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Con sagradas escrituras: Diez ensayos sobre literatura bíblica
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Libro electrónico668 páginas11 horas

Con sagradas escrituras: Diez ensayos sobre literatura bíblica

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Los ensayos que integran el presente libro (siete sobre el Antiguo y tres sobre el Nuevo Testamento) recogen un proceso de reflexión riguroso y sugerente sobre una parte esencial –aunque poco atendida en los últimos tiempos– de nuestra cultura. Con una visión netamente humanística, que subraya la entidad literaria, la trascendencia ética y la profundidad humana de los libros, textos o motivos seleccionados, el autor nos propone una original hermenéutica para el análisis de la literatura bíblica. Lo que de tópica y rudimentaria tiene la comprensión habitual de este corpus de origen judío, así como sus lecturas unilaterales o especializadas de diverso signo, queda de este modo trascendido por una perspectiva más amplia y ajustada, donde los matices y la evolución interna, así como la estimulante variedad de ámbitos de recepción y la interrelación fecunda con otros códigos y tradiciones son elementos imprescindibles.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 abr 2019
ISBN9788491142836
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    Con sagradas escrituras - Javier García Gibert

    Biblia.

    1. Un estilo, una tradición

    I

    Los dos primeros libros de los Macabeos narran en la Biblia la histórica revuelta de los judíos ortodoxos, liderados por Judas Macabeo, frente a sus compatriotas helenizados. Los sucesos ocurrieron en el siglo II a de C., aunque la helenización del pueblo hebreo databa por lo menos de la conquista de Jerusalén por Alejandro Magno, un par de siglos antes. Muchos jóvenes judíos, en especial los de las clases superiores (y entre ellos muchos sacerdotes), se habían sentido fuertemente atraídos por la cultura de los griegos, considerando, por ejemplo, que la filosofía platónica era perfectamente armonizable con el monoteísmo de su religión. Ello, sin embargo, llevaba aparejada toda una revolución paulatina en el modo de vida, que afectaba a los hábitos, al tiempo de ocio y a las mismas prendas de vestir. El libro segundo de los Macabeos refiere el éxito absoluto de las costumbres foráneas bajo la monarquía de Antíoco IV y cómo accede al sumo sacerdocio la figura de Jasón (cuyo mismo nombre era una helenización de Josúa), que junto al Templo manda construir un gimnasio, al que los sacerdotes acudían, descuidando sus deberes religiosos, para ejercitarse en la palestra (4, 7 y ss.). Un síntoma evidente del peligro que ello comportaba para los tradicionales signos de identidad judía lo encontramos en la circunstancia de que muchos jóvenes hebreos se practicaron una dolorosa operación en el miembro viril con el fin de borrar las señales de la circuncisión, que les acomplejaban a la hora de lidiar desnudos en el gimnasio (I Mac. 1, 16). Dicho proceso helenizador tuvo su máxima inflexión con la colocación por el rey Antíoco de una estatua de Zeus en el Templo de Jerusalén. La reacción del judaísmo ortodoxo no se hizo esperar y finalmente alcanzó una victoria que se saldó con la muerte de Antíoco, la purificación del Templo, la reanudación purista del culto y el exilio de una buena parte de la aristocracia helenizada. Pero la monarquía emergente no pudo luchar contra el signo de los tiempos. La significativa reconstrucción de las murallas de Jerusalén, que había llevado a cabo Nehemías en el siglo V a. de C, y que había supuesto todo un símbolo del radical exclusivismo judío, era ahora una quimera. Durante la misma resistencia contra la helenización, Judas Macabeo recaba la ayuda de un naciente Imperio romano (I Mac., 8), que sería a la postre el nuevo opresor. Lo cierto es que, una vez lograda la victoria, la organización política instaurada por los Macabeos no pudo por menos que presentar el sello inequívoco de una monarquía helenística como tantas otras, donde los nobles y sacerdotes seguían adoptando nombres helenos, la educación de los rabinos obedecía a las pautas de la paideia griega y la atmósfera cultural se encaminó, en definitiva, hacia un sincretismo inevitable que culminaría en la gran figura del judaísmo helenístico: Filón de Alejandría.

    Los textos Macabeos son un documento de frontera, extremadamente revelador de esa dinámica entre culturas que está en el origen mismo de nuestra tradición. Para empezar, el anónimo autor del libro segundo, que va a contarnos con vehemencia la lucha del purismo judío contra la helenización, escribe el texto en griego, introduce en su prefacio tópicos de exordio característicos de la tradición greco-latina y ausentes por completo en la anterior literatura bíblica, sustituye la idea tradicional del sheol por el concepto griego del «Hades» (6,23), e introduce, en fin, elementos patéticos y fantásticos que nos remiten directamente a la literatura helenística. Y, pese a ello, no cabe duda de que el relato, con la figura heroica y solitaria de Judas Macabeo, recupera ese viejo tono épico de la religiosidad judía más acendrada y nos recuerda el espíritu salvador y combativo de los relatos de los Jueces. La imagen del martirio, repetida con violenta espectacularidad en varias escenas de judíos (Eleazar, Racías, los hermanos Macabeos...) que prefieren la muerte antes que traicionar su purismo religioso, parece asimismo pertenecer al universo de la antigua y fanática fe hebrea. Y, sin embargo, la propia idea del martirio no es tan familiar como pudiera creerse en la literatura bíblica, donde los héroes suelen actuar con astucia y pragmatismo y las categorías históricas reconocibles son las de víctimas o verdugos mucho más que la de mártires. Esta imagen, en cambio, se ajusta mucho más al inminente modelo que inauguraría Cristo, y no es por azar que el libro gozara de mucho más predicamento en el seno de la tradición cristiana que en el de la judía. El culto de los «siete hermanos Macabeos» se extendió muy pronto entre el naciente cristianismo y el relato sirvió de modelo a diversas Actas de Mártires cristianos. Aunque ese no es el único elemento que en el texto macabeo prefigura el sentir y los planteamientos de la nueva religión: también encontramos (II Mac. 7, 9 y ss.) el texto más inequívoco del Antiguo Testamento sobre la vida eterna y la resurrección, convicciones ajenas al judaísmo tradicional pero que serían la bandera de los prosélitos de Cristo. Todo ello nos confirma el extraordinario interés de un libro sintomático que aglutina todas las confluencias imaginables de una encrucijada histórica: escrito por un autor helenizado para ensalzar la lucha del tradicionalismo judío contra la helenización, anticipa al propio tiempo esa nueva sensibilidad religiosa que haría eclosión con el inminente y poderosísimo rival de la fe hebrea: el cristianismo.

    Si, por la inevitable presión del contexto, toda una corriente cultural del judaísmo se había helenizado a las alturas del siglo primero, ese mismo contexto marcó desde su origen a la escisión cristiana del judaísmo. El Nuevo Testamento da una fe clara de ello: la lengua griega utilizada (a veces tan refinadamente como en la Epístola de Santiago), la conceptualización del Evangelio de San Juan, con su fastuosa interpretación del Logos, o la propia figura de San Pablo, con su hibridismo cultural hebreo y greco-romano y con su riquísima rentabilización de la terminología religiosa de procedencia helénica (gnosis, mysterion, sophia, kyrios, soter...), son tan sólo algunos ejemplos. Pero también hubo, obviamente, todo tipo de fricciones. Si los apasionantes encuentros y desencuentros entre la secular tradición judía y la nueva hegemonía cultural griega quedaron ilustrados –mejor que a través de cualquier especulación histórica– por muchos lugares de la literatura bíblica veterotestamentaria, el Nuevo Testamento hace lo propio en varios pasajes impagables, donde la tensa dinámica que el cristianismo mantuvo con el pensamiento clásico dominante queda consignada y esclarecida.

