Cambio estructural de la iglesia
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Comentarios para Cambio estructural de la iglesia
1 clasificación1 comentario
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Genial!! Da pena que estas palabras escritas hace 40 años sean de tanta actualidad por lo poco que hemos avanzado.
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Cambio estructural de la iglesia - Karl Rahner
CAMBIO ESTRUCTURAL
DE LA IGLESIA
Karl Rahner
Obertura, de José Ignacio González Faus, sj
Epílogo, de Daniel Izuzquiza, sj
OBERTURA
Desde que me encargaron esta presentación pensé que su mayor utilidad podría estar en acompañar al lector en la lectura del libro. Y, para eso, que se pareciera a esas oberturas de grandes obras musicales en las que ya se insinúan todos los temas que aparecerán en la ópera.
No obstante, debo comenzar declarando que me parece muy oportuna la recuperación de este texto de K. Rahner. De forma quizá demasiado mordaz he repetido en días pasados, comentando el eco que despierta el nuevo obispo de Roma, que la institución eclesial había decidido «meter el evangelio en el congelador» y olvidarse de él «por el momento». Lo que aquí propone Rahner es una buena parte de ese evangelio que ahora nos damos cuenta de que lo teníamos allí olvidado. Por eso tiene sentido intentar recuperarlo: porque el texto que sigue apunta a un objetivo institucional: fue escrito hace más de cuarenta años como colaboración para un sínodo de los obispos alemanes. Y, al publicarse luego, el título alemán hablaba de un «cambio de estructuras en la Iglesia como tarea y como oportunidad».
La alusión a las estructuras merece una reflexión. Ya desde la reforma de Gregorio VII (como luego en Trento), la historia de la Iglesia se ha caracterizado, en mi opinión, porque se esforzaba en reformar solo a las personas, cuando la hora histórica pedía una reforma seria de las estructuras. La reforma de las personas se conseguía, pero duraba solo una o dos generaciones, porque las estructuras de la Iglesia acababan por volver a degradar a las personas. Con un ejemplo de nuestros días: hoy se han oído acusaciones contra los jóvenes aspirantes al ministerio eclesial, acusándolos de afanes «carreristas» (en esta dirección habló incluso el cardenal Martini). Si la acusación es cierta, habría que añadir como excusa para esos jóvenes (que un día seguramente aspiraron al ministerio con la mejor voluntad) que las mismas estructuras clericales y aristocráticas del ministerio facilitan esa tentación. Rahner intenta hablar aquí de cambios estructurales, no meramente de conversiones personales, que podrán ser lo más importante, pero son también radicalmente insuficientes, como muestra la historia de la Iglesia.
En segundo lugar, la fecha de redacción de estas páginas (hacia 1971) pone de relieve su vinculación al Vaticano II. Esta me parece una clave importante de lectura: la Iglesia alemana intentaba aplicar el Vaticano II a su situación, como había hecho la Iglesia latinoamericana tres años antes (en Medellín) y como intentaría hacer el sínodo de obispos de 1971, dedicado a la justicia. Esos intentos quedaron luego aparcados en aquello que ya entonces denunciaba el mismo Rahner como «invierno eclesial» o «marcha hacia el gueto». Y ahora, después de tanto tiempo, puede ser que ya ni recordemos dónde habíamos aparcado el coche ni sepamos si este se nos va a poner fácilmente en marcha. De ahí la importancia de recuperar este pequeño libro.
Y si estas reflexiones sirven para contextualizar el libro y mostrar la oportunidad de repescarlo, creo que solo me queda insinuar algunas de las melodías que entonará el coro, como sucede en el coro de los peregrinos de Tannhäuser o al comienzo del cuarto movimiento de la Novena de Beethoven. Vamos allá.
1) Dónde están el mundo y la Iglesia. «Vivimos en un mundo en que el hombre se ha convertido, en los más diversos niveles, en objeto de su propia operatividad y poder de mutación; apenas es ya capaz de concebirse como imagen acabada de Dios, sino más bien como el punto del cosmos en el que… comienza la marcha hacia lo desconocido». Esta era más o menos la pregunta fundamental de Bonhoeffer: ¿cómo hablar de Dios a hombres que ya no son religiosos y se consideran mayores de edad? Pero, como Rahner ya no escribe en situación bélica, sino en eso que nosotros llamamos paz, es suficientemente agudo para descubrir otra pregunta que no cabía en Bonhoeffer: «Vivimos en un mundo de los medios de difusión que conducen a las masas; nadie logra saber bien quién los conduce a ellos». Pregunta importantísima que seguimos teniendo sin respuesta. Y si añadimos otra similar, que ya no hace Rahner, sobre los poderes financieros, podríamos concluir para hoy: vivimos en un mundo donde los grandes poderes opresores del ser humano y de sus derechos primarios son anónimos y desconocidos. Un dato absolutamente fundamental para toda la tarea evangelizadora y liberadora de la Iglesia. Aunque el libro, por su origen europeo, dedique demasiada poca atención a la situación de una humanidad con dos tercios de la población víctimas de la pobreza.
