Historia rural de Chile central. TOMO I: La construcción del Valle Central de Chile. TOMO I
Por José Bengoa
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Historia rural de Chile central. TOMO I - José Bengoa
José Bengoa
Historia rural de Chile central
Tomo I
La construcción del Valle Central de Chile
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones
Primera edición, 2015
ISBN Impreso: 978-956-00-0626-4
ISBN Digital: 978-956-00-0841-1
Motivo de portada:
Arrieros en El Canelo, fotografía de Ignacio Hochhäusler
ganadora del Primer Premio del Concurso Panamericano de Fotografía en Washington, 1942.
Colección del Museo Histórico Nacional.
Todas las publicaciones del área de
Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones
han sido sometidas a referato externo.
Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88
www.lom.cl
En memoria de Rafael Baraona
Me imaginé que nadie se atrevería hoy a decir, con los positivistas de
estricta observancia, que el valor de una investigación se mide, en todo y
por todo, según su aptitud para servir a la acción. La experiencia no
nos ha enseñado solamente que es imposible decidir por adelantado
si las especulaciones aparentemente más desinteresadas no
se revelarán un día asombrosamente útiles a la práctica.
Marc Bloch
Presentación
Esta es una Historia del Valle Central de Chile. La historia de la sociedad que allí entre cordilleras se organizó y el sistema de poder que surgió, ligado a la posesión de la tierra. Es una larga historia que, a nuestro modo de ver, explica los hechos de mayor importancia que nos ha tocado vivir como sociedad desde la segunda parte del siglo XX y que de una u otra manera nos marcan y nos marcarán por largas décadas. Es al mismo tiempo una larga historia de protestas, de tensiones al interior de la sociedad rural y de esta con los sectores urbanos que buscaban un país más moderno. Es una historia larga y detallada.
En el Valle Central de Chile, después que el conquistador arrasó con la cultura y la sociedad indígena preexistentes, se fue construyendo una nueva sociedad que iba a constituirse en el fundamento y referente cultural y político de lo que iba a devenir y lo que es hoy día la sociedad chilena. En el mundo rural se construyeron los lazos primordiales de nuestra sociedad. De allí provienen los usos y costumbres más arraigados y los paisajes, olores, modos de decir, cautelas y olvidos que forman nuestra memoria colectiva. Los lazos que allí se constituyeron son la base hasta hoy de la capacidad de vivir juntos y a la vez son la base de las diferencias; es por ello que, si bien se trata de una comunidad, por otra parte está marcada por la desigualdad.
El peso de la hacienda en la cultura societal chilena es desmedido. En particular, en su inconsciente colectivo. Se debe probablemente a la estabilidad del latifundio en Chile. En la zona central, como se verá, se constituyeron grandes propiedades muy tempranamente, las que se mantuvieron, a veces en manos de las mismas familias, hasta casi fines del siglo XX, cuando se hizo la Reforma Agraria. Esas propiedades, a veces en su mayor parte, a veces retazos más pequeños de ellas, han retornado a manos de dichas familias al comenzar el siglo XXI.
La hacienda ha sido la institución económica y cultural de permanencia más prolongada en la historia de Chile. No es casualidad que esta fuerte y permanente estructura social haya fascinado la imaginación de los novelistas chilenos. Muchos han descrito este país como una gran «casa de campo», en la que se criaban tanto las clases altas como las clases bajas de la sociedad. La adscripción a esa misma casona, el conocimiento de los mismos pasillos y corredores, provocaba y permitía el consenso mínimo que necesitaban el país y la sociedad para funcionar. La estabilidad del Estado y la sociedad chilena pareciera tener en la estabilidad de las haciendas una fuente evidente de explicación. Es por ello que la Historia del Valle Central de Chile es también, necesariamente, una historia del poder cultural, es un intento de rastrear en los inconscientes de nuestra cultura, en los orígenes que le dan sentido, y mucho más.
Esta historia se escribe desde el presente del país que vive ya en el siglo XXI. Las últimas décadas estuvieron marcadas por las convulsiones políticas y sociales quizá más grandes de su historia. Es el tiempo en que se rompieron los consensos y es también el tiempo de la Reforma Agraria, la abolición de la servidumbre en los campos y la liquidación de las haciendas. El intento urbano de democratización de la sociedad, clave para comprender el siglo XX, se enfrentó a la vieja cultura rural autoritaria. Esa fue la gran contradicción. Las clases altas de origen y recuerdos agrarios, las clases propietarias, los sectores del orden y el temor, y también muchos sectores del pueblo habituados a la cultura de la servidumbre ancestral, se levantaron contra el modernismo y el democratismo urbano. Luego del período frustrado de cambios sociales, entre el sesenta y siete y el setenta y tres, se produjo un violento proceso de restauración autoritaria de indudables rememoranzas rurales. La autoridad militar –cual «patrón de fundo», con inconfundible voz y acento del campo chillanejo– trató de crear nuevas bases de sustentación de la sociedad y el Estado, basándose en la metáfora de la «paz de las haciendas», la comunidad de desiguales, la comunidad perdida. Fue inútil.
