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Lila
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Libro electrónico378 páginas6 horasNarrativa

Lila

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Lila, de cuatro o cinco años, malvive en una casa de obreros inmigrantes en algún punto del Midwest de la década de 1920. Nadie parece preocuparse mucho por ella. Pasa el tiempo acurrucada bajo una mesa hasta que rompe a llorar y alguien la manda fuera de la casa. Un anochecer, una mujer llamada Doll se lleva a Lila. Sobreviven uniéndose a una banda de trabajadores nómadas en busca de empleo mientras el país se sume en la Gran Depresión.
Pasan los años y para Lila la felicidad sigue siendo algo extraño. Doll ha desaparecido de su vida sin saber cómo y ella sigue su deambular, preguntando casa por casa si alguien tiene un trabajo para ella. Un día, para guarecerse de una tormenta, entra en una iglesia del poblado de Gilead mientras el reverendo John Ames pronuncia su sermón. Con el vestido mojado, los ojos tristes, Lila no había nacido para ser una mujer bella.
A pesar de la diferencia de edad y de condición, Lila y el reverendo Ames vivirán una historia de amor como un milagro repentino e inexplicable. Lila huye de un pasado itinerante y brutal, y el reverendo recupera el sentido del amor cuarenta años después de la muerte de su primera mujer.
Lila es la tercera novela protagonizada por los habitantes de Gilead en Iowa, junto a Gilead y En casa publicadas en español por Galaxia Gutenberg en 2011 y 2013. Y con ellas, Marilynne Robinson se ha convertido ya en un clásico viviente de la literatura contemporánea.

«Una exquisita novela de amor y redención espiritual.» Ron Charles, The Washington Post

«La vida sin seguridad, sin amor, ésa es la vida real, y Lila quiere entender por qué. Un libro que no retrocede ante nada.» Joan Acocella, The New Yorker
IdiomaEspañol
EditorialGalaxia Gutenberg
Fecha de lanzamiento1 abr 2015
ISBN9788416252626
Lila
Autor

Marilynne Robinson

Marilynne Robinson is the author of the novels Home, Gilead (winner of the Pulitzer Prize), and Housekeeping, and four books of nonfiction: When I Was a Child I Read Books, Mother Country, The Death of Adam, and Absence of Mind. She teaches at the University of Iowa Writers’ Workshop.

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    Lila - Marilynne Robinson

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    © Nancy Crampton

    Marilynne Robinson

    Marilynne Robinson (Sandpoint, Idaho, 1943) es doctora en Literatura inglesa por la Universidad de Washington. Ha compaginado una extensa trayectoria profesional en el mundo de la docencia con su faceta investigadora y ensayística –ha publicado numerosos artículos en Harper’s, The Paris Review y The New York Times Book Review–, amén de convertirse, con tan sólo tres novelas, en una de las voces más influyentes de la narrativa americana de las últimas décadas.

    Su ópera prima, Vida hogareña (Housekeeping, 1980), se alzó con el premio PEN/Hemingway y fue finalista del Pulitzer. Tuvieron que transcurrir veinticuatro años hasta que viera la luz la novela que encumbró definitivamente a Robinson: Gilead, el testimonio de un pastor metodista en una pequeña localidad de Iowa, narrada en clave epistolar a su hijo de siete años, que fue galardonada, entre otros, con el premio Pulitzer 2005 y el National Book Critic Circles Award 2004. En 2008 publicó En casa (Home), cuya acción es contemporánea a Gilead y la complementa, y que se alzó con el premio Orange a la mejor novela de ficción. En 2010, Marilynne Robinson fue elegida miembro de la American Academy of Arts and Sciences.

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    Ilustración de sobrecubierta:

    El mundo de Christina, Andrew Wyeth, 1948. Pintura

    al temple sobre panel, 81,9 x 121,3 cm.

