Cuentos negros de Cuba
Por Lydia Cabrera
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Lydia Cabrera
Lydia Cabrera (1899–1991) was a Cuban ethnographer, literary activist, and author of numerous books on Afro-Cuban culture, including El Monte.
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Cuentos negros de Cuba - Lydia Cabrera
Cuentos negros de Cuba
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© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2014
ISBN 978-959-10-1961-5
E-Book - Sandra Rossi Brito (Edición-corrección) / Javier Toledo Prendes (Diagramación)
Libro Impreso - Edición y corrección: Anet Rodríguez-Ojea / Dirección artística y diseño de cubierta: Alfredo Montoto Sánchez / Ilustración de cubierta: María Matienzo Puerto / Marcación tipográfica: Belinda Delgado Díaz / Diagramación: Pedro Sevilla Guerrero
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Autor
Foto%20Lydia%20Cabrera%202.JPG Lydia Cabrera (La Habana, 1889 - Miami, 1991), discípula aventajada del gran Fernando Ortiz, logró figurar entre los más sagaces conocedores del componente africano de este grandioso concepto: Cuba. Desde su niñez se sintió atraída por las leyendas y creencias mágicas de los negros y, habiendo realizado estudios un tanto informales, alcanzó a convertirse en una investigadora de método y de iniciativa, capaz de recorrer en lo físico y en lo abstracto un territorio marcado muchas veces por un carácter ágrafo y esotérico.
En 1913 comenzó a escribir la crónica social de la revista Cuba y América bajo el seudónimo de Nena. Durante su estancia en París, publicó, traducidos al francés por Francis de Miomandre, sus Contes nègres de Cuba (París, Gallimard, 1936), basados en relatos oídos de viva voz, que constituyen tanto un aporte al conocimiento del folclore negro como una recreación poética. De regreso a Cuba, continuó en esta labor que cada vez se fue alejando más de la ficción literaria para derivar hacia un estudio de la cultura afro-cubana, en sus aspectos lingüísticos y antropológicos. Fue asesora de la Junta del Instituto Nacional de Cultura, en los últimos años de la República neocolonial. Trabajos suyos fueron publicados en las revistas francesas Cahiers du Sud, Revue de Paris y Les Nouvelles Litteraires, y en las cubanas Orígenes (1945-1954), Revista Bimestre Cubana (1947), Lyceum (1949), Lunes de Revolución, Bohemia. Su libro Por qué... cuentos negros de Cuba fue también traducido al francés por Francis de Miomandre (París, Gallimard, 1954). En El Monte (1954) se dedica por completo a estudiar los orígenes de la santería, nacida de la mezcla de las deidades de la religión yoruba con los santos católicos. Anago: Vocabulario Lucumi , es un estudio del lenguaje Lucumi y su adaptación al español. En 1955 publicó su recopilación de Refranes de negros viejos (La Habana, Eds. CR, 1955).
La primera edición cubana de este libro, Cuentos negros de Cuba, data de 1940. Como explicara Fernando Ortiz, no se trata de piezas primordialmente religiosas, pues en ellas predomina la recreación de mitos inmemoriales, el relato folklórico y la fábula, tal como las que antaño dieron su fama a Esopo. Algunos cuentos, sin embargo, son de personajes humanos en los cuales la mitología entra secundariamente
. Y aunque la mayor parte de los relatos coleccionados por la autora son de origen yoruba, la evidente huella de la civilización de los blancos que aparece en varios, nos hace constatar ese fenómeno que tan magistralmente conceptualizó nuestro tercer descubridor
como transculturación.
Legando su lenguaje más bien linajudo a la ironía, la perseverancia, la resolución moral, el carácter abierto y el desprecio a los prejuicios de sus personajes; con esta obra, Lydia Cabrera ha concebido un hito de nuestra narrativa breve y un rico aporte a la literatura folklórica de Cuba, pues como dijera don Fernando: … la verdadera cultura y el positivo progreso están en las afirmaciones de las realidades y no en los reniegos. Todo pueblo que se niega a sí mismo está en trance de suicidio. Lo dice un proverbio afrocubano: «Chivo que rompe tambor con su pellejo paga».
