esto no se puede ya tolerar; esto no es casa ni familia; esto es un infierno. Mi padre se ha enterado de nuestras relaciones, y está furioso. ¡Figúrate que anoche, porque me defendí, llegó a pegarme!
–¡Qué bárbaro!
–No lo sabes bien. Y dijo que te ibas a ver con él...
–¡A ver, que venga! Pues no faltaba más. Mas, por lo bajo, se dijo: «Hay que acabar con esto, porque ese ogro es capaz de cualquier atrocidad si ve que le van a quitar su tesoro; y como yo no puedo sacarle de trampas...»
–Di, Enrique, ¿tú me quieres?
–¡Vaya una pregunta ahora...!
–Contesta, ¿me quieres?
–¡Con toda el alma y con todo el cuerpo,
nena!
–¿Pero de veras?
–¡Y tan de veras!
–¿Estás dispuesto a todo por mí?
–¡A todo, sí!
–Pues bien, róbame, llévame. Tenemos que escaparnos; pero lejos, muy lejos, adonde no pueda llegar mi padre.
–¡Repórtate, chiquilla!
–¡No, no, róbame; si me quieres, róbame! ¡Róbale a mi padre su tesoro, y que no pueda venderlo! ¡No quiero ser vendida; quiero ser robada! ¡Róbame!
Y se pusieron a concertar la huida.
Pero al siguiente día, el fijado para la fuga, y cuando Julia tenía preparado su hatito de ropa, y hasta avisado secretamente el coche, Enrique no compareció. «¡Cobarde, más que cobarde! ¡Vil, más que vil! –se decía la pobre Julia, echada sobre la cama y mordiendo de rabia la almohada–. ¡Y decía quererme! No, no me quería a mí; quería mi hermosura. ¡Y ni esto! Lo que quería es jactarse ante toda Renada de que yo, Julia Yáñez, ¡nada menos que yo!, le había aceptado por novio. Y ahora irá diciendo cómo le propuse la fuga. ¡Vil, vil, vil! ¡Vil como mi padre; vil como hombre!» Y cayó en mayor desesperación.
–Ya veo, hija mía –le dijo su madre–, que eso ha acabado, y doy gracias a Dios por ello. Pero mira, tiene razón tu padre: si sigues así, no harás más que desacreditarte.