La Constitución chilena: Una revisión crítica a su práctica política
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Esta revisión se formula desde el texto fundamental vigente, pero haciendo especial referencia a la práctica política que se observa en la realidad. Desde esa perspectiva, la obra supone un aporte interesante a la vez que novedoso, por cuanto socializa un análisis técnico, realizado por especialistas, en un lenguaje llano y accesible.
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Jaime basa, Basadisimo con sus opiniones y literatura. Nada mas que decir
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La Constitución chilena - Jaime Bassa Mercado
Chile
Presentación
Walter Bagehot publicó, en 1867, su famoso ensayo «La Constitución Inglesa», obra clásica y fundamental del constitucionalismo británico, por la que trató de desmitificar algunos de los principios e ideas capitales presentes en la doctrina anglosajona de ese tiempo, en particular aquella que sostenía la existencia de un equilibrio perfecto en el sistema político inglés entre la monarquía, la nobleza y los comunes. Esta tesis tradicional del constitucionalismo clásico inglés, que había sido desarrollada por notables tratadistas del siglo XVII y XVIII como Locke, Hume y Blackstone, sostenía la existencia en Inglaterra de un régimen político de «monarquía mixta», que permitía un equilibrio constitucional entre los poderes encomendados al Rey, la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes. Ello impedía, según sus defensores, la prevalencia de un cuerpo sobre otro, logrando un juego de pesos y contrapesos que evitaba la tiranía y el atropello de los derechos de los ciudadanos.
Sin embargo, para Bagehot esta tesis clásica ya no era real a medidos del XIX y descansaba más sobre dogmas y creencias que prácticas constitucionales efectivas, sobre todo después de la dimisión de Lord North en 1782 al cargo de Primer Ministro y las decisivas reformas electorales de 1832 y 1867. Dichos acontecimientos dejaban en evidencia, según Bagehot, el cambio en la «Constitución Inglesa», aún sin cambio normativo expreso, haciendo evidente la primacía de la Cámara de los Comunes en el sistema político, lo que daba lugar a un nuevo régimen político denominado posteriormente como «parlamentario».
Cierto es que Bagehot no fue el primero en plantear este cambio fundamental que había operado en la «Constitución Inglesa» en el siglo XIX, precediéndole en ello otros autores tan notables como John Russell, John James Park, Earl Grey y John Stuart Mill. No obstante, fue Bagehot, periodista de oficio, el que expuso con mayor claridad y elocuencia al pueblo inglés este cambio sustantivo en el sistema político, superando la «teoría puramente fantasmagórica» de la Constitución clásica, e imponiendo una lectura «real» de esta.
Inspirados precisamente en la lectura de este sugerente texto constitucional hoy clásico, nos reunimos hace poco más de un año a discutir un proyecto académico similar: dar una lectura crítica a la Constitución de 1980, pero no ya desde la norma y la dogmática tradicional, sino de la experiencia viva de la aplicación del texto. Se trataba entonces de hacer un análisis desde la práctica constitucional, confrontando los preceptos constitucionales con su impacto en la realidad. En este sentido, y haciéndonos eco de las palabras de Lucas Verdú, nos imponíamos como tarea «no estudiar la gramática y sintaxis de los textos constitucionales, sino verificar la efectividad de tales prescripciones, para lo cual serán imprescindibles, desde luego, los razonamientos, explicaciones y reflexiones propios del tecnicismo jurídico, pero esta metodología y reflexión deberán moverse en el ámbito histórico-social correspondiente».
Este enfoque –que si bien no es novedoso en el derecho comparado, sí lo es parcialmente en nuestro entorno– configura un intento por abordar el estudio de las normas constitucionales desde una perspectiva más dinámica, a partir de las prácticas verificadas por sus usuarios y no de los textos canónicos clásicos. Ello implica también un esfuerzo por alejarse de las fuentes clásicas del Derecho Constitucional chileno, especialmente de las Actas de la Comisión de Estudios de la Nueva Constitución, recurso tan manido y controvertido que ha sido utilizado frecuentemente por nuestra doctrina como material para descubrir la «historia fidedigna» del establecimiento de la Constitución, sin que exista previamente un análisis serio y sistemático de su legitimidad formal y material.
En este contexto, y para llevar adelante esta tarea, convocamos a distinguidos profesores de diversas universidades del país, todos los cuales compartían una visión crítica de la Constitución de 1980, además de un profundo conocimiento de un área o sector del derecho chileno en el que han tenido vigencia y aplicación las normas constitucionales. Así invitamos a participar a profesores de Derecho Administrativo, Procesal y Laboral, además de los de Derecho Constitucional y Teoría Política, lo que permitiría una visión más plural y abierta de las normas constitucionales, así como un acercamiento más profundo de los temas más relevantes de esas disciplinas desde un plano constitucional. De este modo temas tan sensibles como la libertad de trabajo y la negociación colectiva, el derecho a la educación o la Contraloría General de la República, no serían analizados solo desde la perspectiva del Derecho Constitucional, sino desde el campo disciplinar donde esas normas tienen impacto, acercando el Texto Fundamental a la materia sustantiva de aplicación.