Introducción
Estos cuentos afrocubanos, aun cuando todos ellos están cundidos de fantasía y ofrezcan entre sus protagonistas algunos personajes del panteón yoruba, como Obaogó, Oshún, Ochosi, etcétera, no son principalmente religiosos. Los más de los cuentos entran en la categoría de fábulas de animales, como las que antaño dieron su fama a Esopo, y contemporáneamente a las afroamericanas narraciones del Uncle Remus , que son tan populares entre los niños de los estados del sur en la federación norteamericana. El tigre, el elefante, el toro, la lombriz, la liebre, las gallinas y, sobre todo, la jicotea, a veces la pareja jicotea-venado, o tortuga-ciervo, cuyas contrastantes personalidades constituyen un ciclo de piezas folklóricas muy típicas de los yorubas, donde la jicotea es el prototipo de la astucia y la sabiduría venciendo siempre a la fuerza y a la simplicidad.
Algún cuento, como el titulado «Papá Jicotea y Papá Tigre», ha debido de formarse en Cuba, por la fusión en serie de distintos episodios folklóricos, pues contiene elementos cosmogénicos seguidos de otros que son meras fabulaciones de animales.
Otros cuentos son de personajes humanos en los cuales la mitología entra secundariamente. En varios de ellos se descubren supervivencias totémicas, como cuando se cita el Hombre-Tigre, el Hombre-Toro, Papá-Jicotea, etcétera.
Es curiosa la definición económica que el dios Ochosi, el varón cazador y amoroso de los cielos yorubas, da de la poligamia, distinguiéndola de la prostitución. Aquella consiste en que Ochosi, quien tiene muchas mujeres permanentes, no paga nunca a sus hembras, pero siempre las tiene bien alimentadas y estas trabajan para él.
Otro cuento nos ofrece unas fábulas muy curiosas, de cómo se originaron el primer hombre, el primer negro y el primer blanco. Abundan en el folklore negro los mitos de la etnogenia, pero estos son nuevos para nosotros. El gran creador Oba-Ogó hizo al primer hombre «soplando sobre su propia caca», mito este poco halagador para el hombre no obstante su deífica oriundez; pero no se aparta mucho del mito bíblico por el cual el primer ser humano nace del fango de la tierra, que Jehová moldea y vivifica, infundiéndole su soplo divino. No se dice en este mito negro cómo fueron los seres protohumanos, pero se explica que uno de ellos, a pesar de prohibírselo el sol, subió hasta este por una cuerda de luz y al acercarse al astro ardiente se le quemó la piel; mientras que otro hombre subió a la luna y allá se tornó blanco.
La mayor parte de los cuentos negros coleccionados por Lydia Cabrera son de origen yoruba, pero no podemos asegurar que lo sean todos. En varios aparece evidente la huella de la civilización de los blancos. En algunos hay curiosos fenómenos de transición cultural que son hoy significativos, como cuando el narrador atribuye a un dios el cargo de Secretario del Tribunal Supremo, o el de Capitán de Bomberos.
Este libro es un rico aporte a la literatura folklórica de Cuba, que es blanquinegra, pese a las actitudes negativas que suelen adoptarse por ignorancia, no siempre censurable, o por vanidad tan prejuiciosa como ridícula. Son muchos en Cuba los negativistas; pero la verdadera cultura y el positivo progreso están en las afirmaciones de las realidades y no en los reniegos. Todo pueblo que se niega a sí mismo está en trance de suicidio. Lo dice un proverbio afrocubano: «Chivo que rompe tambor con su pellejo paga».
Fernando Ortiz
El mosquito zumba en la oreja
Era una oreja que había venido a menos.
