Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Desde $11.99 al mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Tiempos interesantes: La Iglesia Católica chilena entre el Sínodo y la toma de la Catedral, 1967-1968
Tiempos interesantes: La Iglesia Católica chilena entre el Sínodo y la toma de la Catedral, 1967-1968
Tiempos interesantes: La Iglesia Católica chilena entre el Sínodo y la toma de la Catedral, 1967-1968
Libro electrónico369 páginas5 horas

Tiempos interesantes: La Iglesia Católica chilena entre el Sínodo y la toma de la Catedral, 1967-1968

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

Entre los años 1967 y 1968 la Iglesia Católica de Chile vivió uno de los periodos más intensos de su historia: para la aplicación de las transformaciones inspiradas por el Concilio Vaticano II se organizó en Santiago el Sínodo, reunión que contó con la participación de centenares de laicos, laicas, religiosas y sacerdotes, y que significó una profunda revisión de las formas de relación entre la Iglesia y el mundo, y más allá de ello, de sus prácticas, sus debilidades, sus horizontes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2019
ISBN9789563571851
Tiempos interesantes: La Iglesia Católica chilena entre el Sínodo y la toma de la Catedral, 1967-1968

Relacionado con Tiempos interesantes

Libros electrónicos relacionados

Cristianismo para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Tiempos interesantes

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Tiempos interesantes - Marcos Fernández Labbé

    Tiempos interesantes

    La Iglesia Católica chilena entre el Sínodo

    y la toma de la Catedral, 1967-1968

    ©Marcos Fernández Labbé

    Ediciones Universidad Alberto Hurtado

    Alameda 1869 · Santiago de Chile

    [email protected] · 56-228897726

    www.uahurtado.cl

    ISBN libro impreso: 978-956-357-184-4

    ISBN libro digital: 978-956-357-185-1

    Registro de propiedad intelectual Nº 303266

    Este es el vigésimo primer tomo de la colección Teología de los tiempos

    Este texto fue sometido al sistema de referato ciego externo

    Colección Teología de los tiempos

    Coordinador Colección Teología de los tiempos: Carlos Schickendantz

    Dirección editorial: Alejandra Stevenson Valdés

    Editora ejecutiva: Beatriz García-Huidobro

    Diseño interior y portada: Alejandra Norambuena

    Diagramación digital: ebooks Patagonia

    www.ebookspatagonia.com

    [email protected]

    Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

    ÍNDICE GENERAL

    Prólogo

    Introducción

    CAPÍTULO I · Todo para los laicos, pero sin los laicos: el problema de la acción política laical en el catolicismo chileno de la segunda mitad de la década de 1960

    CAPÍTULO II · Politización desde arriba. Chile, voluntad de ser

    CAPÍTULO III · El clero

    CAPÍTULO IV · Lo nuevo es lo que ha cambiado o sufrido acomodación; por lo tanto es lo más superficial, lo menos importante. Debates en torno a la transformación del catolicismo previos

    CAPÍTULO V · La preparación del Sínodo y sus antecedentes

    CAPÍTULO VI · La realización del Sínodo y su contenido

    CAPÍTULO VII · Reacciones a la primera parte del Sínodo

    CAPÍTULO VIII · La toma de la Catedral

    CAPÍTULO IX · El fin de Sínodo

    Agradecimientos

    Bibliografía

    Siglas

    PRÓLOGO

    Marcos Fernández nos invita a recordar unos tiempos interesantes de la Iglesia chilena y más precisamente de la Iglesia de Santiago: los años 1967-1968 que incluyen las dos sesiones del Sínodo de Santiago y la toma de la Catedral que aconteció entre ellas. Lo anterior exige volver la mirada y examinar unos años y una década de profundos cambios en Chile, en la Iglesia universal y en la Iglesia chilena.

    Chile inicia la década con un gobierno de derecha, seguido por el gobierno reformista de la Democracia Cristiana que postulaba la revolución en libertad y la termina a ocho meses del triunfo de la coalición de izquierda encabada por Salvador Allende. Se transita, con colaboración de la Iglesia Católica, desde una tímida reforma agraria impulsada por Jorge Alessandri, pasando por la reforma de Frei que da carta de ciudadanía al campesinado, hasta terminar con una presión significativa por tomas de tierras más allá de la ley y serios conflictos con sectores de derecha. Es el tiempo de la reforma universitaria iniciada en la Universidad Católica de Valparaíso que se extiende a la Católica de Santiago y posteriormente a la Universidad de Chile, que trae una significativa democratización del gobierno de las universidades. Se asiste al mayor éxito del joven Partido Demócrata Cristiano con el triunfo de Eduardo Frei Montalva y su programa, sus primeros años de avances significativos y su crisis a partir de 1968.

