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Los nombres de las cosas
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Los nombres de las cosas
Libro electrónico229 páginas6 horas

Los nombres de las cosas

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Información de este libro electrónico

Todos los jueves, tres amigos se reúnen en un bar. Uno es director de cine y parece difuminar constantemente el límite que separa lo real de lo imaginario. Otro es novelista, aspira a la máxima libertad posible en la escritura y en la vida y tiene tantas caligrafías como amigas. El tercero trabaja en un ministerio y siente que no sabe casi nada de su esposa ni de su hijo. Haciendo gala de un extraordinario oído para el diálogo, asociaciones de ideas imprevisibles y una ironía efervescente, con su segunda novela Mariano Peyrou se aventura sin aspavientos a plantearnos una serie de preguntas sobre el amor, las relaciones familiares, la política y el arte.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento4 nov 2019
ISBN9788417517533
Los nombres de las cosas
Autor

Mariano Peyrou

Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971) es narrador, ensayista y poeta. Es autor de poemarios como Niños enamorados, El año del cangrejo y Posibilidades en la sombra, del volumen de relatos La tristeza de las fiestas, las novelas De los otros, Los nombres de las cosas y Lo de dentro fuera y los ensayos Tensión y sentido y Oídos que no ven. En Anagrama ha publicado el ensayo Free Jazz. La música más negra del mundo.

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    Los nombres de las cosas - Mariano Peyrou

    Los nombres de las cosas

    Los nombre de las cosas

    MARIANO PEYROU

    Todos los derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

    transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

    Copyright © MARIANO PEYROU, 2018

    Primera edición: 2019

    Imagen de portada

    Siblings, 1930, PAUL KLEE (1879-1940), óleo sobre lienzo,

    HEIDI HORTEN COLLECTION

    Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S. A. DE C. V., 2019

    París 35–A

    Colonia del Carmen, Coyoacán

    04100, Ciudad de México, México

    SEXTO PISO ESPAÑA, S. L.

    C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda

    28014, Madrid, España.

    www.sextopiso.com

    Diseño

    ESTUDIO JOAQUÍN GALLEGO

    eISBN: 9788417517533

    Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.

    www.newcomlab.com

    Índice

    Portada

    Créditos

    Los nombres de las cosas

    Formas de decepcionar

    Acampada

    Los efectos mágicos

    El colegio

    Catastro

    Rebe

    Inglaterra

    París

    Holanda

    La muerte

    El amor

    El matrimonio

    La hernia

    La seducción

    En la cocina

    Teatro

    Llorar

    Las manos / la extrañeza

    La violencia imaginaria

    ¿Colonial?

    Muerte de mi madre

    Hay dos cielos

    La publicidad

    Elogios

    Canciones

    La responsabilidad

    El futuro

    Los equilibrados

    Valeria

    Alemania

    Películas

    La interioridad

    El pasado

    Lo que nadie sabe

    Uno y trino

    A Daniel

    A Juan

    LOS NOMBRES DE LAS COSAS

    –Mira ese cartel –dijo Garzía.

    Estábamos en un hospital. El día anterior me habían operado de una hernia y los dos habían venido para acompañarme a casa.

    –¿Qué tiene de raro? –pregunté.

    Era un cartel situado sobre la puerta, limpio y rectangular en el que, sobre un fondo verde, unas letras mayúsculas decían claramente: SALIDA.

    –Indica que es la salida y está justo delante de la puerta. ¿No os parece llamativo?

    Contestamos que no y salimos a la calle. Caminamos hasta la esquina y Garzía paró un taxi y abrió la puerta.

    –Aquí debería poner «entrada» –dijo.

    Con mucho cuidado, me ayudó a instalarme en el asiento delantero. Ellos se sentaron detrás.

    –No, es un deíctico –dijo Amundsen.

    –¿Qué es un deíptico? –le pregunté.

    –Deíctico –dijo Amundsen–. Con ce.

    –Con ce de deíctico –dijo Garzía.

    –¿Qué es?

    –Es una palabra que cambia de significado según quién la diga y en qué situación se diga. Como «yo» o «mañana» o «ahí».

    –Ah.

    –¿Entiendes? –continuó Amundsen–. Cambia según el contexto.

    –Todas las palabras son así –dijo Garzía.

    Amundsen estaba en un hotel de Guadalajara.

    –Tengo un poco de frío –le dijo a la recepcionista– y quería ver si me podrían prestar una estufa eléctrica, de esas pequeñas.

