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Portonazos
Portonazos
Portonazos
Libro electrónico314 páginas4 horas

Portonazos

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Esperando la jubilación que se acerca, el comisario Oscar Morante investiga portonazos. El nuevo director lo soporta apenas, solamente por cumplirle una promesa que le sacó la directora recién renunciada. Que lo aguante hasta que jubile le pidió y él le prometió que sí. Pero le dio carta blanca para hacer lo que quisiera con el policía.

A nadie le interesan los portonazos. Rara vez producen consecuencias que lamentar. Parabrisas rotos, por lo general, un arañazo, un moretón. Las compañías de seguros los metabolizan en las pólizas generales, las de alarmas electrónicas innovan sus ofertas. Morante se limita a leer los informes que le llegan de las comisarías barriales, archivándolos en carpetas de color azul o bien rojo, sin tienen consecuencias luctuosas de consideración. Concentrado en los deprimentes crímenes, su vida entera dedicada a la policía y al Estado se despliega ante sus ojos como una pérdida de tiempo vital y un contrasentido.

Hasta que el mundo criminal que queda más allá de los portonazos invade los archivos inútiles del comisario. Morante se ve puesto en el centro de una multiplicidad de crímenes que cruzan todas las áreas y funciones de la policía, y que se articulan a su alrededor como un solo caso. ¿Es un hecho objetivo, o se trata solamente de sus afanes por darse importancia? Dudoso, vacila entre obedecer las órdenes de mantenerse enfocado solamente en los portonazos, o cumplir con el que siente su deber de policía y servidor público, alarmando a la institución entera con crímenes que ha tratado como casos dispersos. Hacerlo podría llevarlo a arriesgar la integridad de sus fondos de pensión. Y lo peor es que podría estar equivocado. Quizá solo se trata del impulso irresistible de culminar su carrera aclarando un crimen importante.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2019
ISBN9789569946462
Portonazos

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    Portonazos - Mario Valdivia

    Portonazos

    Mario Valdivia V.

    PORTONAZOS

    Mario Valdivia V.

    © Mario Valdivia V.

    Primera edición, septiembre de 2019

    ISBN edición digital: 978-956-9946-46-2

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    [email protected]

    Pehoé Ediciones es un sello editorial del grupo ebooks Patagonia

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    Índice

    Portonazos

    Mapas

    La mujer que tenía grandes proyectos

    Muerte en Chiloé

    Ayuda para el inspector Cáceres

    La mujer del hombre que no era

    Dos entrevistas

    Ayuda para el comisario Morante

    Muerte camino a Farellones

    Recogiendo información

    El gerente pastor

    XXXX Un día en la biblioteca

    Intereses inmobiliarios

    Portonazo a un portonazo

    La mujer de Absalón Alonso

    El memorando

    Fotografías

    El joven Yuri Salazar

    Giro

    El yerno

    Jonatan Cárdenas

    Mayordomo, administrador y mozo

    Nuevos horizontes

    Y eso sería todo

    A modo de epílogo

    Portonazos

    Los hechos ocurrieron alrededor de las doce diez de la madrugada. El comisario Oscar Morante imagina la situación. El aire está tibio, la calle, oscura, no hay automóviles circulando, el follaje de los árboles ahoga las luces del alumbrado público. Apostaría que se trata de plátanos orientales o tuliperos. El informe policial, como es obvio, no abunda en esa clase de detalles.

    El conductor detiene el Audi A6 plateado en la entrada de autos de su casa. Debe esperar que el portón automático se abra. El potente farol instalado para iluminar el lugar no se enciende; la luz automática falla una vez más. El comisario cree poder oír la grosería que farfulla el hombre sumido en el confort de su automóvil confiable y caro.

    Salido de la nada, un individuo procede a golpear con un combo la ventana del lado del chofer, mete el brazo para destrabar el seguro por dentro, abre la puerta y tironea el cinturón de seguridad. El sorpresivo remezón violento del auto, el trueno que revienta a su lado y la nube de astillas de vidrio que lo salpica debieron producirle al conductor un shock instantáneo, imagina Morante. Casi no se da cuenta del manchón cargado de un olor extraño que emerge desde la oscuridad, destraba su cinturón, lo arrastra hacia afuera y lo lanza a la vereda. Trata de protegerse la cabeza y siente un dolor agudo en la rodilla de la pierna izquierda. En el suelo, recibe golpes violentos en las costillas y la cara. Pierde el conocimiento. Lo recupera al día siguiente en la clínica, cuando la policía consigue su declaración.