    La Iglesia Católica universal vive la experiencia del Concilio Vaticano II (1962-1965) y su intento de abrirse y de instaurar un diálogo con el mundo moderno, de interpretar con espíritu de simpatía los signos de los tiempos en los procesos históricos, pero experimenta simultáneamente la crisis de muchos sacerdotes que abandonan el ministerio y, hacia el final de la década, el surgimiento del disenso frente a la enseñanza del papa Pablo VI a propósito de la encíclica Humanae Vitae sobre el control de la natalidad. La Iglesia latinoamericana vive la experiencia de la Segunda Conferencia General del Episcopado en Medellín (1968) que intenta traducir el Concilio a nuestra realidad, la aparición de los primeros esbozos de la teología de la liberación, la deserción de un creciente número de sacerdotes y el inicio de la emigración de laicos formados en la Acción Católica y de clérigos desde posturas de centro hacia posturas más radicales y más afines al socialismo como un modo de superar la injusticia.

    En la Iglesia chilena obispos como Manuel Larraín, Raúl Silva Henríquez, José Manuel Santos y Bernardino Piñera, entre otros, tienen una significativa participación en el Concilio, impulsan reformas sociales, apoyan claramente al movimiento reformista encabezado por la Democracia Cristiana y se comprometen con la puesta en práctica del Vaticano II. Pero al mismo tiempo ocurre la crisis de los sacerdotes, disminuyen notoriamente las vocaciones sacerdotales y religiosas, laicos comprometidos se vuelcan a la acción política y dejan su militancia eclesial y surge, desde la derecha y la izquierda, la crítica hacia la jerarquía eclesiástica que aparecía como alineada con el gobierno demócrata cristiano.

    El estudio del Sínodo de la Iglesia de Santiago convocado por el cardenal Raúl Silva Henríquez y de la toma de la Catedral de Santiago protagonizada por un grupo de laicos/as de base, religiosos y sacerdotes cercanos al mundo obrero o poblacional, nos revela una Iglesia que, guiada por don Raúl, quería reformarse y enfrentaba variados problemas y tensiones. Tanto en el Sínodo como en la toma de la Catedral, laicos y laicas fueron muy críticos de los sacerdotes por juzgarlos inmaduros afectivamente, distantes de la realidad que vivía la gente, descuidados en la predicación; también lo fueron de los obispos por su lejanía de los laicos y el ejercicio muy vertical del poder. Se le reprochaba a la Iglesia no dar un testimonio de pobreza, de relacionarse más bien con los sectores acomodados de la sociedad, de tener grandes y costosas instituciones. Se ponía en duda la conveniencia de que hubiera tanto sacerdote extranjero en la arquidiócesis (en ese tiempo casi la mitad). También se criticaba, especialmente en la toma de la Catedral, la lentitud con que se hacían operativas las orientaciones del Concilio. La Iglesia de Santiago (y de Chile) aparecía lenta y poco comprometida con los cambios, en el contexto de esos años en que hubo un creciente sentido de las injusticias estructurales en América Latina y en Chile, cuando algunos analistas sociales diagnosticaban que el capitalismo estaba agotado como camino de desarrollo y postulaban los cambios radicales de orientación socialista como único camino de salida. Tanto en los jóvenes católicos más avanzados como en los partidos de izquierda en los que se iban agregando había una confianza juvenil en que los cambios al interior de la Iglesia y de la sociedad eran posibles si había decisión y coraje. Todo lo anterior fue discutido ampliamente no solo en la asamblea sinodal sino también en una serie de medios de comunicación relacionados con la Iglesia y con los partidos políticos como lo atestigua el análisis que realiza este libro. La imagen de la Iglesia a fines de los sesenta era la de una institución sometida a fuertes tensiones internas, con muchas discusiones sobre la forma de actuar en la sociedad y que parecía irse quedando atrás debido a los grandes cambios culturales y al acelerado proceso político social que vivía el país.

