La plaza, modo de empleo: Novela de un microcosmos
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La plaza, modo de empleo - Mercedes Marcos Montfort
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Cimientos
Si las plazas no existieran, habría que inventarlas. Es cierto que pueden existir las larguísimas y animadas avenidas, bordeadas por prácticos y elegantes edificios; y los ríos, canalizadores de la vida que se cruzan sobre sus puentes, entre suntuosos y clásicos. Pero nada será nunca una ciudad, por hermosa que parezca, sin sus plazas. Una plaza como esta, del rey Felipe VIII, en Madrid, que alberga todo lo necesario y natural que suele ofrecerse en ellas: lo que ha sido, en el pasado remoto, a lo largo de la historia del país; lo que vendrá a ser, en el futuro, a lomos del tiempo; y lo que apuntala ahora mismo, el presente, el único portalón al que se aparece siempre la verdadera y fascinante vida cotidiana.
En este espacio vamos a demorarnos por espacio de unas horas hoy jueves veintiuno de marzo de 2002, cuando el reloj marca las 9:30 y recién llegando está la primavera. De esta suerte atisbaremos el rumor de la plaza como si fuera el centro de un escaparate figurativo. Como un remolino de deseo rondaremos a las personas que caminan (esa mujer preguntándose qué será de nosotros) y las atravesaremos en un silbido de magia. Y traspasaremos lo mismo a las criaturas que habitaban o se hallarán en los edificios colindantes (el hombre que vivía antes en el edificio de la embajada de Kostiakú o los futuros vástagos que modificarán el mundo), pues todo merece ser contado si se intenta con cariño y sinceridad. Ahondaremos así en sus pasados y en sus futuros; las nombraremos y nos sentiremos acompañados comprendiendo sus historias. No miraremos una fotografía, un cuadro o una pintura de época: lo que se moverá delante de nosotros es el tiempo cíclico sobre el que vuela la vida como una alfombra de sueños. Y lo mejor será que nuestros ojos apenas congelarán un instante del fluir del río de aire que pasará: es infinitamente más lo que se nos escapa; la sensación de que somos apenas átomos en el vasto universo nos hará más capaces de verlo todo con ojos renovados y con las manos abiertas de par en par. Comience, pues, el itinerario sentimental alrededor de esta plaza y su gloria de instantes recobrados.
1
Paseo
–¡Hostias! ¡Mira! ¡Una tía en cueros! –grita uno señalando.
–¡Anda! ¡Una tía en pelota! –dice un señor que pasa.
–¡Una tía en cueros! ¡Mírala! ¡Qué tetas tiene tan ricas! –otro más, parándose.
–¡Sí, y qué piernas, mira!
–¿Y por qué irá así, por esta plaza y a esta hora de la mañana?
–¡Ni idea, tío, qué pena que no tenga la cámara de fotos! ¡Qué pava!
–Eso debe de haber sido –comenta una viejecita que pasa– un malaje, ¡que la ha dejado en pelota! ¡Malaje! ¡Que le corten los cojones a quien haya sido!
–¡Qué poca vergüenza! ¡Ahora que pueden verla hasta los niños que van al colegio!
Llega también una mujer muy fea que grita:
–¡Esto es una cámara oculta! ¿Dónde estará?
–¡O igual es una de esas que protestan en cueros por el redondeo abusivo del euro!
–¡Malaje! ¡Que le corten los cojones!
–¡Como para saberlo! –dice un muchacho.
–¡Y se le ve todo a la pobre, esos pechos como limones y el alma afeitada!
–¡Y el tatuaje con una lengua en el culo!
–¡Y se tapa la cara, en vez de sus vergüenzas! –comenta un anciano.
En esto la chica desnuda tropieza y cae al suelo. La gente grita, ella se levanta y sigue huyendo:
–¡Sinvergüenza, eso es lo que es! ¡Una sinvergüenza!
–¡Será malaje el que le haya hecho eso a la niña!
–¡Golfa! ¡Es una golfa!
–¡Hala, hala, el despiporre!
–Esperemos que viva cerca porque los pies los tiene ya renegríos.
–¡Pues vaya!
–¡Joder! ¡Joder! ¡Joder!
–¡Pues eso!