    Los asaltantes patean al conductor repetidas veces antes de huir en el automóvil. Sin embargo, se ven forzados a abandonarlo segundos más tarde. El moderno sistema electrónico de control automático que queda en el bolsillo del propietario interrumpe la corriente eléctrica. Destruyen la radio al tratar de sacarla, roban un maletín del asiento trasero y desaparecen.

    El comisario cierra la carpeta con el informe del último portonazo y apaga la lámpara del escritorio. Aunque la luz natural que entra a la oficina que le asignaron no es suficiente, no quiere transparentar sus actividades más allá de lo que es imprescindible.

    La potencia de los anteojos tampoco basta. Se los saca para observarlos como si fueran bichos molestos. Nota hace días que no le quedan bien. Tendrá que comprar otros de mayor gradación.

    Le suele el hígado tomar conciencia de la jaula de paneles de madera a media altura y vidrios traslúcidos donde lo arrumbaron en un rincón de la sección de Logística Operacional. Puede imaginar a su alrededor la gran sala sin divisiones en la que unas cincuenta formas borrosas se inclinan sobre las computadoras. Un constante murmullo de teclas, teléfonos y conversaciones entrecortadas entra por el cielo abierto del cubículo.

    Debe concentrarse de nuevo, se ordena a sí mismo. Hacerse una idea vívida del asalto es la única manera de poder mantenerse enfocado en el relato del informe, latoso como un reloj de péndulo. Morante enciende la luz de nuevo y desplaza los anteojos hacia la punta de la nariz. El hombre, un profesional de las finanzas de 49 años, se llama Alejandro Francisco Bazán Rodríguez. El comisario se pregunta si el nombre usado familiarmente era Alejandro o bien Francisco. Los informes policiales, tan fastidiosos en ciertas materias, pierden de vista esas pequeñas verdades que a veces son muy decidoras.

    Alguien golpea el tabique de madera del cubículo.

    - ¡Teléfono, comisario! – Grita una voz.

    Morante siente que recibe un gancho al estómago. La funcionaria no se da el trabajo de entrar por la puerta para avisarle en persona. Qué pensarán de él si todavía nadie se preocupa de instalarle un miserable teléfono. Comisario se ha convertido en un título humillante.

    Sale en dirección al lugar del golpeteo.

    – Gracias - rezonga.

    Debe reprimir la compulsión de disculparse con la mujer por usarle el teléfono. Menos mal que existe el celular y las llamadas por la línea interna son poco habituales. Sin embargo, esa posibilidad lo mantiene permanentemente ansioso.

    Hace poco uno de sus hijos lo confrontó con la pregunta de por qué estaba dispuesto a aguantar tanta huevá, tal cual. Él le respondió que quería terminar su carrera como Dios manda, pero no está seguro. Es una razón, por supuesto: entró a la policía dando por hecho que se trataba de una carrera de por vida, no va a abandonar el compromiso a medio camino. Sin embargo, quizá también le pesa el horror al aburrimiento… o la soledad… o el temor a sentirse fracasado. Morante no sabe cuánto más está dispuesto a aguantar con tal de seguir con su trabajo en la institución… Tal vez es solo el miedo de un viejo que teme a lo que sea que lo saque de lo familiar

    La llamada telefónica no tiene mayor importancia. Agradece de nuevo y aprovecha a dirigirse al baño que está al fondo de la sala. Camina por la sinuosa huella de siempre entre los escritorios e intenta abrir la puerta. Está cerrada. El baño está ocupado. La vejiga se da por enterada con un apretón peligroso. Camina con indiferencia de regreso a su cubículo. Presiente que se insinúan sonrisas burlonas. ¿Le tienen contadas las idas diarias? ¡Maldita sea!, tendrá que subir a los baños del tercer piso, donde deberá lidiar con las bromas irónicas de los jefes. Nunca falta alguno en los servicios. La vejiga no le deja opción. Trata de adivinar a través de los vidrios del cubículo si el baño se desocupa, pero es inútil. Los cristales son apenas translúcidos. Decide esperar un rato antes de salir hacia los ascensores.