    Al recordar lo sucedido durante la dictadura militar es inevitable preguntarse cómo fue posible, si esa era la situación de la Iglesia de Santiago (y en alguna manera de la Iglesia chilena), que ella haya sido capaz de asumir progresivamente un rol tan importante en la defensa de los perseguidos y víctimas después del golpe militar de 1973. Varios de los obispos tan criticados, muchos sacerdotes extranjeros cuya presencia en la arquidiócesis era puesta bajo interrogantes, las religiosas (muchas extranjeras) a las que se consideraba invisibilizadas, resultaron ser actores clave para que parte de la Iglesia Católica se fuera erigiendo como un baluarte frente al poder de la dictadura. La misma Iglesia criticada por estar coludida con la Democracia Cristiana, por su lejanía de los trabajadores y los pobres, por su postura básicamente antimarxista, ayudó en años durísimos a salvar la vida de numerosas personas que no participaban en ella y a veces la habían criticado con fuerza, logrando estructurar un organismo de tanta trascendencia como la Vicaría de la Solidaridad y transformarse en uno de los pocos espacios de libertad y de defensa de los derechos humanos. Resulta especialmente llamativo que la jerarquía episcopal, tan criticada en el Sínodo de Santiago o por Iglesia Joven, a través de don Raúl Silva Henríquez y algunos otros obispos, tuvieran un papel fundamental en el contrapeso al régimen dictatorial precisamente por el poder religioso de que estaban investidos.

    De ese modo, podría sostenerse que la respuesta de buena parte de la Iglesia Católica a medida que fue tomando conciencia del masivo atropello a los derechos humanos se orientó más bien en la línea que había sostenido la jerarquía y que numerosas concreciones de esa respuesta fueron llevadas a cabo por comunidades de base en cierta forma análogas a Iglesia Joven, por religiosas y sacerdotes insertos en las poblaciones de Santiago, muchos de ellos extranjeros, y por gente que no participaba en la Iglesia Católica, pero que ofreció sus servicios uniéndose a sus esfuerzos. La dictadura toleró que la Iglesia Católica fuera un reducido espacio de libertad en Chile y eso permitió que se produjera esta confluencia de corrientes que habían estado en posturas distintas con el objetivo de defender la vida y los derechos fundamentales de muchas personas. La Iglesia Católica, criticada por el gobierno militar y por sectores de derecha, creció en estimación pública y hubo una cierta recuperación de las vocaciones religiosas y sacerdotales, a la vez que había una vida bullente en muchas comunidades populares. La crisis del final de los sesenta parecía superada.

    El regreso de la democracia y de sus instituciones fue gradualmente resituando a la Iglesia de Santiago que perdió el privilegio de ser uno de los pocos espacios de libertad para enfrentar a la dictadura. Paulatinamente fue tomando cuerpo el proceso de secularización que en cierta forma estuvo congelado durante los años del gobierno militar. Muchos de los que se acogieron a su alero, sin compartir lo más de fondo de la comunidad católica, partieron agradecidos a ocupar sus nuevos lugares en las organizaciones sociales y políticas que recuperaban su terreno. Pero al interior de la Iglesia, y ya antes de la crisis producida por los abusos contra menores cometidos por sacerdotes y religiosos, volvieron a aflorar las críticas de parte del laicado hacia los obispos y sacerdotes en puntos como la moral sexual y familiar, el ejercicio del poder al interior de la Iglesia, el escaso rol de la mujer en las instancias de decisión, la pobreza de la predicación. El número de vocaciones religiosas y sacerdotales desciende notablemente ya en la década de los noventa y es abrupta a partir del año 2000 y, por otra parte, un número alto de sacerdotes jóvenes abandona el ministerio.

    Es impresionante el contraste de la situación de la Iglesia de Santiago sacudida estos últimos años por los casos de abusos y la forma de enfrentarlos, con la situación que vivió durante los años iniciales de la dictadura cuando estaba encabezada por don Raúl Silva, a pesar de que algunos de los factores que hicieron estallar la actual crisis ya estaban presentes en esos años. Hoy son más bien los laicos y laicas los que levantan la voz, asumen responsabilidades al interior de la Iglesia, exigen mayor participación y transparencia. Los obispos viven una especie de interdicción silenciosa al estar todos renunciados y algunos investigados. Los sacerdotes están a la defensiva frente a una opinión pública altamente sensibilizada ante los potenciales abusos que hubiesen cometido. En un país donde referirse a la Iglesia es muchas veces sinónimo de hablar de obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, no es sorprendente que debido a esto la confianza en la Iglesia Católica haya descendido a niveles nunca antes vistos y sea legítimo pensar que su influencia en la sociedad chilena esté significativamente debilitada.

