Historia del alma
Por Guillermo Serés
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Historia del alma - Guillermo Serés
© Mery Nasarre
Guillermo Serés (Zaidín, Huesca, 1957) es Catedrático de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro correspondiente de la Real Academia Española. Filólogo, especialista en la historia de las ideas desde la Antigüedad hasta la época moderna, y en la literatura española medieval y del Siglo de Oro, ha contribuido al conocimiento de esos campos con estudios como La transformación de los amantes y ediciones críticas y anotadas como la Obra poética, de fray Luis de León; El conde Lucanor; el Examen de Ingenios, de Huarte de San Juan, o la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo.
Si hay un alma y, qué sea el alma, si la hay son preguntas a las que pensadores, médicos, escritores... han intentado dar una respuesta válida. Desde Homero hasta Descartes la idea de alma ha servido para designar el conjunto de sensaciones, imágenes y recuerdos, alegrías y tristezas, ilusiones o esperanzas, así como para nombrar los ideales más sublimes y las más bajas pasiones, las emociones o el instinto de defensa y supervivencia, que el libro de Guillermo Serés ilustra con abundantes testimonios. El término «alma» ha servido también tradicionalmente para nombrar la parte divina o celeste del ser humano, su transcendente sustancia, imperecedera o inmortal, porque perdurará más allá de la descomposición y desaparición del cuerpo. Precisamente porque somos conscientes de que hemos de morir, el alma es también y muy especialmente la conciencia de la muerte.
A lo largo del presente volumen se analiza y documenta, con ejemplos españoles y europeos, la evolución del concepto desde la Antigüedad grecolatina hasta el siglo XVII y el umbral de la modernidad, y se recogen, en diez capítulos monográficos, sus diversas acepciones, sentidos y simbolismos, referidos a la persona y a la nación, a la naturaleza y al arte.
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
www.galaxiagutenberg.com
En colaboración con el
Centro para la Edición de los Clásicos Españoles
Edición en formato digital: enero de 2019
© Guillermo Serés, 2019
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2019
Imagen de portada: Entierro del señor Orgaz, El Greco, 1586-1588.
Óleo sobre lienzo, 480 x 360 cm
© Scala, Florencia, 2018
Conversión a formato digital: Maria Garcia
ISBN: 978-84-17747-27-5
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi muerto.
Quedan el hombre y su alma.
(Borges, «Elogio de la sombra», 1-4)
Σκιᾶς ὄναρ ἄνθρωπος [‘el hombre, el sueño de una sombra’]
(Píndaro, Píticas, VIII, 134-135).
L’omo essere quasi umbra di un sogno
(León Battista Alberti, Theogenius)
Autor de nuestro límite, Dios santo,
no repugne jamás nuestra bajeza,
sueño de sombra, polvo, viento y humo,
a lo que vos queréis, que podéis tanto.
(Lope de Vega, «A la muerte de Carlos Félix», III, 29-32)
Esos espacios vacíos de los ventrículos del cerebro
que desconciertan a filósofos y médicos contienen
nada menos que el alma.
(Miguel Servet, Christianismi restitutio)
Para Mery, Blanca y Marina, que ocupan
el centro de mi alma y sus afueras
PRÓLOGO
Con mucho tino señalaba Rubén Darío la fatalidad de nuestra alma, porque no puede impedir que nos embarguen pasiones como el miedo o el deseo, y cuya dote de razón y clarividencia, lejos de hacernos felices, comporta la consciencia del paso del tiempo y de la muerte:
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
5
Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
10
y la carne que tienta con sus frescos racimos
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
y no saber adónde vamos,
¡ni de dónde venimos...!
(Ruben Darío, «Lo fatal»,
Cantos de vida y esperanza)
El alma sensitiva de los animales y la indolora de los seres que sólo cuentan con la vegetativa les liberan del pasado y del futuro, les permiten vivir inconscientemente en el presente; en cambio la intelectiva, la estrictamente humana, supone la constatación de la incertidumbre y la evidencia del fin, aunque se la supone inmortal.¹ Entre esa consciencia del alma racional (que sostiene Platón, el pensamiento cristiano y la mayoría de tradiciones) y su servidumbre pasional y caducidad se debate el poema de Darío, porque, a pesar del predicado origen divino de la porción intelectiva del hombre, depende orgánicamente de las otras dos: la vegetativa, que nos da la vida, y la sensitiva, con la que amamos y sufrimos, como se nos recuerda desde Aristóteles a nuestros días.
Esta aparente contradicción, y probada paradoja, también se constata en este libro, porque no se trata sólo de comprobar que el alma racional engendre infelicidad por su clarividencia, sino de que los seres humanos, por nuestra condición de «mixtos» (como señala el «furioso» Calisto), compartimos las otras dos almas con el resto de la creación y estamos, por lo tanto, expuestos a las perturbaciones afectivas, descontroles del apetito, desafueros emotivos, expectativas incumplidas, temores irracionales, alegrías y tristezas de nuestra porción sensitiva, y a la instintiva necesidad de sobrevivir a la que nos impele la vegetativa. Si la única forma de ser feliz es no sentir como el árbol («beatus ille...») o la piedra, no entiende Darío por qué Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, pero incapaces de descifrar el origen o el fin de nuestra vida: «ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto».
