Bala en boca Breve recorrido por la historia militar de Chile
Por Enrique Bunster
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Hace muchos años, en un discurso de primera piedra, don Mariano Puga expresó que los chilenos suelen rezagarse y desmentir su pasado «precisamente porque tienen laureles sobre qué dormirse». Esta frase feliz cobra vigencia en la actualidad e induce a filosofar acerca de la causa o causas del peculiar fenómeno. Aparte la mala memoria colectiva, defecto incurable de nuestra idiosincrasia, tal vez cuente el que hicimos hace ochenta años de historia ejemplar en América y acabamos por acostumbrarnos.
Nuestros grandes episodios, nuestros diamantes militares y cívicos han llegado a parecernos tan naturales como si hubiesen sido sucesos cotidianos. A veces pienso en la veneración profunda y exaltada que en Argentina profesan a sus prohombres, entre ellos el señor Sarmiento, personaje que jamás podría compararse con Vicuña Mackenna como escritor y tribuno ni con Barros Arana como historiador y educador.
¡A qué altura no habrían encumbrado a estos dos compatriotas de haber nacido allende la Cordillera! De igual modo, un Portales argentino o brasileño sería considerado un superhombre, y qué decir de un Montt, un Prat o un Balmaceda. Otros pueblos agigantan a sus próceres; el nuestro tiende a reducir a los suyos con ligereza inconcebible, o a olvidarlos, como si le incomodasen.
Concretándonos a los fastos bélicos, vemos que a ninguna nación americana han respondido mejor su Marina y su Ejército cuando la patria estaba en peligro. Tradición rectilínea en un pueblo no militarista y que invariablemente se batió en condiciones de inferioridad numérica y económica. Hasta sus derrotas son electrizantes y decisivas: Rancagua, Tarapacá, Iquique, La Concepción.
Y algunas de las victorias pertenecen a la categoría de las llamadas imposibles, como la toma de los castillos de Valdivia y la captura de la Esmeralda, el ataque a Panamá por la Rosa de los Andes y la travesía del Istmo hasta el Atlántico con uno de sus botes llevado en hombros; la captura del Aquiles en la isla Guam, Micronesia, y la triple captura en el Callao, sin gasto de pólvora, ejecutadas por Ángulo; el combate del Pan de Azúcar de Yungay, la destrucción de un blindado por una goleta de madera en Punta Gruesa, el desembarco en Pisagua, la batalla en el arenal de Tacna y la toma del Morro de Arica.
Enrique Bunster
Nacido en Santiago el 2 de julio de 1912, Enrique Bunster inició su carrera periodística a muy temprana edad en Las Últimas Noticias y Los Sports. Con esta experiencia, en 1928 fundó la revista deportiva Match, donde participó como redactor, y continuó durante toda su vida escribiendo en diarios como La Nación y El Mercurio y en las revistas Zig-Zag, Ecran y Qué Pasa. La calidad y abundancia de su producción cronística le confieren un sitial dentro del selecto grupo de narradores que han dotado a los medios chilenos de una prosa periodística de excelencia y que obligan a la crítica literaria a redefinir los límites entre periodismo y literatura. Desde este punto de vista, la labor de Bunster está a la altura de la de autores como Jenaro Prieto, Daniel de La Vega, Carlos Silva Vildósola, Joaquín Díaz Garcés, y otros más actuales como Pedro Lemebel, Francisco Mouat, Roberto Merino y Álvaro Bisama, entre otros.
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Bala en boca Breve recorrido por la historia militar de Chile - Enrique Bunster
Bala en boca
Breve recorrido por la historia militar de Chile
Enrique Bunster
Ediciones LAVP
www.luisvillamarin.com
Bala en boca
Breve recorrido por la historia militar de Chile
© Enrique Bunster
Historia de los países latinoamericanos N° 16
© Ediciones LAVP
© www.luisvillamarin.com
Cel 9082624010
New York City, USA
ISBN: 9780463860601
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Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, foto-químico, electrónico, magnético, electro-óptico, por reprografía, fotocopia, video, audio, o por cualquier otro medio sin el permiso previo por escrito otorgado por la editorial.
Bala en boca
Militares de otros tiempos
Las cantineras del ejército
Retrato de un Presidente de la República
Dardignac o la vida de un militar
Todo un militar: Don Pedro Lagos
Fusiles al hombro
Los que iban a la guerra
A guerra a mano limpia
La guerra después de la guerra
Retrato de un General en Jefe
Verdades y mentiras sobre Balmaceda
Balmaceda: genio y estilo
¡Fuera de Chile los Balmaceda!