Ahora bien, como la Constitución es una estructura jurídica de convivencia que es norma, pero también pacto político (al menos en teoría), nos propusimos no agotar el análisis en una mera reflexión jurídica de su contenido, sino además incorporar en el estudio elementos políticos y sociales que juegan en la interpretación y aplicación de las normas. Se trataba, en consecuencia, de incorporar en el análisis los fundamentos teóricos que explican la interpretación y la aplicación práctica de la Constitución, los que a menudo suelen ser encubiertos por los autores bajo construcciones teóricas aparentemente neutras, pero que configuran tomas de posiciones políticas y morales sobre los diversos temas en discusión pública.
Ahora bien, desde una perspectiva metodológica, el trabajo se abordó como una reflexión más abierta que la tradicionalmente desarrollada por los profesores de Derecho Constitucional, destinada no solo a los especialistas, sino también a todas las personas que tuvieran interés en conocer cómo se interpretan y aplican las normas constitucionales en nuestro país. Así, nos propusimos hacer un texto cuyos destinatarios fueran los ciudadanos, quienes, en lenguaje de Häberle, viven –y nosotros agregamos, sufren– la Constitución todos los días, sacándolo de las estanterías y vidrieras que algunos parecieran tornar inaccesibles para todas las personas. Esto explica el lenguaje más convencional y menos técnico utilizado en el texto, la limitación –en la medida de lo posible– de las citas bibliográficas y la referencia a algunos casos o problemas que han tenido impacto en nuestra comunidad.
El resultado el lector lo tiene entre sus manos, quien juzgará si los objetivos trazados se cumplieron. Es evidente que esto es un esfuerzo parcial e inicial, cuyas limitaciones temáticas y disciplinares saltan a la vista. Sin embargo, creemos que este primer esfuerzo ha valido la pena, pudiendo ser además una motivación para otros autores a desarrollar un trabajo de más largo aliento para acercar el Derecho a la realidad social de la cual emana.
Por último, quisiéramos agradecer sinceramente a los coautores y las coautoras de este libro, por la excelencia académica de su trabajo y la buena acogida a nuestra invitación. Sin el aporte de esta comunidad de pares, lo que hoy ve la luz hubiera sido imposible. Sabemos que ha sido un esfuerzo importante dedicar tiempo y energía a este trabajo, pero nos permite instalar la reflexión desde una perspectiva crítica, con el anhelo de aportar en el debate constitucional que Chile reclama.
Jaime Bassa Mercado
Juan Carlos Ferrada Bórquez
Christian Viera Álvarez
Editores
La pretensión de objetividad en la interpretación constitucional
Jaime Bassa Mercado
La Constitución chilena vigente es, actualmente, una paradoja irresoluble desde la perspectiva de la evolución del constitucionalismo occidental. En efecto, la cultura constitucional chilena forma parte de una evolución que se remonta a las revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII, que dieron paso a un ordenamiento jurídico basado en las ideas del Estado de Derecho y la protección de los derechos fundamentales. Sin embargo, la Carta chilena hunde sus raíces históricas en la dictadura militar del período 1973-90. Este contrasentido genera una tensión entre la pretensión democrática del ordenamiento constitucional y su origen en dictadura, la que tiene un correlato empírico: cómo se interpretan las normas fundamentales.
Preliminarmente, es necesario sostener que una teoría de la interpretación constitucional congruente con el Estado democrático de Derecho debiera superar el déficit de legitimidad que heredó el sistema chileno. Ello implica superar los condicionamientos que derivan de su origen dictatorial, acercando su interpretación a la cultura jurídica occidental a la que pertenece y, especialmente, a un pueblo que, siendo la fuente de su legitimidad, no la reconoce como propia. Uno de los factores de esta falta de apropiación de lo constitucional por la comunidad, y que redunda en la permanente crisis de ilegitimidad de la Carta, es la interpretación que la doctrina dominante hizo de ella; si no dimensionamos adecuadamente el rol que le cabe a la interpretación constitucional en la configuración del sistema constitucional en su conjunto, ni siquiera la promulgación de una nueva Constitución podría ser suficiente para superar su actual crisis de legitimidad.
