La escuela católica
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La escuela católica - Javier Cortés Soriano
PRÓLOGO
Educar no es una actividad más del ser humano. Es la que define su naturaleza. Somos la especie que educa a sus crías, y al hacerlo transmite las creaciones culturales de generación en generación. Esto da a toda reflexión seria sobre educación una inevitable profundidad humana, social, ética e incluso ontológica. Inmanuel Kant decía que la educación es «el más arduo problema que se le puede plantear al hombre», pues es la encargada «de conducir al conjunto de la especie humana hacia su destino». Tal vez por eso resulta fácil separar en los debates educativos la seriedad de la impostura, la trivialidad de la trascendencia, el «postureo» ideológico de la meditación comprometida. Basta con mirar si se activan problemas fundamentales sobre el ser humano, su conducta, sus ideales, sobre la sociedad, sobre el bien y el mal, sobre la libertad, sobre Dios. Por eso todas las reflexiones educativas serias dan mucho que pensar y exigen revisar temas que parecían agotados.
Esto me ha sucedido con el libro de Javier Cortés. Si he de ser sincero, posiblemente no lo hubiera leído si no conociera a su autor, porque la escuela católica es un tema que ha producido demasiada literatura pobre, tópica, prepotente, desde el lado católico, y una respuesta indignada, con frecuencia agresiva y simplona, desde la escuela laica. Pero este libro tiene poco que ver con esos precedentes. Me gusta por su valentía y lucidez. Y no es casual el orden en que menciono estas virtudes, porque creo que la valentía es una condición imprescindible para la lucidez. Al hablar de la escuela católica, el autor critica a los que piensan que su época dorada fue el régimen franquista o a los que intentan defenderla escudándose en el «derecho de los padres» a decidir sobre la educación moral o religiosa de sus hijos. Javier Cortés demuestra mayor confianza en el poder educativo del mensaje cristiano y aspira a mucho más. Le interesa, por supuesto, el papel de la escuela católica como instrumento pastoral o evangelizador, pero sobre todo desea mostrar que la religión católica tiene algo que ofrecer a la escuela en general. Cree que «la aportación de la experiencia de la fe al acervo educativo de una sociedad democrática es un bien en sí misma». Esto es subir el nivel del debate. Compromete al autor y le obliga a diseñar un marco general de la educación y de lo que el mensaje cristiano puede aportar a un sistema educativo no confesional. Comienza analizando qué dice de sí misma la escuela católica: «¿Estamos anclados en un discurso reivindicativo en busca de espacios legales y posibilidades económicas, por muy necesarios que sean, o se nos percibe como una palabra de profundo valor educativo? Cuando queremos comunicar a la sociedad quiénes somos, ¿qué decimos de nosotros mismos? ¿Cuáles son los atributos sobre los que apoyamos esa comunicación de nuestro ser?».
La lectura de este libro me ha recordado una intensa polémica que tuvo lugar en los años previos a la Segunda Guerra Mundial acerca de si podía haber una «filosofía cristiana» o sería una pretensión tan absurda como hablar de «matemática cristiana». Intervinieron grandes figuras: Étienne Gilson, Jacques Maritain, Maurice Blondel, Émile Brehier y Martin Heidegger. Este último dijo que «filosofía cristiana» era un oxímoron, una contradicción, como decir «hierro de madera». Una filosofía debía ser universal, de lo contrario no sería más que un tratamiento de la religión con un aparato conceptual tomado en préstamo de la filosofía, limitada a ser ancilla theologiae, la sirvienta de la teología. Algunos filósofos cristianos defendían que la verdad revelada tenía que informar la filosofía, y otros, con más rigor, decían que la experiencia cristiana podía iluminar conceptualmente aspectos de la realidad válidos fuera del campo de la fe. Me parece un tema de enorme envergadura filosófica que siento no poder tratar aquí. Lo hice, en parte, en ¿Por qué soy cristiano? La fe es una experiencia personal, privada, en el sentido de que sucede en la intimidad de la conciencia. Cuando la teología cristiana decía que el acto de fe no era racional –porque en él interviene la libertad humana, cosa que no es posible ante una demostración matemática, que todos tenemos forzosamente que admitir–, está diciendo que es un acto que solo se puede expresar como una experiencia. Lo que una persona percibe como evidente debe afirmarlo como verdadero, pero si esa evidencia no puede compartirla por métodos al alcance de todos, no puede ser considerada una verdad universal en su modo de adquisición, aunque pudiera serlo en su contenido. La teología de la fe, al considerarla como un don, ha cerrado la posibilidad de esa transmisión meramente racional. Pero ha abierto otras posibilidades de comunicación. Hay experiencias personales que pueden pasar a tener un valor universal porque pueden resultar iluminadoras, fértiles para otras personas, transfiguradoras, con independencia de que en su origen tuvieran un carácter teológico. Pondré como ejemplo una de las más innovadoras creaciones conceptuales de la filosofía medieval: el concepto de esse como opuesto al de essentia. El origen del esse, como se ve en la obra de santo Tomas, tiene un origen religioso, incluso el mismo Maritain habló de un «misticismo del esse», de una «intuición mística del existir». Sin embargo, el concepto de existencia resultó interesante para la filosofía con independencia de su origen. Y ha estado presente en la filosofía de Heidegger, por ejemplo. La fe puede tener un papel importante en la via inventionis, aunque no lo tenga en la via demonstrationis.
