Estética del cine
Por Mario Pezzella
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Estética del cine - Mario Pezzella
cinematográfico.
I
Un arte de la modernidad
El cine y la técnica moderna
El cine es el único arte capaz de expresar adecuadamente la experiencia de la técnica y sus efectos sobre la percepción. En un fragmento de «París, capital del s. XIX», Walter Benjamin definía el cine como la «acumulación de todas las formas de visualización de los tiempos y los ritmos prefigurados de las máquinas modernas, de tal modo que todos los problemas del arte contemporáneo sólo en el cine encuentran su formulación definitiva». El cine expresa –por su naturaleza técnica y productiva– la experiencia de la discontinuidad que las «máquinas modernas» introducen en cada uno de los aspectos de la vida cotidiana. Para entender esta afirmación hay que tener presentes los cambios que la técnica –a finales del siglo pasado y en los primeros decenios del novecientos– imponía en la relación del hombre con la naturaleza y consigo mismo.
El trabajo humano abandonaba cada vez más el modelo artesanal, que procedía de modo orgánico y continuo desde la materia indeterminada hasta la forma del objeto. La automatización configuraba la actividad laboral como una serie de gestos fragmentados, sincopados, repetitivos, y ya sin ningún criterio de unificación con respecto al objetivo final. Estos gestos, si acaso, serán unidos «a posteriori» por una inteligencia externa que determinará los ritmos, las cadencias, las fases de actividad. El cuerpo humano se somete, se unifica al ritmo de la máquina: sus movimientos se trasforman en una serie de impulsos automáticos, parecidos a los de una máquina o a los de las cadenas de montaje, algo absolutamente impersonal.
El trabajo industrial no será el que sufra esta transformación: en las metrópolis de finales del ochocientos, el universo perceptible es invadido por una serie de señales que cuesta asimilar a la experiencia tradicional. La discontinuidad se encuentra en el modo de ser, de ver, de relacionarse con los otros. La experiencia se configura, en términos generales, como un montaje del disparate. Su significado siempre se obtiene en un segundo grado y de algún modo se une a la serie fragmentada de las percepciones.
Como han mostrado Rielg y Wickhoff para el clasicismo tardío y Panosfky en el Renacimiento, el estudio de las formas de representación nos deja intuir el «modo de percepción particular» de una época: en este sentido, el cine expresa el modo perceptual de la modernidad y su manera de abrirse al mundo. Desde este punto de vista, la experiencia sensorial del hombre de la multitud es el antecedente más inmediato de la representación cinematográfica. Al igual que en la novela homónima de Edgar Allan Poe, en la que el individuo recorre hasta la extenuación las calles de la ciudad, agredido a cada paso por una montaña de estímulos y seducciones, sin poseer una visión ordenada que le permita unir orgánica y jerárquicamente los elementos del cosmos, los hombres, los objetos, la naturaleza se muestran como fotogramas que fluyen, que el hombre intenta alcanzar luchando contra su evidente fugacidad.
Es difícil reconocer el rostro o la forma de un objeto que en el espacio de un segundo se presenta ante nosotros para desaparecer inmediatamente entre la multitud como una línea o una mancha deforme. La excitación y el shock que produce en el sujeto, le impiden, en un fragmento temporal tan breve, asimilarlo mentalmente. Al igual que en la «cámara oscura», de la que hablaba Baudelaire en sus poesías, sólo después el hombre de ciudad intenta establecer un orden en el difuso caos producido por el shock y los estímulos. «Baudelaire ha introducido la experiencia del shock como centro mismo de su trabajo artístico (...) ha adoptado el deber de parar el shock, da igual de donde provenga, de manera intelectual y física. La pantalla le sirve para este objetivo»¹. Pero se fundará siempre sobre un sentido derivado y automático que no se basa en una tradición asimilada lentamente, sino en la espontaneidad. Nos encontraremos con un puro «montaje» que coordina solo una parte de las muchas y mutables impresiones ocurridas. Los tableaux parisiens, que Baudelaire trataba de reconstruir en composiciones alegóricas, no se fundan en ningún saber común, en ningún impulso orgánico de la experiencia. El significado que debería reunificarlos surge del esfuerzo subjetivo por hacerlos inteligibles y por detener de algún modo el flujo incesante de los estímulos y las sugestiones. «Moverse a través del tráfico comporta para el individuo una serie de shock y colisiones. En los cruces peligrosos se encuentra con numerosas contradicciones que se suceden rápidamente. Baudelaire habla del hombre que se mueve entre la multitud como si fuera un depósito de energía eléctrica»².