La interpretación constitucional chilena ha estado marcada por el denominado «originalismo», una técnica hermenéutica que ancla el sentido de la Constitución a las Actas de la Comisión de Estudios para la Nueva Constitución (CENC, 1973-78), integrada por un grupo de profesores de Derecho, principalmente ligados a la Pontificia Universidad Católica de Chile, que trabajando como funcionarios de confianza de la dictadura, redactaron el texto original de la Constitución. Este originalismo tiene dos importantes elementos: en primer lugar, sus claros fines políticos, toda vez que ha sido utilizado para proteger la obra constitucional de la dictadura, y, en segundo lugar, su uso como un argumento de autoridad para zanjar complejas discusiones (políticas y, muchas veces, relativas a moral individual) en torno a la interpretación de la Constitución vigente y a su desarrollo legislativo. Esta interpretación constitucional, predominante durante las primeras décadas de la Carta vigente, fue presentada como el método idóneo para determinar su verdadero sentido; consecuencialmente, se asumió que era posible identificar una única interpretación correcta de la norma. De esta forma, es posible revestir de neutralidad política tanto al criterio de interpretación como al resultado, protegiéndolo de las críticas y, en especial, de la presión social que se ejerce sobre el modelo constitucional vigente.
1. ¿Puede ser objetiva la aplicación de una Constitución?
Para entender cómo se aplica la Carta, es necesario revisar las particularidades que hacen de la interpretación constitucional, una especie dentro del género de la interpretación jurídica (Díaz 2004, 238-257):
la Constitución se erige como marco para la actividad política de la comunidad, regulando, preferentemente, el ejercicio del poder y las relaciones de los individuos con el Estado;
contiene mandatos de actuación positiva y declara los principios básicos sobre los cuales se organiza la sociedad: ambos pueden, y a veces deben, ser desarrollados posteriormente tanto por la legislación como por la interpretación, por lo que su contenido material no se agota en la declaración normativa;
finalmente, en tanto resultado de la manifestación del principio del autogobierno del pueblo, tiene un contenido político importante, lo que lleva a la interpretación constitucional a resolver problemas de relevancia política.
Así las cosas, de entre todos los elementos característicos de la interpretación constitucional, uno se vincula directamente con su objeto: el carácter de pacto político de la Constitución, aspecto que condiciona la forma en que el intérprete se aproxima a la norma y determina su sentido y alcance en la aplicación. En efecto, al ser la norma constitucional el resultado –teóricamente– de un pacto político en el seno del poder constituyente, la fuente de su legitimidad radica, precisamente, en el pueblo como su titular. En atención a ello, una Constitución se erige como el marco jurídico de techo ideológico abierto: establece las reglas básicas del estatuto del poder y de los derechos fundamentales, para garantizar que, mediante el legítimo ejercicio de su soberanía, el pueblo elija, alternativamente, entre diversos programas de gobierno. Así, en virtud de la vigencia normativa del principio democrático y de la constatación del pluralismo de la sociedad contemporánea, una Constitución se construye a partir de declaraciones normativas abiertas e indeterminadas que deberán ser concretadas por los intérpretes, considerando una serie de factores: el contexto histórico y cultural de aplicación de la norma (y no el de su generación), las particularidades jurídicas y fácticas de cada caso y, en especial, la necesidad de respetar la coexistencia de diversos principios y opciones políticas en el seno de una sociedad plural y compleja que le presta legitimidad democrática a la Carta.
En consecuencia, la interpretación constitucional debe asumir la complejidad que significa determinar el sentido y alcance de una norma que está llamada, por definición, a tener un contenido abierto que refleje el pluralismo constitutivo de la comunidad política. Así, esta determinación en el sentido de la norma constitucional significa un ejercicio complejo que desborda las competencias del intérprete de la ley, ya que su labor se relativiza frente a la complejidad de quien sustenta la legitimidad de la Carta, el pueblo-constituyente. Especialmente compleja resulta la determinación del sentido de las normas abiertas, ya que su interpretación no puede petrificar el contenido atribuido originalmente, dado el carácter evolutivo del pueblo en tanto poder constituyente. La voluntad manifestada en el momento constituyente no es extrapolable al momento de la aplicación de la norma, históricamente distinto, así como tampoco puede ser atribuida a la voluntad del pueblo que en otro momento histórico dota de legitimidad a la Carta: existe, o puede existir, una radical distancia entre las opciones constitucionales originarias y las propias del momento de aplicación de la norma.