    Valdría la pena, a la luz de los análisis que hace Marcos Fernández de los actores, las fuerzas y legitimaciones del actuar de la Iglesia de Santiago en esos tiempos interesantes de 1967 y 1968, reflexionar acerca de cómo evolucionaron las tensiones vividas en los últimos años de la década de los sesenta y cómo fueron procesadas al interior de la Iglesia Católica durante la dictadura y en los 28 años de democracia recuperada. Es posible que los años de dictadura hayan ocultado muchos de los problemas pendientes que no fueron enfrentados y que emergieron con fuerza en una sociedad chilena que cambió mucho más rápido que la Iglesia institucional. Si los católicos y católicas pudiéramos hacer esta reflexión y dejar que sus resultados nos enseñen, podríamos entonces colaborar para resituar a nuestra Iglesia en la sociedad chilena, no tanto para recuperar puestos en un ranking, sino para que ella, como Pueblo de Dios, pueda servirla con lo mejor de sí.

    José Arteaga Lona S.J.

    INTRODUCCIÓN

    De acuerdo a la tradición, un proverbio —o maldición— chino se expresaría en la frase que vivas tiempos interesantes, aludiendo con ello a periodos de transformación y cambio, de desasosiego, de fractura del orden establecido e inicio de épocas nuevas, con todo lo de zozobra y creatividad que ello tiende a suponer. Tiempos interesantes capaces de remover las más asentadas prácticas y alterar las más institucionalizadas rutinas. Por ello, quizás es para algunos una maldición y para otros un espacio de renovación necesaria. Creemos que el dicho en cuestión puede aplicarse de forma pertinente para la Iglesia Católica chilena durante los agitados años finales de la década de 1960, marcados por una agudizada politización y visibilidad pública, por la realización de un Sínodo en la ciudad de Santiago que tenía como objetivo la aplicación de las orientaciones del Concilio Vaticano II en la comunidad local y por la toma de la Catedral el 11 de agosto de 1968, que puso de manifiesto tanto las impaciencias contingentes como los temas de controversia que recorrían al catolicismo chileno en ese entonces.

    Lo que se ha querido hacer en este libro es dar cuenta de los distintos planos de diálogo y controversia que esta coyuntura representó para la comunidad de las y los católicos en Chile, en los marcos no solo del aggiornamento global, sino que en lo fundamental a partir de los procesos internos que la Iglesia Católica experimentaba en el país. Como notas de contexto se hacen evidentes tanto el desarrollo de un gobierno demócratacristiano hacia el cual gran parte de la institución católica había manifestado cercanía; como el doble proceso de acercamiento al marxismo y la agudización de posturas contrarias a este, producto de un diagnóstico —en gran medida elaborado al interior de instituciones de pensamiento católicas— de cambio social acelerado, conflictivo y para algunos inevitable. De forma más puntual, al mismo tiempo que significativa para los argumentos que aquí se desenvuelven, los acontecimientos de 1967-1968 se podrían interpretar desde la lógica de la comprensión de la sociedad chilena como una sociedad secularizada, pero no en la acepción de una secularización entendida como la expulsión o interdicción de las opiniones religiosamente fundadas del espacio público, sino que de la aceptación de este tipo de opiniones y acciones —desde los agentes que las promovían— como parte de un derecho de incidencia ya no trascendentemente fundado, sino que incardinado en las tareas que la misma convicción religiosa motivaba. En otras palabras —y siguiendo de cerca al filósofo Charles Taylor— los mismos agentes cristianos, a lo largo y ancho de la institución y en cada uno de sus participantes —laicado, clero, jerarquía— consideraron la oportunidad y eficacia de su accionar contingente como un mandato, ya no revestido de la supremacía o providencialidad de lo sagrado, sino que intensamente histórico, y por ello, contradictorio, temporal, humano.