Las páginas que siguen quieren ilustrar, con la literatura medieval y del Siglo de Oro, la cuestión que plantea el poeta y que ha atravesado la historia del pensamiento occidental desde la Antigüedad: si es digna de consideración la que Platón llamó parte inferior del alma, cuyas manifestaciones psicosomáticas tendrán a lo largo de los siglos varios nombres, más o menos precisos (afectos, apetitos, emociones, pasiones...), y que en gran medida el hombre comparte con los animales; si se puede equiparar con la parte superior, cuya sede, el cerebro, en muchas escuelas filosóficas y religiones, es eterna o inmortal. Esta parte, según Platón, sería el alma libre; aquéllas, las inferiores, estarían sujetas al cuerpo, porque de una de ellas depende el principio del movimiento, la garantía de la reproducción, la supervivencia y la fortaleza; la otra es la sede de la alegría y el dolor, la esperanza y el miedo. Estas funciones o atributos de las tres almas los sistematizarán los pensadores medievales para justificar la existencia de la porción bestial del hombre, que Dios creó, connaturalmente, junto a la espiritual o angelical, formando, así, un compuesto o mixto que acabará sacralizando su Hijo, Dios y hombre.
Previamente, Aristóteles creyó que aquella parte inferior de Platón no era menos importante, pues le asignó al corazón (sede del alma sensitiva) el coprincipado del alma, que la Escolástica medieval y el pensamiento posterior aceptó, pero preservando la parte racional, que consideró inmortal, al margen de aquéllas y cercana a la noción, también aristotélica, de intelecto agente. Y si la porción racional del hombre es inmune a las contingencias de la vida y no muere, cabe preguntarse cuál es la parte del alma más genuinamente humana: la llamada «superior» (que en muchas tradiciones es compartida sucesivamente por varios cuerpos mediante la transmigración) o la «inferior», «trabajada» por imaginaciones, recuerdos, emociones, pasiones y otros «accidentes», que han ido dejando «cicatrices» en el carácter y que, en principio, la individualizarían más que a la superior. Las otras grandes preguntas son si alma envejece y muere, o es inmortal. Y si así fuese, ¿dónde está cuando muere el cuerpo?
El libro no pretende responder a estas preguntas; se limita a trazar un recorrido por las respuestas espigadas desde la Antigüedad grecolatina hasta el Siglo de Oro, para comprobar en nuestras letras la pervivencia de algunos motivos, tópicos y temas cardinales. He querido mostrar, por ejemplo, cómo el alma se concibió como reflexión intelectual, hasta llegar casi a la abstracción de los neoaristotélicos, a la abstención de los escépticos, o a la nada ascética, pasando por la actitud contemplativa de un fray Luis de León, complementada con la negación de los neoestoicos, que alcanzará hasta Andrada o Quevedo, que a su vez sigue a Suárez y su «dependencia accidental o concomitancia» hilemórfica. También se hace eco el libro, por otra parte, de las tumultuosas pasiones del alma, que pueden desembocar en melancolía o en las tribulaciones desaforadas (éxtasis, revelaciones, visiones) de algunos místicos, sin olvidar que otros teóricos señalaron que el humor negro es el necesario germen de la genialidad.
A Descartes, en fin, le cupo la tarea de reordenar funcionalmente la porción anímica humana, revisando la teoría aristotélica y descartando la tradicional tripartición: alma, cuerpo, espíritu, o reduciendo este último a una función estrictamente «mecánica»: ser el vehículo de transmisión desde el cerebro a los músculos con la mediación de los sentidos interiores y a través de la rete mirabile de los nervios.
La dificultad de mantener un único motivo recurrente me ha llevado a dividir el libro en diez capítulos que abordan otros tantos asuntos directamente relacionados con el central, sus derivaciones desde los primeros tiempos del Humanismo hasta el siglo XVII y su proyección europea. A pesar de dicha división, hay varias ideas y nociones que recorren todo el libro, como la de la unicidad intelectual, a partir de Aristóteles, la idea de inmortalidad, la supremacía del alma racional, la herencia de la teoría estoica del pneuma, la importancia de las pasiones o emociones, la relación alma y cuerpo, o la presencia mayor o menor de las distintas porciones del cuerpo. La capitulación, así, responde al objetivo de ofrecer una doble aproximación: la estrictamente historicoliteraria, o historicocultural, y la temática, entendida como el análisis y la descripción de la noción central desde las diversas disciplinas: la filosofía, la teología (positiva o negativa), la medicina, la literatura, o la teoría política. Ambas aproximaciones, inextricablemente unidas, quieren sustanciar esta naturalis historia.
1. EL ALMA EN LA
ANTIGÜEDAD GRECOLATINA Y
LA EDAD MEDIA EUROPEA
1.1. DE HOMERO A PLATÓN
En la mayoría de culturas, escuelas filosóficas y religiones, antiguas y modernas, orientales y occidentales, por alma (o su equivalente funcional: ánimo, espíritu) se entiende el principio activo inmaterial que se acopla a un cuerpo para darle forma y dotarlo de todas las funciones vitales (vegetativas, sensitivas e intelectivas), sea mediante la transmigración, sea porque ha sido creada juntamente con él. Con aquel término también suele nombrarse la parte divina, o celeste, del ser humano, su sustancia espiritual, y, por lo tanto, imperecedera o inmortal, porque existía antes del cuerpo o porque perdurará más allá de la muerte de éste.