    El episodio más célebre en este sentido es el de la predicación de San Pablo en el Areópago de Atenas –incluido en los Hechos de los Apóstoles–, que tiene la virtud de hacer presente, de forma documental, casi periodística, el tiempo histórico ante nuestros ojos. Aunque de sobra conocido, no está de más profundizar en este suceso, que ocurrió en el curso del segundo viaje misional de Pablo, en torno al año 51. A mitad del siglo I, cuando el relato narrado por los Hechos tiene lugar, Atenas hacía tiempo que había perdido la supremacía política y económica, pero todavía constituía un centro cultural para las élites del Imperio y una estación de paso casi obligada para cualquier hombre cultivado. Es verdad que dentro del ámbito del helenismo, otras ciudades, como Alejandría, eran más boyantes, más cosmopolitas, pero Atenas seguía teniendo su prestigio filosófico y era un permanente bullidero de curiosos y pensadores. El balsámico «viaje a la docta Atenas» que anunciaba el refinado Propercio en una de sus Elegías (III,21), para olvidar con el estudio de las artes y las letras los tormentos de su amor por Cintia, refleja el carácter emblemático que mantenía a la sazón la antigua capital cultural de Occidente. Es verdad que la filosofía ateniense había cambiado con los nuevos tiempos. Abandonadas las tendencias más rígidas de los primeros maestros, los seguidores de la Academia y de la Stoa adoptaban ahora posiciones flexibles y conciliadoras, y se advertía una tendencia general hacia posturas sincréticas y de moderado eclecticismo. Por otro lado, el cultivo del pensamiento, tomado casi como un deporte de buen tono entre los miembros de las clases superiores, se había escorado hacia su vertiente más pragmática –aspectos éticos y eudemonológicos– en vez de las antiguas especulaciones metafísicas, gnoseológicas o cosmológicas–, y por eso proliferaban las corrientes cínicas, escépticas y epicúreas. Pero había asimismo una naciente inquietud espiritual, un florecimiento de saberes místico-esotéricos que provenía, sobre todo, del Oriente.

    Con una de esas frases sencillas, pero tremendamente reveladoras, Lucas, el autor de los Hechos, nos informa de que «todos los atenienses y los forasteros allí domiciliados no se ocupan en otra cosa que en decir y en oír novedades» (17,21). Pablo predicaba –así se nos dice– todos los días en el ágora, un hervidero de doctrinas filosóficas y de hombres inquietos, dispuestos a escucharlas. Muchos debieron oírle, en efecto, pero Lucas alude en concreto sólo a filósofos «estoicos» y «epicúreos», representando con ello, tal vez, a las dos escuelas oficiales más consolidadas de esa filosofía de carácter pragmático que dominaba por entonces en Atenas. No es, pues, extraño, dados los intereses y la racionalidad de estas escuelas, que Pablo, de entrada, fuera motejado, de «charlatán» y concebido como uno de los numerosos introductores de «divinidades extranjeras» (17,18). Pero algo decididamente nuevo debieron percibir algunos en su predicación, algo que –como le dicen a Pablo– «es muy extraño a nuestros oídos» y que excitó, más que otras veces, su curiosidad, induciéndoles a llevarlo con ellos al Senado, es decir, al mismo lugar donde Sócrates fue juzgado y condenado varios siglos antes. Hay un apremio inquietante en el modo en que se nos relata que «tomándole, le llevaron» allí para saber «qué quieres decir con esas cosas» (17,20).

    El discurso que hace Pablo, «puesto en pie en medio del Areópago» (17,22) es sumamente revelador, y demuestra, en primer lugar, las habilidades estratégicas que el autor del los Hechos atribuye en repetidas ocasiones al apóstol. Comienza con una captatio benevolentiae, elogiando a los atenienses como «sobremanera religiosos» (17,22) –algo que el apóstol no piensa verdaderamente, pues poco antes se nos ha dicho que «se consumía su espíritu viendo la ciudad llena de ídolos» (17,16)–, y continúa vinculando su nueva doctrina teosófica a las intuiciones naturales del pensamiento griego tradicional. Tomando como excusa la prevención de los atenienses, que, con un admirable sentido de la prudencia frente a los dioses, habían elevado en su ciudad un altar dedicado a cualquier divinidad que ellos pudieran desconocer, Pablo declara haber visto en las calles de Atenas ese homenaje «Al dios desconocido» y afirma que ése es el Dios que él viene a anunciarles. Este hábil recurso (más habil todavía al elegir un Deus ignotus alejado de toda forma y de toda aprehensión física o imaginaria) queda reforzado al citar incluso literalmente a algún poeta griego (Arato, s. III a. C) para significar que la visión espiritualista sobre la divinidad no es incompatible en absoluto con la poesía y la sabiduría helenas. La cita es por cierto rebuscada y se refiere a que los hombres somos estirpe de Dios. Pero con estos procedimientos Pablo inicia, de hecho, el camino hermenéutico que seguiría buena parte de la Patrística al tratar de espigar, con una actitud abierta hacia la cultura pagana, indicios, anticipaciones o profecías de Cristo y de su mensaje en la cultura greco-latina, creando un territorio común y abonado para sembrar entre los gentiles la semilla de la nueva doctrina.

    El discurso de Pablo proclama, en su primera parte, la base judaica de su religión: monoteísmo, Dios universal, creador y providente, que se revela a sí mismo en la naturaleza y en la historia, rechazo de la idolatría... Hasta aquí el auditorio de Pablo no parece escandalizarse ni interrumpirle (habituado además, como lo estaba, a escuchar repetidos estos presupuestos por boca de judíos). Es verdad que sus declaraciones se enfrentaban al politeísmo, a las metafísicas dualistas de los neoplatónicos, a la noción fatalista del eterno retorno..., ideas comunes en el amplio espectro de la filosofía griega; pero también es cierto que si las premisas de Pablo excedían con mucho el horizonte filosófico de un epicúreo, a un seguidor del estoicismo, pongamos por caso, no debían de parecerle tan absurdas o escandalosas. Pero el punto de inflexión y la quiebra fatal del discurso de Pablo se produce en el momento en que se desliza por el terreno escatológico, con la incitación al arrepentimiento y la alusión al juicio final gestionado por ese Hombre misterioso (del que Pablo no llega a pronunciar su nombre) resucitado de entre los muertos. Es esto último lo que desata la hilaridad de buena parte de sus oyentes. Algunas voces, sin embargo, –tal vez la de algún teósofo neopitagórico o la de algún judío alejandrino de paso por Atenas– le emplazan para que vuelva a hablarles de esto en otro momento (17,32). Pero la mayoritaria reacción del auditorio es comprensible. Existía, como hemos dicho, una cierta inquietud trascendente por esas fechas en el ámbito helenístico, pero no había, como en el ámbito judío, ningún Mesías esperado, ningún inminente suceso prescrito, por lo que el discurso de Pablo era un hueso duro de roer para unas mentes bien ajenas a la idea de un agente salvador y educadas en el ejercicio de la mesura y de la razón, unas mentes que podían creer si acaso (como los platónicos o los pitagóricos) en la inmortalidad del alma, pero no, desde luego, en la resurrección de los cuerpos. La propuesta y el reto de Pablo, para esos estoicos y epicúreos mencionados en el texto, desprendía el perfume malsano de la credulidad supersticiosa y, lo que era aún más grave, exigía e implicaba en el adepto toda esa actitud pasional –de fe ciega, de esperanza, de temor– que iba frontalmente en contra de ese racionalismo ético y controlado que los caracterizaba.

