Y la mariposa voló: 52 historias sorprendentes
Por Mario Delpini
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Con una fundamentación bíblica, sin que sean propiamente bíblicos. Cargados de buena teología, sin ser ningún tratado teológico. Llenos de valores destilados del Evangelio. Hay cincuenta y dos textos, uno para cada semana del año, sin que tenga que ser así. Pueden servir para rezar, como reflexiones, para utilizar en grupos diversos, para situaciones impensables, para ser divulgados y ayudar a abrir horizontes. Una manera nueva -¡y de siempre!- de transmitir Evangelio. ¡Hasta para nuestras celebraciones!
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Y la mariposa voló - Mario Delpini
47).
¿Por qué «la mariposa voló» en Dossiers CPL?
¡No! No es un material propiamente litúrgico. Vamos, según lo que entendamos por liturgia, ¡claro! Pero, ¡es cierto!, no es un material para utilizar directamente en una celebración ritual de ningún sacramento. Ni encontraremos aquí una mejor manera de preparar una celebración…
¿Por qué, entonces, hemos querido publicar este libro en la colección Dossiers CPL? Pues, por lo menos, por tres motivos.
Porque es un libro inteligente, sugeridor, que sobrepasa en mucho aquello a lo que estamos normalmente acostumbrados. Son cuentos, rondallas, leyendas, fábulas… de contenido muy diverso, fruto de una imaginación privilegiada, la de Mons. Mario Delpini, de una creatividad muy potente, escritos magistralmente, con un envidiable dominio del lenguaje y de los recursos oratorios, unos textos breves que son los que cuestan más de construir. Con una fundamentación bíblica, sin que sean propiamente bíblicos. Cargados de buena teología, sin ser ningún tratado teológico. Llenos de valores destilados del Evangelio. Hay cincuenta y dos textos, uno para cada semana del año, sin que tenga que ser así. Pueden servir para plegarias, como reflexiones, para utilizar en grupos diversos, para situaciones impensables, para ser divulgados y ayudar a abrir horizontes. Una manera nueva –¡y de siempre!– de transmitir Evangelio. ¡Hasta para nuestras celebraciones!
Porque Mario Delpini es arzobispo de Milán desde julio de 2017, la sede de san Ambrosio, Simpliciano y Carlos Borromeo, y recientemente del beato Ildefonso Schuster, de san Giovanni Barrista Montini –el papa Pablo VI–, y de los cardenales Carlo Maria Martini, Dionigi Tettamanzi y Angelo Scola. Delpini ha nacido en el obispado de Milán y siempre ha estado allí, salvo un breve periodo de tiempo que estuvo en Roma, en el Augustinianum, para diplomarse en Padres de la Iglesia.
Porque… como no hace lo que ya hace todo el mundo, ni escribe como lo hace todo el mundo, puede abrir perspectivas nuevas en cada uno de nosotros, en cada comunidad nuestra, para encontrar nuestra manera de transmitir el mensaje de la salvación contenido en el Evangelio y en la celebración litúrgica, sin tener que copiar continuamente aquello que otros dicen; ni a él.
Como le gusta decir al arzobispo Mario, ¡posiblemente también nosotros nos podemos atrever a pensar!
Joan Torra
Director de Dossiers CPL
Presentación
He aquí un libro que se lee con gusto.
Será porque el primer relato que hemos oído fue un cuento, contado al anochecer, un poco temerosos, porque había oscurecido, o será porque el paso de los años vuelve a despertar aquel niño que hay en cada uno de nosotros, el hecho es que esta vez el autor nos devuelve la magia de la fábula y el encanto de la narración.
Con don Mario se va sobre seguro. La suya es una inteligencia que no desdeña conjugarse con el lenguaje de los sencillos. El Evangelio diría «de los puros de corazón».
Nos parece ver a don Mario erguido con su imponente estatura, ante el ambón situado en el recinto sagrado de una iglesia, o resguardado en la esquina más discreta de la plaza, mientras con sus historias hechiza a multitudes variopintas de adultos y niños.
Como los grandes poemas homéricos, también estas historias fueron durante un tiempo solo declamadas; después humildes discípulos se encargaron de recoger una enseñanza que no se quería dejar perder.
Estamos orgullosos de estas páginas. Su publicación es para nosotros el justo reconocimiento a un maestro. Su lectura será ciertamente útil para quienes gusten del lenguaje sencillo del Evangelio de Jesús.