–¡A lo mejor es una exhibicionista millonaria que ya no sabe qué hacer para divertirse!
–¡Hay que joderse con esta juventud de ahora y estas modas!
–¡La culpa la tienen los políticos!
–¡Cuidado, volver a esta hora y con esa guisa de la juerga nocturna!
–¡Y qué diría su madre si la viera!
Abochornada y apurada como nunca, nuestra lady Godiva se dispone a cruzar la calle Mira el Cielo, tapándose la cara con unos guantes de lana que ha encontrado junto al convento.
2
Paseo
Ocho años hace que Dámaso Montesinos recorre casi a diario la ciudad. Este hombre, alto como la luna, con barba corta y rubia, pelo largo y dorado, que parece un Cristo a lo Brad Pitt, trabaja como detective privado, lo cual le lleva a pasear de vez en cuando por esta plaza para vigilar a alguien, prevenir un robo o incluso adelantarse a un crimen. Dámaso mira a la gente que pasa, busca en sus miradas algo que los delate, que denote algún secreto no oculto del todo.
Se fija nada menos que en Amalia Valderrama. Es una anchurosa mujer de sesenta y tres años, con rodete canoso y macizo, que lleva ya casi cuarenta primaveras en esta plaza intentando leer el futuro en la mano a todo el que se descuide. Y eso mismo quiere intentar con la gente que cruza ahora la plaza, ofreciendo antes una ramita de romero que nadie coge. Se acerca Dámaso y le pregunta a Amalia:
–¿No hay suerte hoy, Amalia?
–No, miarma, la gente cada vez quiere saber menos su futuro.
–Bueno, paciencia. Para eso eres tan clarividente.
–No, miarma, si yo fuera más aclaradora, sería la reina de los mares, pero una, misangre, sólo sabe leer la mano y sus líneas, y decir lo que le parece, que no es poco.
–Ya lo sé, mujer, no te preocupes.
–A ti ya te la leí hace poco, ¿te acuerdas?, y te dije que hay un secreto cerca de ti que ni sospechas, pero que te hará bien saberlo cuando sea lógico.
–Sí, Amalia, y sigo sin saber qué quiere decir eso.
–A lo mejor tu novia te esconde algo, no sé.
–¿Luisa? No creo, si es la mujer más sincera que he conocido.
–Bueno, pues ya lo averiguarás. Ahora te dejo, miarma, a ver si me tomo un cafelito en el centro comercial con Nemesio y Bernardo. Y luego sigo...
–De acuerdo, Amalia.
–Hasta luego.
Dámaso se queda un poco pensativo. Sospecha que ese gran secreto del que habla Amalia tiene que ver con alguno de sus clientes, con cierta investigación. Tal vez halle algún documento interesante que le lleve a un asombroso complot económico-religioso.
El hombre ha aprendido a mirar y a esperar del tiempo una respuesta mientras busca en el aire algo que derroche algún secreto. Cualquiera de las personas que cruzan ahora la plaza podría esconder una historia interesante: la mujer que fundó Literatos sin Fronteras, el zoólogo que encontró un gato parlante o incluso las peripecias del ministro de Control Ciudadano. Pero el detective ahora se fija en una monja sexagenaria que ha salido del convento de las monjas magnolinas: camina indecisa, husmea entre los matorrales como buscando algo. Por eso ha llamado su atención, y por eso parece que juegan a un extraño juego: él vigilándola tras castaños de Indias, cerezos y abedules; ella escudriñando entre gardenias, margaritas, dalias...
De pronto, la mujer brinca como una rana sobre una mata de azaleas y grita:
–¡Te pillé!
El investigador se sorprende: sus cuarenta y dos años no le han enseñado tanto del mundo como él creía. Lo que buscaba la monja era... ¡un insecto!
–Por esta vez vas a escapar, porque todavía no eres muy grande... Además, no puedo volver ahora al convento, ¿qué diría la madre Concepción si viera que abandono mis obligaciones por ti?
La religiosa suelta su presa y reemprende su camino. Dámaso, algo avergonzado por su falta de intuición –aunque, ¿quién iba a pensar que una religiosa casi anciana se dedicara a cazar bichos por la plaza?–, decide marcharse.