    Además de lo que ofrece como recreación fidedigna del enfrentamiento entre el mundo griego y el judeo-cristiano en un espacio y un tiempo concretos, el episodio de Pablo en Atenas, como muchos otros en la literatura bíblica, es un paradigma de la colisión entre valores permanentes y universales del ser humano – la razón y la fe, o el espíritu filosófico y el religioso– y es un suceso, por lo tanto, que implica y sigue implicando en último término a los lectores: para unos será el epítome de la eterna lucha entre la civilización y la barbarie, entre el ideal ilustrado y la iluminación supersticiosa, entre el digno pensamiento y el delirio aberrante y fanático; para otros significará, en la necesaria confrontación del hombre con las cosas últimas, la displicente reducción al absurdo de un logos orgulloso frente a la sagrada aceptación del misterio y las perentorias razones del corazón que la razón no entiende, porque hay más cosas en el cielo y la tierra de las que sueña la filosofía (Pascal y Hamlet dixerunt).

    Éste no es, empero, el único episodio revelador que nos transmite en este sentido el autor de los Hechos. Pablo será de nuevo el protagonista de otro encontronazo con las actitudes del paganismo clásico, esta vez relacionado con la mentalidad pragmática que encarnaba el pujante Imperio romano. El suceso tiene lugar hacia el año 60, cuando Pablo está preso en Cesarea y es sometido a juicio. El apóstol hace una apasionada deposición ante dos espectadores privilegiados: el rey judío Agripa y el procurador romano Festo. Nos interesa ahora la actitud de este último, cuyo talante ya se manifiesta en la explicación previa que sobre el caso le transmite a Agripa; Festo le informa, en efecto, de que los hebreos le han acusado aduciendo «sólo cuestiones sobre su propia religión y sobre cierto Jesús muerto, de quien Pablo asegura que vive» (25,19). Pero Festo no encuentra nada en Pablo que le haga reo de muerte (25,25), tal como quieren los judíos, y está dispuesto a enviarlo a Roma, cumpliendo la vía procesal y el deseo de Pablo, que ha apelado ante el César. Festo es un romano a carta cabal: recto y minucioso con las leyes, situado por encima de las bizantinas disputas religiosas del pueblo hebreo, tranquilo, responsable, pragmático y realista. Por eso, cuando Pablo emite ante el tribunal su discurso de defensa ante las acusaciones de los judíos y llega a la afirmación de que Jesús ha resucitado de entre los muertos, Festo interrumpe su discurso con un comentario que probablemente nunca hubiera salido de la boca de un griego y que reduce la creencia del acusado a un delirio quijotesco, menos doloso que lamentable: «¡Tú deliras, Pablo! Las muchas letras te han sorbido el juicio! (26,24). Pablo, como es natural, contesta que no, que «lo que digo son palabras de verdad y sensatez»; pero la sensatez más bien nos parece que asiste a Festo, ese noble pagano, escéptico en materias religiosas, cuya interrupción ha tenido menos el carácter de una reprimenda que el de una queja por perder el tiempo con tan vanos y clamorosos despropósitos.

    Las palabras y el talante del procurador romano nos revelan todo un mundo, y son un ejemplo enormemente ilustrativo de esa colisión de mentalidades que el lector del Nuevo Testamento ya había podido comprobar en el episodio, más conocido, del proceso de Jesús ante otro procurador romano, Poncio Pilatos, narrado por los Evangelios. El de Juan es sin duda quien recrea el suceso con más lujo de detalles. No vamos a tratarlo aquí en toda su riqueza de apuntes históricos, jurídicos, sociales y psicológicos, ni a considerar las implicaciones ideológicas del mismo (no siendo la menor ni la menos trascendente la de liberar a Roma de la responsabilidad por la muerte infamante de Jesús, descargándola por entero sobre el pueblo judío). Nos limitaremos a recordar que tampoco Pilatos, como Festo, parece advertir en Jesús ningún delito que merezca tan duro castigo y que después de intentar, infructuosamente, salvar la vida del acusado ejecuta el celebérrimo gesto ritual de lavarse las manos. Pero centrémonos en un fragmento, también de sobra conocido. Jesús está en presencia de Pilatos y le ha hecho saber que «mi reino no es de este mundo». Pilatos pregunta: «¿Luego tú eres rey?». Jesús le responde: «Tú dices que soy rey. Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz. Pilatos le dijo; ¿Y qué es la verdad? Y dicho esto, salió de nuevo a los judíos y les dijo: Yo no hallo en éste ningún crimen» (Juan, 18, 37-38).

    La escena es mucho más larga y hay que leerla por entero para percibir en sus justos términos toda la virtud climática que atesoran estas líneas, pero, aun limitándonos a ellas, ya somos capaces de percibir la tremenda eficacia y economía de medios y la infinita capacidad de sugerencia que ofrece el episodio. El espíritu y el pensamiento de Poncio Pilatos –y hasta algunos aspectos físicos en los que debe proyectarse su encrucijada psicológica– se nos hacen presentes con una potencia y una verosimilitud extraordinarias. Sospechamos el íntimo efecto que el acusado le ha producido, e imaginamos por ello mismo el aura que desprende su interlocutor, esa presencia enigmática e inalterable que ha sumido al prefecto romano en una perplejidad cuya única respuesta es esa pregunta donde se exhibe un discreto y comprensible escepticismo: «¿Qué es la verdad?». Pero esta pregunta, tal como aparece en el relato, desvela, al tiempo que una plausible verdad filosófica, una huida clamorosa de otra verdad acaso más honda. ¡Con qué admirable sutileza el autor del texto ha sugerido que, tras la pregunta que dinamita todo el discurso de Jesús, quien la formula desaparece como un conejo amedrentado! ¡Con qué astucia se insinúa que Pilatos acaba de intuir, casi con un súbito deslumbramiento, que esa verdad que ha puesto en cuestión con la desmayada suficiencia de un experto filósofo la transmite y la representa –y aún más: la encarna– el hombre que tiene delante! ¡De qué modo sencillo y luminoso percibimos la compleja reacción de Pilatos, interrumpiendo la exposición del acusado, formulando su pregunta, disolvente y menesterosa a partes iguales, y escapando al atrio, acto seguido, para exaltar la inocencia de Jesús y proponer a los judíos su liberación, liberándose así él mismo de responsabilidad!