Este libro tiene una primera lectura transversal que comienza con la constitución de las haciendas, luego de la liquidación de las encomiendas de la Conquista. Estas se han edificado sobre una gran masacre, la de los indígenas de la zona central de Chile. Comienza allí un lento proceso de población que a fines del siglo XVIII y sobre todo en la segunda mitad del XIX tendrá su máxima realización. Detallamos la vida de las haciendas, los paisajes que se van construyendo, los sistemas de mano de obra, el inquilinaje, en fin, la sociedad rural que se construyó en el Valle Central durante siglos. Nos hemos logrado introducir lo que más hemos podido en la vida de las haciendas mismas, siguiendo archivos, documentos y memorias. La época de oro de las haciendas y de la oligarquía chilena se inicia con la apertura de los mercados de California en el siglo XIX y concluye con la gran crisis del año treinta, en el siglo XX. El país se enorgulleció de su agricultura y de la capacidad de sus agricultores. Sin embargo, la decadencia comienza a partir de la crisis mundial en que se rompen los mercados internacionales y Chile sufre el mal de la lejanía y la marginalidad. La clase terrateniente, después de haber sido durante décadas una élite emprendedora, pasa a ser una clase ociosa, vivir de las rentas y rechazar todo intento de cambio. Dicho en términos clásicos, no fue capaz de dirigir las transformaciones agrorrurales. En Chile no se dio lo que los historiadores denominaron la vía empresarial o vía alemana de transformaciones del mundo tradicional al moderno, capitalista. La presión comenzó, por tanto, desde las ciudades al campo. Allí se produjo el centro de la contradicción. Los campesinos vivieron aún décadas en el silencio. Hasta que comenzando los años sesenta, en el contexto incluso de un gobierno de derecha como el de Jorge Alessandri, hubo que abrir las compuertas de las reformas agrarias. Una vez abiertas, nadie las pudo detener. Los campesinos, que habían permanecido tantos siglos silenciosos, se rebelaron y se produjo el proceso revolucionario y de cambios más profundo de la historia moderna de Chile. La reacción fue brutal. La propiedad de la tierra explosionó y un proceso totalmente diferente se inició en medio de los dolores de unos y otros, de los desentendimientos mutuos y de la crisis política más fuerte de la sociedad chilena en su historia. En esta lectura, la propiedad es el eje temático; esto es, el poder. Y vemos que nace de la desaparición de los indígenas del Valle Central de Chile y termina en una gran represión, la de los campesinos alzados de los años setenta. Esa es la primera estructura dramática de este libro, que concluye en los sucesos posteriores a la Reforma Agraria.
Pero este libro tiene también una segunda lectura, porque es también, y quizá principalmente, un viaje por la conciencia. Porque desde esa matriz jerárquica de las estructuras de poder surgen la rebelión, la protesta y la conciencia social de las clases populares. El análisis de la formación y generación del poder es fundamental para el estudio del origen de la sumisión y la protesta en la historia chilena, verdadero y último objetivo de este trabajo. La conciencia popular de la dominación –y explotación– es un primer peldaño en los procesos de ruptura. Surge en un contexto de jerarquías naturalizadas de poder, en que la dominación no está sujeta ni a crítica ni a explicación terrenal. La protesta, segundo peldaño, se da en un medio radicalmente desfavorable y los osados rebeldes se ven obligados a transformarse generalmente en forajidos y fuera de la ley. La constitución de un movimiento social con alternativas positivas de poder va surgiendo en el caldo contradictorio del sistema de dominación que aparece intocado. Tanto el movimiento campesino como el urbano han debido enfrentarse a las ideas comúnmente aceptadas acerca de las jerarquías, el gobierno y el poder en la sociedad. Quizá el proletariado minero, sometido a condiciones de explotación fuera de lo comúnmente aceptado, encerrado y aislado en grandes concentraciones, fuera del país manejado por los latifundistas, lejos del gobierno natural de la República, en fin, en condiciones que se las ha llamado de enclave, el proletariado minero, repito, pudo pensar y actuar como si las cosas fueran diferentes. Es por eso que en este libro viajamos con los campesinos que huyen de las haciendas, a California primero y al norte después. Llegamos con ellos a construir los trenes en Arequipa, nos repartimos por las salitreras hasta que estas cierran. Volvemos con esas masas de obreros cesantes, ex campesinos, al centro del país y los acompañamos con minuciosa curiosidad a las haciendas, donde inician las primeras protestas. Subimos con los federados a buscar oro al Alto Biobío y vamos con ellos en un viaje interminable al lago General Carrera, a fundar Chile Chico, ya que el grande les ha sido «ancho y ajeno». Este viaje de la conciencia es la segunda estructura dramática de este libro.