La mujer, a quien todos llaman hermana Silvia, ingresó en el convento hace más de cuarenta años; y desde entonces también se dedica a lo que todavía hoy la entretiene: buscar santateresitas por los jardines, sobre todo a finales de verano, cuando abundan. Una manía como otra cualquiera. Hace más de seis años que busca un ejemplar negro, porque lo vio una vez en sueños y quiere saber si existen en realidad.
Y más aún le gustaría saber a la hermana Silvia qué estará sucediendo ahora en el hotel Orión, sobre todo a...
Arrepentida de su pecado de pensamiento, se persigna y acelera el paso.
* * *
Precisamente en el Hotel Orión, en la habitación 1216, un extraño cadáver yace desnudo sobre la cama sin deshacer. Apenas se distinguen sus formas, pues la alcoba está en penumbra. Afinando, vemos que se trata de un hombre muy bajo, o quizás un niño. No hay rastros de violencia que dirijan el pensamiento hacia una muerte sucedida en este lugar; diríase que el cadáver es sólo un durmiente más que disfruta de la sedosidad de las sábanas de un lujoso hotel de cinco estrellas.
Junto a la mesilla, un joven marca un número de teléfono. No parece que vaya a llamar a emergencias, ya que el cadáver está bastante deteriorado; ni parece tampoco que quiera confesarse de un crimen, pues apenas puede dejar de reír, con esas carcajadas de malo de dibujos animados. Suena una música dulce y suave de guitarra melosa, y el joven ha comenzado a hablar por el auricular muy tranquilamente. Se diría más bien que quiere explayarse en detalles que le divierten, por cómo se echa hacia atrás, acariciándose el pelo largo y las orejas. ¿Por qué no huye el muchacho y deja atrás ese cuerpo marchito y seco? ¿Acaso no es un criminal peligroso que merece el peor de los castigos? ¿O es que para él la muerte sólo es un juego que le entretiene?
3
Paseo
Llega el teniente Mateo Salgado, cuarentón cejijunto, feo y pardo como una araña.
–¡Por fin, Mateo! –exclama Dámaso Montesinos–. ¿Vas a explicarme de una vez para qué me has citado aquí, junto al quiosco?
Empiezan a atravesar la plaza. Mateo mira a su compañero algo preocupado. Son amigos desde preescolar, siempre juntos, jugando a policías y ladrones. Y ahora uno es policía y el otro detective privado.
–Me debes una, ¿recuerdas?
Mateo se refiere a que su amigo le debe la vida desde el verano pasado. Infiltrado en una secta satánica, Dámaso estuvo a punto estuvo de morir cuando todos los miembros fueron obligados a beber una mezcla de azahar, vinagre, alheña, alcohol y tuercas en polvo salpimentada con óxido de níquel, cuyos efectos pudieron neutralizarse en todas las víctimas merced a un intensísimo lavado de estómago, porque Mateo, desobedeciendo una orden directa, entró en el piso y llamó a las ambulancias antes de que llegara su superior.
–¿Qué ha ocurrido? –pregunta Dámaso Montesinos, cada vez más intrigado.
–Han robado en el Museo Alberto Vázquez. Ojos desorbitados de Dámaso:
–Ah, no. El museo de arte contemporáneo, no. Carlos Colorado otra vez, no.
–¡Me debes la vida!
–¿Cuánto es? –pregunta Dámaso, sacando una tarjeta de crédito.
–Venga, Dámaso. Acuérdate del robo de Notas de mandarina, el cuadro ese de Dolores Cortázar, en la Navidad de 1999.
–¡Pues por eso, precisamente!
Dámaso revive aterrorizado la última investigación con el chiflado de Carlos Colorado, sempiterno director del museo: «Pasen por aquí... No pisen tan fuerte, no soporto el eco... Y no respiren, que se contaminan los cuadros».
–¡Menudo elemento, Carlos Colorado! –continúa Dámaso–. Haz memoria: quería que interrogáramos a todas las monjas magnolinas, por sospechosas; como el convento está contiguo... Y abordó en plena calle a Amalia Valderrama, la mujer que lee la buenaventura en la plaza, para que le diera el nombre del ladrón, y casi le pega dos tortas porque la pobre no lo sabía. Ya ves.
