25 noches de insomnio 3: Historias que te quitarán el sueño
Por Marcelo di Marco
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25 noches de insomnio 3 - Marcelo di Marco
sobreviviente
El miedo es la emoción que nos ciega. ¿A cuántas cosas tememos? Tenemos miedo de apagar la luz con las manos húmedas. Tenemos miedo de meter un cuchillo en la tostadora para desatascar un bollo sin desenchufarla antes. Tenemos miedo de lo que nos dirá el médico cuando haya terminado de examinarnos. Nos asustamos cuando el avión se convulsiona bruscamente en pleno vuelo. Tenemos miedo de que se agoten el petróleo, el aire puro, el agua potable, la buena vida. Cuando nuestra hija ha prometido llegar a casa a las once y ya son las doce y cuarto, y la nieve azota la ventana como arena seca, nos sentamos y fingimos contemplar el programa de Johnny Carson y miramos de vez en cuando el teléfono silencioso y experimentamos la emoción que nos ciega, la emoción que reduce el proceso intelectual a una piltrafa.
STEPHEN KING
HELGA: THE BODIES XXX SHOW
—Una prostituta será siempre una prostituta —le dijo el señor Zimmermann a su reflejo, anudándose la corbata mientras la cara de aquella cochina de Helga se iba diluyendo más y más en los restos de vapor que quedaban en un ángulo del espejo del baño, devenido lámina de Rorschach—. Esté donde esté, una prostituta jamás cambiará.
Sí: cada vez con mayor frecuencia, según lo dispusieran la química cerebral y los remordimientos, el viudo señor Zimmermann se descubría hablando solo. Y, siempre que hablaba solo, conjeturaba fantasías acerca de qué habría sido de su única hija. Aquella descarriada —por decirlo suave— a quien debió echar a patadas para evitar un escándalo mayor. Aquella vergüenza, aquella inútil buena para nada, aquella deshonra con patas que había dañado el buen nombre de la familia.
—Helga. Helga… Zimmermann. —Incluso le costaba asociarla con el apellido Zimmermann, pronunciar su nombre completo.
Hasta donde podía saberse —ya iban diecisiete años sin verla, diecisiete años de ignorar su paradero y su apariencia actual—, aquella venía sin rumbo, derrapando de trabajo en trabajo y de tipo en tipo. Incluso podía imaginársela limosneando. Incluso entregándose por un par de cervezas podía imaginársela.
—Hace días que no me llevo un pan a la boca —dijo exagerando la súplica, imitándole el tono. Miró el ángulo del espejo: ya ninguna forma podía reconocerse en el vapor condensado, diluido—. Qué fue de vos, Helga, qué hiciste de tu vida. —Y enseguida pensó que a quién le importaba.
Terminó de vestirse, buscó las llaves, se calzó el sombrero. Y maldita fuera la gana que tenía de ir a la exposición esa, a la que lo había invitado el insoportable de Marcus. Pero no le convenía negarse: aquel viejo morboso —morboso como todo buen escritor de noveluchas de misterio— era uno de los dos o tres conocidos que le quedaban. Aparte de Helga. De la hija ausente.
Tuvo que contenerse el señor Zimmermann para no cerrar de un portazo cuando salió de su vacío departamento.
Volvió a la hora y media, y esta vez no se contuvo y pegó un portazo que debió de oírse hasta en el sótano.
Vista con objetividad científica, la exposición del llamado Doctor Muerte no había estado nada mal, y no era de extrañar que un enfermo como Marcus se deleitara llevándolo a ver esos cadáveres perfectamente plastinados y perfectamente disecados, puestos a reproducir actividades de lo más habituales —fútbol, lectura, nutrición—, incluso actividades de lo más íntimas. Ya el señor Zimmermann había visto esas imágenes por YouTube. Estaba al tanto de una exposición tan educativa
, a la que hasta alumnos de colegios religiosos visitaban en excursión.
Pero la cuestión no pasa por ahí.
La cuestión pasa, específicamente, por una de las figuras que el señor Zimmermann ha visto —ha necesitado ver— con mayor detalle que cualquiera de las otras. En realidad se trata de dos figuras. Dos momias que antes tenían piel y sangre, y que ahora son de plástico, y a quienes han enjaulado en una celda de acrílico transparente. El rígido y para siempre bien erecto miembro del cadáver del hombre se abre paso por la abierta y para siempre bien dispuesta vagina de…
EL PEDITO MÍSTICO
En su último viaje, Pancho se dijo que esto era como estar arriba del Patriot atravesando los médanos del faro de Gesell, y lo próximo que se le vino a la mente fue el toro mecánico que habían alquilado la hermana y el marido hacía un par de semanas, para el cumple de Ayelén. Esto era igual que el toro, sí, pero sin una montura que amortiguara los golpes. Y sin una beba llorando y rompiendo las pelotas porque no la dejaban subirse otra vez al todito mecádico
, que en realidad lo habían alquilado para los grandes. Y era injusta Ayelén, además de rompepelotas, porque la habían subido un par de veces, para probar, y la muy viva se le soltó al padre, y casi se vino en banda que hubo que abarajarla en el aire y todo.
La que sí lloraba ahora —y lloraba desde hacía un buen rato—, la que sí rompía las pelotas ahora, y en forma, era la vieja que, tres filas más adelante y en medio de la oscuridad, se había puesto a delirar no bien empezaron las turbulencias, ya a velocidad de crucero. Y no tenían pinta de parar. Ni sus llantos ni sus boludeces y horribles vaticinios, ni las turbulencias. Y alguien de las filas del fondo recibió un par de aplausos chirles cuando dijo:
—A ver un calmante para la señora, a ver si se calla.