El estudio de la historia no es muy distante al análisis del presente. Se agolpan en el presente los depósitos culturales que han ido quedando en las profundidades tectónicas de la cultura rural y hacendal. A juicio nuestro, la inequitativa distribución del ingreso que aqueja a la sociedad chilena contemporánea no puede ser comprendida sin un retorno al pasado, a la constitución de la sociedad que nunca ha podido ser sometida, manejada, cambiada a lo largo de la historia política y económica de Chile.
Este libro, por tanto, tiene dos líneas complementarias de lectura. El lector verá que el primer capítulo es totalmente nuevo, en que se trata de comprender la sociedad indígena que habitaba en el Valle Central y lo que ocurrió con ella. Los capítulos que siguen son versiones corregidas de anteriores publicaciones que, con fuertes cambios de perspectiva, mantienen cierta continuidad. Los estudios de haciendas se han completado con nuevas investigaciones, como las de Las Casas de Quilpué y sobre todo las memorias de Colchagua, que es una nueva línea que une el libro: los recuerdos que los actuales sobrevivientes tienen de las haciendas. A partir del capítulo «La Huida» comienza la historia de los campesinos del Valle Central de Chile, que es el otro centro de este nuevo libro, como se ha dicho. Los campesinos que se van al norte y forman la clase obrera minera chilena; los avatares de la conciencia liberada y el regreso de los «federados» después de la crisis salitrera. Estas huidas nos llevan a las primeras huelgas campesinas y los inicios del movimiento campesino, larga investigación de la que da cuenta este libro. La tercera parte, al final del Tomo II, ingresa en los complejos momentos de la Reforma Agraria, el fenómeno sociopolítico de mayor importancia en el siglo XX.
Agradecimientos
Este libro acumula muchos años de trabajo y son muchas las personas a las que el autor debiera agradecer. Una primera versión fue escrita en 1974 mientras trabajaba en la Universidad Católica del Perú, en el Postgrado en Desarrollo Rural. El reciente Golpe de Estado en Chile y la Reforma Agraria que había conmovido a los chilenos, obligaba a pensar la relación entre propiedad y poder. En el Grupo de Investigaciones Agrarias de la Academia de Humanismo Cristiano, que fundamos el año 1979, inicié junto a un equipo de colegas un estudio restrospectivo y reinterpretativo de la Historia Rural de Chile. En el Centro de Estudios Sociales Sur pude publicar dos tomos de una Historia Social de la Agricultura chilena (Ediciones Sur, 1988 y 1989). Se había anunciado un tercero, que nunca se publicó. Con posterioridad continué realizando investigaciones y percibí que existían numerosos vacíos en el texto. Debo agradecer a Ramiro Droguett que me regaló los libros de contabilidad de la Hacienda las Casas de Quilpué, un valioso documento que me condujo a repensar muchos asuntos relacionados con el inquilinaje. Un grupo de personas ligadas a los estudios agrarios y a Rafael Baraona, fundamos la Biblioteca Conmemorativa José María Arguedas, Biblioteca especializada en temas rurales, que me ha facilitado numerosos materiales que no incorporé en las primeras publicaciones. Debo agradecer especialmente a Emiliano Ortega, quien presentó los dos Tomos de la Historia Social de la Agricultura con especial aprecio y profundidad crítica. En los últimos veinte años he dictado la Cátedra de Antropología e Historia Rural de Chile en la Escuela de Antropología y en la Escuela de Historia de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Esta actividad me ha permitido profundizar en cada uno de los temas tratados en este libro. Muchos estudiantes han hecho trabajos de investigación que sin duda tienen un enorme valor y me han hecho revisar muchos aspectos aquí tratados. En el Proyecto Fondecyt «Identidades» desde hace años desarrollamos un área de Estudios que hemos denominado «Memorias de la hacienda». Consiste en varios estudios acerca de la mirada que los antiguos inquilinos tienen de lo que fue el tiempo hacendal y los cambios posteriores que ocurrieron. Nicolás Silva y Gloria González han sido ayudantes de Cátedra y realizaron sus investigaciones en Talca, el primero, y en la hacienda El Huique, en Colchagua, la segunda. Debo agradecer a Paz Neira, Lilian Moravietz, Cecilia Delgado, que han sido también ayudantes en esta cátedra y han trabajado en los diversos proyectos. A Carolina Suaznábar, del Archivo Fotográfico del Museo Histórico Nacional. Los dos tomos publicados se han agotado hace ya muchos años. El segundo tomo, titulado «Haciendas y campesinos», ha sido incorporado en su versión completa al Archivo digital denominado Memoria Chilena, que posee y gestiona la Biblioteca Nacional de Chile. Ximena Valdés me insistió durante mucho tiempo en escribir una nueva versión y de LOM ediciones, a través de Silvia Aguilera y Paulo Slachevsky, he recibido permanente apoyo e incentivo para la preparación de este libro. El profesor Julio Pinto, que dirige la Colección de Historia, ha revisado en forma detallada el texto y ha realizado valiosos comentarios. Es por todo ello que me ha parecido necesaria la completa reescritura de este trabajo, llegando a ser el presente un libro totalmente original, salvo algunos materiales que se han conservado.