Esta constatación es clave, por cuanto el carácter evolutivo de quien legitima la Carta impide llegar a interpretaciones absolutamente correctas sobre esta, ya que sus declaraciones normativas de principio son abiertas y evolutivas a partir del debate político. No existe, en definitiva, aquella objetividad que permite dar con la interpretación correcta de las normas constitucionales; sino esta depende de cómo el intérprete recoge o protege el consenso constitucional que legitima a la Carta en el momento de su interpretación. En efecto, existe una diferencia entre el tenor literal de una disposición y el Derecho que se aplica en virtud de ella. La interpretación supone una transformación del texto por la subjetividad del intérprete, quien lo hace suyo para después operar intersubjetivamente con el resultado de su proceso cognitivo, que luego intentará objetivar (Maturana 2007; Quintana 1994, 89 ss). Es decir, la aplicación concreta del enunciado normativo supone una construcción argumentativa, a partir de la cual un sujeto concreto (determinado y condicionado socioculturalmente) formula una cierta interpretación, argumentando que se trata de la «correcta». En este proceso, aquel sujeto puede ser parcial o imparcial, es decir, puede mostrar diferentes niveles de compromiso con el objeto de estudio y con los efectos de su propia interpretación; asimismo puede ser, en definitiva, más o menos consciente de sus propios precompromisos.
Lo propio puede decirse tanto respecto de la objetividad en las decisiones judiciales como en el trabajo que realiza la doctrina académica. En cuanto a la primera, puede haber objetividad en el reconocimiento de la decisión en sí misma y de su contenido o estructura argumental, mas no en la relación que, en términos de corrección o de verdad, podría existir entre esta y el enunciado normativo a partir del cual se construyó. La valoración de las normas aplicadas se encuentra influida por las particularidades del sujeto, toda vez que la pretendida claridad en el proceso de subsunción se difumina en un cada vez más complejo ordenamiento jurídico. Conocida es la vieja propuesta de Dilthey: el intérprete entiende mejor el texto que su autor.
El contenido de la decisión judicial también supone un cuestionamiento a la objetividad de la interpretación, no solo porque es interpretable en sí mismo, sino porque pudo haber sido diferente solo alterando algunos factores inherentes al sujeto, o bien, en la valoración que hizo de los materiales jurídicos disponibles. Su contenido se encuentra más determinado por las características personales del intérprete que por la literalidad del enunciado normativo, del cual no se desprende una respuesta necesaria y correcta. Por el contrario, desde él se proyectan una serie de soluciones posibles, alguna o algunas de las cuales podrán ser adecuadas para determinado caso, así como otra será mejor considerada por el propio sujeto que la aplica. Tras el enunciado normativo hay diversos significados que podrán ser adjudicados con mejores o peores argumentos. Esto es particularmente evidente cuando la interpretación la realiza un órgano colegiado (por ejemplo, una Corte de Apelaciones, la Corte Suprema o el Tribunal Constitucional), como lo demuestra la presencia de votos de minoría.
Lo propio respecto del trabajo que se realiza desde la academia jurídica: comenzando desde un enunciado normativo común, lo que se dice de él obedece a la combinación de una serie de opciones que el sujeto toma frente a su objeto de estudio (metodológicas, epistemológicas, hermenéuticas, políticas, culturales) que condicionan el resultado de su labor. Así, considerando la importancia de estas opciones en el contenido de su trabajo, es posible afirmar que existe más Derecho Constitucional en los libros de estudio que en la Constitución. En efecto, dado que la indeterminación del Derecho es todavía más evidente en las normas constitucionales, la interpretación es clave para la concretización de su contenido normativo que, en ningún caso, es autoevidente.
Esta concretización se realiza una vez que el intérprete ha definido una postura, con mayor o menor conciencia, sobre una serie de materias: opciones metodológicas propias de la disciplina; política contingente; rol del Estado en la sociedad y en la economía; concepciones acerca de la Constitución como norma fundamental, el origen legítimo/ilegítimo de la Carta chilena vigente, el contenido de ciertas instituciones (como la familia, la igualdad o la propiedad), la justicia (distributiva, formal, material); en fin, acerca de la interpretación constitucional: originalista o evolutiva. Cada una de estas materias lleva a quienes cumplen funciones en el mundo académico a definirse frente a las alternativas que ellas contemplan. El listado precedente da cuenta de la multiplicidad de combinaciones que se pueden verificar a partir de un mismo texto constitucional y, en consecuencia, de las diversas aproximaciones que frente al fenómeno constitucional puede adoptar quien lo estudie.
Lo anterior genera resultados diferentes, en tanto que argumentativamente es posible construir distintas justificaciones a partir del texto constitucional vigente. Ello explica, por ejemplo, que no todos interpretemos el artículo 19 Nº 1 inciso 2º de la Constitución de la misma forma, ya que no existe consenso, ni puede haberlo, sobre si la vida del que está por nacer debe tener protección constitucional o solo legal, si se trata de un derecho fundamental o de un interés constitucional, etc. Estas diferencias, a veces irreconciliables, dependen de las concepciones filosóficas y políticas de quienes interpretan el texto, donde el contenido material de dicho enunciado normativo no es autoevidente.
