Anda, déjate querer
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Pastoral Aplicada
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Anda, déjate querer - Antonio González Paz
ANDA, DÉJATE QUERER...
Antonio González Paz
La misericordia es amar al prójimo con un amor tierno, compasivo, vivo, ardiente, solícito.
G. J. CHAMINADE, Écrits et Paroles II, 88. 131
PRESENTACIÓN
Descubrí por casualidad el cuadro El regreso del hijo pródigo del pintor James Tissot. Andaba buscando una imagen sugerente y poco conocida de esa parábola para una sesión de catequesis y, por azar, di con ella. Me sobrecogió. Ese caballero decimonónico, al que se le han removido las entrañas y ha corrido a abrazar a su hijo, encarna magistralmente la misericordia de Dios.
Huroneando por Internet descubrí que James Tissot (1836-1902) fue un pintor francés nacido en Nantes. Estudió en la Escuela de Bellas Artes de París. Durante la guerra franco-prusiana tomó parte en la defensa de la Comuna, por lo que, al final de la contienda, se vio obligado a exiliarse en Londres (1871). Expuso su obra en la Royal Academy, en la Galería Grosvenor. Regresó a París en 1883 y allí hizo su primera exposición individual. Visitó Palestina y desde entonces dedicó el resto de su vida a la ilustración de la Biblia. Su obra se caracteriza por el realismo y la precisión en el detalle.
También aprendí que su magistral obra El regreso del hijo pródigo forma parte de un conjunto de cuatro cuadros, presentados por el artista en la Exposición Universal de París en 1889, que pretendía ser una recreación actualizada de la parábola evangélica. El primer cuadro, La partida, es un interior que recoge el momento en que el hijo menor, en presencia de toda la familia, reclama su parte de la herencia. El segundo, En un país lejano, representa el interior de una casa de geishas con las que el joven derrocha sus bienes. El tercero, El regreso del hijo pródigo, reproducido en la portada de este libro, recoge su vuelta a casa y el perdón de su padre. El último, El becerro cebado, plasma la fiesta organizada para celebrar su regreso. Actualmente los cuadros se exponen en el museo de Bellas Artes de Nantes.
Tissot, movido por el deseo de encarnar la parábola en el mundo moderno, ha situado El regreso del hijo pródigo en Londres, a orillas del Támesis. La luz suave y dorada de un amanecer frío y destemplado permite vislumbrar la escena. Un barco de carga ha atracado en el muelle. De su bodega han ido emergiendo cerdos y vacas, entre los que el joven ha vivido los últimos años, que, ente voces y palos, son conducidos a su destino, que probablemente no es otro que un matadero londinense. Su carne sacrificada será alimento de una ciudad oscura y desangelada que se intuye entre las jarcias y el velamen del carguero.
De ese barco, como un animal acorralado, ha bajado también un joven apaleado y vejado por la vida. Desorientado, mareado por la travesía, emocionado al reconocer el paisaje familiar, ha caminado trastabillando por la plataforma de madera del puerto. Partió hace años, no precisamente de la terminal de carga, hacia un país lejano. Entonces era rico en dinero y en futuro. Vestía lujosos ropajes, se cubría con un sombrero de fieltro, lucía anillos en los dedos. Ahora vuelve descalzo, con la cabeza descubierta y cubierto de andrajos. Partió rico y vuelve pobre, se sabía poderoso y se siente humillado, era un hijo y se considera un criado. Ahora tiene hambre de pan y de hogar...
Al descender del carguero, el joven ha paseado una mirada distraída por el muelle y ha descubierto en la dársena a alguien que ha acelerado su ritmo cardíaco. A la luz del frío y desangelado amanecer ha reconocido una silueta familiar. Allí, envejecido por el paso del tiempo y la erosión de una ausencia, está su padre...
El hombre, ahora envejecido y encorvado, pero conservando la elegancia y prestancia de un caballero inglés, no ha dejado de acudir al muelle ni un solo día desde que su hijo partió. Con fidelidad y esperanza ha aguardado cada mañana el atraque de los barcos y escrutado en silencio el desembarco del pasaje. Durante años ha comprobado, con dolor, que su espera, un día más, ha sido inútil. Ha vuelto a casa cada vez más solo y más triste. Es verdad que su hijo mayor vive y trabaja para él, pero es un ser distante, frío y oscuro, que nunca expresa el cariño ni se duele de una ausencia.