Cacique picunche del valle del Mapocho
Capítulo Primero
Los orígenes
Los antiguos incas denominaban «Chile» o «Chilli» al valle de Aconcagua y más precisamente, al parecer, a lo que hoy día es Quillota y los valles circunvecinos regados por el famoso río. De hecho, hasta el final de la Colonia el río hoy conocido como Aconcagua se lo denomina como el río Chile. En ese lugar se habían establecido mitimaes, esto es, colonias de quechuas venidos del Cuzco, que combinaban el trabajo de la agricultura, la extracción de oro de los ríos, en particular del Marga Marga, y la defensa de la frontera sur del Tawantinsuyo. Pedro de Valdivia se otorga a sí mismo esa encomienda, nada menos que denominada la «Encomienda de Chile», por ser de toda evidencia la más rica, e instala personalmente en el mismo lugar una casa, tratando de apropiarse de indios, riquezas y territorio: «tengo una casa en Quillota donde tengo mis granjerías» dice en 1550, en carta dirigida al Rey.
El Valle Central, que estaba muy poblado de indígenas, se despobló en poco menos de veinte años de conquista. Fue una época de cruentas guerras en la zona central, de explotación sin sentido ni piedad en los lavaderos de oro. Muchos huyeron al sur del río Biobío. La muerte de miles de indígenas transformará al Valle Central en un espacio hegemónicamente español, en que los indígenas estarán reducidos a «rancherías», llamados pueblos de indios, por lo general muy pobres, y en que se irá poblando la tierra de mestizos y criollos. El despoblamiento fue violento y el repoblamiento será lento y trabajoso, durará varios siglos.
Al sur del territorio, más allá de la frontera que demarca el río Biobío, la situación será enteramente diferente. La hegemonía indígena se impondrá frente a los intentos denodados de conquista por parte de los españoles. La existencia de gran cantidad de población, mayor que la del centro, que además disminuía rápidamente, de lavaderos de oro y de un territorio lleno de desmesuradas expectativas, provocó la irresistible marcha hacia el sur. Valdivia cayó en el intento y sus sucesores no lograron dominar el «quebrado» territorio, como diría González de Nájera, explicando geográficamente la incapacidad de conquista. Lo concreto es que cincuenta años después de llegado Valdivia un segundo gobernador cae bajo las lanzas indígenas y se levanta «toda la tierra», arrasando con las ciudades que se habían edificado más allá del Biobío. A partir de ese momento se construyen dos territorios en el país, uno al norte del río-frontera y el otro al sur. Son dos países que convivirán en oposición y silencio durante siglos¹. La historia que acá iniciamos es la del país ubicado al norte del río Biobío.
Es por ello que la fuerza simbólica de lo que constituirá posteriormente el sentido de pertenencia al país –más adelante la «nacionalidad chilena»– se construye en la zona central, en la oposición del mundo hispano católico al mundo indígena bárbaro, así percibido y nominado, del sur². En la zona central de Chile se reconstruyen lazos primordiales a partir de la inexistencia del mundo indígena. Es lo que hemos denominado una comunidad de desiguales. Es comunidad ya que existe en la práctica y en el imaginario igualdad racial, étnica, religiosa y lingüística, dominando en todos los niveles el mestizaje. Es desigual ya que estará compuesta de patrones e inquilinos, de señores y siervos, de criollos, mestizos y chinas. Los fragmentos de comunidad de iguales, campesinos libres y pequeños propietarios de bordes de haciendas y quebradas, como veremos, no alcanzaron a transformar su vida colectiva en cultura hegemónica. La hacienda que vendrá a constituirse a un siglo de la Conquista será el modelo institucional y simbólico del país que se construye entre mar y cordillera.