Ayelén. Era increíble pensar que una nena con dos años recién cumplidos les tomara el tiempo a los padres todo el tiempo, y con tanto éxito. Lo del toro mecánico fue la más reciente vez en que él debió ejercer de tío enojado, para poner en su lugar a la pendeja. Y se dijo que no era una comparación para nada tranquilizadora lo de homologar un toro mecánico con las sacudidas del avión, pero por lo menos le hacía pensar en algo diferente a lo que estaban viviendo él y los otros pasajeros con destino a Ushuaia.
La beba era rarita. Bastante rarita. Cuando quería, era capaz de quedarse callada durante horas.
Recién sin ir más lejos, en lo de la hermana y después de los postres de aquella improvisada cena de despedida, Pancho vio que Ayelén se había puesto muy seria, sentadita en su silla alta. Muy seria no: más bien le hizo acordarse de los archifamosos ángeles de Rafael, esos dos angelotes gordos que contemplan desde abajo a la Virgen y al Niño. Esa era la palabra: contemplar. Nunca había visto Pancho aquella expresión de contemplación en la cara de una nena, y encima tan chica. Desde su sillita alta, Ayelén miraba hacia el cielo raso, extática como la Santa Teresa de Bernini, con un misticismo que le desbordaba de los ojos azules y contrastaba con esa mancha de puré de garbanzos de la comisura de la boca. Vaya a saber qué cosas andaría imaginando. El cuñado lo sacó de la duda:
—Está rezando, Panchi.
—¿Rezando? —preguntó él, y lo preguntó por preguntar: conociendo lo chupacirios que eran la hermana y el marido, no le extrañaba para nada que a la nena también le agarrara de rebote el pedo místico.
—Reza, sí —dijo Katia, arrobada—. Le contamos al padre José Ignacio, y dijo que a veces pasaba con los chicos.
—Y qué estás rezando, Ayi —quiso saber Pancho, pero la nena no le contestó. Se limitó a sacar los ojos del techo para mirarlo a él, siempre muy seria. Y enseguida elevó de nuevo la mirada azul, que cada vez se le ponía más y más plena de verdad, bien y belleza.
—¿Tenés el celu? —le preguntó Lucas—. Hacele un videíto, aprovechá.
—Me parece que me quedé sin memoria. Pensaba liberársela camino a Ezeiza, con la captura de imágenes de la Mac.
—¿Qué Ezeiza, si salís de Aeroparque? Estás acá nomás, Pancho.
—Cierto, qué boludo.
En ese momento sonó el timbre.
—El remís, por fin —dijo Lucas mirando el portero visor—. Vení que te ayudo con la valija y la compu, Panchi. ¿Tenés todo?
—Dale, no seas malo y probá. —Katia le sonreía a Pancho, haciendo gestos de filmar a Ayelen en éxtasis. Y sin dejar de sonreír se levantó y se fue al perchero, a buscarle la campera al hermano—. Después nos lo mandás por WhatsApp, y lo vemos tranquilos. Cortito.
Mientras, Ayelén seguía en la suya.
Pancho sacó del bolsillo del jean el iPhone, y probó.
Y a la vieja de adelante no había modo de calmarla. Y un poco de razón tenía, la pobre: más que un toro mecánico o una 4X4, el avión ahora recordaba un carrito de la montaña rusa. Y un carrito bien destartalado, para completar mejor la analogía. No paraba de sacudirse y sacudirse y sacudirse, ni de subir y de bajar como un bungee.
Pero mejor no pensar en eso, se dijo Pancho. Mejor no pensar en nada.
Abrió el iPhone, y estaba por entrar en Facebook cuando se acordó de que, por supuesto, lo había puesto en modo avión.
Entonces fue al rollo fotográfico, casi por inercia: prácticamente se había olvidado del video de Santa Ayelén de Palermo Sensible.
Y ahí estaba, con las últimas fotos, ocupándole espacio al pedo.
Se le ocurrió darle PLAY, y pronto Ayelén apareció en pantalla, muy quieta sobre su sillita. Sobre su sillita no: más bien parecía como superpuesta a una nena —¿a otra nena?—, o superpuesta a sí misma. A ella misma, desde luego. Era como si la imagen tuviera el efecto fantasma de los televisores de medio siglo atrás. Imposible.
Y Pancho debió pestañear al ver cómo una nena idéntica a Ayelén —la Ayelén contemplativa, la que miraba hacia el cielo raso— salía, emanaba del cuerpo de su sobrina. La imagen iba diluyéndose y corporizándose en transparencias, alternativamente. Y esa segunda Ayelén no miraba hacia el techo. Miraba hacia la cámara del iPhone.
Lo miraba a él.
Y en esos ojos crueles no podrían leerse jamás ni el bien, ni la verdad ni la belleza. Porque Ayelén
extendió el bracito, por encima del hombro de Ayelén, directo a Pancho. Y, en esa mano —en esa garra nervuda, mejor dicho—, él descubrió un avión en miniatura. Una réplica exacta del Boeing B737 con destino a Ushuaia, pero partido en tres pedazos.
LA PREGUNTA DEL MILLÓN
Junto al cuerpo quedó la notebook salpicada de rojo, y los investigadores no tuvieron dificultad alguna para encontrar en ella el siguiente texto, escrito en Word.
Súbitamente despabilado no podía creerlo del todo, pero era evidente que cerca de mi cama había alguien más: en medio de la penumbra, un contorno grueso se desplazaba silencioso. Lo supe al ver cómo interrumpía la mínima luz del farol de la bocacalle, que entraba por las hendijas de