    Pero también este pasaje, dentro de su enigmática y escorada ambigüedad, invita al partidismo. Su recreación del magistrado romano no se ajusta, desde luego, a lo que sabemos del personaje por fuentes históricas externas, que nos lo presentan como un político cruel e inflexible, y un enemigo acérrimo de los judíos, y no como ese ser pusilánime e inseguro del texto evangélico. La lectura del mismo llevó a hacer sospechar a Tertuliano que Pilatos era un cristiano en secreto, y su figura fue incluso subida a los altares (como la de su esposa Prócula) en las Iglesias copta y ortodoxa. Pero es curioso que esta santificación de Poncio Pilatos se haya también producido en el ámbito del pensamiento anticristiano. Con su peculiar radicalismo, Nietzsche afirmaba que Poncio Pilatos era el único personaje del texto evangélico que le merecía consideración, y que su interrogación sobre la verdad era la «única frase auténticamente valiosa» del Nuevo Testamento, una frase «que constituye su crítica, incluso su aniquilación» (El Anticristo, & 46, cursiva suya). Contra las evidencias textuales y contextuales del episodio y contra la presumible verdad histórica, Nietzsche ha sobreinterpretado el personaje convirtiendo a Pilatos en un estricto filósofo escéptico, o mejor, en un librepensador que ataca con su pregunta la cosmovisión fanática y el dogmatismo de su interlocutor. Pero el enfrentamiento no tiene lugar entre dos filósofos profesionales, sino entre dos hombres con distintas herencias culturales y que ven y sienten el mundo de manera distinta. Porque si –al margen de las virtudes literarias ya señaladas– el evangelista ha traicionado la letra pequeña de la Historia y ha manipulado el suceso de acuerdo con sus intereses, lo que, una vez más, sí nos ha transmitido, fielmente y en su más pura esencia, es un apunte emblemático de carácter macro-histórico y cultural.

    Desde esta perspectiva precisamente interpretó el pasaje poco después un compatriota de Nietzsche, Oswald Spengler, para quien la escena entre Cristo y Pilatos revela, más que ninguna otra de la historia universal, con «terrible claridad y gravedad simbólica» que «el mundo de los hechos y el mundo de las verdades se enfrentaron sin remedio ni avenencia posibles»¹. También Spengler, como Nietzsche, destacaba la singularidad extraordinaria de la pregunta de Pilatos «¿Qué es la verdad?», que era, a su juicio, la «única frase del Nuevo Testamento que tiene ‘raza’». No cedamos a un pronto alarmismo al escuchar este vocablo en la boca del pensador alemán; «raza» tiene aquí para Spengler el sentido de raíz o rasgo diferencial de toda una cultura. En la pregunta del prefecto romano late una cosmovisión y un sentido de la historia; y en la muda respuesta de Jesús, cuyo reino (basileia) no es de este mundo, se esconde –afirma Spengler– la pregunta decisiva de toda religiosidad: «¿qué es la realidad? Para Pilatos la realidad lo era todo; para Jesús, nada». El acierto, a mi juicio, de esta lectura del pasaje evangélico está en advertir que la escena ya no simboliza la confrontación entre el universo griego y el judío –ambos por igual atentos a la realidad– ni, por lo tanto, entre un filósofo escéptico o cínico y un fanático rabino, sino entre las dos nuevas y emergentes visiones del mundo: el realismo pragmático representado por Roma y el espiritualismo idealista de Cristo y de los cristianos.

    Aunque traicionando en buena medida el mensaje evangélico, la Iglesia demostraría con el tiempo que esas dos visiones eran conciliables. Su labor conformadora de la civilización occidental fue, de hecho, sustentar todo su edificio dogmático e institucional sobre los tres pilares que la constituyen, uniendo a la herencia judeo-cristiana la Filosofía griega, fuente de toda conceptualización, y el Derecho Romano, origen de su organización jurídica y administrativa. Pero, en primera instancia, el auténtico reto intelectual del naciente cristianismo fue situarse adecuadamente entre dos tradiciones –la bíblica y la clásica–, cuya síntesis constituyó, en último término, el máximo esfuerzo de Occidente hasta los umbrales mismos de la modernidad. Tal empeño llevó aparejada una minuciosa tarea exegética, aunque tuviera que ceder en ocasiones al burdo recurso del voluntarismo y la falsificación (el supuesto intercambio epistolar entre Séneca y Pablo, la lectura mesiánica de la famosa Égloga IV de Virgilio, o la imaginada sabiduría que filósofos como Sócrates o Platón tomaron de fuentes mosaicas, son algunos ejemplos). En cualquier caso, la gigantesca labor de la Patrística –el primer brote humanista de la Historia– por acomodar a sus nuevos presupuestos todo lo aprovechable del legado greco-latino es un capítulo bien conocido de la evolución cultural, y puede incluso llegar a afirmarse que sin el cristianismo todo aquel legado hubiera tal vez desaparecido. La apropiación de Platón por Agustín o la de Aristóteles por Tomás de Aquino son sólo jalones eminentes de un camino fecundo, aunque espinoso, que se inicia, como hemos visto, en el propio San Pablo y que tuvo una continuación casi programática en los primeros Padres de la Iglesia, ya desde Justino.

    Es verdad que algunos, como Tertuliano (esa especie de Joseph de Maistre del siglo II), se negaron a pactar de todo punto con la cultura greco-latina. Pero esta alternativa radical no apuntaba al camino hegemónico que estaba siguiendo y seguiría la Iglesia, y no es extraño que el propio Tertuliano acabara uniéndose a la opción herética del montanismo. Pero la postura mayoritaria de la Patrística, cuyos representantes en muchos casos eran filósofos, profesores de retórica y hombres cultivados, fue la de un compromiso, más o menos confiado o receloso, entre ambas tradiciones. Muchos de ellos se mostraban orgullosos de su educación en el clasicismo, y algunos tan insignes como San Ambrosio o San Agustín no manifestaban ningún complejo por desconocer el hebreo y la exegética judía. Los Padres de la llamada Escuela de Alejandría hicieron una labor impagable en esa empresa conciliadora, y es muy sintomática la creación del concepto del Logos didascalo por parte de Clemente, el primero de sus miembros. Para Clemente, el espíritu divino conforma un Logos universal que late en el pensamiento clásico pagano y que lo alienta progresivamente para descubrir el tesoro de la revelación cristiana. La herencia greco-latina resulta, pues, aprovechable porque en ella está presente, aunque escondida, la palabra pedagógica de Dios. Orígenes también compartía este punto de vista y no se privó incluso de conceptualizar la doctrina cristiana recurriendo a los términos metafísicos –griegos y latinos– de la filosofía helenística: hipostasis, usía, fisis, prosopon, essentia, substantia, persona... La helenización doctrinal de Orígenes –un cristiano, por otra parte, entrañable y ejemplar– tuvo el inconveniente, sin embargo, de intelectualizar en exceso la pura y sencilla fe de los inicios, desplazándola a consideraciones teológicas y metafísicas, reveladoras, por añadidura, de un claro sello greco-filosófico que el dogma cristiano, como se sabe, acabaría por anatemizar en el Concilio constantinopolitano del siglo VI.