Chile se verá a sí mismo desde el Valle Central. La mirada de homogeneidad cultural, de unidad racial, de catolicidad incluso, entendida como identidad cultural, no es necesariamente pura conciencia falsa. Es una mirada que se fue construyendo en el mundo rural de la zona central del país por siglos y siglos y que se transformó en un conjunto de arquetipos, que explican en buena medida las características culturales del país. Indagar en esta suerte de «arqueología cultural» es el objeto de esta investigación histórica acerca del poder y la sociedad rural.
El valle del Mapocho
Para perseverar en la tierra y perpetuarla a V. M. habíamos de comer del trabajo de nuestras manos, como en la primera edad, procuré darme a sembrar i hice de la gente que tenía dos partes, i todos cavábamos i sembrábamos en un tiempo, e hice sembrar las dos almuerzas de trigo, i dellas se cogieron aquel año doce fanegas, con que nos hemos cimentado.
Pedro de Valdivia
al Rey
El Valle del río Mapocho era probablemente, junto con el del Aconcagua, el de mayor fertilidad y densidad de población indígena establecida. Siguiendo una hipótesis plausible, su nombre proviene del hecho, hipótesis posible, de que era el primer valle donde se hablaba de manera generalizada como única lengua el idioma mapuche, la lengua mapuche o mapu dungun. Es por ello que los quechuas del norte le denominaron «el valle donde se habla mapuche», el valle del Mapuche o del Mapocho. En el Aconcagua, si seguimos al cronista Gerónimo de Bibar o Vivar, se hablaban varias lenguas. Por cierto se hablaba el quechua en los mitimaes o colonias de esas características, como en Quillota. Pero al parecer también se hablaban las lenguas que quedaban del Norte Chico, el diaguita, y el idioma mapuche, aunque existente, no se había impuesto como única lengua. Habría existido una zona lingüística intermedia, según lo señala el profesor Jorge Hidalgo, en que se hablaban ambas lenguas. Es por ello que el primer lugar de predominio de la lengua mapuche, o donde hay mucha población que hablaba esa lengua, sería el valle del Mapuche o del Mapocho. En ese valle se cultivaba todo tipo de cereales, tubérculos, verduras y se criaban los animales para confeccionar los tejidos. Era sin duda un valle muy rico y no por casualidad allí se establecieron primero los incas y luego los españoles.
Las plantas cultivadas
El origen de las plantas cultivadas es remoto en el territorio chileno; en el norte se encuentra maíz en urnas funerarias de varios miles de años; en Llolleo, en la costa de Santiago, se encuentran vasijas de barro que demuestran la antigüedad de los conocimientos agrarios. El uso de los tubérculos, la papa, pareciera tener muchos siglos. Los mapuches, a la llegada de los españoles –que es lo que interesa–, sabían manejar una gran cantidad de plantas, las sembraban y las cosechaban. El valle del Mapocho estaba intensamente cultivado.
Las antiguas culturas habían desarrollado niveles muy altos de agriculturización, y la influencia de casi un siglo de dominación incásica había consolidado una agricultura de riego. Los valles de Copiapó, Limarí y Aconcagua principalmente, Mapocho, Quillota, Calera de Tango, hasta la Angostura de Paine por el sur, estaban irrigados y con población agrícola establecida. En Quillota, Apoquindo y cerca de Melipilla a lo menos, había mitimaes, esto es, colonias de quechuas trasplantados con fines militares y de civilización³.
Bibar, uno de los primeros cronistas llegados a Chile, entrega numerosas y útiles noticias acerca de la agricultura irrigada de los valles centrales, como consecuencia de la influencia quechua. En una de sus excursiones, los españoles encontraron un escondite de maíz, de gran volumen, que les permitió alimentarse por varios meses. Los productos más importantes, fuera del maíz, eran los porotos (pallares), la quinua, los zapallos y ajíes, de todo tipo y naturaleza. Las papas eran más propias de la zona sur, aunque las había en cantidad. Diversas especies de gramíneas, hoy día desaparecidas, servían también para la alimentación. Una de ellas, conocida como mango pareciera que era semejante al trigo en su producción, su elaboración y gusto, por lo que facilitó el traspaso rápido de esa planta y su incorporación muy temprana a los sistemas productivos y a la dieta indígena. El maíz era de diversas especies, como el maíz morado y el duro o de piedra, curahua, con el que hasta ahora se hacen diversas comidas y bebidas.