    –¿Frío?

    –Sí, no funciona el aire caliente, o yo no sé ponerlo, y en cualquier caso no me gusta mucho ese aire caliente y quería ver si me podrían prestar una estufa eléctrica –dijo Amundsen.

    –O un calentador. ¿Un calentador no le serviría?

    –Sí, perfecto. A mí no me importa cómo se llame, lo que quiero es no tener frío.

    –A la orden.

    Nico ya tenía nueve años y estábamos en la cola de la pescadería. Delante había una señora bastante mayor. El pescadero le dio una bolsa con tres o cuatro peces rojos y unas monedas y le dijo:

    –Aquí va esto, joven.

    –La ha llamado joven –me dijo Nico en voz baja.

    –Es una broma –le expliqué.

    –O un vituperio. Si es una broma, es un vituperio –me explicó él, entusiasmándose–, porque le está diciendo que en realidad no es

    –Habla más bajito –le dije.

    –No se llama eutanasia. Se llama sedación terminal.

    –Pero ¿qué diferencia hay?

    –No sé. Ninguna. El nombre.

    –¿Te parece poco? –dijo Garzía.

    Amundsen entró en la panadería. La oferta era amplia, y empezó a leer los distintos carteles: pan de centeno, pan de espelta, pan multicereal, barra gallega, chapata, baguette, barra especial.

    –¿Cómo es la barra especial?

    –Normal –dijo la panadera.

    –¿Cómo que normal?

    –Sí, normal. No tiene

    –Pero no puede ser –le dijo Amundsen.

    –¿Por qué?

    –¿No se da cuenta? Esto es una maravilla. Se llama especial pero

    –Sí, o sea, es una barra normal, con harina de trigo, sal y

    –Ya.

    –De especial sólo tiene el nombre, pero es un pan que

    –A mí lo que me interesa es el nombre –dijo Amundsen.

    –La señora tiene razón –dijo Garzía en el Pandora–. Es especial porque se llama así.

    Al día siguiente vinieron a verme a casa. Estaba mejor, pero todavía me dolía. Cuando les abrí la puerta, vi que Garzía llevaba un post-it en cada zapato. En los dos decía «zapato». Había traído un montón de post-it y empezó a escribir en ellos y a pegarlos encima de las cosas. Pegó en la nevera uno que decía «nevera», abrió la nevera y dijo:

    –Esto está mal.

    –¿Por? –pregunté. Amundsen se había sentado en el salón.

    –Porque dice «leche» –dijo, y sacó un cartón de leche y le pegó un post-it que decía «cartón de leche».

    Pegó unos cuantos más. En tazas, vasos y cuchillos. Luego salió de la cocina. En la puerta del baño, pegó uno que decía «puerta del baño». Les ofrecí unas cervezas y se las tomaron en el salón. Garzía pegó algunos más. En la mesita, en la tele y en una botella.

    –El del baño está mal –dijo Amundsen cuando volvió del baño.

    –¿Por? –pregunté. Garzía lo miraba con el bolígrafo en la mano.

    –Dice «puerta del baño», y debería decir «post-it de la puerta del baño», ¿no?

    –Tienes razón –dijo Garzía, y se levantó para corregirlo.

    Cuando volvió del baño, estaba entusiasmado. Había encontrado, en la habitación de Nico, una reproducción de un cuadro de Magritte que planteaba el mismo tema de los post-it, ese tema que tanto le interesaba, y le parecía asombrosa la casualidad. A mí no, porque yo puse ahí ese cuadro cuando Garzía me habló de él. Fue hace mucho, y me acuerdo de que me lo explicó muy bien. Siempre le han gustado esas cosas. Le encantan.

    –Esto no es una pipa –dijo Garzía.

    –No, es un cuadro –dije yo.

    –No, es un deíctico –dijo Amundsen.

    FORMAS DE DECEPCIONAR

    Estaba esperándolos en el Pandora. Ya llevaba cuarenta minutos solo, mirando las velas, acariciando la cera, soñando con quemarme y no quemarme, con cortarme y no cortarme, con las diferencias y las semejanzas entre el corte y la quemadura. Pensé que habrían quedado para llegar tarde. Pensé que cuando llegaran, me pedirían disculpas.

    –No importa, el mejor rato es el de esperaros –pensé que les diría. Un buen vituperio.

    Pero no me pidieron disculpas. Entraron juntos y muy contentos. Habían quedado antes para trabajar.