Una oreja muy pobre, y de contra tan prendada de tambores, guitarras, timbales, guayos y maracas, que se olvidaba de vender a buen precio su cerilla. O dándosela a crédito a alguna beata de su parroquia para la lamparilla de sus santos, no se acordaba luego de cobrarla.
Que la oreja en el bembé, la oreja en la fiesta de Ocha; la oreja en las rumbantelas, la oreja en las claves —donde quiera que había tiroriro—, y... la oreja iba debiendo tres meses de alquiler de casa.
¡La oreja debió seis meses de alquiler de casa!
Ya iban a bajar a la calle su cama-camera, la cama de su madre, donde había nacido. Tenía esta cama un paisaje redondo y bellísimo a la cabecera: un lago azul añil —un pato risueño, un pato-nave bogando en medio—, un cielo azul turquesa y una montaña de nácar. ¡Y aquel solemne armario de caoba maciza, enorme, muy labrado y deteriorado, con una de sus dos lunas rotas, que tanto Oreja respetaba! Porque aquel armario... Ella, ella era, una pobre oreja venida a menos; en cambio, su abuelo, ¿quién lo creyera?, su abuelo fue caballero. Es decir, rico.
El armario le había pertenecido, y a la oreja le habían inculcado sus mayores hasta el fondo de su alma, también venida a menos, una admiración sin límites, un respeto religioso por aquel abuelo potentado que no había conocido; al extremo que el gran armario del abuelo y el abuelo llegaron a ser lo mismo para la oreja.
¿Cómo permitir que al abuelo, en especie de mueble, lo arrojaran a los fosos?
De modo que en tan grave aprieto, la oreja corrió a pedir prestado a unas primas hermanas suyas, invocando la enorgullecedora memoria, la sagrada presencia —real, tangible... abrumadora— del asombroso antecesor; y aun estaba dispuesta a cederles en esta ocasión, para el resto de sus días, la gloriosa propiedad del armario.
Pensad: el abuelo en la calle, expuesto a pública vergüenza, a pocas horas de la confiscación y de una muerte definitiva, irreverente, en la infamante promiscuidad de los fosos.
Fue la prima Consuelo la que respondió espléndidamente y salvó al abuelo en tan difíciles circunstancias. Consuelo, que descansaba de día y trabajaba de noche, y a veces de día y de noche, maquinalmente, y ganaba buen dinero; que cambiaba de nombre y de precio según los barrios, y cuyo único pudor consistía en guardar para sí, clandestino, su nombre verdadero: Pura. Ella también, a veces, pensaba soñadora en el abuelo.
¡Si aquel abuelo tan rico, tan rico —de seguro que nadie en el mundo había tenido tanto dinero—, no se hubiese arruinado, quizás Consuelo...!
En fin, bien porque el armario iba a ocuparle demasiado lugar en la pequeña accesoria en que vivía a la sazón, o más bien porque le daba no sabía qué íntimo reparo guardar sus ligas inconfundibles en tan austeros cajones, Consuelo renunció a la posesión de la reliquia familiar que la oreja le ofrecía compungida. Aceptó en cambio la cama de hierro por más útil; el paisaje la refrescaba, la reconfortaba la sonrisa optimista de aquel pato, y le dio lo preciso para arreglar las cuentas con el casero y arrendar otra habitación en que cupiera el abuelo.
—En adelante —se juró la oreja, animada de los mejores propósitos— trabajaré lo estrictamente necesario para pagarle un cuarto.
Ya no tenía cama. ¿Qué más le daba? Una oreja duerme donde quiera. Se acostaría sobre la tabla del medio del armario que, bien visto, era como otra habitación y tenía cabida para todo. (Le servía inmensamente de fiambrera, de cocina, de ropero, y sobre todo —esto era lo esencial— de vanagloria.)
Con el corazón ligero, la oreja fue a buscar el carro de la agencia de mudanzas Prontitud y Esmero.
Aquel