La semejanza del debate sobre la filosofía cristiana con el debate sobre la escuela católica procede de la apelación a lo universal. La escuela laica francesa, desde Condorcet hasta Jules Ferry, ha defendido que en la escuela pública solo debe enseñarse lo universal. Condorcet no quería hablar de «educación nacional», porque pensaba que la idea de nación podía convertir la educación en adoctrinamiento, sino de «educación pública». Lo que a mi juicio pretende mostrar Javier Cortés es que el contenido esencial del mensaje cristiano puede formar parte de ese «contenido universal» que la escuela debe transmitir. Por eso sostiene que la comunidad cristiana debe «evangelizar» la educación, más que utilizar el sistema educativo para evangelizar. Esto me parece una afirmación de gran calado. «Educar –escribe– consiste en la intervención intencional del adulto en el seno de una interacción con el educando, con una voluntad explícita de transmisión de aquello que ese adulto vive y profesa como verdadero, como bueno y como bello con la finalidad de desencadenar en el educando lo mejor de su desarrollo personal». Supone que hay un modo cristiano de experimentar la verdad, la belleza y la bondad. Y avanza algunas líneas de lo que podría ser un proyecto de escuela católica.
Ha de ser un proyecto que renueve y explicite sus fuentes de sentido. Algo que debería exigirse a toda la escuela. Que refuerce la dimensión antropológico-ética frente a la tecnológico-instrumental, poniendo el foco en la construcción de una persona capaz de conducir la complejidad de la experiencia humana. Que entienda la enseñanza de los contenidos como una valoración crítica de la información disponible. Que redescubra la dimensión estética. «Al final resulta que la escuela del futuro va a centrarse en responder a los dos grandes desafíos educativos: la cultura como sentido y la persona como proyecto». En un momento en que la educación corre el riesgo de disolverse en un conjunto de competencias, de inteligencias, de destrezas, apelar a la educación de la persona suena a revolucionario. Para Cortés, «una escuela que quiera dar respuesta a estos desafíos deberá aceptar el compromiso de poner en valor la interioridad como experiencia nuclear del ser persona y asumir su educación. Entendemos que la palabra interioridad
expresa con mayor claridad esa parte de la vida personal que planteamos como objeto de educación».
Este enfoque de la educación hace necesario recuperar la educación de la dimensión espiritual. Para el español laico poco instruido resultará tal vez incomprensible que el tema de la espiritualidad pueda tratarse con independencia de la religión. No entenderá, por ejemplo, que la ley inglesa de educación considere que la educación espiritual es objetivo de la escuela. La alta inspección educativa, en un inteligente esfuerzo de reflexión, ha tenido que precisar el contenido de esta afirmación, determinando que por «educación espiritual» se entiende el tratamiento de aquellas necesidades, cuestiones e intereses humanos que no encuentran su respuesta en las ciencias positivas. Incluye la estética, la ética, la religión y las preguntas por el sentido de la vida.