–Sí, pero tú resolviste el robo, Dámaso. Gracias a ti recuperamos el cuadro.
–¡Porque no hice ni caso de las «pistas» que nos daba ese chiflado! Las monjas magnolinas... ¡Vaya ocurrencia! Fueron ladrones profesionales, no monjitas.
Al llegar frente al museo, guardan silencio. Mateo se persigna y dice:
–Que sea lo que Dios quiera –y mirando a Dámaso–. Y tú, ¿qué?, ¿vas a ayudarme o no?
–Te ayudaré... Pero ya no te debo nada... –también se persigna, pues entran al templo de la actual estupidez humana, regido por Carlos Colorado, y prosigue–: Por cierto, a ver cuándo quedamos y te presento a mi novia, Luisa... Tiene una teoría muy curiosa sobre el síndrome de Estocolmo.
–¿Y eso?
–Es psicóloga... Ya verás, es estupenda.
4
Paseo
En la habitación 1216 del Hotel Orión, el joven que había marcado cierto número de teléfono, sentado junto a ese extraño cadáver sobre la cama, continúa la conversación:
–Pues verá, iba yo por la carretera con dos amigos ayer por la noche y vimos en el cielo unas luces misteriosas que se movían zigzagueando. De pronto, oímos una clamorosa explosión y vimos algo que caía en llamas...
–¿No me digas? –contestan al otro lado.
–Sí, y ya que estábamos, detuvimos el coche en el arcén y nos adentramos por un descampado hasta dar con el origen del humo: una nave espacial ardiendo de la que salió un tipejo bajo que hablaba a través de cortocircuitos y pitidos.
–¿Y cómo era la nave? ¿Cómo era el individuo? –quiere saber el otro.
–La nave era circular, sí, más bien plana, como una pizza grande. Eso sí, en lugar de pepperoni y aceitunas tenía altavoces y ventanas, y más bombillas que un árbol de Navidad... Más no sé decir, porque estaba todo ardiendo... Sólo pudimos recoger al extraterrestre. Es humanoide, aunque no sé muy bien cómo describirlo... Pensábamos llevarlo al hospital, pero se murió por el camino y ahora lo tenemos en una habitación del hotel.
–¿Y qué pensáis hacer con el cuerpo?
–Hemos contactado con un multimillonario alemán, coleccionista de arte y objetos raros, que está muy interesado en comprarlo. Pero quiere que antes el cadáver lo inspeccione y autentifique un especialista tan importante como usted.
–¿Y cómo has dado conmigo?
–Muy fácil, señor Toledo. He buscado en la guía de teléfonos y allí estaba: Manuel Toledo, parapsicólogo y especialista en misterios y otras extravagancias.
–De acuerdo, ¿y tu nombre?
–Bruno Morales, para servirle.
–¿Has dicho que estás en el Hotel Orión?
–Sí.
–¡Estupendo! Precisamente vivo a treinta segundos de allí. ¿En qué habitación?
–La 1216. Y no es una casualidad, créame. Está todo muy bien calculado.
–De acuerdo, nos vemos allí dentro de diez minutos.
–Nos vemos –cuelga Bruno Morales y lo mismo ha hecho Manuel Toledo.
* * *
Con este interesante cadáver logrará Wolfgang Ziemssen aumentar, por sólo tres millones de euros, su colección de rarezas artísticas, compuesta por más de noventa ejemplares, cachivaches, artilugios, fetiches, y demás. Entre ellos se encuentra, por ejemplo, una esfera de veridio y triptrionita que le han traído ex profeso de Marte; un hermoso trozo de piedra de Stonehenge; el collar de diamantes que la reina de Francia regaló a D’Artagnan por haber salvado al rey de las garras del cardenal Richelieu; o un cuadro precioso, sugerente como pocos, de Alberto Vázquez, que se titula El cuento. Custodia también Wolfgang Ziemssen en su casa, cómo no, la ropa interior que Marilyn Monroe utilizó en una de las tomas falsas del rodaje de la famosa escena en la que la falda del vestido blanco le sale volando; una página manuscrita del original de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, donde se cuenta la levitación de Remedios, la bella, y el original del certificado de defunción de Elvis Presley, el rey del rock & roll. La ocultación de este último por parte del alemán ha dado pie a creer que el cantante estadounidense no murió en 1977, sino que muy bien pudo fingir su muerte, al poseer dinero de sobra para vivir una segunda vida en soledad, en otras latitudes, operándose la cara y dejándose barba.