De acuerdo con las dos premisas, principio vital e inmortalidad, se entiende que el término alma derive del latino anima, que a su vez viene del griego ἄνεµος, [ánemos], «aire», porque el aire, la respiración, el aliento, son los principios vitales, necesarios para la vida. El mismo origen tiene su correspondiente masculino: animus.¹ Con este sentido compartió espacio semántico con ψυχή [psique], de igual significado (pues deriva de ψυχειν [psiquein] ‘respirar’), que fue adquiriendo progresivamente el sentido de ‘aliento vital’ y, por extensión, ‘principio de la actividad espiritual’ del hombre,² porque el aliento o el aire es la vida, el alma, la sustancia de todas las cosas.³ Con aquellos sentidos, ánemos también equivale a otro término griego: el estoico πνεῦµα [pneuma], de igual significado.⁴ Esta voz, pneuma, a su vez, concurrirá semántica y culturalmente con su equivalente latino, spiritus, en algunos contextos filosóficos e incluso bíblicos. Ya en el Génesis, 2, 7 («modeló Yavé Dios al hombre de la arcilla y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado»); ya, repetidamente, en el estoico libro de Job: «en su mano tiene Dios el alma de todo viviente, y el espíritu de toda carne humana» (12, 10); «mientras haya aliento en mí y me conserve Dios la respiración» (27, 3); «el espíritu de Dios me creó y el soplo del Omnipotente me dio vida» (33, 4). La diferencia entre aquel soplo griego y el bíblico radica en que éste (o sea, el alma que Dios «sopla» al hombre) es divino, y, por serlo, nos convierte en imagen de Dios,⁵ una condición inconcebible en la antigua Grecia.
Atendiendo ahora a la otra parte de la definición del término, su condición inmortal, hay que decir que para los griegos el significado original de ánemos y pneuma, que vinculaba el principio de la vida con la función biológica de la respiración, también se extendía a la porción espiritual del ser humano, contrapuesta a la corporal por la capacidad de sobrevivir al hombre después de la muerte del cuerpo y, de un modo u otro, imperecedera como el aire que la constituía, o sea, inmortal. Se creía que, al encarnarse el alma en el cuerpo en el momento de nacer, la acompañaba un pneumatikón o espíritu luminoso, que desciende del cielo y al cielo vuelve a la hora de morir. Porque el concepto de inmortalidad del alma es tan frecuente en las tradiciones religiosas orientales como en las occidentales; varía sólo el modo de alcanzarla: inmediatamente o a través de una serie de reencarnaciones o metempsicosis. Progresivamente, los filósofos atrajeron hacia su campo nociones propias de la concepción religiosa del mundo y optaron mayoritariamente por el término psique, que a partir del siglo V a.C. será el centro de la reflexión,⁶ porque «durante la era arcaica, la corporeidad
griega no conoce todavía la separación entre alma y cuerpo».⁷ A este propósito, la separación del alma y el cuerpo, se pueden diferenciar dos etapas: la homérica y la posthomérica.
La etapa homérica
En la Grecia homérica se creía en la existencia de un alma libre (habitualmente designada con el término psique), contrapuesta a otras más contingentes, encargadas de las funciones vitales, usualmente llamadas «almas del cuerpo»: el θυµόϚ [timós], encargada de las pasiones y emociones, y el νόοϚ [nóos], donde se alojaban las imágenes, recuerdos e ideas (abajo doy más detalles), porque «el alma unitaria sólo aparece en el período posterior a la Edad Antigua».⁸ La llamada alma libre poseía las funciones psíquicas superiores, que se «activaban» cuando la persona no tenía dominio sobre sí misma (durante el sueño, en algún trance o después de la muerte), y podía dejar el cuerpo, viajar de forma involuntaria y, al volver, comunicar lo que había visto. Esta característica la relacionaría con los «vuelos» del espíritu y las visiones que las tradiciones griega, romana, judía y cristiana reelaborarían.⁹
En Homero, efectivamente, psique equivale a ‘alma’, pero «sólo en la medida que anima
al hombre, es decir, mientras lo mantiene con vida»:¹⁰ recuerda la idea de fuerza vital de la escuela jónica.¹¹ Por lo mismo, el alma abandona el cuerpo cuando muere o desfallece, de modo que el sentido de ‘alma’ se da in fieri, ya que aquel originario aliento vital tiene que morir para hacerse «alma», es decir, un ídolo incorpóreo (εἵδωλον) [eidolon].¹² Sale por la boca como exhalada (o por una herida) y vuela al Hades; así lo atestigua Aquiles, identificándola con la vida, que «no se puede recuperar cuando traspasa el cerco de los dientes» (Ilíada, IX, 409). Convertida en espectro, lleva una vida de sombra y es una «réplica» o eidolon del difunto. En este sentido, el alma-soplo parece manifestarse con un leve batir de alas; por eso algunos autores la comparan con el murciélago (Homero, Odisea, XXIV, 5-6)¹³ o con la mariposa (Apuleyo, Metamorfosis, IV, 23 y 25).¹⁴ Bajo esas formas o bajo otras, es una especie de «doble» que tiene realidad externa, y no una fantasía privada, pues existe en el mundo visible, pero no forma parte de él.¹⁵ La contrapartida bíblica es obvia: si en el Génesis se divinizaba el pneuma o spiritus, el eidolon cristiano no es tanto la imagen de un hombre que teme desaparecer en la oscuridad del Hades, sino la imagen de Él mismo que Dios ha puesto en el hombre.¹⁶
