Sarrasine
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Sarrasine - Honorato de Balzac
A don Charles de Bernard du Grail
Estaba yo sumido en una de esas profundas ensoñaciones que se apoderan de todo el mundo, hasta de un hombre frívolo, en medio de las fiestas más tumultuosas. Acababan de dar las doce en el reloj del Élysée-Bourbon. Sentado en el alféizar de una ventana y oculto tras los ondulados pliegues de una cortina de moaré, podía contemplar a mi gusto el jardín del palacio en el que pasaba la velada. Los árboles, cubiertos parcialmente de nieve, se destacaban débilmente del fondo grisáceo que formaba un cielo nebuloso, iluminado apenas por la luna. Visto en medio de aquella atmósfera fantástica, se parecían vagamente a espectros mal envueltos en sudarios, como una imagen gigantesca de la célebre Danza de los muertos. Después, volviéndome hacia el otro lado, podía admirar la danza de los vivos: un salón espléndido, con paredes cubiertas de oro y de plata y deslumbrantes arañas llenas de bujías. Allí, hormigueaban, se agitaban y mariposeaban las mujeres más bonitas de París, las más ricas, las de mayores títulos, resplandecientes, pomposas, deslumbrantes de pedrería, con flores en la cabeza, en el pecho, en los cabellos, repartidas por los trajes o como guirnaldas en los pies. Había allí ligeros estremecimientos, pasos voluptuosos que ponían en movimiento los encajes, la blonda, la gasa y la seda, en torno a sus figuras delicadas. Algunas relucientes miradas despuntaban aquí y allá, eclipsando las luces y el brillo de los diamantes y animando todavía más los corazones ya demasiado encendidos. Se percibían también movimientos de cabeza muy significativos para los amantes y actitudes negativas para con los maridos. Los gritos de los jugadores a cada jugada imprevista y el tintinear del oro se mezclaban con la música y con el murmullo de las conversaciones; para acabar de aturdir a aquella multitud embriagada con todas las seducciones que el mundo puede ofrecer, un vapor de perfume y la embriaguez general influían sobre las excitadas imaginaciones. De este modo, a mi derecha la sombría y silenciosa imagen de la muerte; a mi izquierda las decentes bacanales de la vida; allá, la naturaleza, fría, triste, de luto; aquí, los hombres entregados al goce. Colocado yo en la frontera de estos dos cuadros tan disparatados que, repetidos mil veces de mil maneras diversas, convierten a París en la ciudad más divertida y más filosófica del mundo, hacía una mezcolanza de moral medio jocosa y medio fúnebre. Con el pie izquierdo marcaba el compás y creía tener el otro ya en la tumba. En efecto, mi pierna estaba helada por uno de esos vientos colados que le hielan a uno la mitad del cuerpo, mientras que la otra parte siente el calor suave de los salones; accidente este que suele ser bastante frecuente en un baile.
—¿Hace mucho tiempo que el señor de Lanty posee este palacio?
—Sí, pronto va a hacer diez años que se lo vendió el mariscal de Carigliano.
—¡Ah!
—¿Pero estas gentes deben tener una fortuna inmensa?
—Por fuerza.
—¡Qué fiesta! Es de un lujo verdaderamente insolente.
—¿Les cree usted tan ricos como el señor de Nucingen o el señor de Gondreville?
—Pero ¿no sabe usted?...
Adelanté la cabeza y reconocí a los dos interlocutores por pertenecer a esa clase de gente curiosa que se ocupa exclusivamente, en París, de los ¿Por qué? de los ¿Cómo? ¿De dónde vienen? ¿Quiénes son? ¿Qué hay? ¿Qué ha hecho ella? Ambos se pusieron a hablar en voz baja y se alejaron para ir a charlar más a gusto sentados en algún solitario canapé. Jamás asunto más fecundo se había presentado para excitar la curiosidad de los buscadores de misterios. Nadie sabía de qué país venía la familia Lanty, ni de qué comercio, de qué expoliación, de qué piratería o de qué herencia provenía una fortuna estimada en varios millones. Todos los miembros de aquella familia hablaban el italiano, el francés,