    © Andrew Wyeth, 2015 © The Museum of Modern

    Art, Nueva York / Scala, Florencia, 2015

    Lila, de cuatro o cinco años, malvive en una casa de obreros inmigrantes en algún punto del Midwest de la década de 1920. Nadie parece preocuparse mucho por ella. Pasa el tiempo acurrucada bajo una mesa hasta que rompe a llorar y alguien la manda fuera de la casa. Un anochecer, una mujer llamada Doll se lleva a Lila. Sobreviven uniéndose a una banda de trabajadores nómadas en busca de empleo mientras el país se sume en la Gran Depresión.

    Pasan los años y para Lila la felicidad sigue siendo algo extraño. Doll ha desaparecido de su vida sin saber cómo y ella sigue su deambular, preguntando casa por casa si alguien tiene un trabajo para ella. Un día, para guarecerse de una tormenta, entra en una iglesia del poblado de Gilead mientras el reverendo John Ames pronuncia su sermón. Con el vestido mojado, los ojos tristes, Lila no había nacido para ser una mujer bella.

    A pesar de la diferencia de edad y de condición, Lila y el reverendo Ames vivirán una historia de amor como un milagro repentino e inexplicable. Lila huye de un pasado itinerante y brutal, y el reverendo recupera el sentido del amor cuarenta años después de la muerte de su primera mujer.

    Lila es la tercera novela protagonizada por los habitantes de Gilead en Iowa, junto a Gilead y En casa publicadas en español por Galaxia Gutenberg en 2011 y 2013. Y con ellas, Marilynne Robinson se ha convertido ya en un clásico viviente de la literatura contemporánea.

    MARILYNNE ROBINSON

    Lila

    Traducción de Vicente Campos

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    Título de la edición original: Lila

    Traducción del inglés: Vicente Campos González

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    [email protected]

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: marzo 2015

    © Marilynne Robinson, 2014

    Reservados todos los derechos

    © de la traducción: Vicente Campos, 2015

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2015

    Ilustración de portada: El mundo de Christina, Andrew Wyeth, 1948. Pintura al temple sobre panel, 81,9 x 121,3 cm. © Andrew Wyeth, 2015 © The Museum of Modern Art, Nueva York / Scala, Florencia, 2015

    Conversión a formato digital: Gamma, s.l.

    Depósito legal: DL B 3078-2015

    ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-16252-62-6

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, a parte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    A Iowa

    La niña estaba fuera, en las escaleras del porche, a oscuras, abrazándose para protegerse del frío, casi dormida tras haberse quedado sin lágrimas. Ya no podía desgañitarse más y ellos tampoco la oían, o a lo mejor sí, pero eso sólo empeoraría las cosas. Alguien había gritado: ¡Haced callar a ese bicho o lo callaré yo!, y entonces una mujer la había sacado de debajo de la mesa tirándole del brazo, la había empujado hasta el porche y había cerrado la puerta; los gatos corrieron a refugiarse debajo de la casa. Los animales ya no dejaban que se les acercara porque a veces los agarraba por la cola. Tenía los brazos cubiertos de arañazos y los arañazos escocían. Ella también se había arrastrado hasta debajo de la casa en busca de los gatos, pero cuando por fin pudo coger a uno, el animal se resistió con saña a su empeño de retenerlo y acabó mordiéndola, así que tuvo que soltarlo. ¿Por qué aporreas la puerta de tela metálica? Si sigues comportándote así nadie te querrá por aquí. Entonces la puerta se cerró otra vez y al poco anocheció. La gente de dentro fue sumiéndose en el silencio y la noche se alargó. Tenía miedo de quedarse debajo de la casa y miedo también de subir a las escaleras, aunque si permanecía cerca de la puerta a lo mejor se abría. Había salido la luna, que la miraba fijamente, y se oían los sonidos en el bosque, pero casi se había quedado dormida cuando Doll apareció por el sendero y la encontró allí, de aquella guisa, desconsolada, la cogió en brazos, la envolvió en su chal y dijo: «Bueno, no tenemos ningún sitio al que ir, así que ¿qué vamos a hacer?».