Aquellos otros términos griegos que designan las llamadas «almas del cuerpo» son el timós, que es «el órgano psíquico espiritual que motiva las emociones y las reacciones», y el nóos, la parte que suscita las imágenes y las ideas; «es el espíritu en tanto que tiene ideas claras, corresponde, pues al órgano del entendimiento»; diríase que «es casi un ojo interior que ve con claridad».¹⁷ De modo que «la vida intelectual y psíquica queda así repartida entre estos dos órganos»:¹⁸ al nóos le corresponde todo lo intelectual; al timós, lo emocional: la alegría y las demás pasiones, así como el principio de movimiento.¹⁹ En consecuencia, lo que ahora significamos con el término alma, el hombre homérico lo concibe repartido en aquellas tres entidades, que se definen por analogía con algunas funciones y órganos del cuerpo: la respiración, el cerebro y el corazón.²⁰ Con todo, las respectivas definiciones de psique, nóos y timós como órganos de la vida, de la percepción intelectual y de las emociones son, a todas luces, inexactas e insuficientes para designar las facultades o movimientos del alma; ni siquiera si se los complementa con otra facultad o disposición, el µένοϚ [menós], que valdría ‘ímpetu, furor guerrero’, como hacen otros autores.²¹ Porque, antes de Homero, los griegos no tienen conceptos para interpretar y designar lo que podríamos llamar vida interior;²² más bien tienen la sensación de estar expuestos a fuerzas arbitrarias y tenebrosas. Los héroes homéricos de la Ilíada, en cambio, «ya no se sienten expuestos a fuerzas crueles, sino confiados a sus dioses olímpicos, que constituyen un mundo bien ordenado y lleno de sentido. Los griegos, a medida que han ido completando el conocimiento de ellos mismos, han ido integrando en el espíritu humano esta acción de los dioses».²³
Así, aunque el primer verso de la primera obra de la literatura occidental, La Ilíada, se refiere a una pasión o afecto –la cólera que embarga a Aquiles por la pérdida de Briseida²⁴–, el héroe griego se siente respaldado por los dioses y, al igual que Agamenón y el resto de personajes, a ellos atribuye importantes parcelas de su carácter, de su alma.²⁵ Porque en los personajes homéricos no se aprecia la espontaneidad del espíritu humano, ya que la voluntad, las emociones o los sentimientos tienen su origen en los dioses. En consecuencia, «desde un punto de vista histórico, se podría afirmar que el interior del hombre es lo divino grabado en él, porque lo que más tarde será interpretado como vida interior
se presentaba originariamente como intervención de la divinidad».²⁶ Homero, sin embargo, reserva la intervención de los dioses precisamente en los casos en los que la voluntad y el sentimiento particulares, o el sentido de la acción, toman una nueva dirección. Por ejemplo, para proyectar el insoportable sentimiento de vergüenza o αιδώϚ [aidós], los héroes homéricos decían que se había apoderado de ellos la soberbia o ὕβριϚ [hybris] que había provocado la ἅτη [ate] (‘ceguera del alma, ofuscación, locura, infatuación’), palabra que, usada como nombre propio, designa la diosa de la Fatalidad y, en consecuencia, del castigo y la venganza. En ambos sentidos la usa, por ejemplo, Agamenón, para justificar el rapto de la joven sacerdotisa Briseida, en poder de Aquiles, con la que pretendía resarcirse de la pérdida de su esclava Criseida. Asegura haber actuado bajo una tentación divina, infatuación u ofuscación:
pero no soy yo el culpable, sino Zeus, el Destino y la Erinia, vagabunda de la bruma, que en la asamblea infundieron en mi mente una feroz ofuscación aquel día en que yo en persona arrebaté a Aquiles el botín. Mas ¿qué podría haber hecho? La divinidad todo lo cumple. La hija mayor de Zeus es la Ate y a todos confunde la maldita. (Ilíada, XIX, 86-92)
No es una excusa, pues más tarde (XIX, 137) señala que, «puesto que me cegó la Ate y Zeus me arrebató el juicio, quiero hacer las paces y dar abundante compensación». Aquiles lo corrobora un poco más abajo:
Padre Zeus, grandes son en verdad las atai que das a los hombres. De otro modo, el Átrida nunca se habría empeñado en excitar el timós [‘enojo’] en mi pecho, ni se habría llevado a la muchacha contra mi voluntad (XIX, 270).