El libro de Javier Cortes –como todo libro serio sobre educación– tiene que partir de la teoría, pero acabar en la práctica. Por eso trata temas muy concretos que van desde la relación entre la escuela y la parroquia a la labor de los tutores, el tratamiento de la sexualidad, el modo de utilizar el currículo como una herramienta educativa y no como un fin en sí mismo, el miedo o la pereza educativa de los adultos, las confusiones de lo que llama la «infantolatría» o la formación del profesorado de las escuelas católicas. En esas páginas se demuestra la larga experiencia educativa del autor. Hay un tema que me ha parecido extraordinariamente clarificador. Al estudiar el papel de la religión en un centro católico separa tres ámbitos: el ámbito educativo académico, el ámbito educativo extracurricular y el ámbito educativo pastoral. Creo que meditar sobre esta separación resolvería muchas confusiones.
Este es un libro que merece debatirse seriamente. Siento nostalgia por aquellas épocas de vigor intelectual del cristianismo en que se tenía una confianza plena en la razón y no había miedo a la discusión. Y saludo con alegría cualquier intento de profundizar en temas que tienen gran relevancia social, como ha hecho el autor de este libro. Repite varias veces que la escuela católica debe ser un proyecto en marcha, no una institución que conservar en formol, y me parece una sensata y revolucionaria propuesta. Javier Cortés sabe que hay temas en que discrepo de él. Creo que la gran evangelización debe hacerse a través de la ética, que conducirá –si Dios quiere–a la religión, lo que en términos bíblicos se denominaba «subir al monte de Yahvé». La respuesta bíblica es que allí subirá «el hombre de corazón recto y buena voluntad». Es decir, no es la religión el camino a la bondad, sino la bondad el camino a la religión. Hay una experiencia que se da y respeta en todas las religiones, que es la «pureza de corazón». Es lo que, según las bienaventuranzas, permite ver a Dios. Mi formación filosófica dependió fundamentalmente de la obra de Edmund Husserl, quien creía que, para llegar a la verdad, había que buscar primero lo que denominaba «actitud fenomenológica», algo muy parecido a la «pureza de corazón». No fue un hombre religioso, y apenas habló de religión. Pero muchos de sus discípulos se convirtieron al cristianismo, entre ellos Edith Stein, una santa católica. Es un hecho que siempre me ha intrigado. En fin, estoy seguro de que Javier y yo seguiremos hablando sobre estos temas apasionantes, pero que no tienen cabida en el estrecho margen de un prólogo.
Espero que lean este libro con el mismo interés y esperanza con que lo he leído yo.
JOSÉ ANTONIO MARINA
INTRODUCCIÓN
El compromiso de la Iglesia con el ámbito educativo en todas sus múltiples manifestaciones sigue siendo uno de los pilares de su presencia y visibilidad social. Quizá la causa de ello radique en que la relación entre la experiencia cristiana de la fe y la educación no es ni periférica ni estratégica. Una experiencia religiosa anclada en el seguimiento del Maestro, que introduce de inmediato en la casa de un Dios curtido en la relación paciente con unas personas y un pueblo que siempre actúan desde su libertad, conduce de manera muy natural a la misión educativa en su sentido más amplio. La propia descripción de la experiencia de fe cristiana y su modelo de relación entre Dios y la persona constituyen una fuente inagotable de inspiración para la práctica educativa.
Esta relación entre fe cristiana y misión educativa, entre Iglesia y educación, precisamente por ser intrínseca, ha sido una constante en la propia historia de la Iglesia desde la actividad cultural y educativa de los monasterios hasta el compromiso explícito con la educación de las numerosas órdenes y congregaciones religiosas, sobre todo a partir del siglo XVI, pasando por las universidades medievales. Es importante recordar esta perspectiva: todos los creyentes que estamos de una u otra manera implicados directamente en el «ministerio de la educación» debemos ser conscientes de que pertenecemos a esta tradición milenaria para que no nos quedemos solo en la corta casuística de las mediaciones por las que hoy la Iglesia lleva a cabo su misión en el ámbito de la educación. Esta perspectiva, además, siempre nos permitirá ampliar nuestro horizonte y abrir nuevas posibilidades. No estamos en la educación simplemente para mantener un espacio donde poder hablar «de lo nuestro», sino que lo hacemos porque la aportación de la experiencia de fe al acervo educativo de una sociedad democrática y abierta es un bien en sí mismo, siempre y cuando se articule como un auténtico servicio a una educación que ya no está tutelada por la Iglesia como sí lo estuvo durante siglos y que, por tanto, constituye una realidad que disfruta de su propia autonomía, la autonomía de las cosas terrenas de la que habla el Vaticano II.