    Al lado de tres de color rojo, Morante deja la carpeta sobre uno de los dos montones que suman un centenar de color azul. Los informes de los portonazos sin consecuencias colaterales de muertos o heridos de gravedad apenas merecen una constatación de fecha, hora, dirección, nombres de los afectados y números de identificación. Los otros, en carpetas rojas, obligan cuando menos a una somera interrogación de testigos y víctimas, con la correspondiente elevación del informe debido a la superioridad. El que acaba de revisar es azul, finalmente. Después de un par de días, la víctima ha sido declarada fuera de riesgo vital.

    Siente que el corazón le late demasiado lento. Investigar portonazos es una gran mierda. Resolverlos, imposible. Salvo que haya cámaras y los asaltantes tengan prontuario, o que dejen huellas digitales llamativas en los automóviles. En ocasiones, cuando se trata de bandas dedicadas a esa clase de crímenes, se corre la voz en las poblaciones y no falta el informante que las delata. Un pequeño favor confidencial a los tiras puede significar mucho, nunca se sabe. Pero, por lo general, ¡nada! Y lo peor es el desinterés de la dirección y la fiscalía. A nadie le interesa gastar recursos investigando vulgares robos de automóviles que rara vez producen daños significativos a las personas. Todos saben que representan un gran negocio para las compañías de seguro; ¿para qué tanto atado? Se entiende que los alcaldes se agiten, con sus brillosos planes de seguridad ciudadana comunal, pero la policía de verdad, ¿para qué? Morante ha pensado si no debería interesar a algunos alcaldes con su trabajo. Sus jefes no están ni ahí.

    El comisario aspira con profundidad. Se estaba quedando sin oxígeno. Endereza el cuerpo desparramado en la silla. Por culpa de alarmas electrónicas y candados, robar automóviles terminó por convertirse en un crimen de asalto. Es mucho más conveniente apropiarse de un auto en funcionamiento, en especial si es de cierta calidad. El lugar ideal para hacerlo es en los accesos a las viviendas. Masificado, el portonazo produce ansiedad pública en barrios acomodados, aunque no tenga consecuencias importantes. Morante estira los brazos y endereza el cuello. Centenares de casos violentos pero irrelevantes, sin solución posible, llenan los noticiarios de los canales de televisión noche tras noche… Se pone de pie y trata de apurar la respiración. Lo sofoca el destierro obligado que sufre de los pisos de los oficiales, las paredes del cubículo de jefe de sección de mueve papeles que lo rodean, la falta de policías a su cargo, el escritorio sin teléfono, el baño de mierda y el ajetreo a su alrededor de funcionarios menores que parecen acecharlo. Los dieciocho meses que le quedan por delante se sienten infinitos.

    Le hace falta aire. La vejiga lo apura. Se dirige, por fin, a los ascensores para subir a los baños del tercer piso. Que sus vecinos se vayan a la mierda si se dan cuenta de que está apurado.

    - ¿Qué tal, Morante? ¿Todo bien, como siempre?

    - ¿Cómo siguen esas estadísticas?

    Orina con la mayor indiferencia posible. A su lado se refocilan dos comisarios cuyos nombres no recuerda. Fantasea que los salpica. Por haber sido tan individualista le pasa, piensa, nunca una relación de verdad con ninguno de ellos. ¿Por qué mierda? Nadie está a su favor. Ahora que está débil, duele. ¿Por qué siempre se sintió tan lejano a ellos? Su humor le resulta ajeno, su ignorancia, su tosquedad, más palpables y bochornosas que nunca, sus afanes, incomprensibles. Siempre fue así, debe reconocerlo. Salvo Becker, el forense que vive jubilado en algún lugar del Valle de Elqui, y el viejo gran jefe, con demencia senil… Y quizá Crovetto, que está suspendido y acusado de cohecho. ¡Debe ir a verlo!... Y Cáceres, por supuesto. Tosco y simple como él cuando tenía su edad, pero con el corazón siempre bien puesto. Con una decencia innata metida en los huesos. De su padre le viene, el marinero chilote que Morante considera su amigo.

    Sofocados por risotadas, los dos oficiales se dan tiempo para lavarse las manos con toda calma, hasta que se van del baño.

    - Que le siga yendo bien… –, no puede evitar decirle uno de ellos desde la puerta.