Si bien es cierto que la antepenúltima locura de Wolfgang Ziemssen no ha sido la obsesión por algún objeto estrafalario (como comprar la campana del Big Ben de Londres), sino entrar en quirófano para que su cara sea totalmente simétrica. Mira que se lo dijeron los médicos, repetidas veces, incluso demostrándoselo con programas de retoques fotográficos: que no sería más guapo, como él quería, sino más feo, más artificial, porque la belleza total nunca es simétrica. Pero nada. Se operó el hombre, un total de cuatro veces, porque decía que su dinero él podía emplearlo en lo que le diera la gana, y que con su cara él podía hacer lo que quisiera. Y hasta ahí (sólo hasta ahí) tuvo razón.
5
Paseo
En la sala Duchamp del Museo Alberto Vázquez aguarda el director, Carlos Colorado. Es un hombre de entre veinte y cincuenta años, rubísimo, con cola de caballo y traje verde fosforescente con corbata negra. Normalmente no viste así, sino peor. Pero hoy, cuando le dijeron, antes de salir de casa, que habían robado en el museo, ha salido pitando sin tiempo de acicalarse para la ocasión. Hacia él se dirigen, cariacontecidos, pisando despacio y respirando con cortos soplidos, Mateo y Dámaso:
–Buenos días. Aquí estamos –asegura Mateo–. ¿Qué tenemos?
–Mejor dicho –corta Carlos Colorado–, no poseemos ya la integridad física de tres obras de arte insustituibles.
Mateo y Dámaso se miran, pero no dicen nada.
–Estaban aquí mismo, en la sala Duchamp. Las tres obras de arte se llamaban Banquete platónico, Azul y Mancha; y eran únicas, titánicas, maravillosas.
–¿Y qué eran? ¿Cuadros, esculturas...?
–Eran muestras de la increíble fantasía derramada en significados nada evidentes, ya que las formas metamórficas del tiempo, capturadas siempre en tránsito, parecían el resultado de una fórmula abstracta que contribuía a un plano monocromo difícil de ratificar...
Mateo y Dámaso se miran, pero no dicen nada. Resoplan.
–Bueno, bueno, cuéntenos exactamente todo lo que sepa –dice Mateo.
–¿Y no es lo que estoy haciendo? –replica Carlos, enfadado.
Mateo y Dámaso se miran de nuevo, pero no dicen nada.
–Queremos decir del robo. Sólo del robo.
–Esta mañana, antes de salir de mi casa, el conserje, avisado por los vigilantes del turno matutino, me llamó por teléfono y me comunicó el desastre. Ustedes mismos pueden verlo: la sala está totalmente vacía. Ayer mismo colocamos las obras aquí, y miren, miren... ¡Nada! El vacío cósmico se cierne sobre nosotros...
Dámaso saca una lupa del tamaño de un disco de vinilo, que a saber dónde la tenía, y se dedica a mirar pero sin penetrar demasiado, pues aún debe llegar la policía científica.
–Pues yo lo encuentro todo muy limpio –argumenta Dámaso–. No se ven huellas de ninguna clase: ni de pies, ni de arrastre... Las paredes, inmaculadas; el suelo, limpio y encerado.
–¿Y las alarmas? –pregunta Mateo–. ¿Y las medidas de protección?
–Nada. No se activaron. Esto es cosa de profesionales.
–Señor Colorado –interrumpe el conserje–, ha llegado la prensa. Quieren saber qué ha ocurrido.
–Ya voy, ya voy.
–Pero escuche, sería mejor que no les dijera nada –aconseja Mateo.
–¿Cómo que no, si los he llamado yo? La publicidad nunca viene mal. Y, ustedes, menos tonterías y comiencen con los interrogatorios. Les espero dentro de diez minutos en mi despacho. Y por favor, no pongan los pies en las paredes, que blanqueamos el mes pasado.
Mateo y Dámaso se miran, pero no dicen nada.