El cine incorpora íntegramente la mirada del flâneur baudelairiano³ y comparte con él la ambigüedad. Con su misma técnica intenta «montar» una unidad de significado en el flujo incesante y continuo de los encuadres. Por una parte, reflexiona sobre lo efímero de la experiencia visiva, por otra, intenta ponerle remedio a este hecho extrayendo algún sentido al flujo incesante de las impresiones. Toda película se compone de una sucesión de planos que, tras un instante, se vuelven invisibles: el montaje intenta salvarlos, creando un sistema de uniones o enlaces, de cortes, de relaciones que compensen de alguna manera su carácter efímero: «Ha llegado el día en el cual las películas responden a una nueva y urgente necesidad de estímulos. En una película, la percepción fragmentaria, se afirma como un principio formal. Lo que determina el ritmo de la producción en cadena, condiciona, en la película, el ritmo de la recepción»⁴.
Incluso la técnica de la recitación parece expresar en el cine la descomposición de la experiencia en fragmentos. El actor teatral todavía podía identificarse con su personaje y, de este modo, ofrecérselo al espectador con el aura de lo irrepetible: la aparición iba unida al momento mismo de la interpretación y al momento en el que se presentaba en escena. Sin embargo, la recitación del actor cinematográfico está condenada a descomponerse en fragmentos: «Su acción se compone de numerosos momentos individuales, nunca es unitaria, todo esto se encuentra unido a consideraciones prácticas: el alquiler de los estudios, la disponibilidad del intérprete, la escenografía [...] para descomponer la recitación del intérprete en una serie de episodios montables se necesita un conjunto de instrumentos y aparatos»⁵. Al recitado cinematográfico se le reconoce un efecto natural de extrañamiento que en teatro puede derivar simplemente de una intención estética estudiada de antemano, como ocurre en los dramas de Brecht. En general, la producción de la imagen cinematográfica supone un continuo enfrentamiento con la discontinuidad impuesta por el aparato técnico. Este es un punto en el que se diferencia radicalmente de la imagen figurativa. La imagen pictórica se presenta como una totalidad, mientras que la cinematográfica lo hace como un compuesto artificial de elementos diversos a los cuales tan sólo el montaje proporciona un carácter unitario: «la labor del pintor es total, por el contrario, la del operador está multiformemente fragmentada y se basa en una nueva ley»⁶.
La imagen pictórica conserva incluso en su expresión más moderna alguna relación con las características tradicionales de la contemplación: un significado completo recubre cada una de sus partes y se expone a la lenta y, progresiva exploración de la mirada. Sin embargo, la contemplación cinematográfica es más afín a la alegoría y deriva del montaje de lo discontinuo: el sentido llega en un segundo momento y desde el exterior. Para comprender de qué manera el cine llega a «visualizar» la naturaleza de las «máquinas modernas», hay que entender una naturaleza asimismo compleja que se mueve entre dos tendencias opuestas. La «técnica primera» –en la terminología de Benjamin– deriva de la impotencia originaria que el hombre siente ante la naturaleza y de su deseo de atenuar esta amenaza. En este sentido, advertimos que conserva una línea de continuidad con la magia arcaica, que prefigura la razón causal y su esfuerzo por dominar lo extraño con respecto al cosmos. Existe una «técnica segunda» que, por el contrario, tiende a disminuir la discordia con la naturaleza, potenciando las capacidades lúdicas y estéticas del hombre. Si la primera forma de técnica se dirigía a servir a la naturaleza, la segunda tiende mucho más a una armonía con ésta y con la humanidad»⁷.
Con esta segunda premisa, el cine educa el «sensorium» humano para las nuevas formas de vida que laten en la técnica. La omnipresencia del aparato tecnológico en todas las fases de producción y distribución de una película tiene una gran importancia en atención al modo en el cual las imágenes llegan, se entienden y producen. Gracias a la representación cinematográfica el hombre moderno integra la técnica en la propia vida cotidiana y en su mundo habitual, en vez de reconocerla como un producto desconocido e inalcanzable. «Entre las funciones sociales del cine, la más importante es la de introducir un equilibrio entre el hombre y el aparato técnico»⁸. A través de un continuo adiestramiento perceptivo, asimilando la rapidez de las imágenes de la pantalla del mismo modo que se asimila el shock o un intervalo mecánico, el ser humano se dispone a conocer y dirigir la máquinas modernas.