No se ha cumplido «éticamente» la serie ἅρετή [areté] (‘valor’) → τιµή [timé] (‘honor’) → γέραϚ [gueras] (‘recompensa’), porque a Aquiles le han quitado la gueras y, por lo tanto, se ha «roto» la «cadena» moral y tiene que recuperar la αιδώϚ [aidós] (‘respeto, pudor, vergüenza’) pública.²⁷ Su cólera, así, está plenamente justificada, y cuando el principio de la Ilíada se habla de la cólera de Aquiles de aquella forma suscitada, nos indica Homero que «la voluntad de Zeus se cumplía» (I, 5); palabras que corrobora más tarde Aquiles: «Siga su destino el Átrida y no me perturbe, que Zeus el consejero le quitó el juicio» (IX, 376).²⁸
La ate es, pues, un arrebato momentáneo del entendimiento o de la cordura, una ofuscación temporal de la conciencia normal, incluso una suerte de intervención psíquica, más allá o más acá de la moral al uso, porque no está connotada negativamente, sino que se nos presenta como un error inexplicable. Pero en ningún caso accidental, pues son los dioses quienes la infunden para llevar a cabo sus planes. El caso más palmario de dicha intervención divina ya se da en el canto II, cuando Zeus envía un sueño ilusorio de victoria a Agamenón para que fracase su ejército y se le devuelva el timé a Aquiles:
5
Y he aquí el plan que se le reveló [a Zeus]:
enviar sobre el Atrida Agamenón el pernicioso Ensueño.
Y, dirigiéndose a él, le dijo estas aladas palabras:
«Anda, ve, pernicioso Ensueño, a las veloces naves
de los aqueos y entra en la tienda del Atrida Agamenón
10
y declárale todo muy puntualmente como te encargo:
ordénale que arme a los aqueos, de melenuda cabellera,
en tropel: ahora podría conquistar la ciudad, de anchas calles,
...
Se detuvo sobre su cabeza [de Agamenón],
tomando la figura del hijo de Neleo,
21
Néstor, a quien de los ancianos más honraba Agamenón.
A él asemejándose, le dirigió la palabra el divino Ensueño...
En figura de Néstor, el Ensueño le ordena armar a su ejército, prometiéndole una victoria fácil, haciéndole creer que «los duelos se ciernen sobre los troyanos / por obra de Zeus» (vv. 32-33). Agamenón, infatuado, se lo cree, pero, «¡insensato!, no conocía las acciones que Zeus estaba tramando!» (v. 38)
Análogamente, Ulises sabe que los dioses le mandaron el sueño «para burlarle» (Odisea, XII, 371), pues, al dormirse, no impidió que sus compañeros sacrificaran y se comieran los bueyes prohibidos de Helios Hiperión (XII, 340-365). Si el carácter es conocimiento, lo que no es conocimiento no forma parte del carácter, sino que le viene al hombre desde fuera, y cuando un hombre actúa de modo contrario al código de normas convencionales que dice conocer y aceptar, su acción no es propiamente suya, sino que le ha sido dictada. La noción de ate sirvió a ese fin, pues, al suponerse poseído por ella, el hombre proyectaba, de buena fe, en un poder externo los sentimientos de vergüenza, que no de culpa. Porque el sumo bien del hombre homérico no es disfrutar de una conciencia tranquila, sino de timé (‘estima pública, honor, consideración’): «¿por qué habría yo de luchar», pregunta Aquiles, «si el buen guerrero no recibe más timé que el malo?» (Ilíada, XXIV, 41).²⁹ Y la mayor fuerza moral que el hombre homérico conoce no es el temor de Dios, sino el respeto de la opinión pública (la citada aidós). Análogamente, Hesíodo hace que la ate signifique la pena, o el castigo, de la hybris o soberbia, y señala que «ni siquiera los nobles pueden escapar de ella» (Los trabajos y los días, 214). Tiene razón Dodds cuando remacha que «la situación a que responde la noción de ate no sólo surgió del carácter impulsivo del hombre homérico, sino también de la tensión entre el impulso individual y la presión de la conformidad social característica de una cultura de vergüenza».³⁰
La etapa posthomérica
La llamada «vida interior», atribuida a la intervención divina en la literatura homérica, va siendo, progresivamente y en los postulados de la filosofía posterior, patrimonio subjetivo: a cada persona se le irá reconociendo su espiritualidad individual, por mucho que participe en ideas, saberes o experiencias colectivas. Un subjetivismo anímico que alcanzará su mayor expresión en Platón y su perfección en Aristóteles, que hará partícipe al hombre de un intelecto universal, pero sin renunciar a las emociones y reacciones derivadas de lo que previamente Platón llamó «parte inferior del alma», donde radican, precisamente, aquellas reacciones (dolor, despecho, honor, vergüenza, amor, alegría, temor...) de los personajes homéricos.
Ello no implica que el alma deje de tener origen divino, o sea, celeste.³¹ La imagen más conocida sobre el particular es la de Heráclito, que consideraba que el alma era una chispa (scintilla) desprendida de la sustancia estelar, de modo que el alma sería de origen astral, o de una sustancia análoga a la de los astros. Una imagen que recogerá y adaptará la Escolástica, al señalar que Dios dejó una marca profunda en la naturaleza del hombre, una «impresión de la luz divina en nosotros».³² Previamente lo había resumido muy bien el siempre socorrido Cicerón, señalando explícitamente que el hombre es el único ser que comparte con el cielo y los astros la mente; por lo tanto, el poder de la mente llega a nuestras almas procedente de las mentes divinas: «se les dio una mente a partir de aquellos fuegos eternos que llamáis astros y estrellas, las cuales, esféricas y redondas, están animadas por mentes divinas».³³ Antes de Cicerón, su mentor en este terreno, Platón (Timeo, 90 a-b), desarrolla la idea de un parentesco del alma inteligente con el cielo; más tarde los estoicos insisten, con Heráclito, en que, compuesta de éter y fuego, es una partícula de la sustancia divina que constituye los astros.