Esa mañana gris, el anciano ha vuelto una vez más al puerto, en esta ocasión acompañado por su hijo mayor y su nuera. Una vez más ha visto desembarcar el ganado y a los pasajeros. Pero esta vez ha reconocido entre los viajeros el perfil inconfundible del hijo de sus entrañas. Sin pararse a pensarlo, con el pulso acelerado, ha corrido a su encuentro, perdiendo el sombrero y los papeles. Sin reproches ni amenazas lo ha estrechado entre sus brazos, y, enternecido, le ha cubierto de besos... Le está diciendo sin palabras: «Anda, hijo, déjate querer...».
Su hijo, sorprendido por la reacción, ha caído de rodillas, ha hundido la cabeza en su regazo, ha empapado con lágrimas su levita de costoso paño y ha rodeado su cuerpo con sus brazos, fundiéndose con él en un largo abrazo. No ha dicho nada. Llora serena y entrecortadamente ante el recibimiento entrañable y desconcertante de su padre.
Contemplando la escena, sombríos y huraños, serios y distantes, su cuñada y su hermano permanecen, como la mañana, gélidos y destemplados. No han dado un paso, no se han emocionado, no han llorado. Sus oscuros y gruesos abrigos no pueden caldearles el frío corazón. Para ellos, ese que ha bajado del barco es solo un muerto y un perdido por cuya vuelta no vale la pena alegrarse y menos montar una fiesta. Ambos encarnan la «solitariedad» y la inmisericordia. Los dos tienen un corazón de piedra.
Ese padre, que ha sentido un vuelco en el corazón y una descarga de adrenalina, que, perdiendo la compostura y dignidad, ha salido corriendo a su encuentro, que estrecha emocionado a su hijo perdido, que no pide explicaciones y perdona incondicionalmente, encarna, por el contrario, la misericordia. Este decimonónico caballero inglés personifica al Dios con entrañas de misericordia que Jesús nos ha revelado. Como él, tiene ojos abiertos, oídos despiertos, corazón de carne y pies ligeros para acoger y perdonar al que llega maltrecho de un largo camino.
En las páginas que siguen encontrarás una serie de reflexiones sobre la misericordia de Dios articuladas en un proceso catequético. Cada capítulo termina con unas propuestas de oración que pueden ayudarte a interiorizar y «metabolizar» lo leído.
Quiero terminar esta presentación dedicando este libro a los religiosos marianistas que ejercen su ministerio en Cuba. Con ellos pasé un interesante y cálido verano. Gracias a su testimonio callado, alegre y elocuente, aprendí en esa isla del Caribe a ser un agente de misericordia entre los últimos.
ANTONIO GONZÁLEZ PAZ
1
EL SEÑOR HA REVELADO SU MISERICORDIA
Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados no obstante el límite de nuestro pecado (Papa Francisco, Misericordiae vultus 2).
En la novela El tiempo mientras tanto, Carmen Amoraga narra la historia de María José, una chica de salud enfermiza, escasa aceptación social y tendencia a la obesidad, perdidamente enamorada de Joaquín, su vecino, con el que finalmente conseguirá casarse. Después de un corto período de convivencia, el matrimonio acaba divorciándose. María José intenta rehacer su vida. Una mañana, camino de su trabajo, un infortunado accidente automovilístico la hace entrar en un coma irreversible. Paco, su padre, un hombre profundamente bueno, camionero valenciano dedicado a transportar naranjas a Polonia, al conocer la noticia siente un dolor profundo que le desgarra por dentro, como si en vez de sangre circularan por sus venas cristales incandescentes.
Durante los seis meses en los que se prolongue la situación, el padre, que ha pedido una excedencia en el trabajo, consagrará fielmente las mañanas a estar junto a su hija desvalida, acariciándola, hablándole tiernamente, leyéndole el periódico, confesándole su cariño incondicional, tumbándose a su lado y achuchándola como cuando era pequeña. Impotente para devolverle la salud, vive desviviéndose por ella, hasta que finalmente la muerte la arranque de su lado. La conducta de este hombre es una encarnación de la concepción bíblica de la misericordia.
Si la Real Academia eliminara del diccionario esta palabra, si el colegio de licenciados en Psicología proscribiera ese sentimiento, estaríamos destruyendo casi lo más humano que hay en el hombre. Probablemente, sin misericordia la persona se convertiría en una máquina, preocupada por la eficacia y la producción, pero incapaz de vibrar con el dolor ajeno y de colaborar en su eliminación.