Otro ejemplo de cuán importante es la interpretación para la construcción del ordenamiento constitucional chileno, se encuentra en el artículo 19 Nº 21 inciso 2º de la Carta, que establece el estatuto del Estado empresario. La disposición solo establece una distribución de competencias a favor del legislador para determinar las condiciones en que el Estado podrá desarrollar actividades económicas. La doctrina nacional ha sostenido que se trata de una de las manifestaciones constitucionales del orden público económico, construido a partir del derecho de propiedad y del principio de subsidiariedad; es la doctrina la que dota de contenido material al enunciado normativo y lo configura como un estatuto de orden público y de rango constitucional (Fermandois 2006, 72-74). Sin embargo, del referido artículo no se desprende ninguno de estos elementos, que tienen (o podrían tener) reconocimiento en otra disposición constitucional. Si el constitucionalismo chileno concibe el estatuto del Estado empresario como lo hace, se debe exclusivamente a una dogmática constitucional que lo ha interpretado a partir de ciertos principios (subsidiariedad) en desmedro de otros (solidaridad), en respuesta a sus propias opciones políticas. Para hacerlo, ha buscado neutralidad en la fuente originaria de redacción de la Constitución, la CENC, dando paso a un originalismo hermenéutico especial: «a la chilena».
En ambos casos referidos, la norma se construye a partir de ciertas interpretaciones del enunciado que contiene la Constitución, las que, a su turno, se verán fortalecidas en la medida que sean sostenidas con mejores o peores argumentos. En consecuencia, el contenido de una norma es su interpretación; ni correcta ni incorrecta, sino mejor o peor argumentada, cuyo resultado dependerá de las opciones que realice el sujeto que interpreta. De una interpretación constitucional solo podría decirse, por tanto, que se sostiene en mejores argumentos que una contraria; puestos en este punto, el desafío es dilucidar qué argumentos pueden ser considerados como aceptables en una democracia y qué sujetos se encuentran legitimados para realizar estas interpretaciones.
2. El originalismo a la chilena, o sobre cómo interpretar la Constitución sin alterar el proyecto político de la Dictadura
Recurriendo a la «historia fidedigna del establecimiento de la norma», uno de los criterios más clásicos de interpretación de la ley y característico de la tradición civilista, que ancla la norma a su origen antes que a su contexto de aplicación, la doctrina constitucional más cercana a la dictadura (tanto ideológica como cronológicamente) ha petrificado el contenido de la Carta, recurriendo a las Actas de la CENC en forma acrítica y asistemática, para darles contenido a los enunciados constitucionales como si fuera la fuente de interpretación auténtica. Esta decisión corresponde a determinada concepción de la Constitución y, en consecuencia, de su interpretación: que el texto es reflejo de un único sentido correcto posible, que se puede encontrar con ayuda de las Actas, depositarias de la verdad oficial. Esta concepción ha significado perpetuar determinada concepción de la Constitución y de su contenido. Este anquilosamiento en torno a las Actas ha impedido que la comunidad política participe democráticamente en la construcción de su ordenamiento iusfundamental, tanto desde al Congreso Nacional como en materia de interpretación constitucional. Esta combinación de factores ha significado, en la práctica, proteger el proyecto constitucional diseñado por la dictadura.
Este originalismo a la chilena se ha construido mediante la aplicación de las reglas de interpretación de la ley presentes en el Código Civil de 1855, en especial la señalada historia fidedigna del establecimiento de la norma. Estas reglas derivan de la escuela histórica de Savigny, compuesta por los elementos gramatical, sistemático, histórico y teleológico de mediados del siglo XIX. Son hijas de un contexto histórico monopolizado por el Estado de Derecho liberal-burgués propio del período, en el cual la ley era la máxima expresión del Derecho, generada por un parlamento socialmente homogéneo como consecuencia del sufragio censitario, donde los conflictos políticos y culturales no llegaban a tener relevancia constitucional. De esta manera, la pretensión de certeza u objetividad en la interpretación se justifica tanto a partir de la desconfianza reinante hacia la discrecionalidad del juez (que intenta ser ajustada a ‘lo dispuesto’ por la ley), como por la homogeneidad de los intereses (económicos, políticos y sociales) que protege el ordenamiento jurídico. Opera, en consecuencia, como si existiera una interpretación correcta de la ley, aquella considerada por el legislador al redactar la norma y que debe ser develada por el intérprete. Esta tendencia estuvo especialmente presente en los primeros intérpretes del Código Civil chileno que, al entender que acogía un sistema literalista, redujeron el ejercicio de interpretación solo a las (eventuales) situaciones de oscuridad de la ley.
