Ojo de Nube
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Ricardo Gómez Gil
Ricardo Gómez Gil nació en un pueblo de Segovia en febrero de 1954. Su familia emigró a Madrid, donde se crió y ha vivido desde entonces. Hasta que se dedicó a la escritura, pasados los cuarenta, trabajó como profesor de matemáticas.Además de leer y escribir, le gusta el cine, la fotografía, pasear y escuchar música. «Me repugnan la injusticia y la barbarie. Odio a los que promueven la guerra. No comprendo cómo permitimos que haya hambre en el planeta. Desprecio a quienes se enriquecen a costa ajena», confiesa en su página web.Su obra ha sido merecedora de varios premios, como el Premio Juan Rulfo-Unión Latina (1996), Premio Ignacio Aldecoa de Cuento (1997 y 1998), Premio Ciudad de Mula (1998), Premio Nacional de Poesía Pedro Iglesias Caballero y el Premio Felipe Trigo de Novela (1999), Premio Hucha de Plata, de FUNCAS-Hucha de Oro y Premio de cuentos La Felguera (2001), Premio Alandar de Literatura Juvenil (2003), Premio de Literatura Infantil El Barco de Vapor (2006), Premio Cervantes Chico por el conjunto de su obra (2006) y, últimamente, el Premio de Literatura Juvenil Gran Angular 2010, además de diversos accésits y menciones como finalista de otros tantos.
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Ojo de Nube - Ricardo Gómez Gil
• 1
CAZADOR SILENCIOSO
AL SENTIR LOS PRIMEROS DOLORES del parto, Abeto Floreciente dejó en el suelo la bolsa en que recogía moras silvestres y avisó a su madre:
–Madre, ya llega...
Luz Dorada la sostuvo por la cintura y caminó con ella hacia un claro del bosque. Otras dos mujeres dejaron la recolección y las acompañaron, mientras una tercera se dirigió al poblado a buscar lo necesario para atender a la madre y al recién nacido.
En cuclillas, con los brazos apoyados en los hombros de dos mujeres, Abeto Floreciente dio a luz un niño. Según la costumbre, la abuela ayudó en el parto, cortó con sus dientes el cordón umbilical y lo anudó cerca de la tripa del recién nacido. Luego, le introdujo un dedo en la boca para limpiar su garganta.
El niño tosió y su pequeño pecho comenzó a moverse rítmicamente. Las mujeres esperaron el berrido acostumbrado, pero el recién nacido no lloró.
Tampoco lloró cuando, poco después, la abuela se acercó con él al borde del río y lo sumergió en el agua helada. Mientras lo lavaba, Luz Dorada contó los dedos de sus manitas cerradas y de sus diminutos pies. Observó con detalle su cuerpo, lo encontró completo y proporcionado y dio gracias al Gran Espíritu por haber bendecido a su familia con un niño sano y fuerte.
Las mujeres tumbaron a Abeto Floreciente sobre la estera, para que descansase, y le dieron de beber zumo en un cuenco. Poco después, la abuela subió donde estaba su hija y le tendió el niño, envuelto en una manta:
–Es un niño precioso. No ha llorado al sumergirlo en el agua. Será un valiente cazador. Lo llamaremos Cazador Silencioso.
Poco después de que el sol se pusiese sobre las montañas, las cinco mujeres emprendieron viaje hasta el poblado. Luz Dorada llevaba a su nieto en brazos y ya entonces tuvo la sensación de que la ausencia de llanto no era un buen presagio.
Arco Certero regresó de su jornada de caza cuando se habían encendido las primeras estrellas. Pronto tuvo noticias de que era padre por tercera vez y recibió las felicitaciones de todos los hombres del poblado porque el recién nacido fuese varón. Entró en su tipi, pasó la mano por la frente sudorosa de su mujer y destapó al niño para comprobar si parecía sano y fuerte.
La madre le anunció:
–Se llamará Cazador Silencioso. No ha llorado cuando abrieron su boca, ni tampoco cuando lo lavaron en el río.
Arco Certero sonrió. Le pareció un buen nombre, ese de Cazador Silencioso. Pensó que dentro de unos años, ese niño se haría un chico y después un adulto, y los acompañaría a él y a otros hombres en las partidas de caza. Observó sus puños y sus ojos cerrados y pensó que eran signos de firmeza.
El padre se sentía satisfecho al pensar que su hijo crecería enérgico y fuerte y sería el orgullo de la familia.
Pero a medida que pasaban las horas, crecía la inquietud de la abuela Luz Dorada, a quien no gustaba que su nieto fuese tan callado. Estuvo atenta la primera noche, pero el recién nacido no soltó un solo gemido. Tampoco lo hizo el siguiente día, ni la segunda noche de su vida. Por eso, a la madrugada del tercer día fue al tipi de su hija y dijo:
–Está muy silenciosa tu casa.
–No te preocupes, madre. El niño está sano. Se agarra al pezón con fuerza y su tripa funciona bien, como puedes comprobar.
Luz Dorada vio cómo el niño chupaba de la teta de su madre, con los puños bien cerrados. Era cierto que parecía un muchacho muy fuerte.