Ante ese mundo resulta que nosotros, «en el terreno espiritual, somos una Iglesia sin vida; y lo somos hasta un extremo tremendo»¹. O, en todo caso, hemos fomentado un tipo de espiritualidad que produce más «hombres del sistema» que «hombres de Dios», cuando debería ser evidente que Dios es mucho más grande que todos los sistemas, por necesarios que puedan sernos a nosotros, los seres humanos. Y no nos preguntamos hasta qué punto tendrá esto algo que ver con el punto siguiente, que es un pronóstico de descenso del cristianismo en número... Pero, atención: la causa de esa disminución del cristianismo no es «la actuación de potencias tenebrosas» (como siguen creyendo muchos dirigentes cristianos perezosos), ni podemos nosotros decir que sea una mengua de la fe (cosa que solo Dios sabe), sino que el descenso del cristianismo en nuestro llamado Primer Mundo proviene de «una mengua de los presupuestos de un género especial de cristianismo, en modo alguno idéntico a la esencia de la fe y del cristianismo», pero que «venía dado con unos condicionamientos sociológicos que hoy están en decadencia y que el cristianismo no puede postular como permanentes».
Este dato fundamental es el que más cuesta aceptar, por ejemplo a la curia romana, que por eso siempre sospechó de Rahner y ha procurado nombrar obispos que no compartieran ese presupuesto. Con lo cual, sin querer, ha contribuido a agudizar la crisis del cristianismo en Europa y ha olvidado las serias palabras del Concilio de Trento, en un decreto de reforma de la sesión XXIV, donde se habla de «poner en juego la salvación eterna del alma» cuando se nombran gentes «que no son dignos de ser puestos al frente de las Iglesias». Por eso cree Rahner que no vale refugiarse en la expresión evangélica del «pequeño rebaño» para tranquilizarse ante la crisis del cristianismo y justificar «la pretensión defensiva de conservar los restos de un cristianismo tradicional», sino que la institución eclesial debe más bien «preguntarse dónde y de qué modo la Iglesia ha sido y es aún causa de un retroceso del cristianismo».
2) Qué debería hacer la Iglesia. En general, que la Iglesia universal sea menos eurocéntrica y que la Iglesia europea sea más levadura. Pero, sobre esto segundo, Rahner sabe que la culpa no está solo en el estamento jerárquico. Hay además en muchos fieles «una cortedad de miras piadosa, llena de celo y cólera contra la injusticia antieclesial»: los que el dicho castellano califica como «más papistas que el papa». Y Rahner sabe que esa mentalidad solo en el futuro llegará a evacuar algunas posiciones.
Dicho de manera global, la Iglesia oficial debería hacer espacio a esa otra Iglesia nunca reconocida (solo Dios sabe si más creyente que la anterior), en vez de «limitarse demasiado a ejecutar la parte de los conservadores».
En particular debería ser una Iglesia desclericalizada (contra la corriente clericalizadora de los últimos años) y servicial ante todo, evitando la que Rahner llama «introversión eclesiológica de los clérigos y responsables oficiales». Debería ser también «moral, pero no moralizante»: no porque se vuelva más laxa ante las exigencias del evangelio, sino porque «incluso el recurso a Dios nos empuja a una perplejidad última». Esto la convertirá en una Iglesia «de puertas abiertas».
En esos y otros rasgos similares es donde la Iglesia recuperará la espiritualidad auténtica. Y esa espiritualidad la hará más y mejor evangelizadora; porque hasta hoy «hemos aprendido demasiado poco el arte increíblemente elevado de una auténtica mistagogía para la experiencia de Dios, y por eso lo practicamos demasiado poco».
3) Finalmente, Rahner intenta esbozar algo de la meta hacia la que deberíamos movernos o de la Iglesia que podría nacer de todo lo anterior. Esta quiere ser una parte imaginativa, más que propiamente profetizadora. Pero deliberadamente elijo algunas tomas de postura sobre temas muy de hoy, para que se lea el libro buscando su fundamentación teológica: «No está claro que los divorciados vueltos a casar no puedan ser admitidos en ningún caso a los sacramentos mientras persistan en el segundo matrimonio». Además: «Las posibilidades existentes, incluso para una conciencia cristiana, con respecto a las leyes penales civiles contra la interrupción del embarazo no están tan claras como a veces se pretende» (los subrayados son siempre del original). También enfocar el tema del celibato ministerial desde aquello que, según el Código de derecho canónico constituye la ley suprema de la Iglesia: «la salud de las almas», y no desde el aferrarse a tradiciones que, por muy respetables que sean, pueden convertirse en contrarias a la voluntad de Dios. O que «fundamentalmente no veo ningún motivo para contestar negativamente» a la pregunta sobre el ministerio presbiteral de la mujer. Incluso la pregunta de si Cáritas (que es una de las glorias de la Iglesia, como Rahner reconoce) no puede actuar a veces «manteniendo el sistema, cuando lo conveniente sería cambiarlo»…
Todas estas y otras propuestas ¡son de 1971! Por eso nos llevan a preguntarnos por dónde habrían ido las cosas si no se las hubiese «metido en el congelador», como antes dije. Quisiera notar además la prudencia con que habla Rahner. Nunca da por decisivas sus posturas de una manera dogmática o fundamentalista. Solo pretende decir que el tema está abierto y debe ser pensado y discutido.