A este tipo de presupuestos hermenéuticos subyace cierta concepción del Derecho que oculta su carácter de fenómeno esencialmente cultural, resultante de las particulares combinaciones de fuerzas políticas y de poder en determinado momento histórico. Las reglas de interpretación que se formulan desde esta teoría del ordenamiento jurídico (teoría conservadora, por cuanto privilegia el contexto de generación de las normas por sobre los de aplicación o validación) no se formulan para construir el sentido y alcance de las normas mediante un proceso democrático y participativo, sino para proteger determinados intereses políticos, aquellos que motivaron la redacción de la norma.
El propio enunciado gramatical de estos elementos de interpretación da cuenta de un ejercicio que busca extraer de las entrañas de los enunciados normativos su verdadero sentido o significado, ignorando tanto la posibilidad de conflicto entre diversas interpretaciones como de evolución en el contenido material de las normas. El recurso al tenor literal, al contexto histórico de generación de la norma, a su espíritu, al espíritu general de la legislación, en fin, a la equidad natural, dan cuenta de un sistema que busca identificar aquella única interpretación posible de la norma, sin considerar que el Derecho es un fenómeno esencialmente cultural, resultado de las particulares combinaciones de las fuerzas políticas de determinado momento histórico. En suma, estas reglas no buscan garantizar la construcción de un significado en un proceso democrático y participativo, sino su alumbramiento. Es razonable que este fuera el paradigma que informa a esta escuela hermenéutica, considerando que forma parte de una realidad histórica muy distinta a la presente; sin embargo, dicho paradigma, así como las reglas de interpretación a que dio paso, quedan en entredicho ante la interpretación constitucional contemporánea, dada la actual vigencia normativa del principio democrático.
Así, los artículos 19 al 24 del Código son una estrategia institucional para proteger al Derecho vigente del proceso de cambios sociales, minimizando no solo la función del juez y de la costumbre en el proceso de generación (y validación) del Derecho, sino también restringiendo al máximo los márgenes para su interpretación; así, el contenido de la norma se aprende por los y las estudiantes, se reproduce por la doctrina y aplica en el foro, no se cuestiona. La codificación forma parte del racionalismo imperante en la época, qué duda cabe; sin embargo, las relaciones de poder político ocultas tras estos fenómenos han determinado sus contenidos, generando determinados efectos culturales en la aplicación del derecho que es necesario develar. Existe una relación de poder entre la exégesis, la concepción cognoscitivista de la interpretación y la protección de determinado proyecto político plasmado en la Constitución, que se esconde tras una pretendida objetividad (Foucault 2011, 37 ss.).
Y en esta estrategia de conservación del Derecho ante los cambios sociales, la dogmática contemporánea más conservadora ha sido un agente importante. Del Código Civil se ha dicho que «vino a superar a todos los códigos de su época, incluso el francés. Por su redacción, el Código de Bello es una alta manifestación de las letras castellanas. Por su sistematización, es un modelo de lógica jurídica [...] Por su conceptualización, las ideas vertidas en el código también destacan en su nitidez y claridad. Por su exhaustividad en relación al código francés [...] [ciertas materias] resultaron tratadas en forma completa y satisfactoria» (Guzmán 1984, 28-29). Remata el autor con un dictamen contundente, que no puede sino condicionar la formación de la cultura jurídica chilena: «Por todas estas razones y muchas otras, ustedes tengan la plena conciencia, como futuros abogados y como chilenos, que el Código Civil de Bello es el monumento legislativo mejor logrado del siglo XIX» (Guzmán 1984, 29). Luego de semejantes calificativos, cuestionar el contenido de la norma o identificar las finalidades políticas que se persiguen con su promulgación sería casi una herejía; al contrario, la norma es objeto de respeto e, incluso, veneración. La forma en que se veneran normas emblemáticas del ordenamiento jurídico (como la Constitución vigente por parte de cierta doctrina), fenómeno que va mucho más allá de las características propias de un sistema jurídico de carácter legislado, sin duda forja una relación de sumisión acrítica entre la norma, sus destinatarios y sus intérpretes.
Este condicionamiento cultural se completa con la posición que se le asigna al juez en el sistema de fuentes, reforzada con la valoración que hace la doctrina al respecto: «El juez debe alejarse del país real, del movido terreno de las personas y las cosas, para refugiarse dentro de un país legal, donde se supone que todo está sujeto a los inamovibles mandatos del gobernante. Solo así el derecho deja de ser en la práctica un arte de lo justo, abierto a la acción del juez y cristaliza como una mera ciencia de las leyes, cerrada por obra de los gobernantes. Sin duda, esta es la fase más apasionante de la codificación» (Bravo 1987-88, 55). Se trata de un fiel reflejo de los efectos que ha generado la cultura jurídica y cómo esta se protege y reproduce: ella comprende determinada concepción del ordenamiento jurídico, alejado de su legitimidad democrática, marcada por el triunfo de la imposición de determinado modelo de sociedad.