    El desierto blanco del urinario erguido frente a él, que le permite disimular que no continúa orinando, de repente lo llena de desolación. Morante siente que necesita algo en qué afirmarse que no sea la loza del páramo salino que tiene por delante. Va a dar un paso hacia atrás para salir del encierro, cuando se da cuenta de que un oficial joven, cuya cara le resulta vagamente conocida, se dirige a él desde los lavamanos.

    - Comisario, le quiero agradecer que aprendí mucho de usted – dice.

    El corazón de Morante parece desconectarse del resto del cuerpo. Un chorro de lágrimas a presión está a punto de reventar contra la pared enlozada del meadero. Urgido, desvía la mirada.

    - ¿Qué aprendió? ¿En qué caso? - Farfulla con la cara semi oculta, a ver si consigue controlar los sollozos que lo sacuden por dentro.

    - Un poco de decencia…todos aprendimos… en el caso de los curas – barbotea el oficial, aterrado, al mismo tiempo que salta hacia la puerta del baño para hacerse humo.

    Tienen al viejo hecho mierda, piensa, más calmado, en el pasillo. Decide enviarle de inmediato un WhatsApp al inspector Cáceres. Es lo menos que puede hacer.

    Oscar Morante se encierra en uno de los cubículos privados de wáteres hasta que consigue tranquilizarse. Se enjuaga los ojos y se suena en forma obsesiva, mientras respira hondo una y otra vez. Siente como entran y salen policías hasta que recupera la compostura. Menos mal que hay abundante papel confort. Se siente protegido. Decide que es un buen lugar para quedarse. Tiene que esperar que los ojos pierdan la irritación y el color sanguinolento. Se sienta sobre la tapa del escusado.

    - ¡Decencia! Torpeza política, más bien – murmura para sí.

    El comisario no se hace ilusiones. Se pregunta qué pensaría la exdirectora si lo viera en ese estado. Quizá se daría cuenta de lo que le hizo, imagina con auto indulgencia. Calmado, por fin, recuerda cuando la vieja lo visitó antes de irse del servicio. Fue a su departamento, sin hacerse ningún problema. Sin embargo, cuando él le ofreció un whisky, ella le pidió que no exagerara.

    - Oscar, no joda – le dijo al encontrarse con su cara de reproche –. Me la jugué por no echarlo de inmediato por su numerito con lo del Padre, como me lo exigía y sugería medio mundo. Y me costó el puesto. Se lo digo no para quejarme, ¡qué más hacía ahí!, solo para que lo sepa. Escuche, ¿quiere jubilar como la gente? Acepte el cargo que le ofrezco. Deje su oficina, submarinee, váyase para abajo, hágase el huevón, ¡qué tanto, no le sale tan difícil!, dedíquese a esa mierda de los portonazos, poco y nada que hacer, olvídese de su querido Cáceres y de su amada Vallejos. Está solo... Lo va a pasar mal, pero es solo un año y medio. ¿No? Comparados con la cagadita política que me dejó, no son nada.

    - Sé que es verdad, jefa. Le agradezco.

    - Es lo que me gusta de usted, Oscar: cuando quiere, no come caca. Yo tampoco. A pesar de que no hago enemigos porque sí, tarde o temprano tenía que caerme mierda del cielo. Me tocó, finalmente… Bueno, me voy a la OEA.

    - ¿Qué?

    - Un jefe policial mujer es un hit.

    - Me alegro por usted.

    - ¿Oscar? Usted es un policía… un funcionario… de antes. Como mi padre… Murió amargado. Espero que usted no.

    - ¿Qué me quiere decir?

    Como si no lo oyera, ella siguió de corrido:

    - Déjeme darle una lección. Gratuita, ¿sabe? Él y usted pertenecen a tiempos de cuando el Estado valía algo. Cuando hacía algo. Cuando tenía y significaba poder. Hoy todo se ha vuelto contratistas, concesiones, propuestas, demandas contra quienes resulten responsables, procedimientos parafernalias, apantallamiento. Lo que interesa es la transparencia, ¿ha visto algo más falso? No la capacidad de hacer, de cumplir con lo que se espera, de dar seguridad. Lo que importa no es que una funcionaria como yo haga algo, ¡no!, lo que importa es que esté dispuesta a mostrarle al mundo que mantengo mi culo impoluto. Una gran mierda, Oscar… El Estado de antes tenía riendas y rebenque, se esperaba de él que manejara las cosas, que arreglara algo, no que se revolcara en santidades e impotencias. El poder huele fuerte, Morante; ¡por necesidad! Desodorizarlo y ventilarlo es castrarlo.