    Como aquí se busca detallar, este tipo de convicción de alguna forma dominante en las capas más visibles del catolicismo chileno del periodo aquí analizado —tal vez mayoritaria, pero difícil de cuantificar— fue efectuada con matices y agudas polémicas. Como quizás nunca antes, y probablemente nunca después, los espacios de argumentación y contra-argumentación de las distintas posturas fueron variados y en gran medida transparentes. De más está decir que la amplitud de los medios de expresión católicos favorecían este debate, en tanto era en el espacio público donde se tenía como necesario y productivo sostenerlo. Pero más allá de ello, la profundidad de los temas debatidos y el ánimo global que los amparaba se tradujeron en que desde el interior del catolicismo chileno se abriera una instancia de diálogo multiestamental como el Sínodo, que operó como plataforma y caja de resonancia de conflictos, demandas y expectativas de la grey católica y sus pastores, así como de indicador de los alcances y límites que las mismas proposiciones en él formuladas tendrían a la larga, más aún tras el evento axial que representó la toma de la Catedral.

    Por todo ello, el relato que aquí se despliega busca ser no solo una historia institucional de este momento del catolicismo chileno, sino también una historia política e intelectual de sus actores, sus controversias, sus proyectos de futuro. Una memoria de eventos pasados que, tras cincuenta años, pueden ser útiles para una reflexión hoy.

    I

    TODO PARA LOS LAICOS, PERO SIN LOS LAICOS:

    EL PROBLEMA DE LA ACCIÓN POLÍTICA LAICAL

    EN EL CATOLICISMO CHILENO DE LA SEGUNDA MITAD

    DE LA DÉCADA DE 1960

    Tal y como lo venía haciendo, al menos desde la década del 50, la Iglesia Católica chilena buscó profundizar sus vínculos con el mundo social y para ello dio continuidad a procesos de formación laical y sacerdotal que derivaran así tanto en la efectividad de la incidencia católica, como en el fortalecimiento interno que ello requería. Por eso, antes de concluir 1964 y haciendo explícita alusión al espíritu de renovación y perfeccionamiento que el Concilio Ecuménico ha difundido en la Iglesia, se buscaba la coordinación de las distintas organizaciones de inspiración católica, con el fin de activar el intercambio y reconocimiento entre estas, y más allá de ello, el conocimiento de las necesidades actuales que requieren la atención de la Asistencia Social, así como la elevación de la preparación moral, técnica y administrativa de las personas que actúan en las Instituciones, en vistas a calificar su representación ante organismos nacionales y extranjeros. Todo ello se orientaba hacia un aprovechamiento mutuo de recursos humanos y económicos que permitiera, de ese modo, multiplicar la efectividad en los campos en los que tradicionalmente la asistencia católica se había concentrado y que se distinguían por medio de la implementación de comités específicos: policlínicas, protección de ancianos y acción comunitaria¹. En ese camino, poco más tarde se diseñaban las Primeras Jornadas de Estudio sobre la Asistencia Social Privada, en las que se buscaría responder a preguntas como: ¿Dónde estamos, qué hacemos, hacia dónde vamos, cómo lo hacemos?.

    Dentro de las finalidades que el temario tentativo establecía se anotaba el objetivo de procurar que la parroquia llegue a constituirse como la comunidad de los primeros cristianos, donde no falte socorro al necesitado. Para ello, se reconocían al menos dos medios de acción, tematizados como el conocimiento de la realidad social de la parroquia, mediante la investigación y la atención a los casos que se presentasen; la formación doctrinaria y técnica que debía apuntar a verificar que la caridad no cubre ni excusa las obligaciones de la justicia, debiendo por ello los miembros de la acción social católica conocer los recursos que pueden subsanar una situación aflictiva, así como los medios de promoción del individuo o de la familia. Como forma de operacionalizar esta necesidad de acompañamiento y formación técnica, el Departamento de Formación y Difusión Social del Arzobispado implementó a finales de 1964 un curso de doctrina social para laicos, en el que se discutirían temas como realidad chilena, dignidad de la persona humana, el trabajo, el salario, la reforma a la empresa, los cuerpos intermedios, cooperativismos, desarrollo económico y progreso social, etc.². En la misma lógica, por esas mismas fechas se desarrollaba la Segunda Semana Social de Chile, en la que los expositores —de dispareja actuación a juicio del comentarista de la publicación de la Pontificia Universidad Católica de Chile Finis Terrae— habían centrado su mirada en los conceptos de socialización y libertad, en claro gesto a los desafíos que el cambio de gobierno desde la administración de derecha de Jorge Alessandri al reformismo democratacristiano encabezado por Eduardo Frei Montalva, suponía para el pensamiento y la acción política cristianas³.