Pero eso no la tranquilizó.
• 2
ENTRE LOS CROW
ENTRE LOS INDIOS CROW estaba mal visto hacer preguntas. Se consideraba una ofensa dirigirse a alguien directamente y preguntarle, por ejemplo: «¿Cómo está tu hermano?».
Hacer una pregunta directa significaba obligar a otra persona a responder. Y a los indios crow no les gustaba tener obligaciones. Les gustaba sentirse libres como las nubes en el aire.
Por eso, pasaban los días y la abuela Luz Dorada, aunque estaba inquieta, no preguntaba a su hija, sino que por la mañana le decía, por ejemplo:
–Esta noche tampoco he oído el llanto de tu hijo.
Abeto Floreciente intentó tranquilizar a su madre:
–Eso es de la vejez, madre. Los viejos dormís profundamente. Recuerda cuando, en las praderas, los coyotes se acercaron al poblado de noche y tú tampoco oíste sus aullidos.
Pero la madre de Cazador Silencioso estaba también preocupada. En seis días, su hijo no había llorado ni una sola vez, mantenía continuamente los puños cerrados...
... Y además no había abierto los ojos.
Abeto Floreciente calló todo esto para no disgustar a Arco Certero. Sabía que su marido deseaba sobre todo un hijo varón y estaba feliz por haber tenido a Cazador Silencioso.
Cuando se quedaba a solas con el niño, dándole de mamar o cambiándole el pañal, Abeto Floreciente se dirigía a su hijo:
–Llora, hijo, llora. Si no lloras ahora de niño, todos tendremos que llorar cuando crezcas.
La noche del séptimo día, Abeto Floreciente no podía dormir. Temía que su hijo no tuviese Voz. Y la Voz era muy importante para los indios crow. Era lo que los diferenciaba del resto de animales del cielo, de la tierra y del agua.
A medianoche, decidió no darle de comer.
Y pasó las horas, hasta la llegada del amanecer, pendiente de si el niño gritaba para reclamar el pecho.
Durante ese tiempo, Abeto Floreciente colocó a su pequeño bajo su brazo y le decía de vez en cuando:
–Llora, hijo, llora. Mejor que llores de niño a que tengas que hacerlo cuando seas un hombre.
A la salida del sol de su octavo día de vida, Cazador Silencioso lanzó un sonoro berrido. Un estruendoso grito que despertó a su padre Arco Certero, a Cierva Blanca y a Montaña Plateada, sus dos hermanas.
También despertó a otros habitantes del poblado, sobre todo a la abuela Luz Dorada, quien apareció feliz a la entrada del tipi diciendo a su hija, que daba orgullosa de mamar al niño:
–Esta madrugada, el sol ha salido con fuerza; será un buen día.
–Sí, madre. Será un buen día para todos.
Abeto Floreciente estaba feliz. Su hijo no solo había utilizado con fuerza su Voz, sino que al hacerlo había abierto sus puñitos cerrados. Ahora, mientras mamaba con energía de su pecho, el niño agarraba con fuerza uno de sus dedos, apretándolo al ritmo que latía su pequeño corazón.
Al verlo, la abuela pensaba que Cazador Silencioso crecería como un muchacho sano. De mayor, sería un hombre fuerte. Y un poderoso cazador. Ya no se arrepentía por haberle dado ese nombre mientras lo lavaba a la orilla del río.
Pero transcurrieron los días y el niño no abría los ojos. Como otras cosas, ese hecho no había pasado inadvertido a la abuela Luz Dorada, que a partir del décimo día comentó a su hija:
–Creo que mi nieto todavía no conoce la forma de tu cara.
La madre del niño trataba de espantar las preocupaciones de la abuela y decía mientras veía dormir a su pequeño:
–Mi hijo reconoce mi voz, aprieta mis dedos y toma con gusto la leche de mis pechos, madre. Tiempo tendrá de conocer mi rostro y el tuyo. Mírale y escúchale... Es un niño sano y fuerte.
Cazador Silencioso lloraba solo lo indispensable, cuando sentía hambre o su pequeña tripa se hinchaba de gases. Pero si estaba despierto, ronroneaba como si quisiera echar a hablar. Era un gau-gau continuo y con ritmo, parecido al de una canción.
Aunque era cierto que sus ojos permanecían cerrados.
Y eso tenía preocupada a Abeto Floreciente, aunque ella no quería reconocerlo.
Transcurrieron las dos semanas en las que, según la tradición crow, ni la madre ni el recién nacido debían salir fuera del tipi. Esas dos semanas eran el tiempo que tardaba el alma en asentarse en el cuerpo de los recién nacidos, y no debían salir fuera para que el alma no se la llevara un mal viento.
También era el tiempo para que, según las costumbres indias, las madres pudieran saber si un niño crow debía o no vivir en la tribu. Si por alguna razón el Gran Espíritu deseaba llevárselos durante ese período, los padres no debían sentir pena, porque el alma del recién nacido aún no había llegado a la comunidad.
El decimoquinto día, Cazador Silencioso, con su recién estrenada alma de niño,