    El comisario recuerda bien que no supo qué decir. Con su conversación, la directora lo invitaba a comprometerse y él sentía que pisaba arenas movedizas. No porque temiera que ella lo estuviera grabando o algo así, no porque pudiera hacerse pública, sino por tener que confrontarla a ella, o sea a sí mismo, porque ya no valía nada como jefa pero era una máquina de cuestionarlo con preguntas de mierda.

    - En el fondo, usted lo entiende bien, Oscar. Como mi padre. Democrático o no, el Estado no nació para ser santo. Esa fue la Iglesia, como no dejan de olvidarse muchos de mis amigos socialistas. Es un aparato de multiplicar el poder, controlar un territorio, ordenar y hacerse responsable del orden. ¡Nada más! Tiene algo sangriento, es inevitable, con o sin Ministerio de Derechos Humanos. Hay que ubicarse. Si el hombre es el lobo del hombre, el Estado es el lobo del lobo. Por si no lo sabe, es el que mató a Cristo, comisario, no quien lo lloró bajo la cruz. Usted todavía cree que eso es lo que se espera de un funcionario responsable: que imponga orden, que traiga estabilidad. Y si en el fondo tiene razón, en todo lo demás está equivocado sin remedio. Y lo demás es lo que importa hoy día. De lo que se trata es de disimular el poder, evitar responsabilizarse, hacerse la víctima, pasar por buenito y santita. El fondo se vació, Morante. No queda nada más que golpes de vista, emociones cebollentas, espectáculos manipuladores.… Un mundo para exhibicionistas sobrados de indecencia e impostura... Aparentar, no ser, es la cuestión. El ingenuo de mi padre…, y usted, para qué decir…. Él por lo menos tenía ideales, usted no es más que un inadaptado de provincia.

    ¿Debió preguntarle por él? Tal vez, sí. Ella insistía en nombrarlo, quizá quería que lo hiciera. Pero él no se atrevió, debido al ánimo precipitado que la arrastraba a hablar sin detenerse. El comisario había oído rumores del viejo dirigente político muerto en detención, al perecer de muerte natural. Que se hubiera presentado a un tribunal ante los requerimientos de una autoridad política que consideraba ilegítima, había sido una acción difícil de interpretar. Digna y ciudadana, o ingenua, quedaría para siempre cargada de una ambigüedad radical que nadie pudo aclarar.

    No es lo último que se acuerda de la conversación que tuvo con la directora en su departamento, pero es lo último que quiere recordar en ese momento. Que ella lo ayudó a su manera, no tiene duda. Quizá pudo ser su amiga. Tal vez, pero en la OEA, ¿cómo? ..., y con esas amigas gordas, sesentonas y medio izquierdistas que se gasta, o esas flacas sufridoras... Pero lo ayudó, ¡carajo, no lo puede negar! Porque sí, sin ninguna obligación, gratuitamente, … a lo mejor porque le recordaba a su padre. Es la mejor demostración de que las convicciones tan definitivas que se decía que tenía llegaban hasta por ahí no más…, como todo lo preciso e indudable.

    Oscar Morante decide que, por ese día, es más que suficiente. Son poco más de las cinco, pero está estragado. En el gran edificio de la policía no hay, en ninguna parte, el menor interés en lo que haga o deje de hacer. Se va a casa. Seguir pretextando que trabaja, moviendo papeles y abriendo y cerrando carpetas en su cubículo, le da vergüenza. Sube por las escalas al primer piso, donde se desliza hacia la puerta de entrada. Camina sin apuro. Devuelve con una contenida inclinación de cabeza el saludo de los oficiales de guardia y se marcha por el paseo 21 de Mayo en dirección a La Alameda.

    Santiago sufre la peor ola de calor de la historia. En las dos primeras semanas de enero los termómetros promediaron 35 grados centígrados de temperatura máxima diaria. En más de tres ocasiones superaron los 38. Es el resultado del calentamiento global, sostienen algunos expertos en la tele; otros culpan al fenómeno de El Niño; otros dan a entender que todo es normal. El comisario se irrita por el sofoco. De ciertas cosas prefiere no saber ni entender más nada. La preocupación por el futuro de la humanidad que adquirió en los años adolescentes, cuando era obligación alinearse con la dirección que seguía la historia, se le ha atenuado con la edad y la impotencia… Para mejor.