    Si la niña odiaba a alguien en el mundo, esa persona era Doll. Ella le restregaba la cara con un trapo húmedo o la perseguía con un peine roto para desenmarañarle el pelo. Casi todas las noches, Doll dormía en la casa, y tal vez pagara barriendo un poco. Era la única que barría, y, mientras lo hacía, no paraba de maldecir: Esto no sirve para nada de nada, joder; y alguien decía: Pues déjalo de una vez, maldita sea. Había gente durmiendo en el suelo, allí mismo, en un revoltijo de colchas y sacos de yute. Todos los días eran iguales.

    Casi siempre que la niña se quedaba debajo de la mesa, los demás se olvidaban de ella. La mesa estaba pegada a un rincón y, si no alborotaba mucho, nadie se tomaba la molestia de meterse debajo para sacarla de allí. Cuando Doll llegaba por la noche, se arrodillaba y la tapaba con aquel chal, pero se marchaba tan temprano por la mañana que la pequeña notaba cómo le quitaba el chal, y le entraba más frío al perder el calor que le daba, y se removía y maldecía un poco. Pero allí dejaba siempre alguna galleta, o una manzana, algo, y una taza con agua para cuando se despertara. Una vez, encontró una especie de juguete. Era sólo una castaña de indias envuelta en un trozo de tela atada con un cordel, dos nudos a los lados y dos por debajo, a modo de manos y pies. La niña le hablaba en voz baja y dormía con la muñeca debajo de la blusa.

    Lila no le hablaba a nadie de aquellos tiempos. Sabía que parecerían muy tristes, aunque no lo hubieran sido, no. Doll la había cogido en brazos y la había envuelto en el chal. «Y ahora no hagas ruido –le dijo–, no despiertes a la gente.» Se acomodó a la niña en la cadera y entró en la casa oscura, pisando con todo el cuidado y sigilo que podía, encontró el fardo que guardaba en su rincón, y luego volvieron a salir a la fría noche y bajaron las escaleras. El sueño de todos enrarecía el aire de la casa y era una noche de viento, poblada de los ruidos de los árboles. La luna había desaparecido y llovía, una lluvia tan fina que era apenas un cosquilleo sobre la piel. La niña tendría cuatro o cinco años, y piernas largas, tan largas que Doll no podía taparla del todo, pero le frotaba las pantorrillas con su mano grande y áspera y le limpiaba la humedad de la mejilla y el pelo. Susurró: «Me parece que no sé qué estoy haciendo. No lo tenía pensado. Bueno, a lo mejor sí. No lo sé. Sí, supongo que sí lo pensé. Aunque está claro que no era ésta la noche para hacerlo». Se subió el delantal para tapar las piernas de la niña y la llevó más allá del claro. Es posible que la puerta se abriera y una mujer les gritara: ¿Adónde vas con esa criatura?, y luego, al cabo de un momento, la puerta se cerró otra vez, como si la mujer creyera haber cumplido con lo que el decoro le exigía. «Bueno –susurró Doll–, ya veremos.»

    La carretera no era más que un sendero, pero Doll la había recorrido tantas veces a oscuras que pasaba por encima de las raíces y esquivaba los baches, sin detenerse ni tropezar nunca. Podía andar rápido cuando no había luz. Y era lo bastante fuerte para que una carga tan engorrosa como una niña desgarbada de largas piernas pudiera ir acurrucada cómodamente en sus brazos, casi dormida. Lila sabía que no podía haber ocurrido de la manera que lo recordaba, como si la llevara el viento y hubiese brazos a su alrededor para que supiera que estaba a salvo y un susurro en su oído para que supiera que no estaba sola. El susurro decía: «Tengo que encontrar un sitio donde dejarte. Tengo que encontrar un sitio seco». Y entonces se sentaron en el suelo, sobre agujas de pino; Doll apoyó la espalda en un árbol y la niña se acurrucó en su regazo, contra su pecho, oyendo el latir de su corazón, sintiéndolo. Llovía con fuerza. A veces, algunas gotas gruesas las salpicaban. Doll dijo: «Debería haberme dado cuenta de que iba a llover. Y ahora tienes fiebre». Pero la niña simplemente se arrimaba a ella, sin esperar nada, salvo seguir allí y que la lluvia no cesara. Doll podría haber sido la mujer que más sola estaba en el mundo, y ella era la niña más desamparada, y ahí estaban, las dos juntas, dándose calor bajo la lluvia.