La domesticación de animales también había alcanzado un alto desarrollo. Se manejaba el ganado auquénido, llamado por los indígenas chillihueque, y por los españoles, «ovejas de la tierra». Juan Ignacio Molina, el sabio naturalista, ha explicado con detalles el origen de esta especie de huanaco paticorto. En las primeras incursiones en el Valle de Santiago, los conquistadores arrean con gran cantidad de ganado que les permitió «sustentarse» como decían en la época.
El perro ya era «el mejor amigo del hombre»; según Ricardo Latcham, existían dos tipos, el trewa, pariente del culpeo o zorro criollo, de hocico aguzado y orejas altas; y el quiltru, chico, esmirriado, lanudo a veces y seguramente gritón, como todos los quiltros que hasta el día de hoy pueblan el territorio.
El paisaje prehispano
La agricultura del Valle Central se funda sobre la ruina y el silencio de la agricultura indígena. Nada más lejano que pensar que los españoles llegaron a un mundo inhabitado de tierras vacías y montes salvajes. Por el contrario, los caminos por los que viajaban en la conquista de los nuevos territorios conducían a lugares muy precisos, tenían destino, eran transitados y conocidos. Cada valle tenía su nombre, cada cerro y cada río su historia, y cada pedazo de tierra su propietario. Se trataba de un paisaje absolutamente domesticado, esto es, nombrado por los humanos, conocido, apreciado, valorado y utilizado para su servicio. Sobre esa sociedad indígena se construyó la sociedad española mestiza chilena.
No es fácil, sin embargo, representarse o imaginar lo que era el mundo rural que encontraron los españoles al llegar a los valles del centro del país. Todo indica que se trataba de poblaciones muy estables, absolutamente sedentarias, con un desarrollo agrícola importante, como consecuencia de la influencia de las sociedades agrícolas del norte y la presencia de los mitimaes y colonias peruanas en esos lugares.
Ahora bien todo el anterior sistema agrícola fue transportado a Chile por la conquista que emprendió a Chile en 1450 el belicoso Inca Yupanqui y que sus sabios sucesores afianzaron durante el siglo que transcurrió hasta la invasión de Almagro. Los valles del norte desde Copiapó al Mapocho estaban pues cuidadosamente cultivados i aún en el primero se conocía el uso de los abonos para las siembras del maiz. Mui cerca de nosotros existen algunos vestijios de un adelanto mui marcado en la labranza, como ese curioso acueducto conocido con el nombre de Salto del agua, que riega el valle de Conchalí i cuya construcción, anterior por mucho a la época de la Conquista, revela conocimiento mui avanzado sobre nivelación y regadío⁴.
Probablemente el valle de Aconcagua (Canconcagua, según el entendimiento de la voz indígena) era el más desarrollado agrícolamente y en términos de población, razón por la cual se lo apropió completamente en primera instancia el conquistador Pedro de Valdivia⁵. Tenía en su extremo poniente comunicación con el Valle de Marga Marga, rico en oro. No es casualidad tampoco la elección de este asentamiento, ya que en Quillota se había instalado un mitimae peruano, quizá el más numeroso y de mayor importancia. Era además el inicio del valle longitudinal, el Valle Central de Chile, punto obligado de llegada de quienes venían del Perú, ya fuera por tierra o por mar, dado que Quintero fue, en los primeros años, el puerto más apreciado y utilizado por los que arribaban en barco⁶. Habiendo pasado ya un tiempo tras la primera Conquista, Jerónimo de Bibar escribe en su relato⁷.
Tiene este Valle de la Liga (Ligua) al de Aconcacagua (sic) hay doce leguas. Este Valle es major y más abundoso que todos los pasados, tiene ovejas y mucho maiz y algarrobales. Corre por el Valle un río caudaloso y tienen sacado los naturales 22 acequias grandes para regar todas las tierras que cultivan y siembran, tiene pocos indios que no pasan de mil quinientos […] solía haber mucha más gente.
El camino que utilizaban los quechuas continuaba hacia el sur oriente, no demasiado diferente quizá al actual, y entraba por Conchalí hacia el valle del Mapocho, donde habitaba, como se puede interpretar por este nombre, «mucha gente»⁸. A ese camino se le denominó prontamente Camino Real o Antiguo Camino de carretas, lo que nos permite pensar que era bastante ancho y liso, correspondiendo probablemente a lo que se ha conocido posteriormente como Camino del Inca, esto es, las carreteras que construían los cuzqueños para unir el territorio ocupado.