Y desde ahí es fácil configurar mínimamente una necesaria Iglesia del futuro: aquella en que la porción de Iglesia hasta ahora oficialmente excluida sea reconocida como legítima. Dicho con lenguaje del Nuevo Testamento, Rahner reclama que no solo se considere como Iglesia a la facción «de Santiago», sino también a la facción «de Pablo». En este marco, el ministerio petrino recuperaría su papel de creador de unidad, con un discurso semejante al que pronunció Pedro en la asamblea de Jerusalén del año 49: «También a ellos se les ha dado el Espíritu» (hoy ellos ya no son los paganos, sino el otro sector vilipendiado de la Iglesia); además, «no nos salvamos por cumplir la ley, sino por el amor de Dios», y por eso sería «tentar a Dios imponer yugos que ni nosotros somos capaces de llevar» (cf. Hch 15,8-11). Lo cual no es una invitación al laxismo, sino a que aquello que nos exija sean las demandas del amor (que resume toda la moral) y no las de una simple ley moral.
En definitiva, mucho sería si la Iglesia del futuro fuera una Iglesia «en la que todos caben» y no solo los de la facción más conservadora o más reaccionaria. Y eso sí que parece que se está consiguiendo desde la llegada de Francisco a la sede de Pedro, porque es persona más cercana a la visión que hoy llamaríamos paulina que a la que llamaríamos santiagueña. De ahí las alegrías y las expectativas que ha despertado.
No es este momento de profetizar cuáles de las demandas pendientes se conseguirán ni cuándo. Por lo general, la historia y las grandes instituciones en ella suelen moverse como plantígrados, y esto es algo duro de aceptar. Incluso cuando el Espíritu parece que se cansa y nos manda un viento como el de Pentecostés, nuestra reacción humana suele ser más la de protegernos del viento que la de dejarnos llevar por él. Pero aceptar esta dureza de lo real suele ser la prueba de que buscamos el reinado de Dios y no el nuestro propio.
Desde aquí invito al lector a pasar y a disfrutar la ópera que sigue. Sin prisas ni curiosidades impacientes, sino procurando paladear cada melodía y cada tema.
JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS,
Sant Cugat, abril de 2014
PRÓLOGO
El tema que se ha propuesto tratar el autor en este pequeño libro se deduce del título y de las primeras páginas del libro mismo. De momento no hay nada que añadir. Pero, al entregarlo al lector, el autor no sabe qué le ocurrirá al libro. Quizá muchos lo encuentren demasiado «progresista» y «de izquierdas» (eclesialmente) y, en cambio, otros demasiado conservador. Muchos dirán que yo tampoco conozco el futuro de la Iglesia, del cual hablo. Y en eso tienen razón, pues no soy ningún profeta, y, en último término, el futuro de la Iglesia es objeto de una esperanza contra toda esperanza y no cuestión de futurología. Otros dirán que la temática ha sido elegida de un modo arbitrario y no muy razonable. ¿Qué se puede objetar a eso? De todas formas, a quien hace tal crítica se le puede preguntar cómo debía haberse hecho, según su opinión, una elección más correcta y por qué su elección ha de ser necesariamente convincente. La respuesta interesaría mucho al autor. Es claro que la temática está limitada a las cuestiones que se presentan como más acuciantes en Alemania. El autor es consciente también de que los temas del libro no quedan agotados con este, y que se necesitaría que otros teólogos y cristianos y hombres de Iglesia se ocuparan también de ellos. Solo así puede ir surgiendo en la Iglesia, lenta, pero marcadamente, una conciencia colectiva de cuáles han de ser las ideas fundamentales a las que se ha de ajustar hoy la actuación de cara al futuro, para que las diversas opciones tengan una cierta coherencia y no se limite uno a «seguir tirando» precisamente cuando el cristiano puede y debe prever y planificar.
KARL RAHNER
INTRODUCCIÓN
LA PROBLEMÁTICA
DEL SÍNODO ALEMÁN
Aunque lo que configurará el destino de la Iglesia alemana en las próximas décadas será el Espíritu de Dios, la fe, la esperanza y el amor verificados en la vida, mucho más que todas las determinaciones del Sínodo, por muy buenas que esperamos sean, y aunque el Espíritu de Dios mismo ha de traducir aún en espíritu y vida de la Iglesia todas esas determinaciones, si es que no han de quedarse en mero papel escrito; con todo, este Sínodo es un acontecimiento importante en la historia de