Son miles los creyentes que están comprometidos profesionalmente en este campo específico de la educación. Unos en las universidades católicas, otros en la escuela pública como profesores de cualquiera de las materias o como profesores de Enseñanza Religiosa Escolar y otros en la promoción, dirección y desarrollo de los centros educativos de titularidad confesional, no solo de las congregaciones religiosas, sino de las mismas diócesis. Hablar de educación católica es hablar de todo este abanico de realidades. Cada uno de estos campos de actuación tiene su valor en sí mismo y tiene que ser capaz de responder a los retos que se le plantean para cumplir con su misión. Ojalá todos, estemos donde estemos, nos sintamos formando parte de ese colectivo más amplio que, hoy y aquí, sigue llevando la antorcha de trabajar por la comunicación fecunda entre experiencia de fe cristiana y educación.
Este libro se quiere situar en esa fecunda tradición de la educación católica, pero centrándose en la situación actual y los retos de futuro que tienen hoy planteados las instituciones y las personas que promueven, dirigen y desarrollan los centros educativos de titularidad confesional, eso que llamamos «colegios católicos», y para los que se ha acuñado, quizá de una manera un tanto reduccionista, la expresión «Escuela católica» (EC). Nos referimos a aquellos centros escolares que nacieron o nacen con una clara intención de misión evangelizadora y que dependen directamente de instituciones de carácter eclesial, mayoritariamente órdenes y congregaciones religiosas, pero no exclusivamente, dada la significativa presencia entre sus promotores y sostenedores de algunas diócesis u otro tipo de instituciones eclesiales.
La vida de todos estos centros es rica y variada tanto en el día a día de sus aulas como en la de las propias instituciones. Fruto de ello encontramos ciertas reflexiones centradas en algunos aspectos parciales, como es el caso de la función directiva, su encaje con las legislaciones constitucionales o educativas, la misión compartida, aspectos de pastoral, innovación, etc. Sin embargo, quizá se echa en falta una reflexión un poco más global que recorra transversalmente los diferentes aspectos de la dinámica de la EC, aunque no agote cada uno de ellos. Esta es la intención de este libro. Su objetivo es aportar un panorama más o menos ordenado de todos los elementos que constituyen el sistema complejo de la EC sin pretender tratarlos de manera exhaustiva. Su punto de partida radica en una convicción: la EC solo tiene futuro si es realmente significativa en los contextos de sociedad abierta y democrática que todos deseamos como modelo de convivencia. Efectivamente hay que trabajar por que esos modelos de convivencia democrática no sean excluyentes de la diversidad educativa que manifiesta la misma diversidad de proyectos de vida de las familias, y eso se plasma en legislaciones que apuesten decididamente por la libertad de enseñanza. Sin embargo, nadie asegura que, dado ese marco, solo por la existencia de una auténtica libertad de enseñanza, la EC se constituya en un valor significativo para la sociedad.
Necesitamos algo más, y ese más pasa inevitablemente por preguntar a la EC qué dice de sí misma. ¿Estamos anclados en un discurso reivindicativo en busca de espacios legales y posibilidades económicas, por muy necesarios que sean, o se nos percibe como una «palabra de profundo valor educativo»? ¿Cuál es la fuente real de nuestros proyectos educativos en todas sus dimensiones y en los impulsos de innovación y creatividad, y por tanto cuál es nuestro discurso real puesto en acto por medio de los proyectos que impulsamos en nuestros centros? Cuando queremos comunicar a la sociedad quiénes somos, ¿qué decimos de nosotros mismos? ¿Cuáles son los atributos sobre los que apoyamos esa comunicación de nuestro ser? En un momento, además, en el que estamos ya entrando en procesos de marketing y comunicación, dada la reducción de las «cohortes» de posibles alumnos, es interesante analizar sobre qué claves apoyamos nuestra presentación en sociedad en un pretendido ejercicio de diferenciación. Desde hace ya algunos años, los centros de la EC se han lanzado a llevar a cabo acciones de marketing con el fin de captar alumnos. Se organizan jornadas de puertas abiertas, se programan anuncios en la radio, en los periódicos, se imprimen folletos, etc. En todos esos medios de comunicación formal es donde cada centro pone de manifiesto lo que de verdad valora. En general se acude a la expresión «educación integral», en la que se supone incluida la educación cristiana, o a aquello de la «educación personalizada», pero muy pocos construyen su comunicación sobre una identidad cristiana explícita. Hay algunos, como es el caso de un centro bien conocido de una ciudad mediana en España, cuyo lema en letras bien grandes junto a la puerta de entrada dice «educando en valores». ¿Alguien piensa que hay centros que no se apunten a estas intenciones educativas? ¿Cómo encajar entonces nuestros maravillosos discursos identitarios con esa imagen que queremos dar a la sociedad?