    Entre los extremos de Orígenes y Tertuliano tenía que estar el punto medio, y los Padres de la Iglesia lo buscaron con ahínco. Por los testimionios descarnados y confesionales de sus autores y la índole apasionada de sus temperamentos, los casos de Jerónimo y Agustín, los dos personajes más eminentes de la Patrística occidental, son también los más explícitos para demostrar que esa búsqueda del anhelado equilibrio entre ambas tradiciones arrastraba consigo una tensión vital y existencial notabilísima. Por un lado, eran hombres cultos y educados en el respeto y la fruición de las letras clásicas. Por otro, eran cristianos inflamados que se vieron forzados a contemplar ese legado que les fue tan querido con todo tipo de reservas. La angustia era inevitable, y sólo bastaría para confirmarlo la conservación de un documento que destaca sobre cualquier otro por su espectacular dramaticidad. Se trata de un pasaje de la extensísima carta que San Jerónimo escribió hacia el año 384 a la joven Eustoquia –hija de Paula, una de sus discípulas–, que quería consagrarse a Dios por el voto de virginidad. La carta ha pasado a la fama por su tono terrorífico (más apto para desanimar que para estimular a cualquiera que pretenda iniciar una vida perfecta merced a aquel voto) y por la existencia de algunos fragmentos ásperamente confesionales. A uno de ellos precisamente es al que vamos a referirnos. Jerónimo advierte a su pupila que no se dedique en exceso a saborear las letras clásicas: «¿Qué hace Horacio con el Salterio, Marón con los Evangelios, Cicerón con el Apóstol?», pregunta. Y después añade: «Te voy a contar mi caso desventurado»². Jerónimo relata a continuación cómo se decidió a emprender en su momento una rigurosa vía ascética: se alejó de su casa, de su familia y de ciertas costumbres mundanas (como el hábito de comer regaladamente). Pero había una cosa que le atormentaba: «no podía desprenderme de mi biblioteca que, con extrema diligencia y trabajo, había allegado en Roma». Y no sólo eso: después de ayunar y disciplinarse durante toda la jornada, llegaba la noche y tomaba en sus manos un libro de Plauto o de Cicerón. Le era imposible evitarlo. Así las cosas, un día enferma de gravedad y en medio de la fiebre se ve arrastrado al cielo en una visión; a requerimiento de una voz divina se presenta humildemente como «cristiano». La voz atruena desde lo alto: «Mientes –dijo–; ciceroniano eres, no cristiano. Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón (cita de Mateo, 6,21)». Y al propio tiempo unos esbirros angélicos empiezan a flagelarle hasta hacerle gritar y pedir compasión. Cesan al fin los azotes y se le hace saber que «si alguna vez en lo sucesivo leía libros de letras gentílicas, tendría que sufrir el castigo. Yo, que en tan terrible trance estaba dispuesto a hacer promesas aún mayores, empecé a jurar y, poniendo por testigo su mismo nombre, dije: Señor, si alguna vez tengo libros seculares y los leo, es que he renegado de ti. En fe de este juramento me soltaron y volví a la región de los vivientes». El relato termina con una expresión de veracidad, aludiendo Jerónimo a las ronchas auténticas que los visionarios zurriagazos le habían dejado en las espaldas, y con una protesta formal de cumplimiento: «en adelante, leí con tanto ahínco los libros divinos, como no había puesto antes en la lectura de los profanos».

    El caso de Jerónimo es ejemplar en más de un sentido. Todo el suceso, en primer lugar, refleja el poder vinculante de la cultura clásica, tanto o más que la estigmatización de la misma. El placer espiritual que le proporciona su biblioteca –allí estaba su tesoro y su corazón, como le reprocha la voz divina– es, de hecho, un bálsamo y un consuelo en la dureza de la vida ascética y sólo le fuerza a desprenderse de ello la violencia ejercida en forma de ucase desde lo alto. La escena de la flagelación de los ángeles resume esa violencia de forma plástica –el maestro Zurbarán supo reflejarla con elegante y sencilla visión dramática en una pintura del Monasterio de Guadalupe–, pero el pintoresquismo ingenuo de la anécdota esconde una verdad profunda, y no por fuerza ultraterrena. Todo parece indicarnos que en ese violento sueño febril de San Jerónimo no hay otra cosa que la inconsciente proyección visionaria de un sentimiento propio de culpa ante su debilidad por todo el legado de la cultura clásica y que el asceta ha provocado ese sueño terrible como un recurso desesperado para intentar deshacerse de ella. Y aun así le fue imposible. El éxito de la estratagema no fue, en efecto, tan contundente como parece desprenderse del final del episodio, si atendemos a lo que dicta un suceso posterior. Unos diez años después de escrita esta carta, y en el curso de una polémica doctrinal de Jerónimo con su antiguo amigo Rufino, éste acusó a su compañero –aludiendo al acontecimiento relatado en su epístola– de falso testimonio, porque su boca y sus sermones seguían llenos de referencias a los autores paganos, a los que citaba a menudo con posesivos llenos de afectividad: «nuestro Tulio, nuestro Flaco y nuestro Marón» (es decir, Cicerón, Horacio y Virgilio)³. Lo revelador es que Jerónimo, en su respuesta (Adversus Rufino), no niega estos hechos; recuerda, en cambio, que es oportuno apelar con matices a estos autores de buenas letras y sólamente se excusa afirmando que los cita de memoria sin releerlos de nuevo. En cuanto a la acusación de perjurio, Jerónimo se indigna: ¿no hizo acaso el juramento en el curso de un sueño?; ¿no sabe Rufino que, según los profetas, no hay que hacer caso de los sueños?; ¿cómo puede, en sentido estricto, jurar uno algo dentro de un sueño?

    El episodio y su colofón son suficientemente explicativos de que la doctrina judeo-cristiana y las letras clásicas estaban condenadas a entenderse, de que Horacio y el Salterio, Virgilio y los Evangelios, Cicerón y San Pablo no eran tan incompatibles como el ánimo culposo de Jerónimo quería hacer ver a la adolescente Eustoquia. Todo el soberbio proyecto humanista que ha constituido lo más valioso de la cultura occidental se asienta precisamente en esa tarea de sutura y conciliación. Con la tensión interior que ya hemos visto, la Patrística asentó las primeras bases, y a finales del período medieval Dante erigió en su Divina Comedia el monumento literario más hermoso en que culminó aquella tarea, al homenajear en un proyecto absolutamente cristiano a algunos de los representantes más ilustres de la cultura clásica: Virgilio, por supuesto, pero también Homero, Lucano, Estacio, Ovidio... Poco después, Francesco Petrarca, el primer humanista moderno, en ese extraordinario testimonio de un hombre (y de un hombre de letras) que es el Secretum, utiliza el esquema del diálogo platónico para conversar con San Agustín, el más ilustre de los Doctores cristianos, aquí convertido, por cierto, en un humanista que va sembrando sus intervenciones con citas de Homero, de Platón, de Horacio, de Ovidio, de Virgilio, de Séneca, de Plinio, de Terencio, de Juvenal, de Cicerón... Los escritores del Renacimiento fueron ya capaces no sólo de entrar a saco y sin complejos en ambas tradiciones, sino de tratarlas literariamente con la misma finura y delectación, y en España un Fray Luis de León podrá sentir y transmitir la belleza pareja de lo pastoril traduciendo indistintamente el Cantar de los Cantares o las Églogas de Virgilio. Un solo verso de San Juan de la Cruz –«ninfas de Judea»– bastaría, en fin, para resumir esta simbiosis entre lo clásico y lo bíblico que podía darse a las alturas de la época.