El mulato Taguada contra don Javier de la Rosa
El loco del burro
Lucha romana en 1855
Los Conquistadores y los Reyes de España
Mitos, mitos y mitos
Criollos en los tiempos coloniales
XIX
El primer ferrocarril
Nace El Mercurio y muere Muñoz
Chilenos en California
Los amores de Portales
Las memorias de Lord Cochrane
Los primeros vapores: P. S. N. C.
Cousiño contra Darwin
Arturo Prat, abogado
Militares de otros tiempos
Hace muchos años, en un discurso de primera piedra, don Mariano Puga expresó que los chilenos suelen rezagarse y desmentir su pasado «precisamente porque tienen laureles sobre qué dormirse». Esta frase feliz cobra vigencia en la actualidad e induce a filosofar acerca de la causa o causas del peculiar fenómeno. Aparte la mala memoria colectiva, defecto incurable de nuestra idiosincrasia, tal vez cuente el que hicimos hace ochenta años de historia ejemplar en América y acabamos por acostumbrarnos.
Nuestros grandes episodios, nuestros diamantes militares y cívicos han llegado a parecernos tan naturales como si hubiesen sido sucesos cotidianos. A veces pienso en la veneración profunda y exaltada que en Argentina profesan a sus prohombres, entre ellos el señor Sarmiento, personaje que jamás podría compararse con Vicuña Mackenna como escritor y tribuno ni con Barros Arana como historiador y educador.
¡A qué altura no habrían encumbrado a estos dos compatriotas de haber nacido allende la Cordillera! De igual modo, un Portales argentino o brasileño sería considerado un superhombre, y qué decir de un Montt, un Prat o un Balmaceda. Otros pueblos agigantan a sus próceres; el nuestro tiende a reducir a los suyos con ligereza inconcebible, o a olvidarlos, como si le incomodasen.
Concretándonos a los fastos bélicos, vemos que a ninguna nación americana han respondido mejor su Marina y su Ejército cuando la patria estaba en peligro. Tradición rectilínea en un pueblo no militarista y que invariablemente se batió en condiciones de inferioridad numérica y económica. Hasta sus derrotas son electrizantes y decisivas: Rancagua, Tarapacá, Iquique, La Concepción.
Y algunas de las victorias pertenecen a la categoría de las llamadas imposibles, como la toma de los castillos de Valdivia y la captura de la Esmeralda, el ataque a Panamá por la Rosa de los Andes y la travesía del Istmo hasta el Atlántico con uno de sus botes llevado en hombros; la captura del Aquiles en la isla Guam, Micronesia, y la triple captura en el Callao, sin gasto de pólvora, ejecutadas por Ángulo; el combate del Pan de Azúcar de Yungay, la destrucción de un blindado por una goleta de madera en Punta Gruesa, el desembarco en Pisagua, la batalla en el arenal de Tacna y la toma del Morro de Arica.
Las hazañas militares y navales de este pueblo pacifista son tantas y de tal magnitud que han dejado en segundo plano, o sencillamente en el olvido, a hechos y personalidades dignos del canto épico. Muy pocos recuerdan hoy a Santiago Bueras, el agricultor de Aconcagua que improvisó un batallón de granaderos con los huasos de su fundo para pelear en la guerra de la Independencia.
Su fuerza física y su agresividad le valieron el sobrenombre de «el Hércules» chileno; su carga a sablazos en Yerbas Buenas, con la barba salvaje y los ojos de loco furioso, dio tema a un cuadro clásico. Enseñó a sus jinetes a botar a los enemigos del caballo arrebatándoles el quepis y mechoneándolos hasta sacarlos de la montura.
En uno de sus combates se le quebró el sable; desde entonces llevaba un par; y descubrió la manera de usar los dos simultáneamente, uno en cada mano, manejando las riendas con los pies. Así se le vio en la arremetida final de Maipú, donde un proyectil realista le arrancó a Freire un botón de la guerrera y otro más preciso atravesó la cabeza de Bueras mandándolo al otro mundo a la rastra de un corcel desbocado.
Del más famoso de nuestros generales, el vencedor de la Guerra del 79, se ignora lo esencial: Cómo ingresó al Ejército. Su padre, el coronel Fernando Baquedano, mandaba el regimiento Cazadores en la expedición del 38 contra la Confederación Perú-boliviana.