6
Quiosco
La plaza entera gira como una peonza alrededor de este pequeño quiosco de hierro y chapa. Su dueño no es otro que Nemesio Rodríguez; conoce tantas cosas de este lugar del alma que yace bajo el cielo, que el día que él desaparezca habrá que reinventarlo todo. Cojo de nacimiento, con una pierna hecha un ocho que le cuelga, Nemesio ha conocido muchas primaveras desde su negocio de cuatro metros cuadrados: la primera, en 1955, la recuerda muy hermosa, orlada de exquisitos colores, olores y sonidos, quizá también porque tenía sólo dieciocho años y era esa la primera vez que se sentía perfectamente útil, dueño de su propio comercio.
Nemesio sabe que desde un quiosco se logra vislumbrar, con bastante claridad, la vida entera de una plaza: las horas alegres, casi infantiles, de la tarde; los rumorosos y ocupados minutos de la mañana; los relojes muertos del mediodía, y también el fluir negro y pesado de la noche. Sin embargo, esta primavera es la primera en cuarenta y siete años en la que el quiosco permanece cerrado. Debido a la intensa neumonía que contrajo en noviembre del año pasado, de la que logró salir sin secuelas tras cinco semanas de dura convalecencia, Nemesio consideró entonces clausurado su negocio. Y así, este cuasi jubilado, que no ha tenido vacaciones en todos los años que ha estado perennemente al frente del quiosco, ahora las disfruta todas juntas sentándose en la cafetería del Hotel Orión o en cualquier banco de la plaza para charlar con sus amigos. Entre ellos están Amalia Valderrama, el propio Dámaso Montesinos, Horacio Castro o Bernardo Campillo, con quien está ahora mismo conversando en la terraza de uno de los bares de la planta baja del centro comercial y de ocio. De ese modo se regodea Nemesio contando las fortunas y adversidades vividas y soñadas a lo largo de todos estos años, que, si no, se perderían para siempre.
Está, por ejemplo, la sensación de que el Quijote, que se vende bien durante todo el año, sólo se lee a gusto en invierno, reconfortándonos de qué manera, porque en toda la novela impera un calor abrasador, con tanto camino polvoriento en los campos de Castilla. O asusta el increíble número de torturas, intuidas por Nemesio, que habrían sucedido bajo la plaza, en tiempos remotos, en los habitáculos y en los pasillos subterráneos. O entretienen las andanzas, típicas de la literatura infantil, de aquel niño que se perdió una noche en Madrid y se lo encontró Nemesio, a la mañana siguiente, desperezándose, no en la puerta de su quiosco, sino en el interior, adonde había llegado el crío, de siete años, llamado por el olor dulzón de las golosinas.
O están las historias que Nemesio leía mientras permanecía en el quiosco y no venía nadie: la aventura del músico de jazz que perseguía el oro de sus sueños tocando el saxofón con un camaleón amarillo posado en el hombro; la encantadora narración en la que se desvelaba todo sobre el dodecaedro de madera que vaticinaba el tiempo del día siguiente; o incluso la comedia del pequeño pingüino de paseo por la majestuosa Roma del siglo XXV.
Sin olvidar tampoco la fábula que Nemesio Rodríguez, soltero y sin hijos, desmenuza cuando se pone nostálgico, quizá porque siempre ha deseado que se tornara realidad, no siendo más que un sueño: la romántica pasión sentida, durante dos larguísimos meses del año 1970, hacia una mujer llamada Azucena. Blanca y frágil como una muñeca de porcelana, paseaba siempre sola por la plaza con un traje escotado y estrecho, típico del siglo XIX, y un buen día se le acercó y le ofreció matrimonio a cambio de algo que Nemesio nunca pudo regalarle: un pegaso de algodón; para que ella, en sus graciosos ratos libres, pudiera viajar a la luna y bañarse allí, en los mares ingrávidos, entre ballenas azules cantarinas cuyo aliento sería dulce como la vainilla.