Los órficos, sin embargo, creían que la sede del alma era el pecho y se identificaba con un δαίµων [daímon] (‘demon, divinidad inferior, genio’) personal de la sustancia del soplo (pneuma), que, «transportado por el viento, penetra en los animales cuando respiran».³⁴ Un demon que se encarnaba sucesivamente en los cuerpos (de hombres y animales) para expiar una oscura culpa original y confirmar su verdadera naturaleza al librarse definitivamente del cuerpo. Son, pues, muy explícitos entre aquéllos el dualismo alma-cuerpo, y la creencia en la preexistencia y en la reencarnación de las almas o metempsicosis.
Lo ilustra admirablemente, aunque mixtificándolo, Virgilio en libro VI de la Eneida, en la respuesta de Anquises (fallecido padre de Eneas, a quien éste busca con denuedo) a su hijo:
[ENEAS] «Pero ¿es posible, padre, creer que hay almas
que remonten el vuelo desde ahí hasta
la altura de la tierra
y vuelvan otra vez a la torpe envoltura
720
de los cuerpos?»
...
[ANQUISES] «Ante todo sustenta cielo y tierra y
725
los líquidos llanos
y el luminoso globo de la luna y los
titánicos astros
un espíritu interno y un alma que
penetra cada parte
y que pone su mole en movimiento y se infunde
en su fábrica imponente.
En él tienen su origen los hombres
y los brutos y las aves.
...
Conservan estos gérmenes de vida
730
ígneo vigor de su celeste origen
en tanto no les traba la impureza del
cuerpo ni embota su terrena ligadura.
...
745
Sólo el lapso de días y días,
cuando el ciclo del tiempo está cumplido,
acaba por borrar la mancha inveterada
y vuelve su pureza al etéreo principio
y la centella de impoluta lumbre.³⁵
A todas esas almas,
cuando gira la rueda del tiempo
un millar de años,
llama un dios en nutrido tropel
a orillas del Leteo,
por que, perdido todo recuerdo del
750
pasado, tornen a ver la bóveda celeste
y comience a aflorar en ellas el deseo
de volver a los cuerpos».
Esta mente o espíritu interno (v. 727), que mueve el universo, es el anima mundi, que tiene la naturaleza del fuego y es fuente de toda vida. Sus manes (dioses familiares) siguen acompañando al hombre en su purificación después de la vida. Virgilio mezcla aquí, por boca de Anquises, la doctrina estoica del anima mundi con la creencia órfico-pitagórica y platónica de la reencarnación de las almas,³⁶ y de la palingenesia o regeneración (v. 751). Viene a decir que los cuatro elementos están impregnados de un espíritu inmanente que les da vida: de esta unión nacen todos los seres vivos, pero en el hombre el espíritu, o sea, el alma, está contaminada por el cuerpo y, es, con él, esclavo de las pasiones, o sea, de los hábitos del cuerpo:
De este terreno peso les proviene
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dolerse, desear, temer, gozarse,
traduce Hernández de Velasco en el siglo XVI esos versos de la Eneida, sin descuidarse ninguna de las cuatro pasiones principales (véase abajo).
Por eso, después de la muerte del cuerpo, las almas, ya en el Averno, han de purificarse de todas las impurezas corporales, porque incluso tras la muerte no abandonan fácilmente el cuerpo, pues «los contagios corporales no desaparecen por completo» (Eneida, VI, 736-737), sino que, como señala Macrobio, el alma o bien deambula alrededor de su cadáver o «busca otro cuerpo, para seguir con los hábitos de cuando era un alma humana, y prefiere soportar cualquier cosa,³⁷ para escapar del cielo, del que desertó por ignorancia o por negligencia o más bien por traición» (Com. Somnium Scipionis, I, 4). Pasada esa «desorientación» post mortem y tras de un largo ciclo temporal de diez mil años (según los órficos y los pitagóricos),³⁸ algunas de aquellas almas alcanzan la pureza y perfección absoluta y, con ella, la primitiva esencia celestial; entre éstas se encuentra el alma de Anquises. Las otras, la mayoría, pasados mil años de la muerte del cuerpo, pasan del Elíseo al valle del Leteo, donde un dios las invita a beber el agua del río del olvido, para, al cabo de otros mil años, liberarlas de todo recuerdo de la vida anterior y despertar en ellas el deseo de volver al mundo para encarnarse en nuevos cuerpos, una vez cumplido el proceso de regeneración o palingenesia.