Cuando su buque, la fragata Hermosa Chilena, navegaba con el convoy a la cuadra de Coquimbo, cayó en la cuenta de que su hijo de quince años viajaba de pavo en el entrepuente con la complicidad de un suboficial. Llevado a su presencia, Manuelito respondió a la filípica paterna con firmeza:
-Hágame fusilar, pero no me obligue a abandonar la expedición.
El coronel terminó por abrazarlo, conmovido a la vez que admirado, y mandó hacerle una cama a los pies de su litera. Al desembarcar en Ancón, Fernando Baquedano puso su retoño al cuidado de un sargento espetándole este discurso:
-Hazte cargo de él, y si se mete en la leona (el combate), te va en ello la vida.
El sargento Moscoso tomó al muchachito a la grupa de su cabalgadura, y al producirse el encuentro de la Portada de Guías lo dejó en la retaguardia para no exponerlo al fuego. Pero al primer descuido de Moscoso, Manuel se apoderó del caballo de recambio del capitán Tagle, oficial de Estado Mayor, y salió disparado a unirse con la vanguardia.
La leona tenía lugar en un callejón del barrio de Malambo, en medio de infernal polvareda; echado a pique por sus tripulantes. Con esto desapareció la fuerza naval Perú-boliviana, ya reducida a la mitad por Angulo, y Santa Cruz se vio obligado a confiar la defensa del litoral a buques particulares franceses que contrató y mandó en jefe el corsario Blanchet.
A esto se debe el que en ciertas pinturas del combate de Casma, librado a quemarropa, veamos banderas chilenas y francesas flameando entre el humo de las andanadas. Conduciendo Blanchet cuatro barcos contra tres de Simpson y García del Postigo, logró quitarles al abordaje el Arequipeño, dejándoles en la desigual proporción de dos contra cinco. Parecían los mercenarios a punto de cantar victoria, cuando el bergantín fue recapturado en un espeluznante asalto a fusil, pistola y machete que dejó la cubierta roja de sangre.
De esta refriega salió Blanchet herido de muerte, y como consecuencia, su escuadrilla se dio a la fuga (13 de enero de 1839). Probados el coraje y la habilidad de García del Postigo, se le confió el bloqueo del Callao; una misión arriesgada en vista de la hostilidad de las estaciones navales de Francia e Inglaterra contra Chile.
No bien los buques cerraron el puerto, el almirante Sir Charles Ross colocó dos de sus fragatas casi tocando los costados de la Libertad para exigir a su comandante el libre tránsito de las mercaderías inglesas.
García pidió instrucciones a Simpson y éste las pidió a su vez a Bulnes. El General en Jefe ordenó que no soportaran la afrenta, que en caso de encontrar oposición violenta resistieran con sus cañones, y si era necesario, con la santabárbara. Junto con recibir esta orden, García del Postigo destapó su artillería de ambas bandas y dispuso todo para una resistencia suicida; y por bocina mandó decir a Sir Charles: «O se retira, o vuelo». Algo hizo sentir al inglés que no era una bravata, y optó por alejarse.
Otro gallo de pelea desconocido, con títulos de sobra para la fama fue don Santiago Barrientos, militar oriundo de Castro cuya vida aventurera se narra en un rarísimo folleto de Vicuña Mackenna. No debe haber más de cuatro o cinco eruditos que sepan algo de él. Como el grueso de los hijos de Chiloé, éste sirvió en la guerra de la independencia bajo las banderas del rey.
Después de Maipú pasó a la Madre Patria dispuesto a impedir que su vieja espada se oxidara. Tuvo trabajo suficiente en las luchas intestinas y participó en todas las acciones de guerra carlista. Coleccionó heridas y ganó los ascensos hasta el grado de coronel; llevó en su pecho diez condecoraciones, entre ellas la cruz de San Fernando, y fue hecho Comendador de la Orden de Isabel la Católica.
Su más brillante anotación la obtuvo en la puerta principal del Palacio Real de Madrid la noche del 7 al 8 de octubre de 1841. Siendo segundo comandante de la guardia de alabarderos de S. M. Isabel II la misma que más tarde mandaría bombardear Valparaíso, sobrevino un complot fraguado por opositores del general Espartero, regente de la Reina de once años, con propósitos que nunca quedaron aclarados.