La humanidad se ha acostumbrado lentamente a hacer frente a los peligros y a las trampas de la naturaleza, y del mismo modo –gracias a la ayuda imaginaria del cine– podría adquirir familiaridad con la técnica. Por otra parte, el cine puede transformar al espectador en actor, extraerlo de cada situación de la vida cotidiana e introducirlo en su proceso de producción: «cada uno de los hombres modernos puede tener la pretensión de ser filmado»⁹.
Obviamente, el éxito no esta asegurado. Unida a la técnica inicial, la voluntad creadora no siempre es adecuada para la experiencia de la modernidad: todavía su impulso mítico y arcaico dominará en todos los aspecto de la vida. Las «máquinas» han terminado por ser la prótesis de un proyecto de dominación que se expande a escala planetaria, amenazando incluso el ritmo biológico. Mientras que sus mejores posibilidades son ignoradas y ralentizadas, la técnica asume los rasgos de una segunda naturaleza que se queda impasible ante aquello que amenazaba a la sociedad primitiva: «En vez de encauzar ríos, desvía la riada humana hacia las trincheras, en vez de usar los aviones para sembrar semillas, los usa para dejar caer bombas incendiarias»¹⁰.
La técnica inicial no ha desaparecido, como debería haber ocurrido. Las máquinas se utilizan todavía con aquella arcaica intención mágica y, a la vez, la superan en su tendencia más profunda. Constituyen la encarnación de un espíritu legado por la prehistoria que, además, podría haberse liberado con un simple golpe. Si es verdad que el cine es inicialmente la expresión de un espíritu parecido, habrá que esperar un poco para encontrar la ambigüedad que lo distinga de todo aquello. A un primer significado mágico, que suscita fascinación y que deslumbra, se opondrá un segundo significado expresivo que, por el contrario, libera e intensifica las potencias perceptuales y psíquicas de la humanidad. Desde su inicio, la historia del cine está dividida entre la tendencia apologética del espectáculo y la crítica de la expresión.
Distracción y presencia de espíritu
Dadaístas y surrealistas habían concebido ya un arte fundado sobre el fragmento, el shock y la sorpresa: el cine cumple todas estas intenciones. Si los encuadres impactan al espectador con la misma velocidad de un shock, este hecho tendrá consecuencias muy importantes sobre la estructura psíquica. Cada una de las miradas dirigidas a una pantalla adquiere el tono parecido a un microtrauma. El shock traumático verdaderamente eficaz –como ha demostrado Freud– elude la fuerza de asimilación de la conciencia y se deposita, latente, en el inconsciente. Si la experiencia de la visión adquiere siempre este carácter traumático, la conciencia podrá ser fácilmente eliminada. El mundo entero visto y representado de este modo adquiere un carácter enigmático y fugaz, como la alucinación y el sueño. El Yo se reduce a un estado de impotencia, lo que permite que cada uno de los elementos de la percepción se unan y compongan de manera parecida a los elementos que conforman la experiencia onírica. «Muchas de las alteraciones y de los estereotipos, muchas de las transformaciones y catástrofes que las personas pueden aceptar en una película, hacen realmente daño en la psique, en las alucinaciones y en los sueños. Los errores de la cámara son otros tantos elementos gracias a los cuales la percepción colectiva se apropia de los modos perceptuales del psicópata y el soñador»¹¹. Desde este punto de vista, el cine es la expresión más adecuada del «sueño colectivo», de los «fantasmas sádicos y de las imágenes delirantes» de la modernidad; la técnica del cine ayuda a acelerar las metamorfosis del mundo de la experiencia en una sucesión de escenas oníricas.
El cine presenta también el punto de vista opuesto, ya esbozado por el «duelo» de Baudelaire contra el carácter absolutamente incontrolable del shock. En el cine, la muerte de la visión se compensa con el desarrollo de una nueva manera de atención, de una mayor «presencia de espíritu». Si el cine-espectáculo perfecciona sobre todo el encanto de la representación, el cine crítico-expresivo intenta «elaborar las imágenes del sueño», que constituyen casi la materia prima del lenguaje cinematográfico. Estas imágenes, intentan desarrollar una forma refleja y superior de conocimiento que pueda integrarse en la psique misma. El cine crítico se mueve también –en una ineliminable polaridad– entre el sueño de las imágenes y el despertar de las mismas. A esta polaridad de la representación corresponde –por parte