    –Te he traído esto –le dije a Amundsen en cuanto se sentaron al otro lado de las velas–. Parece que habla de ti.

    –¿Qué es? –preguntó Garzía.

    –Una entrevista con Oscar Wilde. Mira lo que dice. Lo que deseo es que el público, y no la obra, sea un éxito.

    –Pero a mí me pasa lo contrario. Lo que me apetece es decepcionar al público. No darle lo que espera –dijo Amundsen–. Como los futuristas que

    –No te preocupes por eso. No creo que nadie espere mucho. –El chiste no salió como yo quería. O el público no fue un éxito.

    Garzía siempre dice que hace falta decepcionar a los padres para llegar a ser uno mismo. Se lo he oído decir un montón de veces, pero esa vez no lo dijo. Me pareció muy raro que no lo dijera. Luego pensé que hay cosas que decimos sólo una vez y otras que repetimos constantemente, y que debería haber una manera de referirse a eso, de marcar esa distinción, como el corte y la quemadura tienen nombres distintos que velan sus semejanzas. Pensé que podríamos usar el verbo hablar para lo que se dice una sola vez y el verbo hablablar para lo que se repite constantemente.

    –No, papi –dijo Nico cuando se lo propuse–. Hablablar es decir cosas aburridas sin parar.

    –Exacto –dijo Garzía cuando se lo conté.

    La única vez que han trabajado juntos o, mejor dicho, que han sumado sus esfuerzos con algún fin que no sea burlarse de mí en esa alianza maravillosa que siempre establecen los dos vértices más alejados de cualquier triángulo, fue para llevar a las tablas, como dijo Garzía, una pieza teatral de Amundsen. En realidad no era una pieza teatral, sino un largo diálogo que formaba parte de una novela de Amundsen y que a Garzía le pareció que se podía llevar a las tablas. Dos actores y dos actrices, dos matrimonios cenando sentados alrededor de una mesa y poco más.

    Amundsen hace novelas. Garzía hace películas. Yo trabajo en el ministerio.

    –Me gustaría escribir un libro –les dije una vez.

    –¿Para qué? –me preguntó Amundsen.

    –¿Y por qué no lo haces? –me preguntó Garzía.

    –No sé. Porque no tengo vuestro talento.

    Es cierto. No estoy a la altura de mis amigos.

    –Y eso que somos unos astracanes –dijo Amundsen, y Garzía, por una vez, no se mostró en desacuerdo.

    –Pero ¿cómo va a repetir primero de primaria? –le pregunté cuando me contó que Martita tenía que repetir curso.

    –No sé, supongo que habrá puesto en el examen que las jirafas tienen trompa –me dijo Garzía.

    –No creo –contesté.

    –Tiene razón. Lo que deberías pensar en serio es para qué quieres escribir un libro –me dijo Garzía–. Así vas a saber cómo enfocarlo.

    –No me

    –¿Tú cómo te hiciste escritor? –le preguntó a Amundsen.

    –Ni idea.

    Hace unos años, cuando Nico acababa de nacer, intenté escribir un libro. Se lo iba pasando a medida que avanzaba y ellos me comentaban alguna cosa, casi nada. Avanzaba muy despacio porque no tenía tiempo para escribir. Estaba muy ocupado con Nico, con los pañales y el biberón, con todas las redefiniciones. Creo que intenté escribir un libro en aquel momento imposible precisamente por todas las redefiniciones. Una vez, frustrado, les dije que no sabía si tirar el libro por la ventana o tirarme yo.

    –Tira el libro –dijo Garzía.

    –Tírate tú –dijo Amundsen.

    El público no fue un éxito. Pero mi público muchas veces no es un éxito, así que quizá no dependa tanto del público. A Nico, en cambio, le salen los chistes con mucha facilidad.

    –La cuestión es que tenemos que llegar a tiempo –le dije un día mientras discutíamos, tratando de no perder el autobús.

    –No, la cuestión no es ésa –dijo Nico con una zapatilla puesta y la otra en la mano–. La cuestión es ser o no ser.

    –Buena broma.

    –¿Por qué es buena? A mí me parece que no he hecho nada.

    Entonces pensé que a lo mejor para hacer un buen chiste uno tiene que sentir que no ha hecho nada, como cuando sueña. O como cuando yo decepcionaba a mi madre: una cosa involuntaria, algo de lo que no me daba cuenta hasta que ella lo mencionaba.

    –A ver, en serio, ¿por qué dices que quieres decepcionar al público? –le pregunté a Amundsen–. ¿Sólo por el placer de decepcionar?