    Iglesia y política: la mediación de la conciencia

    Ya a inicios de 1965, la evaluación de la acción social católica llevada a cabo por Pastoral Popular —medio publicado por sacerdotes especialmente cercanos al mundo obrero y sus preocupaciones— y la formación de laicos parecía auspiciosa, en tanto se refería la existencia de dinámicas organizaciones dedicadas a las trabajadoras domésticas, los estudiantes universitarios y secundarios, así como distintas ramas de profesionales y presencia en el campo obrero y rural. Todo ello derivaba en el hecho de que, solo en Santiago, se llegó a tener 25 sacerdotes jóvenes totalmente dedicados a la formación de laicos, lo que habría generado un gran escándalo entre el clero parroquial y el clero más antiguo, en tanto este último postulaba la derivación de estos nuevos sacerdotes hacia tareas más tradicionales. Al final se concluía con satisfacción: Se formó una elite de laicos que nos hizo descubrir una nueva perspectiva de pastoral⁴. Sin embargo, la existencia de esta elite de laicos representaba, para algunos, más bien un problema, en términos de que el ánimo de transformación y de intervención en el mundo que la Iglesia Católica experimentaba derivaba en confusionismo, es decir, una suma de distorsiones, comprensiones incompletas o desviaciones del verdadero sentido de la experiencia cristiana. La expresión de ello —en palabras de un universitario que se dirigía a la publicación de la Compañía de Jesús Mensaje con algo de desazón— era la existencia de una gran cantidad de pseudocatólicos a los que muchas veces se consideraba representativos del laicado católico. La identidad de estos pseudocatólicos parecía ser la de los activistas cristianos, dispuestos a trabajar en poblaciones, trabajos de verano, etc., pero que en el fondo presentan una religiosidad bastante pobre. Constituirían una masa inconsciente que sigue al grupo, se entusiasma con algunos lemas o líderes, tienen actitudes infantilistas. En el fondo, lo que el joven Mauricio Pourrat quería destacar era la necesidad de que, antes de asumir la intervención en el mundo, los verdaderos católicos debían tener conciencia de ser minoría dentro de un mundo profundamente paganizante, debiendo por ello establecerse una forma clara de distinción entre lo cristiano y lo mundano. Así, en su juicio crítico el universo católico —la prensa católica en primer lugar, así como el Instituto de Humanismo Cristiano— se rendía ante el progresismo mundano, haciendo hincapié en las cosas secundarias que interesan al mundo y no en las importantes que interesan a la Iglesia, olvidando así que la Iglesia está en el mundo para transformarlo y guiarlo a Dios, pero no es del mundo.

    Así, en pocas líneas Pourrat daba cuenta de una sensibilidad católica de alguna forma renuente al tipo de transformaciones y orientaciones que la jerarquía de la Iglesia Católica global y local buscaba promover, y que como interesa discutir aquí, tenían un inevitable alcance político contingente. En tal sentido, la respuesta de Mensaje estará mucho más cerca de la orientación episcopal, al momento en que consideraba la distinción entre lo cristiano y lo mundano como demasiado tajante, en tanto el mismo Cristo habría venido al mundo con el fin de salvarlo. Del mismo modo hay peligro en todo activismo extremo, pero de ninguna manera nos parece vacío de religiosidad el esfuerzo de esos estudiantes que sacrificando sus vacaciones trabajan —incluso con sus manos— en poblaciones callampas, en campamentos, etc.. En el tópico de la mundanidad de la Iglesia, Mensaje era muy precisa:

    Es cierto que la Iglesia no es de este mundo, en el sentido de San Juan, pero no es menos cierto que pertenece al mundo, a nuestro mundo, al mundo en que Cristo se encarna, al mundo redimido y amado por Cristo. Por lo mismo es natural que lo que interesa al mundo interesa —debe necesariamente interesar— a la Iglesia. No se trata de un irenismo complaciente o de un adaptacionismo fácil y timorato. Al interesarse por el mundo, al afanarse en descubrir o solucionar sus problemas, la Iglesia está cumpliendo su misión de madre y maestra —"mater et magistra"— de los hombres y de los pueblos, su misión de ser levadura y luz que oriente. Por lo mismo, no nos atreveríamos a trazar una línea divisoria entre los intereses del mundo y los de la Iglesia⁵.