    Cuando dejó de llover, Doll se levantó, con torpeza porque sostenía a la niña en brazos, y la arropó con el chal lo mejor que pudo. Dijo:

    –Sé de un sitio. –La cabeza de la niña se vencía hacia atrás y Doll se la levantaba, intentando mantenerla tapada–. Casi hemos llegado.

    Era otra cabaña con un porche con escaleras en la fachada y un patio pelado por las inclemencias del tiempo. Un viejo perro negro se irguió sobre las patas delanteras, luego sobre las traseras y ladró, y una anciana abrió la puerta. Dijo:

    –No tengo trabajo para ti, Doll. Ni nada que darte.

    Doll se sentó en la escalera.

    –Sólo quería descansar un poco.

    –¿Qué llevas ahí?, ¿de dónde has sacado a esa niña?

    –No importa.

    –Bueno, pues más vale que la devuelvas.

    –Tal vez. Pero no creo que lo haga.

    –En ese caso, al menos dale algo de comer.

    Doll no dijo nada.

    La anciana entró en la casa y sacó un trozo de pan de maíz. Dijo:

    –Estaba a punto de ordeñar. Más vale que entres, que la cría no pase frío.

    Con la niña en brazos Doll se acercó a la estufa, que sólo desprendía el poco calor de los rescoldos amontonados del fondo. Dijo en voz baja:

    –Calla. Tengo algo para ti. Tienes que comértelo. –Pero la niña era incapaz de espabilarse, no podía evitar que la cabeza se le fuera hacia atrás. Así que Doll se arrodilló con ella en el suelo para que las manos le quedaran libres, pellizcó migas de pan de maíz y las fue metiendo en la boca de la pequeña, una por una–. Tienes que tragar.

    La anciana volvió con un cubo de leche.

    –Tibia, recién ordeñada –dijo–. Lo mejor para una criatura.

    Ese olor fuerte y a hierba, leche cruda en una taza de hojalata. Doll se la dio a sorbitos sosteniéndole la cabeza en el hueco del brazo.

    –Bueno, ya tiene algo en el cuerpo, si lo retiene. Ahora echaré un poco de leña al fuego y podemos limpiarla un poco.

    Cuando la habitación se caldeó algo más y el agua en el hervidor empezó a calentarse, la anciana sostuvo a la niña en pie dentro de una palangana blanca que puso en el suelo junto a la estufa y Doll la lavó con un trapo y un trozo de jabón, frotándole con cuidado los arañazos de los gatos y las picaduras de las niguas y los mosquitos, que se había rascado, y los cortes de las rodillas y la mano que tenía la costumbre de morderse. El agua de la palangana se ensució tanto que la arrojaron fuera y empezaron de nuevo. Su cuerpo entero se estremecía de frío y por lo que le escocía.

    –Liendres –dijo la anciana–. Tenemos que cortarle el pelo. –Cogió una navaja y empezó a cortar los mechones enmarañados todo lo cerca que se atrevía del cuero cabelludo de la niña–. Tengo un cuchillo en la mano. Más vale que se esté quieta. –Luego la enjabonaron y le frotaron la cabeza, el agua y la espuma se le metieron en los ojos, ella se resistió y gritó con toda la fuerza que tenía, y les dijo que, si por ella fuera, se pudrirían en el infierno. La anciana dijo–: Tendrás que hablar con ella sobre ese vocabulario.