Sea el espíritu o pneuma, u otro elemento, en la física presocrática (VI-V a.C.) el alma, a despecho de su origen celeste, está vinculada a un principio de la naturaleza. Así, para Tales el agua es el principio vital de todas las cosas; el aire de Anaxímenes es, al mismo tiempo, el principio cósmico y el constituyente del alma;³⁹ ya vimos la centella de Heráclito, que era la sustancia de la psique; según Hiparco, el fuego; Empédocles y Critias creen que es sangre; Parménides, un compuesto de tierra y fuego, etc. Para los pitagóricos, como el mismo Pitágoras o Filolao, en cambio, el alma es armonía que se puede expresar por los números, mediante los cuales se revela la estructura misma del cosmos (cosmos noétos).⁴⁰ Los atomistas, por su parte, la conciben en términos de una materialidad más refinada que la del cuerpo, constituida por átomos esféricos de naturaleza ígnea, dotados de movimiento incesante,⁴¹ como se puede ver en los siguientes versos de otro gran vate latino, Lucrecio (un poco mayor que Virgilio, pero también de ascendencia filosófica helénica) que recogen la tradición del epicureísmo griego:
Nunc animum atque animam dico coniuncta teneri
inter se atque unam naturam conficere ex se,
sed caput esse quasi et dominari in corpore toto
consilium, quod nos animum mentemque vocamus.
idque situm media regione in pectoris haeret.
[‘Ahora digo que el espíritu y el alma se mantienen trabados uno y otra, y entre los dos componen una sola naturaleza, pero lo principal y lo que señorea sobre el cuerpo entero es esa guía que llamamos ‘espíritu’ y ‘mente’, que está fijamente situada en la mitad del pecho’]
(De rerum natura, III, 136-140)
Según Lucrecio, animus y anima están tan íntimamente unidos, que forman una sola sustancia en la que predomina aquél sobre ésta.⁴² Sólo desde estas premisas puede sostener, como atomista que es, que el alma está compuesta por átomos y es capaz de recibir y transmitir impulsos, como se señala en los cinco versos citados. En otros términos, animus corresponde a lo que su remoto maestro Epicuro llama τὸ λογικὸν µέροϚ [to loguikón meros] (‘la parte mental o espiritual’); en cambio, anima equivaldría a τὸ ἄλογον µέροϚ [to álogon meros] (‘la parte irracional, instintiva’). Así, se podría decir que animus equivale a la potencia intelectiva (pero también a la sensitiva) y anima al principio de movimiento y reproducción que suele corresponder a la potencia vegetativa; con todo, ambas pertenecen al cuerpo, y decaen y perecen con él, porque es el cuerpo el que determina la divisibilidad y mortalidad del alma.⁴³ Rechaza, por lo tanto, Lucrecio las posiciones órfica y pitagórica (y más tarde platónica) sobre la inmortalidad y reencarnación del alma, sentenciando que
estamos de acuerdo en que también toda la sustancia del alma como humo se disipa en las hondas brisas del aire: puesto que vemos que se engendran a la par y a la par crecen y
Los escépticos, por su parte, como critican cualquier afirmación dogmática acerca de la constitución del mundo, encuentran enormes dificultades para definir lo incorpóreo.⁴⁵ Sexto Empírico, con todo, señala que el alma vendría a coincidir con la capacidad de elegir: «toda cosa elegible se discrimina conforme a la sensación o el intelecto, y no conforme al cuerpo irracional. Pero esta sensación o inteligencia que capta lo elegible pertenece, por su propia definición, al alma; luego ninguna de las cosas que le ocurren al cuerpo es elegible y buena por sí misma, sino que, de existir alguna cosa así, estaría en relación con el alma».⁴⁶
Con los sofistas y la doctrina del λόγος [logos], el alma (el principio de la vida) se hace no sólo consciente (logos = pensamiento), sino también dialogante (logos = palabra). Seguramente fue Heráclito, otra vez, el primer filósofo presocrático que relacionó logos y psique, o sea, discurso racional y alma, entendida, pues, como capacidad de poseer el logos; pero «ni siquiera recorriendo por completo el camino podrías encontrar los confines del alma: así de profundo es su logos» (D.K., 45). De modo que, al parecer, por primera vez en la historia del pensamiento, Heráclito considera al hombre dotado de un «sí mismo» central, o sea, una facultad vital única, capaz de percibir, hablar, comportarse éticamente y consciente de la muerte; el hombre es uno en virtud de la facultad central que representa la psique, capaz de vincular todo y que anuncia el hegemonikón platónico.⁴⁷ Sócrates, por su parte, identifica el alma-daímon con la personalidad intelectual y moral del hombre singular, considerado en su dimensión intersubjetiva: la «cura del alma», es, en consecuencia, sinónimo de la búsqueda dialógica de la verdad.