    Ese día, el calor no es una excepción. El ánimo en la calle es aplastante. Los vendedores callejeros, habitualmente gritones, están mudos. Sentados en la vereda bajo los árboles y las sombras de los edificios, son unos bultos inertes que miran al infinito sin hacer ningún esfuerzo por vender. Los perros callejeros acezan con la lengua afuera en los rincones más frescos, donde la humedad de repetidos meados humanos subsiste apenas. Vendedores de agua envasada exhiben en silencio sus botellas ante los transeúntes que se desplazan con pesadez. Decenas de niños se bañan en calzoncillos en la pila de la Plaza de Armas. Hasta los haitianos parecen sofocados.

    El metro es una piscina de sudor maloliente. Morante aguanta la sensación de encierro como puede, mientras el tren avanza con lentitud hacia su barrio. Con ansiedad, lleva la cuenta de las estaciones que dejan atrás. Cuando por fin emerge en la superficie de la calle, el calor es peor, pero hay más aire para respirar.

    Decide dedicarse a la cocina y preparar un boeuf bourguignon, más que nada porque es un plato que requiere método, calma y paciencia. No muy adecuado para el calor, pero lo que sobra aún más que el calor es tiempo. Se desvía apenas un par de cuadras para comprar carne y después, en la verdulería que queda en el camino directo a su departamento, adquiere cebollas, zanahorias, dientes de ajo y hojas de laurel. Está seguro de que tiene una botella de Cabernet Sauvignon en su casa, más de una, en realidad. Camina con lentitud. Parece un jubilado más de los que abundan en el barrio. Las bolsas plásticas que cuelgan de ambos brazos se ven muy pesadas.

    Son más de las ocho y media cuando termina de meter en una olla la carne trozada en cubos regulares sin grasa, junto al vino, la cebolla picada pluma, una zanahoria en redondeles, un diente de ajo aplastado y una hoja de laurel, más sal y pimienta. Al día siguiente, antes de irse a la oficina, la meterá en el refrigerador. El cocimiento lo hará, con lentitud, en la tarde al regresar del trabajo. Necesita tres horas, por lo menos. Se advierte a sí mismo que no debe olvidar adquirir tocino de buena calidad y champiñones… un poquito de salsa de tomates no vendría mal.

    Todavía hace calor. Abre las ventanas que dan al oriente y al sur. Se insinúa una brisa temperada. Es de esperar que la noche sea fresca. Comprueba que el diamelo joven plantado en un macetero en el pequeño balcón se ve saludable. La camelia, en cambio, no tanto. Las hojas cuelgan exánimes por el calor; si pudieran traspirar lo harían. Necesitan frío nocturno, que se acabó en Santiago hace meses. Morante chequea en el refrigerador que hay dos bandejas con cubos de hielo, antes de desparramar una entera en el macetero alrededor del tallo del arbolito. Cuando termina, llena un vaso con whisky de doce años y hielo. Es el único placer que se permite, se dice a sí mismo, como lo hace cada vez que lo toma. Acompañado del tintineo de los hielos se echa en el sillón de la sala a ver Netflix, el cine maravilloso que uno de sus hijos le instaló en la tele... Lo malo es que redujo sus lecturas a la mitad y se ha desconectado de los canales de noticias.

    Trata de no hacerlo, pero no puede evitar oírse decir que la tranquilidad que le da pensar que el whisky añejo es el único placer que se permite esconde una gran mentira. Por algo le gusta tanto repetirla. No tiene derecho a descontar de sus lujos tanta lecturita inconducente, tanta serie de televisión entretenida. Quizá el tiempo que permite una vida sin mucha ambición… la despreocupación de la mediocridad…

    Morante se da a sí mismo la orden de parar. Si continúa se va a deprimir. Se para y va a la cocina a llenarse otro whisky. Se obliga a pensar en el señor Bazán Rodríguez, la víctima del portonazo reciente. Sabe muy poco de él. El informe solo constata su profesión de ingeniero especialista en finanzas. Debe averiguar más. Entra el nombre en Google para informarse de que se trata de un respetado especialista, con un magister en una gran universidad norteamericana, que trabaja como alto ejecutivo en la gerencia de finanzas de un banco de la plaza. Bazán Rodríguez figura como casado con la señora Antonieta Peña, una conocida psicóloga clínica poseedora

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