    Finalmente, en la disputa entre progresistas e integristas, Mensaje reconocía la existencia de ambas sensibilidades, así como su legitimidad, siempre y cuando no sean extremas sino complementarias y no antagónicas, capaces de oír las posiciones del otro, teniendo la convicción de que siempre podemos ‘aprender algo’ hablando sinceramente con otro⁶.

    Todo lo anterior volvía a amplificar la centralidad de los modos de intervención política y social del catolicismo en Chile y cómo eran evaluados por sus propios agentes. En ese sentido, es nuevamente Mensaje la plataforma desde la cual se proyectaron definiciones y orientaciones, y en el caso específico que pasamos a revisar, a partir de la reflexión suscitada en los marcos del Centro Belarmino, organizado por la Compañía de Jesús en Santiago⁷. Con la premisa evangélica de al César lo que es del César y la naturaleza trascendental del Reino como hito de fondo, así como con la constatación de la ya centenaria superación de la cristiandad por una civilización profana, autonomizada en sus fines últimos, mas no en el fin absoluto trascendente aún vinculado a la función eclesiástica original, la reflexión sobre el papel de la Iglesia Católica en la esfera política permitía, en primer lugar, establecer que el ámbito específico de ejecución del poder de la Iglesia era, efectivamente, temporal, terreno y contingente, pero no en una eficiencia directa o política, sino esencialmente moral, en tanto "la Iglesia se dirige al hombre, a su conciencia. Ella no le da un mandato político, sino que le recuerda una regla moral. Solo a través de lo moral se alcanza lo político. En la práctica, ello significaba que no podemos separar lo temporal de lo espiritual, y que la Iglesia tiene el deber, y por tanto el derecho, de recordar al cristiano en caso de conflicto la primacía de lo espiritual, es decir, del fin supremo. Así, con Pierre Bigo S.J., como referencia, esta relación entre catolicismo y política se definiría como mediación de la conciencia".

    Este procedimiento, históricamente situado, suponía a su vez la comprensión de la civilización profana como posible ya no de ser ministeriable —en términos de su administración a partir de mandatos de origen eclesial, ejecutados por instancias temporales pero religiosamente dependientes—, sino que afrontable desde la neutralidad de la Iglesia Católica, que no debía confundirse con pasividad, en tanto era deber y derecho de ella actuar sobre la Civilización para impedir que esta desvíe al hombre de Dios. Para ello, no bastaba formar cristianos íntegros que de hecho van a actuar en lo temporal, sino que más allá de ello, el objetivo era que, entendiendo a la civilización como una estructura orgánica superior a la suma de sus individuos componentes, lograr que aquella se mantenga estructuralmente abierta a la realización plena del hombre y, por lo mismo, a su vocación religiosa. De esa forma, las estructuras constitutivas de la vida social debían ser últimas en su orden pero abiertas al orden de lo divino y trascendente, entendiendo por orden una facultad de determinación. Es decir, velar porque lo temporal no sustituya a lo eternal cerrando el camino que conduce a Dios, en tanto sería esta orientación hacia lo divino la clave ontológica de lo humano⁸.

    Laicado en el mundo: inspiración y animación cristianas

    La aplicación práctica de este tipo de definiciones era enfrentada por los mismos autores del Centro Belarmino en la segunda parte del artículo, que se centraba en el apostolado laical, distinguido en sus ámbitos especializados de acción, en cuanto a que su desagregación sociológica —trabajo en el mundo obrero, rural, universitario, etc.— les reportaría una autonomía operativa de base, en términos de reconocerse que las metas seculares de cada uno de esos ámbitos debían orientar la intervención laical realizada en ellos. Esto significaría que en este tipo de organizaciones lo católico tiene carácter adjetivo y significa que el organismo está ‘inspirado’ en una concepción cristiana del hombre y del mundo, tal y como otros organismos podían estar igualmente inspirados por una concepción marxista de los mismos, ejemplificaban los redactores. La clave de diferenciación estaba en el ánimo doctrinario que alimentaba a cada acción, entendiendo este como una antropología y una axiología que impedían, en primer lugar, cualquier posibilidad de neutralidad de los cristianos frente a los asuntos temporales. Así, una organización de intervención secular "tiene inspiración cristiana cuando este movimiento define sus metas propias y los caminos que a ellas conducen

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1