7
Paseo
En el despacho del director del Museo de Arte Contemporáneo Alberto Vázquez, el teniente Mateo Salgado y el detective privado Dámaso Montesinos revelan el resultado de sus pesquisas de diez minutos:
–Hemos tomado declaración a los guardias de seguridad del turno de noche, y han insistido en que nada raro ha ocurrido. No ha habido ruidos extraños, no han sonado las alarmas, nada, ni la más mínima pista –asegura el teniente–. La policía científica está ahora en el lugar, tal vez ellos puedan aclararnos algo.
–Tengan, fotografías de las obras de arte –ofrece Carlos Colorado. Dámaso y Mateo miran las instantáneas y se quedan boquiabiertos como caricaturas. Pero no dicen nada.
–¿Se puede, jefe? –pregunta una mujer que lleva una bata azul.
–Sí, sí, pase, siéntese –dice Carlos Colorado–. Les presento a Manuela Nasarre, jefa de los limpiadores. Lleva más de veinte años trabajando para nosotros, así que, obviamente, nada tiene que ver con el hurto. Pero quizás oyó o vio algo...
–¿Entonces es verdad que han robado? ¿Dónde, jefe?
–En la sala Duchamp –contesta Carlos Colorado.
–¿Un robo en la Sala Duchamp? Eso es imposible, si hemos estado allí casi toda la noche... –afirma Manuela Nasarre.
–¿Y eso por qué? –inquiere Dámaso Montesinos.
–Bueno... Aquello era un desastre: cuánta mierda, con perdón, el fiestorro que se montarían ayer.
–¿Qué fiesta? –pregunta Carlos Colorado–. No hubo ninguna fiesta. Yo lo sabría, que para eso soy el director –asegura, soltándose la cola de caballo.
–Pues, jefe, encontramos latas de cola y cerveza por todas partes, ceniceros hasta arriba de colillas... Y la pringue que había en el suelo, qué horror, estuvimos horas para quitarla... Menos mal que tuvieron el detalle de proporcionarnos más fregonas, y cubos, y lejía, que si no, no acabamos en toda la noche... Pero ladrones no vimos, no...
A Carlos Colorado los ojos se le salen de las órbitas al escuchar a Manuela Nasarre. Apenas puede creerlo. Manuela y sus empleados han limpiado concienzudamente las obras de arte, en el sentido más literal del verbo: Azul, obra formada por un conjunto de piezas de color azul (entre ellas, botellas de lejía, fregonas, cubos, bayetas...), ha sido desmontada para fregar a Mancha, que, como su nombre indica, era un enorme manchurrón desparramado sobre las baldosas, y para higienizar a Banquete platónico, obra en la que, sobre una sábana en el suelo, podían admirarse, amén de colillas de todas las marcas de tabaco, tazas de café, cucharillas, vasos y botellas... todo listo para el lavavajillas.
–¡Desgraciados! ¡Habéis destruido las obras de arte!
–grita Carlos Colorado, arrancándose los pelos.
Mateo y Dámaso se miran y se ríen. Pero no dicen nada.
–¿Qué obras de arte, jefe? –pregunta Manuela honradamente.
Carlos Colorado, por un momento, duda si contestar. Pero continúa:
–¿Qué sabréis los empleados de la limpieza sobre las sutilezas artísticas, sobre la elevación del espíritu que engendra la contemplación de la obra? ¿Acaso alguno de vosotros ha conseguido crear obras de la categoría de las que habéis destrozado?
–¿Qué dice, jefe? No hemos destrozado nada. Sólo hemos limpiado la mierda, con perdón.
–¿Pero cómo pudo no darse cuenta de que Mancha era una obra de arte? Esa superficie monocroma definiendo un territorio lírico lleno de reminiscencias fatales... ¿Y Azul? Era una obra excelsa: la percepción extática del vacío en lo cotidiano; introducía la sobriedad del equilibrio en la voluntad de... En fin, no importa –acaba sentenciando el director del museo–. Puede marcharse a su casa, Manuela.
Y mientras la mujer se va, Carlos Colorado continúa hablando, sin mirar ni a Mateo ni a Dámaso, como para sí mismo...
–Tenemos fotos, podremos reconstruirlas, aunque no sé si lograremos colocar todas las colillas en su posición original... Pero es posible que los artistas se nieguen, pues el acto creativo, así como su producto, es único, es una reflexión singular y coercitiva sobre la hermeneútica de las imágenes; el arte es irrepetible e inefable...