Estos casos y otros parecidos manifiestan algunas de las tensiones en las que vive la EC y que intentaremos analizar más tarde, pero, más allá de la anécdota, no ocultan la enorme riqueza de la vida educativa de los centros educativos católicos cuya aportación sigue siendo de capital importancia para las sociedades en las que se encarnan. Hay vida, y vida en abundancia, manifestada en entrega, deseo de innovación, generosidad y auténtica vocación de educar. Sin embargo, la velocidad de los cambios internos y externos que vivimos exige reflexión, crítica y, sobre todo, proyecto para afrontar los retos del futuro.
La educación católica es, valga la perogrullada, educación. Por tanto, este libro tiene como punto de partida la pregunta por la educación y la escuela en el momento cultural actual. Veremos cómo la misma pregunta por la educación y la escuela, si se formula en toda su profundidad, abre a un posible camino para la EC. Este itinerario de reflexión parte de la situación real y sus retos, recorre los diferentes elementos que constituyen la educación en la escuela y busca articular una palabra educativa católica que llegue a ser auténticamente significativa en la sociedad, precisamente porque actualiza su identidad confesante como buena noticia. Un itinerario que vaya de la autocomprensión interna a la significatividad social guiado por el hilo conductor de una radical confianza en las posibilidades de creatividad y fecundidad de una identidad católica bien trabada en los procesos educativos que la escuela promueve día a día. No se trata, como por otro lado ocurre en otros ámbitos de la vida de la Iglesia, de producir nuevos documentos, sino de transformar de verdad la práctica concreta de la tarea educativa incrustando la perspectiva católica en las dinámicas educativas que hacemos vivir a nuestros alumnos.
El primer capítulo abre al análisis del contexto cultural y educativo, así como del contexto tanto interno como externo de las propias instituciones responsables de los colegios católicos en un intento comprometido de lectura del presente. En el segundo capítulo planteamos la pregunta por la educación y por la escuela. Queremos interrogarnos sobre qué es educar y qué es la escuela como institución específica, como agente educativo en el contexto de los procesos educativos que toda sociedad pone en juego. Necesitamos determinar con claridad estas dos realidades, perfilando bien su especificidad desde su propia autonomía como elementos en sí de la vida humana y de nuestras sociedades. Solo desentrañando las dinámicas internas del «educar» y del «ser escuela» encontraremos la luz y el camino para dar el siguiente paso en el tercer capítulo: qué significa evangelizar la educación y evangelizar la escuela. El capítulo cuarto aborda la problemática relacionada con el educador católico en todas sus dimensiones. El capítulo quinto plantea el reto de la sostenibilidad con el fin de analizar cuáles son los principios que hoy debemos aplicar en la EC, para asegurar no solo una mera subsistencia en el futuro, sino una realidad viva y evangelizadora.
El recorrido por los capítulos anteriores se cierra con una conclusión que incluye una suerte de decálogo en el que se intenta plasmar todo el potencial educativo que la EC puede y debe aportar a la sociedad, a la cultura y a la educación del tiempo en el que vive, no tanto como un derecho, sino más bien como una responsabilidad.
Este libro está escrito desde una perspectiva confesante y, por tanto, confesional. La educación y la escuela son realidades humanas llamadas a ser vividas desde la novedad del Evangelio: «Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas cosas
. Y añadió: Escribe que estas palabras son verdaderas y dignas de crédito
» (Ap 21,5). La pregunta no es, por tanto, ni por el derecho de la Iglesia y de los creyentes a la libertad de enseñanza ni por la justificación interna, y a veces endogámica en sus categorías y expresiones de la propia comunidad eclesial, del llamado ministerio de la educación. Nos preguntamos por la radical novedad que la experiencia cristiana puede traer a los procesos educativos en el ámbito escolar y qué posibilidades tiene de convertirse en palabra significativa en una sociedad de diversidad de sentidos. Precisamente por eso, el objetivo de este itinerario es llegar a construir un discurso laico, entendido este como un discurso capaz de ser comprendido y aprehendido en el