    II

    La inevitable confrontación de ambas tradiciones no sólo derivaba de sus respectivas visiones del mundo, sino también de sus diferencias en el modo de expresión y representación literaria. Esas diferencias fueron percibidas desde muy antiguo por los miembros de la Patrística. Muchos de ellos reconocían que la manifestación formal de la literatura clásica era más bella y refinada, frente al estilo elemental característico de la Biblia. El propio San Jerónimo, en el pasaje citado, recordaba que, de joven, el estilo rudo de los profetas le repelía (sermo horrebat incultus) cuando terminaba de leer a los escritores latinos. Pero todos juzgaban a la expresión bíblica mucho más conmovedora y más capaz de saciar el alma con su primitivismo directo y eficaz. Ya Justino, al recordar su propia trayectoria intelectual en el Diálogo con Trifón (8, 1-2) decía que en las letras de la tradición judeo-cristiana hay «un no sé que de terrible y son capaces de conmover a los que se apartan del recto camino». Orígenes, en su Contra Celso (VI,1-2), no desdice al filósofo aludido por el título de su obra, que ponderaba la belleza literaria del estilo griego muy por encima de la rudeza del bíblico, pero afirmaba que «el estilo muy bello y trabajado de Platón y de los que escriben como él, a muy pocos ha sido de provecho (si es que ha aprovechado a alguno)» y en cambio no puede compararse con la virtud para conmover y «atraer las almas» de, por ejemplo, los textos proféticos y evangélicos de las Escrituras⁴. El platonizante San Agustín sugería lo mismo dos siglos más tarde, cuando afirmaba que los libros platónicos nos hacían «ver desde una cima agreste la patria de la paz, y no hallar el camino que conduce a ella», mientras que las Escrituras nos permitían «poseer la senda que conduce hasta allí» (Confesiones, VII, 21).

    No cabe duda de que los Padres de la Iglesia, que tuvieron la ocasión de confrontar ambas literaturas y cuya cultura clásica era, en muchos casos, más que solvente, no podían, sin embargo, ponderarlas con objetividad, debido al apriorismo en que los colocaba su fe cristiana y a la creencia en la inspiración divina de las Escrituras. Pero en sus refinados paladares presentían que el estilo de la Biblia –desmañado según los cánones clásicos– les hacía vibrar y estremecerse, también por alguna virtud formal, de un modo extraño. Esta circunstancia no escapó a la perspicaz mente analítica de San Agustín. En varios lugares de sus obras⁵, Agustín reflexiona sobre las fuentes precisas de esta emoción y sobre la radical novedad literaria que reportan las letras de la Sagrada Escritura; todo se debe, según su juicio, a la síntesis en los textos entre lo humilde y lo elevado, de un modo que nunca se había hecho antes. Tomando como referente la distinción de estilos proveniente de la retórica clásica, Agustín advierte el sermo humilis de la elocución en los textos bíblicos con sus palabras sencillas y comprensibles por todos, y a la vez la res sublime, es decir, el contenido grave de los elevadísimos temas, insondables misterios y abismáticas verdades que con ese humilde discurso se transmiten. Agustín señala así acertadamente una de las peculiaridades fundamentales del estilo bíblico en relación al clásico, algo que rompía con los moldes retóricos y poéticos greco-latinos, pero también con la propia definición pragmática de la literatura. No hay que decir que la épica, la tragedia y la lírica clásicas son, por su estilo elevado, literaturas concebidas desde y para las clases dominantes y cultivadas de la sociedad. Incluso un autor como Petronio, a pesar de su lenguaje, a veces popular y chocarrero, también escribía para las clases cultas de Roma. En cambio, la literatura bíblica está destinada a cualquier público. Los protagonistas de sus graves historias son además personajes humildes. Pero no sólo eso. En la propia estructura psicológica de los mismos se reproduce esa mixtura entre lo vulgar y lo elevado que caracteriza al estilo bíblico, y así desde el rey David hasta el pescador Pedro tan pronto arrastran su dignidad por los suelos como elevan hasta lo más alto su estatura moral. En el Antiguo Testamento, el conjunto del pueblo judío, sigue, de hecho, esta dinámica.

    El propio Agustín también nos transmite la índole exacta de la emoción que él mismo experimentaba al leer los textos de la Biblia. Una emoción que, siglos más tarde, fue recreada por Dostoievski en una escena memorable del capítulo IV de la Cuarta Parte de Crimen y castigo: la triunfante alegría y el terrible estremecimiento con los que Sonia, la prostituta, le lee al asesino Raskolnikov el capítulo 11 del Evangelio de San Juan sobre la resurrección de Lázaro reproduce, efectivamente, la impresión que en el citado capítulo de sus Confesiones Agustín declaraba sentir cuando leía las Escrituras; pues con ellas había aprendido –son sus palabras– a «alegrarse con temblor» (exultare cum tremore didici). ¿Y no es esto una definición estética de lo sublime, más allá –o, mejor dicho, más acá– de la numinosa sensación religiosa a la que hace referencia? Aunque se trata de una sublimidad estética que no se ajusta exactamente a la que había teorizado el helenismo, tal vez un par de siglos antes, mediante el retórico Longino⁶. Es verdad que su famoso tratado Sobre lo sublime puede considerarse, en cierto modo, como anticlásico, y que, entre las numerosas citas de autores griegos que jalonan su texto, llega incluso a introducir como un ejemplo de sublimidad estética el pasaje bíblico del fiat lux al principio del Génesis⁷, pero, con todo, cuando Longino refiere en el capítulo VIII las cinco fuentes de lo sublime, advertimos que tres de las mismas tienen que ver con aspectos formales de retórica convencional, elevación de estilo y arte depurado de la composición, lo cual nos introduce en unos presupuestos notablemente distintos a los del estilo bíblico; y no hay más que ver el rechazo visceral que el tratadista manifiesta en el capítulo III ante expresiones como «espirales de fuego», «vomitar contra el cielo» y otras similares para comprobar que Longino, en efecto, no hubiera considerado como sublime sino como ridículo y exagerado el estilo bíblico de, por ejemplo, los profetas.

    Y es que la emoción a la que parece aludir San Agustín tiene más que ver con el concepto estético de sublimidad que elaboraría el romanticismo, retomando las reflexiones que sobre la distinción entre lo bello y lo sublime habían realizado en el segundo tercio del siglo XVIII autores como Edmund Burke o Enmanuel Kant. Si el primero (1757) ya separaba lo sublime de un estilo o género determinado y lo asociaba, subjetivamente, al efecto patético, misterioso y conmovedor que podía afectar, en definitiva, a toda expresión poética, fue la reflexión kantiana la que alcanzó mayor resonancia entre los románticos. Ya en el capítulo I de sus consideraciones sobre Lo bello y lo sublime (1764) Kant afirmaba que la belleza encanta más que conmueve y asociaba, en cambio, lo sublime con las sensaciones de terror y estremecimiento, y también a veces de melancolía, dejando asimismo establecida la sencillez propia de la sublimidad frente a la cuidada retórica que por lo común exhibía la belleza. Kant puso las bases para que la inminente generación de teorizadores románticos (Coleridge, Schelling, los Schlegel, etc.) distinguiera, por ejemplo, entre la belleza de la finitud en las obras griegas y la sublime infinitud de la literatura bíblica y cristiana.