Don Fabio Viscardi
Decano de Legnano, Zona Pastoral IV–Rho de Milán
Y la mariposa voló. 52 historias sorprendentes
1. Domesticaré al gato
«¡También yo quiero probar! Domesticaré al gato».
En la difuminada lejanía de la prehistoria, un día tuvo que resonar este grito. El abuelo había domesticado al perro, el papá había introducido la cría de cabras. Descendiente de tan ilustre familia, nuestro joven héroe pensó en convertirse en bienhechor de la humanidad enseñando al gato a ser útil al hombre.
En realidad, ya otros habían intentado la experiencia, pero él no pudo beneficiarse de sus consejos. De hecho habían comenzado con un gran gatazo estriado, conocido también como tigre… Y de ellos ya no quedaba más que algún que otro hueso mordisqueado. Nuestro héroe, homo sapiens como era, se orientó, con más juicio, a un gatito de bello pelo negro y de ojazos verdes e inteligentes.
Pero desde el principio la empresa se reveló poco fácil. De buena mañana el hombre iba en busca de su gato y lo saludaba, como se suele hacer, diciendo «hola». Es una palabra gentil que significa «tu esclavo»: expresa la disponibilidad al encuentro, al entendimiento, al servicio. Pero el gato, entornando sus ojos inteligentes, respondía «miau», que significa «mi esclavo», o sea: yo no quiero servir, sino ser servido, yo no necesito encuentro, entendimiento, sino solo comida.
El hombre no pretendía que el gato hiciera trabajos pesados, como el perro o el buey. Quería enseñarle solamente a ayudar un poco en la cocina. Concretamente le ponía a controlar la adecuada cocción de la carne, con el encargo de avisarle en el momento justo, para que la carne no se quemase. Un trabajo, como puede verse, de absoluto reposo: el hombre, al perro, le pide la fatiga de la caza, al gato solo avisar cuando el estofado estuviese en el punto justo de cocción.
¡Pobre de mí! Fueron tantos los días que el hombre tuvo que quedarse con el estómago vacío que, renunciando a la idea de comerse el gato, decidió contentarse con los frutos de la tierra. Fue así cómo, a fuerza de robar carne en la cocina, el gato está en el origen de la agricultura.
Pero el hombre no se daba por vencido y de varias maneras mimaba al animal esperando que tarde o temprano terminara aprendiendo. El gato aceptaba caricias y atenciones, como si le fueran debidas, y dormitaba alrededor del fuego sin soñar siquiera en trabajar.
De cuando en cuando se ausentaba, como llamado a otro lugar, y el hombre lo sorprendía a veces inmóvil esperando como si sintiera nostalgia de aquel que aún era un extraño. Pero después volvía a rozarse con las piernas del hombre el cual, sapiens como era, pensaba que le hacía fiestas y era su amigo. En realidad era solamente un modo elegante de reclamar alimento, de reclamar ser servido.
Hasta que llegó la primavera y una noche el hombre fue despertado como por el lamento de un niño. «Es el gato –dijo la mujer–. Es la canción del amor».
Pero no era la canción del amor, sino del instinto, esa necesidad de desfogarse, de no tener límites, de gozar como un capricho salvaje. Y la canción hablaba de la casa del hombre como de una prisión; no hablaba del calor del fuego, ni de las caricias. Solo lamentaba que hubiese un límite al capricho. Durante poco tiempo el hombre soportó, después, al no poder dormir, lanzó al gato lo primero que tuvo entre sus manos. Como se sabe, entonces el hombre no usaba zapatillas. Fue así cómo una enorme porra dejó al gato pasmado y puso fin al experimento.
También ahora en las casas de los hombres se encuentran a veces gatos: si les saludáis y les decís «hola», todavía responden «miau». Están adormilados y vagos sin ser útiles a nadie; y en las noches de primavera todavía cantan a la luna su quejosa canción del instinto.
***
No muy diferentes son a veces los cristianos y es constante para todos la tentación. Nos sucede, en efecto, que también nosotros recibimos una gracia de preferencia de Dios, somos acogidos en su casa, somos rodeados de circunstancias para ser mejores, somos amados por personas que, gustosamente, se ponen libremente a nuestro servicio.
Y, ¿qué sucede? Se oye a veces como un lamento que se parece a la canción del instinto, que impide el itinerario del amor.
Es el lamento por un esfuerzo que despierta nuestra inteligencia, como la escuela; es la nostalgia de una vida sin incomodidades, la nostalgia de los caprichos y el fastidio por el control y la corrección de los educadores que nos ayudan a no confundir la generosidad con lo que es solo desorden.