La interpretación constitucional ha sido, durante décadas, una clara manifestación de una cultura jurídica preferentemente servicial a los intereses protegidos por la Carta. Uno de los aspectos más cuidadamente protegidos por la doctrina, desde la objetividad de la interpretación constitucional, ha sido el sistema de garantías de los derechos fundamentales. Con algunas notables (aunque contenidas) excepciones de mutación constitucional y algunas reformas menores al texto del artículo 19 (principalmente en materia de educación, aunque sin desconocer la importancia de la reforma al artículo 5º en 1989), el modelo de protección de derechos sigue siendo el mismo que fuera diseñado por la CENC en 1973-78, con una sobrevaloración de la propiedad y de los derechos asociados a la libertad de emprendimiento. La interpretación jurisprudencial y la doctrina combinaron diversos criterios para configurar su petrificación, entre los que destacan el originalismo a la chilena y la jerarquización de los derechos.
Las actuales notas distintivas de la Constitución contemporánea son incompatibles con esta definición epistemológica. La presencia de normas de principio, cuyo contenido material indeterminado es el reflejo de la pluralidad de la comunidad, abre la puerta a la necesidad de construir un significado del enunciado normativo, complementando estos criterios –más propios de la interpretación de normas con estructura de regla, siguiendo la clasificación de Alexy 2002, 86 ss– con aquellos que incorporan la compleja estructura de las normas constitucionales, condicionados por la positivación de principios materiales. En efecto, las normas con estructura de principio establecerían, más que una conducta debida a partir de la verificación de un supuesto de hecho, mandatos de optimización, sin que sea posible deducir, de cada enunciado formal, un único y correcto contenido normativo. Es en este tipo de normas donde se hace patente la tensión que existe entre la pretensión de permanencia de toda norma fundamental y el carácter evolutivo de los destinatarios de la misma, que obliga a considerar el contexto histórico (social, político y cultural) en el que ha de aplicarse la Constitución (Díaz 2004, 248). En consecuencia, salvo la excepcional situación de las disposiciones claras, la labor interpretativa implica una creación de Derecho, a partir del enunciado normativo y considerando las especificidades del caso concreto.
Por ello, los clásicos criterios de interpretación (de la ley) son complementados por otros que atienden a las particularidades propias de la norma interpretada. Sin embargo, avisar sobre la especificidad de la interpretación constitucional no significa denunciar los criterios tradicionales como inútiles; por el contrario, el recurso a nuevos criterios implica reconocer tanto las bondades de los primeros en tanto herramienta preliminar de aproximación al texto normativo, como sus limitaciones frente a una Constitución que desborda las pretensiones de objetivación del ordenamiento jurídico decimonónico. En cambio, la Constitución contemporánea asume como dato la pluralidad propia de la democracia, por lo que el carácter abierto e indeterminado de sus enunciados, tan lejano a los valores absolutos de antaño, a la vez que garantiza el pluralismo, puede generar un espacio de ambigüedad en el proceso de decisiones constitucionales. Sin perjuicio que la indeterminación no es un factor negativo en tanto garantiza la pluralidad del proceso democrático, el primer llamado a participar en el proceso de determinación de la Constitución es el legislador, en tanto órgano representativo de la voluntad popular, dado su carácter proporcional y colectivo.
En efecto, la función de una Constitución es garantizar la apertura del sistema democrático a través de la protección de aquellos mínimos necesarios para la convivencia pacífica. En el contexto de una democracia constitucional, una norma fundamental no puede cerrar el sistema a la discusión política para asegurar la permanencia de determinado proyecto político; por el contrario, debe garantizar la apertura para la concretización del contenido de los enunciados normativos (Hesse 2011). El contrapunto en esta materia es elocuente: la interpretación constitucional originalista ha cerrado el debate democrático, protegiendo un proyecto político determinado.
Las dos reformas constitucionales más emblemáticas, de 1989 y 2005, modificaron el diseño original, eliminando parte de los enclaves autoritarios destinados a salvaguardar el régimen político diseñado originalmente. Como consecuencia del proceso de reformas constitucionales que se desató en 1989, hoy la Carta vigente está más cerca del actual modelo de Constitución de las democracias occidentales que del diseñado por la dictadura. Las reformas constitucionales han desarticulado la tutela militar sobre el sistema político, así como las principales instituciones a través de las cuales se implementó, tanto en la dimensión orgánica de la Carta como en el diseño del sistema de protección de derechos (aunque los elementos nucleares del sistema económico y político se mantienen a través de la leyes orgánicas constitucionales, que ha excluido ciertas materias del debate público). Sin embargo, la interpretación conservadora de la Carta la ancló a las opiniones vertidas en la CENC, impidiendo que su contenido sea actualizado según evoluciona la sociedad. Ello explica la importante disociación entre la Norma Fundamental y la comunidad que la legitima, lo que ha redundado en una constante denuncia de la ilegitimidad de esta Constitución, la que no es percibida como manifestación del autogobierno del pueblo.