El palacio fue asaltado «con una nube de balas» por fuerzas abrumadoras. A la cabeza de dieciocho alabarderos y unos pocos sirvientes, los coroneles Dulec y Barrientos tuvieron tiempo de levantar parapetos en las gradas de la escalera, y desde allí y desde las ventanas resistieron el fuego de los asaltantes «durante largas horas», hasta que acudieron los refuerzos con que fue desbaratado el ataque.
Como recompensa recibió Barrientos a nombre de la Reina una espada de plata y una pensión de seis mil reales. Cuando ya no tuvo contra quien batirse, el belicoso chilote retornó a Chile y dedicó el resto de su larga vida a cultivar por sus manos un predio agrícola en la cercanía de Valdivia.
Andaba don Santiago Barrientos por los noventa años cuando estalló la guerra del Pacífico. Demasiado tarde para desenvainar su espada preciosa; pero como vivió hasta el 82, ha tenido tiempo de seguir desde lejos la tercera entrada de sus compatriotas en Lima. Y entonces habrá oído hablar del hombre que en Tacna convirtió la derrota en victoria y en el Morro de Arica y en Miraflores realizó lo imposible: el coronel Pedro Lagos.
Todavía más: puede que lo haya conocido, siquiera de vista, cuando servía en el Sur batallando con los araucanos. Pues era difícil no advertir la presencia de Lagos, aún a la distancia, con su corpachón de ciento diez kilos de peso que hacía hundirse el lomo de su cabalgadura. De otra parte, era famoso antes de ser célebre, y el exigente Encina afirmó que fue el único oficial del 79 dotado de verdadero golpe de vista militar.
Ganó su renombre en tres de las más duras acciones de la guerra, como brazo derecho de Baquedano; pero a veces no hace falta una batalla, sino que basta con una incidencia o un hecho secundario para que el hombre de armas demuestre su arrojo o su genio original. Pocos saben o recuerdan que cierta vez, cruzando el desierto de Tarapacá, don Pedro Lagos se quedó sin agua y durante dos días su regimiento Santiago soportó el suplicio de la sed bajo el sol abrasador. Varios caballos perecieron y un jinete se volvió loco.
En la tercera jornada llegaron a un paraje cuyo único habitante guardaba el tesoro inapreciable de medio barrilito de agua. La tropa exhausta saludó el hallazgo con gritos de júbilo y gorras al aire...
Pero el coronel había hecho un cálculo instantáneo, dándose cuenta de que las raciones, por pequeñas que fuese, no alcanzarían para sus mil y tantos soldados. Entonces dio una orden como sólo un gran jefe puede atreverse a dar: «derramen el agua». Sus hombres comprendieron y reanudaron la marcha en perfecta disciplina, refrigerados por el agua mágica de la justicia.
Las cantineras del ejército
De acuerdo con una tradición fidedigna, el último cañonazo de Maipú lo disparó una mujer. Sabido es que hacia el final de la batalla invadieron el campo espontáneos combatientes civiles cuya acción consistió en capturar soldados realistas echándoles el lazo. Entre estos enardecidos paisanos se vio a una huasita que allegaba fuego al estopín de un cañón abandonado, el que vomitó hacia las casas de Lo Espejo la postrera bala gruesa de la contienda.
Esta anónima heroína podría considerarse como la precursora de las admirables mozas que han dejado rastro en la historia militar de Chile. Se las conoce con el nombre de «cantineras», aunque servían también como cocineras y lavanderas; pero su humanitaria solicitud para con los heridos ha hecho ver en ellas a las antecesoras de la Cruz Roja nacional; y queda por decir que algunas, acaso las más, ganaron fama por su coraje en el manejo de las armas, combatiendo como varones en el infierno de las batallas.
Famosa entre todas, Candelaria Pérez, llamada con propiedad «la sargento Candelaria», salió del anonimato en esa guerra de leyenda con que el Ministro Portales destruyó desde ultratumba a la Confederación Perú-boliviana.
Candelaria Pérez, nacida en el barrio de la Chimba (Recoleta), tenía por oficio el de empleada doméstica, y en tal calidad había emigrado al Perú en 1833, acompañando a una familia holandesa. Poseía un físico aparentemente frágil, de tez morena y rostro fino y agraciado. En su alcancía de gallina ponedora fue depositando las monedas que ahorraba de su salario; y a la vuelta de unos años tuvo reunido suficiente dinero para independizarse.