    Pero fue el romántico Chateaubriand quien, con su monumental y soberbio ensayo sobre El Genio del Cristianismo (1802), llevó a cabo la más conocida reivindicación estética (demasiado estética, por añadidura, para que agradara a la ortodoxia católica de la época) de la tradición literaria judeo-cristiana. Tal reivindicación seguía, por cierto, unos patrones bien distintos a los seguidos por Gracián, un siglo y medio antes, en su tratado sobre la Agudeza y arte de ingenio⁸. Donde el jesuita veía, en efecto, un santo «ingenio» y analizaba los misterios, paradojas y sutilezas urdidas por la mente admirable de un Dios «conceptista» y agudamente formuladas por sus enviados e intérpretes, Chateaubriand admiraba el «genio» sublime –sencillo y abismático, arrebatado y primitivo– de un estilo bíblico que por doquier manifestaba su prodigiosa e inefable inspiración. En el Libro Quinto de la Segunda Parte de su obra (titulada «Poética del cristianismo»), Chateaubriand lleva a cabo una confrontación estilística entre la literatura bíblica y la clásica, representada por Homero. Comienza por establecer la diferencia de tonos y estilos –histórico, poético y evangélico– dentro del propio corpus bíblico, aunque todos ellos, a su juicio, comparten en los mejores casos el denominador común de una «sublimidad», que en último término el escritor francés considera inexplicable, pero que ciertamente se distingue de la sublimidad retórica y construida de la literatura greco-latina, al surgir como efecto de la sencillez y, más en concreto, del contraste inesperado y estremecedor entre la grandeza de la idea y la humildad de las imágenes, palabras y personajes que la transmiten y que la encarnan. Como puede verse, Chateaubriand –que, como cualquier romántico, estaba preparado, y aun dispuesto, para valorar positivamente la ruptura con la separación clásica de los tonos y los estilos– reproduce las reflexiones agustinianas sobre este punto, a la vez que se acoge tácitamente a la distinción kantiana entre lo bello y lo sublime cuando valora la narración prolija y digresiva frente a la concisión y simplicidad, y el encanto retórico y armonioso de la manera griega frente a la conmoción súbita e irregular del estilo bíblico. Chateaubriand concluye sus consideraciones con una minuciosa ejemplificación de todo lo dicho, comparando imágenes y fragmentos homéricos y bíblicos, de los que se deduce, en su opinión, la «indisputable superioridad» de la literatura bíblica dentro del ámbito de lo sublime.

    Dejando al margen lo que tiene el ensayo de apología intencional del cristianismo y de gratuidad en los juicios que se establecen al cotejar elementos de suyo incomparables, Chateaubriand demuestra en sus análisis una certera y sensible percepción crítica, que convierte su texto seguramente en la reflexión más notable del siglo XIX sobre los parámetros estilísticos de ambas tradiciones. Otro tanto podría decirse, dentro del marco del siglo XX, de las consideraciones que sobre el particular llevó a cabo Eric Auerbach en el capítulo primero de su conocido ensayo Mímesis: la realidad en la literatura (1942). No encontramos aquí, desde luego, la actitud militante y apasionada de Chateaubriand, pero el entusiasmo progresivo del filólogo berlinés por la manera de representación bíblica, en el parangón que se establece con la homérica, no deja lugar a dudas. Auerbach parte de la confrontación entre el episodio del reconocimiento de Ulises por Euriclea (canto XIX de la Odisea) y el episodio del sacrificio de Isaac (capítulo 22 del Génesis). Algunas de las conclusiones estilísticas de Auerbach –muchas de ellas, como es lógico, bastante similares a las de Chateubriand– son las siguientes: en cuanto a la narración homérica, relato ordenado y moroso, con eslabones bien definidos y consideración minuciosa del tiempo y del espacio, descripción explícita y uniforme en los caracteres, refinamiento sensorial, verbal y sintáctico, con abundancia de estructuras subordinadas; en cuanto a la narración bíblica, relato elíptico e irregular, con exclusiva mención de aquellos detalles que son importantes para la finalidad de la acción, descripción implícita y sugeridora en los caracteres, pobreza sensorial, simplicidad verbal y predominio en lo sintáctico de estructuras coordinadas...

    Pero el valor específico, en mi opinión, del análisis de Auerbach radica no tanto en las cuestiones puramente estilísticas como en aspectos que tienen que ver con los modos y perspectivas de representación literaria. El rasgo más evidente que, en este sentido, ofrece y aporta la literatura bíblica –ya ponderado positiva y negativamente por autores cristianos y paganos desde el comienzo de nuestra era, pero que Auerbach dimensiona oportunamente– es el ambiente popular y cotidiano en el que suelen desenvolverse sus relatos (incluso aquellos que resaltan a los héroes más excelsos); algo que contrasta notablemente con el sentido aristocrático y excepcional de la épica clásica y que supone, en definitiva, el inicio de todo el modelo de representación realista, una semilla de lenta pero eficaz germinación en la literatura occidental, que no explotaría definitivamente hasta bien entrada la Edad Media, con la implantación literaria de las lenguas vulgares en el siglo XII.

    Aunque la realidad puede transmitirse de muchas maneras. Para definir el modo y la perspectiva concretos con que los relatos bíblicos la representan, y en contraste con la voluntad de halago y el carácter mesurado de la literatura homérica, Auerbach acude al concepto de lo «subyugante». Con ello se remite, por un lado, al propósito directo de conmocionar al lector mediante una serie de efectos climáticos y tensionadores, que contrastan con ese carácter «retardador» de la poesía homérica (ya mencionado por algunos románticos) que disuelve y modera en última instancia todas las tensiones. Esta naturaleza «subyugante» incide en los propios personajes bíblicos, no sólo subyugados bajo la estricta férula del ojo de Dios, sino también por las acciones mismas que llevan a cabo, como si todo su ser estuviera contenido en cada una de ellas. Pero también se manifiesta en el afán de someter a los lectores a una tiránica pretensión de verdad y a una perspectiva de sentido universal y escatológico, que viene establecida por el propio diseño de la Biblia: al comenzar con la creación y acabar con el final de los tiempos, todo lo que ocurra en el mundo –dice Auerbach– «sólo puede ser concebido como eslabón de esa cadena» (ed. cit., p. 22). Un efecto, por otro lado, que afianza entre sí los libros bíblicos con una vinculación de sentido y de proyección mucho más fuerte que la aparente mayor ligazón, en estilo y referencias, que guardan entre sí los relatos homéricos. En relación a estas ideas podríamos nosotros añadir que la propia enunciación de la Biblia aparece asimismo como subyugada. Sus autores son notarios o emisarios y su literatura parece surgir en la mayoría de los casos como necesidad, no como un acto libre de creación estética. Las invocaciones retóricas a la Musas de los autores greco-latinos para que les ayuden a estar a la altura de su empeño literario⁹ quedan aquí sustituidas por exigencias desde lo alto. En la visión que inaugura el carisma profético de Isaías (capítulo 6), un ángel desciende del cielo y súbitamente le toca la boca con un tizón encendido. Todos los autores bíblicos parecen, de hecho, estar tocados por ese tizón. De ahí ese carácter de literatura apasionada, jamás recta, regular, o contenida, de ahí su manera tan pronto elíptica como farragosa, casi a veces taquigráfica (como quien toma apuntes que le son dictados), de ahí su tendencia al impresionismo y al expresionismo estilísticos, de ahí, en fin, su inaudita potencia simbólica y expresiva en muchos casos.