Al borde del río Mapocho se había instalado una colonia de mitimaes peruanos, en lo que hoy genéricamente denominamos Vitacura. El poblado obedecía a la palabra Buta o Futa, que es grande, y Curra, que es piedra, en mapuche o mapudungun⁹ probablemente refiriéndose a uno de los cerros del lugar, el hoy llamado Cerro San Luis. Hay coincidencia entre los cronistas en reconocer que estos indígenas no eran mapuches: «De estos era el sobredicho Vitacura, el cual por ser indio del Perú recibió con buen semblante a los españoles», dice González de Nájera. Otra colonia vecina era la de Apoquindo, voz quechua que señala algún grado de jefatura. Una tercera colonia estaba ubicada en Macul.
La sociedad del Mapocho
No es fácil establecer el sistema jerárquico imperante en el valle y la relación existente entre estas colonias extranjeras asentadas desde hacía unos treinta a cincuenta años aproximadamente, y no más, con las agrupaciones indígenas locales o mapuches, para emplear la denominación actual. Los primeros informes de los cronistas y posteriormente las mediciones de tierra que realiza Ginés de Lillo –en que se reúnen prácticamente todas las pretensiones de tierras de los habitantes españoles de Santiago– no nos permiten formarnos un cuadro muy detallado del funcionamiento de la sociedad prehispánica. Todos los nombres de los indígenas y jefes están deformados y aparecen en cada crónica con designaciones confusas y diversas: Vanga, Mantepán, Pameurongo, Condatongo, Anguaguay, Parapuchi, Longo Moro de Macul (que será rebautizado por los recién llegados como Alonso Moro), Antigüeno, Longopilla y Landaguano, nombres en los que se puede adivinar un significado mapuche¹⁰ y muchos otros que por su deformación no podemos determinar si son de origen quechua o derivados del mapudungun¹¹. En todo caso, pareciera que había una suerte de dominación incaica combinada con una convivencia relativamente pacífica con las comunidades no quechuas. Estas últimas eran tributarias al igual que las quechuas, siguiendo el esquema de repartición de las cargas impositivas que tenía el sistema imperial incásico: parte de las cosechas para la comunidad y parte para el tributo al Inca, que se enviaba al norte. La mita, esto es renta en trabajo, habría estado establecida desde hacía décadas en el centro del país y probablemente era el sistema de extracción de oro de los ríos que abastecía a las necesidades cusqueñas¹². Como es bien sabido, el oro de Chile se había transformado en una necesidad para el sistema inca al final del período por agotamiento de minas en Perú y otras partes del Imperio y es lo que explica la existencia de tantas colonias de mitimaes.
Podríamos suponer que cada colonia de mitimaes ubicada a lo menos en el valle del Mapocho controlaba la población no quechua circunvecina, ya que Valdivia otorga encomiendas de acuerdo a la existencia de un cierto tipo de organización previa. Es así que el conquistador entregó Apoquindo a doña Inés de Suarez, su compañera, bien conocida en la historia chilena; Macul a Juan Jufré, uno de sus mejores amigos, y Tobalaba a Jerónimo de Alderete, otro de sus compañeros de confianza. Supondríamos que de esta manera actuaba de acuerdo a lo que veía ante sus ojos como organización indígena. De hecho, en uno de los primeros parlamentos a que convoca a los indígenas, según nos dice Bibar, asisten representantes o jefes de estos tres lugares. Allí les lee desganadamente los «requerimientos», una suerte de listado de advertencias o admoniciones a que se veía obligado por la corona en el trato de los indios.
Cada una de estas agrupaciones tenía un territorio bastante bien delimitado. Esto queda demostrado principalmente por el sistema de regadío y los nombres que cada canal, algunos de grandes dimensiones, poseía. El río Mapocho era «sangrado» por estos canales o acequias que recorrían toda la parte alta de lo que hoy es Santiago y que también cruzaban hacia el lado norte del cordón del Cerro San Cristóbal¹³ y otros que seguían aguas abajo en la parte poniente de lo que sería la ciudad. En la práctica, esos canales fueron los guías que ordenaron territorialmente los repartos de tierras, chacras («chácaras» les decían) y diversas otras divisiones de tierras que hicieron los españoles en el valle¹⁴. Es la plantilla básica sobre la que se edifica la capital de Chile.
El mapa del valle de Santiago además estaba previamente trazado por caminos que unían a las diversas localidades y por los que transitaron sin problemas desde el primer dia los conquistadores. Se señala en las crónicas y así lo dice en su carta al Rey, que Valdivia dividió en cuatro a su tropa y los envió a recorrer los cuatro puntos del valle. Quería de ese modo impresionar a los indígenas, según él mismo señaló. Esos caballeros en sus cabalgaduras recorrieron el territorio por caminos trazados, que iban de una parte a otra, esto es, que comunicaban personas, rancheríos, pueblos que tenían organización y contacto.