    Con el dobladillo del delantal, Doll le quitó el jabón de la cara y le enjugó las lágrimas.

    –Nunca he tenido valor para regañarla. Ésas son casi las únicas palabras que le he oído.

    Le confeccionaron un par de vestidos con sacos de harina en los que cortaron unos agujeros para la cabeza y los brazos. Al principio estaban rígidos y olían como si hubieran pasado mucho tiempo guardados en un baúl o en un aparador, y tenían estampados de florecillas, como el delantal de Doll.

    Pareció una única noche muy larga, pero debió de alargarse una semana, dos semanas, todo el tiempo meciéndose en el regazo de Doll mientras la anciana trajinaba a su alrededor.

    –Como si no tuvieras bastantes problemas, digo yo. Vas y te llevas una niña que va a morírsete hagas lo que hagas.

    –No dejaré que muera.

    –Ah, ¿no?, ¿cuándo fue la última vez que pudiste decidir algo?

    –Si la hubiera dejado donde estaba, seguro que habría muerto.

    –Bueno, a lo mejor su familia no piensa lo mismo. ¿Saben que te la llevaste? ¿Qué vas a decirles cuando vengan a buscarla? ¿Que está enterrada en el bosque? ¿Al lado de la parcela de patatas? Como si yo no tuviera también ya bastantes problemas.

    –No vendrá nadie a buscarla –dijo Doll.

    –Seguramente en eso sí tienes razón. Es la niña más escuchimizada que he visto en mi vida.

    Pero mientras hablaba no paraba de remover en una olla maíz molido y melaza residual. Doll le daba a la niña un par de cucharadas, luego la mecía un rato y al cabo le daba otra cucharada. Se pasaba la noche entera meciéndola y alimentándola, y se quedaba adormilada con la mejilla pegada a la frente acalorada de la pequeña.

    La anciana se levantaba de vez en cuando para echar más leña a la estufa.

    –¿Lo retiene?

    –Casi todo.

    –¿Va bebiendo agua?

    –Una poca.

    Cuando la anciana se iba otra vez, Doll le susurraba:

    –Ahora, no te me mueras. Que todas estas molestias no sean en vano. No te mueras. –Y luego, para que la niña apenas pudiera oírla, añadía–: Morirás si tienes que morir. Lo sé. Pero te resguardé de la lluvia, ¿no? Y aquí estamos calientes, ¿verdad?

    Al cabo de un rato, la anciana otra vez:

    –Acuéstala en mi cama si quieres. Me parece que yo tampoco dormiré esta noche.

    –Tengo que vigilar que respire bien.

    –Entonces échala a mi lado.

    –Se me agarra.

    –Bueno. –La anciana trajo la colcha de su cama y la echó encima de las dos.

    La niña oía latir el corazón de Doll y sentía su respiración subiendo y bajando por el pecho. Hacía demasiado calor y forcejeó para quitarse de encima la colcha y soltarse del abrazo de Doll a la vez que se aferraba a ella echándole los brazos alrededor del cuello.

    Se quedaron con aquella anciana durante semanas, puede que un mes. Las mañanas se habían vuelto cálidas y húmedas y Doll la sacaba a tomar el aire, cogiéndola de la mano porque todavía no había recuperado fuerza en las piernas. Paseaba con ella por el patio delantero, que notaba frío y suave como la arcilla bajo los pies descalzos. El perro estaba tumbado al sol, con el hocico entre las patas, sin prestarles atención. Ella le acariciaba el pelaje cálido y áspero del lomo y la mano se impregnaba de su olor agrio. Unas gallinas se contoneaban por el patio, picoteando y arañando el suelo. Doll había ayudado a plantar el huerto, aunque ¿cómo había podido hacerlo cuando la niña creía que siempre había alguien sosteniéndola? Pero ahí estaban las zanahorias. Doll arrancó una que no era más gruesa que una paja.