Son todo gracias, pero la respuesta es un lamento. O puede darse que se viva contentos en esta situación de privilegio, pero contentos e ingratos.
La ingratitud es el signo de la falta de fe. Se está contento de la gente con la que se vive, de estas experiencias que embellecen y enriquecen nuestra vida, de estas personas que nos preparan la comida y nos ofrecen ideas. Pero como nuestro gato prehistórico, todo es recibido como un derecho y con frecuencia mucho es desperdiciado como si fuese de poco valor, una propiedad nuestra a merced de humores y malhumores.
2. Cómo sucedió que Sinnombre encontró nombre
Realmente me disgusta que nadie recuerde su nombre y así su historia quede un poco en el aire. El hecho es que entre los soldados de la guarnición, hablando de él, lo llamaban «ese delincuente»; le gente del pueblo se refería a él con una mezcla de desprecio y temor, insultándole «el bastardo»; entre los chavales de su banda para entenderse bastaba decir «el jefe». Nosotros diremos «Sinnombre».
Además, ¿qué necesidad tenía de un nombre si no tenía a nadie que le llamase? Desde antes de nacer nadie le quería: su padre se había ido nadie sabe dónde, quizá incluso sin saber que él estaba llegando al mundo; su madre, en cuanto pudo, lo descargó en casa de un viejo pastor al que todos llamaban «el abuelo».
Para el abuelo, habituado a hablar con el perro de guardia y a criar ovejas, no resultó demasiado difícil sacar adelante a Sinnombre, con su huraña bondad: casi sin hablarle nunca pero sin que tampoco le faltase nada. ¡Quién sabe! Quizá esperaba hacer de él un mozo que le permitiera descansar finalmente de las fatigas que exige el cuidado de un rebaño.
Así que Sinnombre creció: robusto y salvaje, y muy pronto reveló su carácter intratable. Le temían los vendedores ambulantes que exponían su mercancía en los tenderetes del mercado, porque a Sinnombre le gustaba ratear entre ellas: más para fastidiar y enfadar que por tener necesidad de nada. Los padres de bien ponían en guardia a los propios hijos: «Es un bandido… acabará mal… no os acerquéis a él».
Claro, tenía compañía –más bien una banda–, y pasaban días enteros sin hacer nada, gastando quizá alguna broma pesada, solo para divertirse; como cuando hicieron que escaparan las ovejas de un rebaño que el pastor acababa de juntar, o hacían tiro al blanco con sus hondas en el caballo del centurión, o volcaban los cestos de ropa recién lavada solo para fastidiar a las chicas.
Una banda de descontrolados, no había nada que hacer. Los soldados, cuando conseguían agarrar a alguno, le daban con agrado una buena cantidad de azotes, pero el resultado era que después las hacían peores.
El tiempo pasaba, los chavales crecían, aunque ciertamente no se volvían mejores. De todos modos, la banda –afortunadamente– se deshizo en la primera pelea, dado el carácter prepotente de Sinnombre, y el trabajo y la dureza de la vida se encargaron de hacer olvidar las chiquilladas.
Y Sinnombre se quedó solo.
Estoy seguro que nadie llegaba a imaginarse cuánta tristeza turbaba sus atardeceres. El abuelo roncaba en casa antes de que él regresara y nadie le esperaba. Alguna vez encontró incluso la puerta cerrada y tuvo que forzarla: entonces parecía que ni siquiera el perro le reconocía y le ladraba como si fuese un desconocido.
Paseaba largo tiempo, furtivamente, por el pueblo, espiando a las familias que se reunían y oía a las madres que llamaban a gritos a los chicos que se retrasaban en sus juegos mientras iba ya oscureciendo. No había nadie que llamase a Sinnombre, que además ¡no tenía siquiera nombre!
Envidiaba a los chicos del pueblo sobre todo cuando las madres les abrazaban antes de acostarles en la cama para dormir: le parecía que sentirse estrechado en la cálida ternura de aquellos brazos le habría producido un gozo tal que habría muerto de felicidad: pero nadie le había abrazado nunca.
Y sentía envidia incluso de los ásperos reproches que a veces hacían llorar a los niños: intuía que el arrebato de ira y la palabra dura eran un modo de cuidar de ellos. A él nunca le había llegado ningún reproche, si no lo que estaba escrito en su espalda de las palizas de los soldados.