Francisco de Asís y la vida religiosa
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Francisco de Asís y la vida religiosa - José Rodríguez Carballo
FRANCISCO
de Asís y la vida religiosa
José Rodríguez Carballo
Abreviaturas
PRESENTACIÓN
En dos mil años de cristianismo hay un solo hombre que ha marcado la historia de un modo inigualable: Francisco de Asís. Delante de este hombre, que se presenta como «pequeño» e «iletrado», cristianos y no cristianos sienten una profunda simpatía. Hace ahora precisamente ochocientos años que el joven Francisco se presentó ante el «señor Papa», como le llamará él mismo, para pedirle permiso de «vivir según la forma del santo Evangelio», o, en otras palabras, permiso para vivir como vivió Jesús: pobre, obediente y casto. La forma de vida franciscana, revelada por el Altísimo a Francisco, según él mismo confiesa en su Testamento (cf. Test 14-15), ahonda sus raíces en el Evangelio, escuchado, interpretado y vivido «sin glosa». El Evangelio es «regla y vida» de Francisco y de sus seguidores (cf. 2R 1, 1).
Vivir según la forma de vida propuesta por el Evangelio. En esto consiste la verdadera y gran «novedad» de Francisco en relación con la vida religiosa de entonces y de hoy. Es el Evangelio el que hace de Francisco un hombre profundamente actual, el «otro Cristo», «el primero después del Único». Todo lo demás arranca de esto. La concepción de Dios, la visión de Cristo, la fraternidad universal, la minoridad vivida como «sin propio» y todos los demás valores franciscanos parten de la experiencia que tuvo Francisco al inicio de su conversión: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que busco –dice Francisco después de escuchar el Evangelio de la misión en la Porciúncu-la–, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (1C 22). Es la vida según el Evangelio lo que hace que el Poverello, y con él el franciscanismo en estos ochocientos años de existencia, haya aportado a la Iglesia y al mundo una nueva primavera. Todo radica en su vivencia radical del Evangelio.
Ojalá las páginas de este libro acerquen a cuantos las lean a la figura de este hombre que en calidad de «simple» e «idiota» sabía de Dios mucho más que los doctos de su tiempo, simplemente porque los amaba más (cf. J. Ratzinger). Quiera el buen Dios conceder a cuantos lean estas páginas experimentar cuanto experimentó Francisco: que el Evangelio, acogido con corazón de pobre y conjugado con la vida en su lengua original, el radicalismo, sea fuente de felicidad profunda y de una alegría que nadie puede arrebatar.
1
LA VIDA RELIGIOSA
Y FRANCISCO DE ASÍS
1. Si oís hoy su voz, no endurezcáis el corazón
«Tú, ven y sígueme», dice el Señor Jesús a todo hombre y mujer que, seducidos por su persona y por su palabra, se muestran dispuestos a dejarlo todo para «estar con él y ser enviados» (cf. Mc 3,14). Esta es invitación constante del Señor a su Iglesia, interpelación de Cristo a todo aquel que se interroga por el sentido de su vida. Entre estos «mendicantes de sentido» siempre ha habido algunos que, dispuestos a dejarlo todo, quisieron «reproducir» en su vida la de Cristo Jesús: sus sentimientos, sus gestos, sus palabras, la vida común de la primera comunidad de los creyentes. Un ideal de vida y de bienes similar al de la comunidad de Jerusalén, al que continuamente los creyentes volverán los ojos y el corazón. Un ideal de vida y de anuncio de la Buena Noticia que los seguidores del Pobre de Nazaret tendrán siempre como modelo.
A lo largo de la historia de la Iglesia, esta ha querido responder con fidelidad creativa al mensaje de su Esposo, de su Señor. Ella ha querido vivir con creatividad fiel el Evangelio y seguir «más de cerca» a Cristo. La vida consagrada es una respuesta eclesial, suscitada por el Santo Espíritu de Dios, al mensaje de Jesús de Nazaret, el Kyrios. La vida consagrada brota de la voz de Dios, pues es Dios quien llama, ofrece al llamado su ayuda y sostén, y lo consagra para su alabanza; y el llamado responde y acepta por la fe la palabra que el Señor le dirige, y se arriesga a vivir solo de la gracia, solo del amor de Dios.
A lo largo de la historia de la Iglesia, desde el principio mismo de su misión al soplo del Espíritu del Resucitado, hubo creyentes que optaron por vivir el Evangelio como célibes por el Reino de Dios, enteramente dedicados a buscar una existencia centrada en el misterio de Jesús y el seguimiento, en radical desnudez de afectos y riquezas, con el oído atento a la Palabra. Hombres y mujeres que, deseosos de vivir el Evangelio con hondura, supieron encontrar cauces para que se manifestase en la Iglesia lo que en ellos había suscitado la escucha del Evangelio y la respuesta personal a la invitación de Jesús: «Ven y sígueme».