Con lo dicho se retrata su carácter: era una mujer ordenada, perseverante y sanamente ambiciosa, capaz de bastarse a sí misma en tierra extraña. Si todo nuestro pueblo estuviese hecho de gente así, distinta sería su suerte y no viviría culpando a otros de su atraso y miseria.
Aprovechando su experiencia culinaria abrió en el Callao una cocinería que tuvo por nombre la «Fonda de la Chilena» y cuya especialidad fue el expendio de pescado frito. Situado en pleno barrio de marineros, el negocio prosperó con la clientela cosmopolita y bulliciosa procedente de la flota de veleros que cada día se renovaba ante los muelles.
Por entonces era gobernador militar de la plaza su compatriota el general Ramón Herrera, y quién sabe si esta feliz circunstancia no le produciría la ingenua sensación de tener un protector en las alturas... Todo a pedir de boca, cuando cierta noche penetró en la bahía el comandante Angulo, cumpliendo órdenes de Portales, y de una redada se llevó tres de los buques de la escuadra Perú-boliviana.
Esta captura sin precedentes paralizó el proyecto de la Confederación de atacar a Chile, pero dejó a los chilenos residentes en el Perú a merced de las represalias oficiales y populares. No bien el Gobierno de Santiago declaró la guerra, las turbas de Lima y el Callao asaltaron los domicilios y comercios de estos inocentes; la Fonda de la Chilena fue saqueada y su dueña apresada por la policía y metida en los sótanos de la fortaleza del Real Felipe.
De un día para otro, Candelaria había perdido hasta el último centavo de sus haberes. Cuando salió en libertad tuvo que volver al servicio doméstico para ganarse el sustento.
Pero esta vez no sería por largo tiempo. Una mañana de asombro y tambores batientes entró en Lima el Ejército Restaurador del general Bulnes que iba a liberar al Perú de la dominación boliviana después del cruento combate de Guías.
Enloquecida de júbilo y de deseos de devolver el golpe recibido, Candelaria corrió en demanda del cuartel general de sus paisanos a ofrecer sus servicios. ¿Qué servicios? Los soldados se rieron de la pobre e hicieron chistes a costa de su condición de mujer.
Porfió hasta hacerse escuchar de un oficial del Carampangue, el capitán Guillermo Nieto, y de esta entrevista salió enrolada en calidad de cantinera y enfermera y con doce pesos mensuales, que era el sueldo de un sargento. A poco le dieron el grado y el uniforme correspondientes, y no tardaría en demostrar que era capaz de llevarlos con honor.
Se halló presente en el combate del Pan de Azúcar de Yungay, esa acción que ningún general europeo se hubiera atrevido a emprender y que hizo decir al mariscal peruano Gamarra: «El soldado chileno es el más valiente del mundo».
Aunque su misión consistía en cuidar a los heridos, Candelaria se dejó contagiar del furor de la lucha y cogiendo los fusiles de los muertos peleó confundida con los que trepaban la ladera casi vertical del cerro clavando las bayonetas para afirmarse, avanzando metro a metro bajo la lluvia de balas y peñascos arrojados desde la cima y rodando al precipicio como moscas.
Cayó y expiró en sus brazos el capitán Nieto, su presunto amante. Sin detenerse a cerrarle los ojos, continuó subiendo; de paso dio muerte a un soldado boliviano que le apuntaba insultándola, y llegó a la cumbre cuando el Carampangue acababa de izar la bandera vencedora.
La antigua sirvienta de mano jamás pudo imaginar la celebridad que había conquistado en ese combate de exterminio. Vino a darse cuenta de ello el día en que las tropas de Bulnes desfilaron por la Alameda en la colosal apoteosis del regreso. Un griterío delirante de la muchedumbre se elevaba en la avenida embanderada al paso de la pequeña mujer uniformada que marchaba sin saber si reír o llorar.
Desde entonces y para siempre la llamaron la Sargento Candelaria. Diez años después, exactamente el 25 de febrero de 1849, se estrenaba en Santiago La Batalla de Yungay, un drama histórico en cuyo reparto figuraba la valerosa fusilera del Pan de Azúcar. Ella misma asistía a la representación desde un asiento de la galería. Reconocida en un entreacto, la obligaron a pasar al escenario para ser ovacionada por la concurrencia puesta de pie.
Se sabe que murió inválida y olvidada, pero la posteridad la recuerda y una calle de la comuna de Ñuñoa lleva el nombre ilustre de Sargento Candelaria.
Su mérito póstumo consiste