    –Es suave como una pluma –dijo, y acarició la mejilla de la niña con el pequeño ramillete de hojas verdes. Limpió la tierra de la raíz con los dedos–. Ten. Puedes comértela.

    La niña sintió un dolor en la garganta porque quería decir: Creo que me he dejado mi muñeca de trapo en la casa. Estoy segura. Y sabía exactamente dónde, debajo de la mesa en el rincón más apartado, apoyada en la pata de la mesa como si estuviera sentada. Podría entrar corriendo por la puerta, cogerla y salir a la carrera. Nadie la vería. Pero a lo mejor cuando volviera Doll ya no seguiría aquí, y, además, tampoco sabía dónde estaba aquella casa. Pensó en el bosque. No era más que una vieja muñeca de trapo, que sus manos habían ensuciado porque siempre la llevaba consigo. Pero ellos la echaron a las escaleras del porche antes de que pudiera cogerla y los gatos ni siquiera dejaban que los acariciase, y luego llegó Doll y ella no sabía que iban a marcharse, no lo entendió. Así que la dejó donde estaba. Y no porque quisiera.

    Doll le apartó la mano de la boca.

    –No tienes que morderte así. Te lo he dicho mil veces. –En una ocasión le echaron mostaza en la mano, y vinagre, y ella se los quitó a lametones porque le escocía. Otra vez le ataron un trapo, y ella lo chupó con tal fuerza que rezumó sangre y lo tiñó de rosa–. Podrías ayudarme a desherbar. Así tendrías algo que hacer con esa mano.

    Entonces se quedaron en silencio, al sol, envueltas en el olor de la tierra, arrodilladas la una al lado de la otra, arrancando los pequeños brotes que no eran zanahorias, diminutas hojas regordetas y raíces blancas.

    La anciana salió a mirarlas.

    –No tiene color. No querrás que se queme al sol, ¿verdad? Empezará a rascarse otra vez. –Tendió la mano para que se la cogiera la niña–. He estado pensando en «Lila». Yo tenía una hermana que se llamaba Lila. Si le pones un nombre bonito, a lo mejor podría volverse bonita.

    –Tal vez –dijo Doll–. No importa.

    Pero el hijo de la anciana volvió a casa con una esposa y ya no hubo trabajo para que Doll pudiera quedarse. La anciana preparó un fardo con tantas cosas como Doll podía cargar llevando también a la niña, que todavía no estaba lo bastante fuerte para caminar mucho, y su hijo les enseñó el camino para llegar a la carretera principal, por poco de principal que tuviera. Luego, al cabo de unos días, encontraron a Doane y Marcelle. Es posible que Doll fuera buscándolos. Todos decían que Doane tenía buena reputación, que era un hombre justo y si le contratabas podías confiar en que cumpliría con una provechosa jornada de trabajo. Claro que no era sólo Doane. También estaban Arthur con sus dos chicos, y Em y su hija, Mellie, y Marcelle. Marcelle era la esposa de Doane. Una pareja casada.

    Durante mucho tiempo Lila no supo que las palabras se formaban con letras, ni que las estaciones tenían otros nombres aparte de siembra y siega. Caminar hacia el sur, por delante del mal tiempo; caminar hacia el norte para llegar al inicio de la cosecha. Vivían en los Estados Unidos de América. Ella lo contó en casa al volver de la escuela. Doll dijo: «Bueno, supongo que tenían que llamarlo de algún modo».

    Una vez, Lila le preguntó al reverendo cómo se deletreaba Doane. ¿Qué le había entendido él?, ¿Done?, ¿Down? A lo mejor don’t porque ella no siempre pronunciaba la te. El reverendo nunca tenía muy claro qué sabía Lila y qué no, y le dolía molestarla si se equivocaba en sus suposiciones.