    Pero acabemos por señalar otro importante rasgo diferenciador que aporta Eric Auerbach en su análisis. Nos referimos a la distinción entre el estilo clásico «de primer plano» y el estilo bíblico «de trasfondo». Muchos de los juicios que el filólogo alemán desgrana a lo largo de su ensayo pueden deducirse sin violencia de estas nociones. La noción de trasfondo, hace alusión, en principio, a la profundidad psicológica de los héroes bíblicos, que no son, como los homéricos, pese a la minuciosa elaboración de los mismos, seres inequívocos, de una sola pieza; son caracteres evolutivos, cuya psicología se abisma, por añadidura, en oscuras capas y visajes y en una multiplicidad de alternativas, «cosa que a lo sumo –dice Auerbach– puede encontrarse en Homero bajo la forma de duda consciente entre dos acciones posibles»¹⁰. Pero ese «trasfondo» puede igualmente aplicarse a la visión histórica que siempre subyace a los relatos bíblicos, tan alejada de ese presente intemporal en que yace a menudo la literatura clásica. Y afecta asimismo, como veremos, al trasfondo exegético que llevan implícitos los relatos bíblicos. Pero el propio Auerbach sólo lleva a cabo un comentario estilístico, y no hermenéutico, sobre el sacrificio de Isaac podríamos nosotros recordar la riqueza exegética de este episodio entre la más alta filosofía (bastaría citar aquí los nombres de Kant, Hegel o Kierkegaard), para advertir cómo la literatura bíblica no sólo conlleva la necesidad de una dimensión hermenéutica que la desarrolle, sino que, más aún, parece exigirla.

    Este último aspecto nos llevaría a un nuevo rasgo caracterizador, que sólo contradice en apariencia la perspectiva subyugante antes mencionada. Se trata, en efecto, de lo que podríamos llamar la congénita apertura del texto bíblico en lo que se refiere a su interpretación, algo que siempre tuvo presente la más pura tradición judía. Es ya muy revelador que en las ediciones rabínicas de la Biblia el relato original, impreso en el centro de la página, se halle flanqueado por textos talmúdicos y midrásicos (tanto normativos – halaká – como narrativos – haggadá) que a menudo no coinciden en sus comentarios y que prolongan dialógicamente el escrito original, liberando todos sus sentidos¹¹. A ello cabría añadir los cuatro niveles de lectura que, tanto en la tradición judía como en la cristiana, exige o puede exigir cada texto. Ya el Talmud distinguía entre el Peshat, o sentido aparente, el Remez o interpretación alegórica, el Derash o lectura moral, y el Sod o entendimiento místico. En la tradición cristiana se hablaba, paralelamente, del sentido histórico (o literal), del alegórico (referido a verdades de fe y religiosas), del tropológico (o moral) y del anagógico (alusivo a lo místico y escatológico).

    Ni siquiera la posterior esclerotización hermenéutica de los textos por la vía del dogmatismo eclesiástico y teológico puede hacernos olvidar ese carácter abierto que les es consustancial. No hay manera de cerrar la potencia simbólica, y por tanto exegética, de relatos como el de Job, Jacob o Saúl, de reflexiones sapienciales como el Eclesiastés, de las exposiciones doctrinales de un San Pablo, o de la capacidad sugeridora de infinidad de pasajes de la Biblia. Pero habría que advertir que esa llamada a las múltiples lecturas no deriva sólo de la profundidad de temas y contenidos, sino que son a menudo los propios rasgos estilísticos los que contribuyen a propiciar este efecto. Y no nos referimos a los tantas veces aludidos condicionamientos especiales del idioma hebreo –su pobreza adjetival, la menguada capacidad de sus inflexiones verbales, la simpleza paratáctica de su sintaxis–, sino a un modelo cultural y estilístico que podía encarnarse en una lengua de tradición y rasgos tan opuestos como lo era el griego. En esta lengua se nos transmite el episodio antes mencionado de Jesús y Pilatos; era su ausencia de retórica y su naturaleza elíptica lo que dimensionaba la situación y los personajes, y los henchía de sugerencias¹². En las elipsis del estilo bíblico, en ese aparente vacío de lo no dicho, se encuentra, en efecto, un terreno abonado para el ensueño y la reflexión. No hay más que leer a Kierkegaard en Temor y temblor para advertir cómo nos transmite sus escalofríos y cómo desarrolla su hermenéutica cuando se introduce en el intersticio de esas tres jornadas –que desconocemos– a lo largo de las cuales se prolonga el viaje de Abraham con su hijo Isaac hasta el lugar del sacrificio en el monte Moira. Pero no sólo el exégeta sino el común de los lectores debe intervenir en los relatos bíblicos para completar el texto. Valga como botón de muestra el relato de Amnón y su deseo incestuoso por su hermanastra Tamar (II Samuel 13,1 y ss.): el autor nos describe al príncipe Amnón enfermo de amor, con su palidez y su meloncolía de enamorado; luego nos habla de la treta que un amigo le sugiere para traer a Tamar hasta su cuarto y cómo, al hallarse solos, se abalanza, sin atender a ruegos, sobre su hermanastra: «...como era más fuerte la violentó y se acostó con ella. Después Amnón le cobró un odio extremo, de tal manera que su aborrecimiento fue todavía mayor que el amor con que la había amado; y le dijo: Levántate y vete» (13,14-15). El autor no se demora, como hubiera hecho un escritor clásico (o moderno), justificando esa radical –y por demás creíble– alteración de sentimientos, sino que cuenta con nuestra experiencia de la psicología amorosa y nuestro conocimiento de la naturaleza humana. Él nos ofrece en crudo la acción; nosotros mismos ponemos el resto.

    III

    Hasta aquí nos hemos centrado en algunas características del modelo de representación bíblico, haciendo hincapié, sobre todo, en sus aspectos narrativos. Pero la Biblia descansa también –y notablemente– en una singular imaginería poética de carácter genérico oriental, aunque con rasgos muy específicos. Un universo genuino cuyas imágenes, por cierto, no se corresponden muy a menudo con la metáfora clásica¹³, sino que la prolongan en alegorías, la trascienden en visiones, la fecundan de connotaciones simbólicas, o la remiten a lo más directo y cotidiano¹⁴ mediante osados y eficaces procedimientos analógicos. Nada mejor que comentar algunas de estas características por la vía de un ejemplo. Analicemos, pues, una perícopa (versículos 18-20) del capítulo 30 del libro de los Proverbios¹⁵:

    Hay tres cosas que me rebasan

    y una cuarta que no comprendo:

    el camino del águila por el cielo,

    el camino de la serpiente por la peña,

    el camino de la nave por el mar,

    el camino del varón por la doncella.

    Así procede la adúltera:

    Come, se limpia la boca y dice:

    Nada de malo he hecho

    El fragmento comienza con la expresión de asombro del autor ante algunos misterios de la naturaleza. La poesía clásica pagana era muy sensible a la recreación estética de aquélla; a veces bajo la forma de invocaciones retóricas, otras mediante las descripciones del locus amoenus o del situs terrarum, que describían los escenarios naturales de algún acontecimiento sentimental o bélico, otras, en fin, bajo la especie de meditaciones físico-especulativas que hablaban de sus leyes, sus potencias y sus bellezas. También este último motivo aparece en la Biblia, aunque siempre sub specie religionis, esto es, en tanto creación divina¹⁶. En el fragmento transcrito, sin embargo, la exaltación de la naturaleza viene a propósito de la impresión que provocan sus misterios en el ánimo de la criatura racional. La literatura bíblica está siempre alejada del arte por el arte, del puro objetivismo estético, y todo, en último término, es un pretexto para indagar en el espíritu del hombre y de la mujer. Así ocurre,

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