Penetró el gobernador hasta el valle del Mapocho, que halló poblado de infinidad de gente, por ser tan anchuroso, tan capaz y apacible, y regarse casi todo él con el río de su nombre, tan liberal y pródigo con la tierra, que, desangrándose por varias partes, por regarla y fertilizarla se desustancia y deshace de manera que a pocas leguas desaparece, no para hundirse del todo, sino para repararse y salir más pujante y caudaloso¹⁵.
Se maravillan los españoles de lo que ven, de las siembras, de la cantidad de llamas y chilihueques, como les llamaban a las «ovejas de Chile», variante local del auquénido peruano, la llama. Tanto es así que regresan cargados de comida a reunirse con su jefe. Probablemente el camino de Apoquindo, de origen incaico, tenga el mismo trazado que hoy tienen las principales avenidas que unen el centro de la ciudad de Santiago con el Barrio Alto. No está de más señalarlo.
La ubicación del «damero» urbano que dará origen a Santiago y que dura hasta el día de hoy tampoco fue arbitraria. La Plaza de Armas es muy probable que ya fuera la kancha o espacio, («plaza») donde se producía el mercado, como ocurría en todas y todos los pueblos andinos o colonizados por los pueblos del norte. Los testimonios arqueológicos así lo van demostrando crecientemente. Pero de mayor importancia es la orientación que asumen las calles principales, de oriente a occidente, como consecuencia de la canalización de las acequias. Esta precaución va a ser comentada años después por parte de Alonso de Ovalle como la gran ventaja urbana de Santiago frente a otras ciudades.
De este río Mapocho se sangra por parte del oriente un brazo o arroyo el cual dividido en otros tantos cuantas son las cuadras que se cuentan de norte a sur, entra por todas ellas , de manera que a cada cuadra corresponde una acequia, la cual entrando por cada una de las orientales va a travesando por todas las que se le siguen a la hila y consiguientemente por todas las cuadras transversales, teniendo estas sus puentes para que puedan entrar y salir las carretas que traen la provisión a la ciudad; con que no viene a haber en toda ella cuadra ni casa, por donde no pase un brazo de agua y muy copioso que barre y lleva toda la basura e inmundicia del lugar dejándolo muy limpio; de que también se sigue una gran facilidad para regar las calles cuando es necesario, sin que sean menester los carros y otros instrumentos que se usan en otras partes, porque no tienen sino que sangrar la acequia por la calle, lo que basta para que salga un arroyuelo que la riega y alegra en el verano con gran comodidad¹⁶.
Esta descripción, realizada un siglo después de fundada la ciudad, muestra que el trazado inicial estuvo determinado por los canales y acequias que habían construido los indígenas en el valle. Cada canal tenía en su borde terraplenes por donde se transitaba y así lo hicieron los primeros españoles que salieron a recorrer el valle sin necesidad de bajar de sus cabalgaduras. Por cierto que el esquema urbano quechua no utilizaba el sistema de cuadras españolas, las que estaban ordenadas y obligatoriamente debían utilizarse al fundar una ciudad; para ello los alarifes que acompañaban a Valdivia eran especialistas en dimensionar, trazar y repartir solares; pero el trazo, al igual que en la mayor parte de las ciudades de América Latina, no fue arbitrario. Por cierto que la ubicación del primer trazado en lo que era una suerte de isla, entre el Mapocho y la Cañada, hoy Alameda, obedeció a una estrategia militar evidente; lo mismo la proximidad al Cerro Santa Lucía.
La agricultura, por tanto, estaba plenamente instalada en los valles de Aconcagua y Mapocho, y las tecnologías de producción producían admiración entre los españoles. Jerónimo de Bibar, quizá por su procedencia castellana, «natural de Burgos», y acostumbrado a cosechas magras y falta de agua para regar los sembrados, se sorprende de lo que ve:
[…] y con cada indio anda un muchacho con una talega de frisoles echando en los hoyos tres o cuatro granos. Cubriendo esto se cría sin arar ni cavar sino en los herbazales y tierra delgada y guijarrales. Cada quince días o veinte los riegan y al coger dan de una fanega [a] más de veinte y cinco. No me alargo más, aunque bien podría. El maíz, cuando lo siembran en octubre, que es como abril en España, siémbras en tierra enjuta algunos y otro [s] en regada de cinco o seis días cavando la tierra con aquellas estacas, y otros echando el maíz en los hoyos que serán tres o cuatro