    Él esperó un momento y se rió.

    –¿Te importaría hacer una frase con la palabra?

    –Había un hombre que se llamaba Doane. Lo conocí hace mucho tiempo.

    –Sí, ya entiendo –dijo él–. Yo conocí a un Sloane. S-L-O-A-N-E. –Viejo como era, el reverendo todavía se ruborizaba a veces–. Así que debe de ser igual, pero con una D.

    –Cuando era niña. El otro día me dio por recordar el pasado.

    Ella ni siquiera le habría contado eso de no haber visto que el rubor del anciano se intensificó cuando mencionó que una vez había conocido a un hombre.

    Él asintió.

    –Ya entiendo.

    El reverendo nunca le pidió que le hablara de los viejos tiempos. No daba la impresión de que él se permitiera divagar sobre dónde había estado ella, sobre cómo había vivido todos aquellos años hasta el día que entró empapada por la lluvia en la iglesia. Doane siempre decía que las iglesias sólo querían tu dinero, así que todos se mantenían alejados de ellas, pasaban por delante como si fueran más listos que los demás. Como si tuvieran algún dinero que pudieran querer las iglesias. Pero aquel día llovía con ganas y era domingo, así que no había ninguna otra puerta en la que pudiera buscar refugio. Las velas la sorprendieron. Puede que todo le pareciera tan bonito porque se había saltado algunas comidas. El hambre podía hacer que las cosas parecieran más brillantes. Más brillantes y más lejanas. Como si cuando estiras la mano tocaras cristal. Ella lo miró y se olvidó de que estaba allí con él y que él vería que lo estaba mirando. Esa mañana bautizó a dos bebés. Era un anciano corpulento y de pelo plateado, y cogió a cada uno de los pequeños en brazos con toda la delicadeza posible. Uno de ellos llevaba un vestido blanco que caía sobre el brazo del reverendo, y cuando lloró un poco por el agua que le puso en la frente, él dijo: «Bueno, seguro que también lloraste la primera vez que naciste. Eso significa que estás vivo». Y a ella se le ocurrió que también había nacido una segunda vez, la noche que Doll la recogió de las escaleras, la envolvió en su chal y se la llevó bajo la lluvia. No es tu madre, eso lo sé.

    Parecía que aquella niña lo supiera todo. Mellie. Sabía contorsionarse hacia atrás hasta apoyar limpiamente las manos sobre el suelo. Sabía dar volteretas laterales. Dijo: «Sé que esa mujer no es tu madre. Te dice cosas que tu madre ya te habría dicho. ¿Que no te chupes la mano? ¿Como si fueras un bebé? Seguro que eres huérfana». Dijo: «Yo conocí a una huérfana una vez. Tenía las piernas raquíticas, como las tuyas. Tampoco sabía hablar. Seguramente porque era huérfana. Es como si hubiera salido mal».

    Mellie, a diferencia de los otros, sentía curiosidad por ellas. Se retrasaba para caminar a su lado y acercaba la cara a la de la niña, para mirarla fijamente. «Tiene una llaga en el pie. Eso es una llaga. Ponle un poco de leche de diente de león. Aquí tengo. Apuesto a que yo podría cargar con ella. Seguro.» Iba comiendo una flor de diente de león, la parte amarilla, o mascando trébol rojo. Era muy morena, con pecas, y el pelo casi se le había quedado blanco del sol, incluso las cejas y las pestañas. «Odio estos viejos monos. Los chicos los gastaron y ahora tengo que llevarlos yo. No son más que remiendos. Doane dice que son lo que va mejor para trabajar. Tengo un vestido. Mi mamá va a bajarle el dobladillo». Y entonces se marchaba, boca abajo, caminando sobre las manos.

    Doll dijo: «Le gusta fastidiar. No le hagas caso».