    –No es un placer, es

    –No es sólo un placer –dijo Garzía.

    –No es sólo un placer –repitió Amundsen–. Es un impulso, como una ola.

    En alguna universidad de California estaban dando un curso sobre la metáfora.

    –Hay palabras que fueron metáforas en un momento inicial, pero que ya están tan instaladas en el lenguaje que no las percibimos como metáforas –explicó el profesor–. Se llaman metáforas fosilizadas. Por ejemplo, cuando hablamos de las patas de una mesa, nadie piensa en las patas de un animal, aunque ése sea el origen de la expresión. El nombre está demasiado pegado a la cosa. ¿Se os ocurre algún otro ejemplo?

    –La solución de los problemas –dijo una estudiante de la India.

    Tras unos momentos de desconcierto descubrieron que la chica estaba haciendo la carrera de química y que para ella, la palabra «solución» venía de ese contexto. Y como era de la India, donde tienen un concepto distinto del tiempo y de los problemas, pensaba que se hablaba de solución porque los problemas se disuelven y se precipitan, como en una solución química, volviéndose más o menos perceptibles o molestos, pero nunca desaparecen definitivamente.

    –Imagínate qué decepción tuvo que llevarse –me dijo Amundsen cuando terminó de contarme la historia.

    –¿Por? –le pregunté.

    Yo tendría ocho o nueve años y en el colegio nos pidieron que al día siguiente lleváramos dinero para comprar una pecera para la clase. Teníamos que pedirles a nuestros padres cien pesetas cada uno.

    –Le voy a decir a mi madre que me dé mil –le dije a Garzía. Mi madre estaba muy implicada en todas las cosas del colegio y me parecía seguro que me iba a dar más dinero que los demás padres.

    –No, tú tienes que llevar lo mismo que los demás –me dijo ella.

    Al día siguiente fui al colegio muy decepcionado con mi billete de cien. Además, temía que Garzía sacara el tema o se burlara al enterarse de que sólo llevaba cien pesetas, pero Garzía no dijo nada.

    ACAMPADA

    A los doce años, Garzía todavía era un niño muy guapo. Sin embargo, en aquella época, el éxito con las chicas ya lo tenían los simpáticos, los graciosos y los sabios. Es decir, los repetidores. Garzía siempre dice que los repetidores no suelen ser los más tontos ni los más rebeldes, sino los más obedientes, los que mejor han interiorizado el modelo que les ofrece la televisión: las chicas que han leído más revistas femeninas, los chicos que han visto más películas de metralletas. En nuestra clase había un repetidor que se llamaba Marcos. Nos habíamos ido de acampada y una noche Marcos le pidió a una chica, delante de todos, que le diera un beso. Ella le dijo que no y él diagnosticó que se cortaba.

    –Irene se corta.

    Más tarde, cuando nos metimos en la tienda, empezamos a debatir con las linternas sobre lo que había pasado.

    –Es que Irene se corta –dijo Alejandro.

    Alejandro era el tonto de la clase. Era tan tonto que nunca repetiría. Garzía le explicó que eso era lo que decía Marcos, pero que no tenía por qué ser verdad; que a lo mejor a Irene no le gustaba Marcos y por eso no quería darle un beso y que Marcos quizá se justificara de ese modo. A los doce años, Garzía pensaba que entendía los mecanismos psicológicos de nuestros compañeros.

    Unos años después, cuando cumplimos cuarenta, hubo una reunión de exalumnos. Yo no pude ir, porque la organizaron un viernes, pero Garzía fue y habló con Irene de la acampada. Ella se acordaba muy bien de lo que había pasado. Dijo que le encantaba Marcos, pero que se cortaba.

    Ahora «cortarse» es mi verbo favorito. Me gustan las formas reflexivas. Se cortan la leche, la mayonesa, la comunicación. Se ha cortado, dice mi padre, aunque yo lo oigo, y cuelga el teléfono, y me imagino un tajo en el cable largo, infinito.

    –Es mejor el sustantivo –dijo Amundsen en el Pandora–. Un corte.

    –El corte y la corte –dijo Garzía–. Como el mar y la mar.

    –Me da corte –dije yo.

    –Hacer la corte –dijo Amundsen, que detesta la seducción.

    –Le hago la corte pero se corta –dijo Garzía.

    –Se corta porque es corta –dijo Amundsen.

    –¿Te acuerdas de cuando inventaste el cuarto estado de la materia?

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