Un mundo sin misericordia, en el que las obras sociales y caritativas estuvieran exclusivamente en manos de funcionarios, correría el riesgo de suprimir el amor, la ternura, la comprensión, la delicadeza en aras de la eficacia.
«Eficacia» es una palabra fría, como «burocracia», «efectividad» o «utilidad». La efectividad soluciona problemas, pero rehúye el contacto humano. Aporta soluciones a las situaciones problemáticas, pero lo hace con la frialdad del hielo. Introduce al planeta en una nueva era glaciar en el que la vida es dura y difícil. En un mundo así, los cristianos estamos llamados a aportar misericordia, convirtiéndonos en los rompehielos Dios.
Debemos prepararnos para ser los rompehielos de Dios y estar dispuestos a ser el albergue de Dios para esos millones de gentes que se van a encontrar pronto gimiendo, heridos y solitarios. Debemos ser rompehielos, pero con el corazón tan lleno de amor de Dios y del hombre, tan llenos del fuego del Espíritu, que podamos penetrar en ese frío terrible que nos envuelve ya y que va a aprisionar cada vez con más fuerza el corazón de los hombres (Catherine de Hueck, Pustinia).
Todo un desafío y un programa para aquellos cristianos que quieran seguir siendo significativos para sus contemporáneos.
DOS PALABRAS HEBREAS
El concepto de misericordia tiene en el Antiguo Testamento una larga y sabrosa historia. Los libros sagrados emplean dos palabras hebreas – ḥésed y raḥamim– para designar la misericordia. Ambas tienen un rico contenido, con matices semánticos distintos y complementarios.
Ḥesed
La palabra ḥésed designa una actitud humana de profunda bondad. Cuando existe ḥésed entre dos personas, estas no son solo benévolas entre sí, sino, al mismo tiempo, recíprocamente fieles, con una fidelidad que brota de un compromiso interior, que tiene una base no solamente moral, sino casi jurídica. Es el amor previo al otro el que nos lleva a serle fiel, a no traicionarle nunca jamás, sea cual sea su comportamiento.
Cuando ḥésed se emplea para hablar de las relaciones de los hombres con Dios, ha de entenderse siempre en el marco de la alianza que el Señor rubricó libremente con su pueblo. Esta alianza, que nace de la bondad de Dios, compromete jurídicamente a las dos partes a permanecer siempre fieles a la palabra dada. Se sobrentiende que, si uno de los dos firmantes rompe su compromiso, deja al otro las manos libres para actuar como crea conveniente.
Sin embargo, cuando a lo largo de la historia del pueblo, Israel viola la alianza, Dios permanece fiel. En esos casos, el Señor parece que no se siente libre. Al recordar que ḥésed supone también un amor que se da, un amor más fuerte que la muerte, un amor capaz de perdonar la traición, el Señor no olvida a su pueblo, sino que le ofrece el perdón, la restauración y la paz.
Esta fidelidad por parte de Dios forma parte de la fidelidad a sí mismo. En este sentido, el profeta Ezequiel pone estas palabras en boca de Dios: «No lo hago por vosotros, casa de Israel, sino por mi santo nombre, profanado por vosotros» (Ez 36,22). Es decir, que Israel, convicto y confeso, puede seguir esperando el perdón y la misericordia de Dios, aunque no los pueda exigir, porque Dios es siempre fiel a sí mismo.
Raḥamim
La otra palabra hebrea que se traduce por misericordia es Raḥamim (réḥem = regazo materno). Originariamente designaba el amor entrañable que, espontánea y casi inexorablemente, experimenta una madre por el fruto de sus entrañas. Ese amor nace del vínculo que, durante nueve meses, ha fundido en uno a madre e hijo. Por naturaleza es absolutamente incondicional y gratuito, ya que brota del corazón materno sin que el bebé haga nada para merecerlo. El amor de raḥamim se manifiesta en la ternura, bondad, paciencia, comprensión, propensión al perdón..., que regula normalmente las relaciones entre ambos.
Cuando afirmamos que Dios nos ama con raḥamim, estamos diciendo que el Señor nos quiere visceralmente, con la ternura de una madre, con la fidelidad de un padre. Isaías llega a poner en boca de Dios: «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré nunca jamás» (Is 49,15). El amor de raḥamim del Señor se manifiesta en el cuidado, atención, defensa, ayuda, perdón hacia su pueblo, fruto de sus entrañas maternales.
Las traducciones al español de