    Por entonces Lila no hablaba. Doll decía: «Sabe hablar. Sólo que no quiere». En parte era porque Doll le proporcionaba todo lo que necesitaba. A veces, todavía la despertaba por la noche para darle una cucharada de gachas frías. Y Lila ni siquiera supo qué era maldecir hasta que se lo dijo aquella anciana. Para ella esas palabras sólo significaban: déjame en paz, casi siempre. Una vez, le dijo a la anciana que ojalá acabara en el infierno con la espalda rota, y la mujer la levantó del suelo de un tirón, le dio una bofetada y dijo: Tienes que dejar de maldecir. La mujer había ido a buscar un frasquito de medicina para la llaga del pie de la niña, que no cicatrizaba, y el fármaco hizo efecto cuando se lo puso, pero a la anciana le dolió que la pequeña reaccionara con tanta rabia. Lila no sabía dónde meterse así que se fue a un rincón, se acurrucó cuanto pudo y cerró los ojos con fuerza. La anciana dijo: «¡Oh, por favor! ¡Doll, ven aquí! Ha vuelto al rincón otra vez. ¡Habráse visto qué niña!».

    Doll entró oliendo a sudor y a sol, se arrodilló a su lado y la levantó para acomodarla en su regazo. Susurró: «Pero qué haces mordiéndote la mano como un bebé». La anciana le acercó el chal y Doll se lo echó por encima. La mujer dijo: «La cría es tuya, Doll. Yo no puedo con ella».

    Nunca hablaban de nada de eso, ni una palabra en todos aquellos años. Ni de la casa de la que se la había llevado Doll, ni de la anciana que las había acogido. Sí conservaron el chal, hasta que se desgastó y se quedó tan vaporoso como una telaraña. Pero ella sentía la emoción del secreto cada vez que cogía la mano de Doll y ésta se la apretaba con levedad, cada vez que se tumbaba exhausta amoldándose a la curva del cuerpo de Doll, que extendía el brazo para que le sirviera de almohada en la que reposar la cabeza y le echaba el chal por encima. Aún años después de que se hubiera convertido en una niña normal, si tenían que hablar con gente, Doll le susurraba al oído: «¡No maldigas! ¡Ni una palabrota!», y se reían juntas, deleitándose en su secreto compartido. Ni siquiera mencionaban las noches que durmieron alejadas de la luz de la hoguera de Doane, ni los días que pasaron caminando detrás del grupo de Doane, a distancia, como si sólo por casualidad transitaran por la misma carretera.

    Podían mantenerse por su cuenta y aparte porque tenían un saquito de harina de maíz y una pequeña olla en la que cocinar. Cada noche Doll encendía una hoguera. Cuando caminaba, iba recogiendo todo lo que pudieran comer. Atrapó un conejo con el delantal y lo mató con una piedra, y esa noche lo cocinó con una pasta de bledos. Encontró un nido de pájaros con huevos. Encontró achicoria y tostó las raíces, que eran medicinales, dijo, un remedio para el dolor de barriga. Por fin, un día cogió en brazos a la niña, siguió al grupo de Doane a un campo de maíz joven y empezó a arrancar malas hierbas de los surcos a los que no llegaban sus azadas, y ellos no le dijeron nada. La niña permaneció a su lado, agarrada a su falda. Cuando Marcelle sacó un cubo de agua del pozo para los demás, también se lo acercó a ellas. Doll se lo agradeció, llevó la taza a los labios de la niña, luego se limpió la mano en el vestido, metió los dedos en la taza para humedecérselos y quitó el polvo de la cara de la pequeña. Unas gotas frías se escurrieron por la barbilla y por la garganta de Lila y en el sudor húmedo del vestido, y se rió. Doll, sorprendida, dijo:

    –Vaya, ¡escúchate ahora!

    Marcelle estaba allí delante, mirándolas, esperando que le devolvieran la taza.

    –Ha estado mala un tiempo, ¿no?

    Doll asintió.

    –Ha estado

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