La etapa platónica
La doctrina de Platón sobre el alma depende de la asunción del mundo metaempírico de las ideas; es de hecho la afinidad del alma con las ideas lo que define su naturaleza inmaterial y funda de raíz su inmortalidad y preexistencia; coincide con la psique-daímon de los órficos y pitagóricos, pues mediante la inteligencia llegamos a conocer (o a ‘recordar’) las ideas.⁴⁸ Característica de Platón es, por lo tanto, la interdependencia de la noción de inmortalidad con la gnoseológica: el alma puede conocer las ideas tan sólo por reminiscencia o anamnesis. La distinción entre conocimiento y sensación, que cierra la primera parte del Teeteto (184-187), deriva de aquella interdependencia y posibilita uno de los descubrimientos más importantes de la filosofía de Platón: la presencia de una única entidad, el alma o la mente, responsable de todos los procesos cognitivos.⁴⁹ Porque ya había señalado que la sensación y el juicio pertenecen a dos momentos psicológicos distintos: aquélla está vinculada a los órganos del sentido; éste, a los de la mente. Ello es así porque de las tres porciones del alma, dos son corporales y la tercera, creada por el Demiurgo, divina y eterna,⁵⁰ cuya forma de conocer no es material (o a través del cuerpo), sino que, vinculada con las formas eternas, aprehende la verdad directa e inmediatamente. Esta porción sería, mutatis mutandis, la proyección de aquella psique homérica.
Como sea, el conocimiento, según Platón, no puede consistir en la sensación ni en la percepción [aísthesis];⁵¹ tampoco en la opinión (doxa), que es una inclinación meramente pasiva del alma.⁵² Así, separar la sensación de la opinión y del juicio es el objetivo que persigue, para distinguir netamente la filosofía socrática del relativismo sofístico, que fundaba la verdad de todas las opiniones en la irrefutabilidad de las sensaciones, que, sin embargo, no son capaces de recoger la naturaleza de los objetos de los sentidos, su ούσία [ousía] (Teeteto, 179c).⁵³ En el Filebo (38e-39b) subraya la diferencia entre la opinión de los sofistas y la verdad que inscribe en nuestra alma el amanuense mediante la anamnesis:
SÓCRATES. A veces me parece que nuestra alma [psique] se parece a un libro. ... La memoria y los sentidos, concurriendo al mismo objeto con las afecciones que de ellos dependen [παθήµατα], escriben, por decirlo así, en nuestras almas ciertos razonamientos [λόγοι], y cuando aparece escrita allí la verdad, nace en nosotros una opinión verdadera, como resultado de los razonamientos verdaderos, así como una opinión contraria a la verdad cuando las cosas, que este amanuense interior escribe, son falsas. ... Admite, además, que hay otro artesano que trabaja al mismo tiempo en nuestra alma. ... Un pintor [ξωγράφοϚ], que, después del escritor, pinta en el alma la imagen [εικών] de las cosas que se han dicho.
PROTARCO. ¿Cómo y en qué momento decimos que está este artesano?
SÓCRATES. Cuando, sin el socorro de la vista o de ningún otro sentido, ve uno, en cierto modo, en sí mismo las imágenes de los objetos sobre los que opinaba y se discurría. ¿No ocurre así dentro de nosotros?
PROTARCO. Así es.
De aquí se deduce que el alma se parece a un libro, donde encontramos inscripciones, recuerdos, imágenes, conceptos; un libro animado.⁵⁴
En el Fedón (65-67) va un paso más allá al definir el alma como entidad espiritual y «simple», en tanto que parecida a las ideas, o sea, en tanto que alma intelectiva o racional; pero desgraciadamente «está encadenada y apresada dentro del cuerpo» (82e), aunque la idea del cuerpo como prisión del alma también es de origen órfico. Un poco más abajo insiste: «porque cada placer y dolor, como si tuviera un clavo, clava el alma en el cuerpo y la fija como un broche y la hace corpórea» (83d).⁵⁵ Por eso Sócrates remacha que el alma alcanza la verdad a condición de separarse del cuerpo y recogerse y concentrarse en sí misma y de «habitar en lo posible, tanto en el tiempo presente como en el futuro, sola en sí misma, liberada del cuerpo» (67c).⁵⁶ El tópico consecuente del cautiverio del alma, aparte las referencias bíblicas,⁵⁷ (y de la tópica ecuación sóma = séma, o sea, cuerpo = tumba⁵⁸) es también harto conocido en la tradición latina.⁵⁹ La asumen, por supuesto, los primeros escritores cristianos, como Prudencio, ya en el siglo IV, en su Psycomachia:
... fervent bella horrida, fervent,
ossibus inclusa fremit et discordibus armis
non simplex natura hominis; nam viscera limo
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effigiata premunt animum contra ille sereno
editus adflatu nigrantis carcere cordis
aestuat et sordes arta inter vincla recusat.
[‘hierven las horribles guerras encerradas en el interior de los huesos, se enciende en una guerra de armas desiguales la compleja naturaleza del hombre, pues las vísceras, moldeadas con limo, oprimen al alma, que, infundida por el espíritu divino, se asfixia en la cárcel del negro corazón y rechaza las bajezas, presa de lacerantes grilletes’]
Contigua es la noción metafísica platónica de la salida del cuerpo o vuelo del alma tras la muerte,⁶⁰ y vuelta al mundo de las ideas: el par de conceptos exitus y reditus, que explicitará más tarde Cicerón, en claro tributo a los griegos:
no estoy de acuerdo con ... que los espíritus mueren simultáneamente con los cuerpos y que todas las cosas se borran con la muerte; vale más ante mí la autoridad de los antiguos, o la de nuestros mayores, que atribuyeron a los muertos derechos tan religiosos, lo cual no hubiesen hecho ciertamente,