En este fenómeno, la interpretación constitucional es clave. La aplicación de todo método de interpretación constitucional se fundamenta en una teoría constitucional previa, muchas veces implícita, que resulta decisiva para el resultado de la interpretación. En efecto, la adopción de un determinado método no es una decisión neutra y avalorativa, sino que obedece a una finalidad determinada: que dicho proceso de interpretación llegue a cierto resultado. Desde esta perspectiva, este originalismo a la chilena (que carece de la fundamentación teórica que podemos encontrar en el modelo estadounidense) no solo es un método de interpretación, sino que es un elemento de una teoría constitucional previa y subyacente a dicho método, que obedece a determinada concepción de la Carta en tanto norma jurídica: la Constitución vigente como el testamento político de la dictadura. Dicha concepción asume que el poder constituyente –que la doctrina conservadora identifica en la CENC– ya ha definido el contenido de la Norma Fundamental y, por tanto, los intérpretes deben respetarlo incondicionalmente. Como el contenido de la Carta ya habría sido definido por el titular de la soberanía, no correspondería que por vía de interpretación constitucional se altere el contenido de dicha decisión. Así, la doctrina constitucional mayoritaria había afirmado que la única forma legítima de interpretar la Constitución debe atender a los criterios y parámetros propios del momento histórico identificado como constituyente (eso explica, por ejemplo, que cada propuesta de reforma institucional sea atacada mediante su (des)calificación como inconstitucional, como ocurre con el proyecto de reforma tributaria, discutido en 2014). Aquella denuncia basta para generar incertidumbre en la ciudadanía, aunque, de paso, pareciera excusar al denunciante de entrar en el fondo de la discusión. Sin embargo, aquí «lo inconstitucional» no es –al menos no necesariamente– el atentado contra el modelo de democracia constitucional, sino contra el programa político de la Dictadura. Sería más fácil comprender este fenómeno si, cuando se verifiquen estos debates públicos, reemplazáramos la palabra «inconstitucional» por (algo así como) «indictatorial». Quizá así sea posible comprender el sentido de la denuncia proveniente desde ciertos sectores de la clase política: la reforma propuesta no es, en sí misma, inconstitucional, sino que atenta contra el proyecto de sociedad de la dictadura; ello permitiría sincerar posiciones.
Lo descrito genera mucho más que un empobrecimiento en el desarrollo dogmático del Derecho Constitucional, a través de una interpretación cognoscitivista. Se trata de una determinada teoría de la interpretación constitucional que utiliza la pretendida objetividad del enunciado normativo como un argumento político, con el cual se obliga a los detractores del proyecto constitucional construido en la década de 1970 y se contienen las presiones ciudadanas que abogan por una reformulación del sistema constitucional chileno. De esta manera, los intereses protegidos a través de la Constitución de 1980 parecen quedar al margen de la deliberación política (gracias a la despolitización de una interpretación constitucional neutra, defendida por una doctrina igualmente neutra), cuando en realidad son el motivo por el cual la cuestión constitucional se mantiene como está, en un estado permanente de ilegitimidad.
3. Un ejemplo concreto: la jerarquización de los derechos
Solo a modo ejemplar, y dejando de lado otros aspectos relevantes del actual sistema de protección de derechos, tales como los fenómenos de su radical mercantilización y la propietarización de los mismos, abordaremos críticamente uno que fue emblemático de la tensión que generó la aplicación del ordenamiento jurídico de la dictadura en democracia: la pretendida jerarquización de los derechos. En este sentido, la década de 1990 fue bastante compleja; muchos de los conflictos jurídicos generados fueron resueltos, a contar de la década siguiente, a través de sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que, en condenas al Estado de Chile, obligó a modificar parte del ordenamiento jurídico interno, contribuyendo en su proceso de democratización. Destacan casos relativos al decreto ley de amnistía, transparencia y acceso a la información pública, libertad de expresión y prohibición de toda censura previa, no discriminación sexual, entre otros.
En efecto, uno de los principales desafíos para el modelo contemporáneo de Constitución, es su (in)capacidad para resolver problemas concretos derivados del reconocimiento y ejercicio de los derechos fundamentales, ya sea en las relaciones entre particulares o a partir de decisiones del propio Estado. Dado que el texto fundamental protege estos derechos