Fue alrededor del año 300 d. C. cuando los cristianos comenzaron a buscar la soledad como un camino para acercarse a Dios y amar a sus hermanos los hombres. Algunos vivieron completamente solos, como ermitaños; otros vivieron en comunidades donde silencio y estilo de vida les ayudaban a relacionarse con Dios. Pues bien, en ese marco plural y rico de la vida consagrada a Dios y a los demás se sitúa también la vida consagrada de la época de Francisco de Asís. Este se encuentra con el monacato occidental heredero de Martín de Tours († 397), Agustín de Hipona († 430), Cesáreo de Arlés († 542), Benito de Nursia († 547). En Italia, el monacato se encontraba bien fundado y extendido ya en torno al año 360. No podemos olvidar que san Jerónimo ya se encontraba en Roma en torno al 381-384.
Posteriormente, el proceso de reforma del papa Gregorio VII (1073-1085) hizo que surgieran en la Iglesia nuevas formas de vida monástica: san Bruno y los cartujos (1084), san Bernardo y los cistercienses (1112), san Norberto y los canónigos regulares (1124). Además nacieron las órdenes militares como los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén (1050), los caballeros templarios (1119), los caballeros teutónicos (1187). El modelo tradicional de vida religiosa, del monacato, deja paso poco a poco a una forma nueva de entender la vida religiosa. Los tiempos cambian, los seguidores del Maestro, en el monacato, se adaptan.
Pero sobre todo en este tiempo dos estilos diversos de monjes se encontraban extendidos por Europa: los monjes que seguían la Regla de san Agustín y aquellos otros que seguían a Jesús según la Regla de san Benito y su reforma del Císter. Los primeros en los albores de su nacimiento (Inocencio IV, 1244) recogían a una serie de comunidades de monjes de la Toscana (Italia) que seguían las directrices de la Regla del santo de Hipona. Agustín había escrito la Regla, en tres momentos o escritos, como normas para organizar la vida de la comunidad cuando fundó en África el monasterio de Tagaste. En estos escritos se regulan las horas canónicas, las obligaciones de los monjes, el tema de la moral y los distintos aspectos de la vida en el monacato, subrayando sobre todo la estricta vida en comunidad al estilo de los apóstoles.
Con san Benito y su Regla, el monacato encontró un hilo vertebral ayudado por su manual monástico, y gracias también al concilio de Aix-la-Chapelle, del 817, en el que todos los abades presentes adoptan como norma única la regla benedictina. Ya en el siglo XI, los monjes de Occidente se identificaban sin más con los monjes fundados en la Regla de san Benito. Decir monje era decir benedictino.
2. Escucha, hijo, los preceptos del maestro:
las Reglas monásticas
Este grupo de hombres consagrados a Dios, alejados del mundo en soledad y oración, formaban comunidades en las que se inauguraba una nueva familia de personas que se amaban y se ayudaban mutuamente en la exigencia de cumplir el Evangelio. Para mejor vivir este, este grupo de creyentes esbozó unos escritos destinados a ser norma de vida para la comunidad. A estos escritos que intentaban plasmar el carisma que su autor vivió, que testimonió y que quiso legar a sus seguidores se les llamó Regla (regula). Esta representaba el conjunto de normas de actuación y convivencia, preceptos, consejos para la vida espiritual y comunitaria que el monje debía observar fielmente.
Las Reglas fueron numerosas. Al final del siglo IV aparecen las Reglas madre, reglas originales en sí mismas, que influirán posteriormente en otros textos normativos. Son las reglas de Pacomio, Basilio y Agustín. El siglo V aparece una familia de reglas que arrancan de la llamada Regla de los cuatro padres; esta influirá en las grandes reglas italianas como la del Maestro y la benedictina, que entran en la vida de la Iglesia durante el siglo VI.
Por encontrarnos en Italia con una mayoría de monasterios benedictinos en la época de Francisco de Asís, señalaré algunas características de la Regla de san Benito, escrita entre el 530 y 560, con el fin de conocer un poco mejor el mundo religioso con el que san Francisco se encontró y que no quiso reproducir, pues el Señor le reveló otro estilo de vida (cf. Test 14).
La Regla de san Benito está profundamente enraizada en las Sagradas Escrituras y en la Tradición viva de la Iglesia, sobre todo en la corriente monástica. Se escribe para que, «observándola en los monasterios, se manifieste tener alguna honestidad de costumbres o un principio de vida monástica» (Regla de san Benito, prólogo 49). Quiere ser un instrumento para dilatar los corazones y buscar a Dios. Cada monasterio tiene como modelo la Iglesia, y como objetivo llevar a sus miembros hacia la plenitud de la vida recibida en el bautismo. El monje debe hacer un camino de desnudez e inmersión en sí mismo para que resurja aquello que realmente es, dejando lo que no es y que se le ha pegado como un incómodo lastre. En el monasterio, tanto el monje como los cristianos y el mundo encuentran un signo de la presencia de Cristo y de su obra redentora. Aquí, «el monasterio es una escuela» (Regla de san Benito, prólogo 45) en la que se aprende a seguir a Cristo y a vivir su salvación.
La Regla daba autoridad de patriarca al abad del monasterio. El abad