Historia mínima de la literatura mexicana en el siglo XX
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Comentarios para Historia mínima de la literatura mexicana en el siglo XX
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- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Un acercamiento muy general a todo lo que fue la literatura en México del siglo XX.
Como buena obra de divulgación, esta carece de profundidad en cuanto a ciertos autores y tendencias pero su fin no ese y se aprecia que se trataran de abarcar varios autores.
Una lista con todos los autores que mencionó el autor hubiese sido un detalle maravilloso para la obra.
Vista previa del libro
Historia mínima de la literatura mexicana en el siglo XX - José María Espinasa
Primera edición, 2015
Primera edición electrónica, 2016
DR © El Colegio de México, A.C.
Camino al Ajusco 20
Pedregal de Santa Teresa
10740 México, D.F.
www.colmex.mx
ISBN (versión impresa) 978-607-462-812-8
ISBN (versión electrónica) 978-607-462-911-8
Libro electrónico realizado por Pixelee
ÍNDICE
PORTADA
PORTADILLAS Y PÁGINA LEGAL
INTRODUCCIÓN
EL CAMBIO DE SIGLO
Año cero
El estereotipo de Santa
1909: el Ateneo de la Juventud
Primera llamada
1921: La suave patria
Novedad de la patria
Sólo nos quedan los bárbaros
ULISES REGRESA
Los Contemporáneos
LAS POLÉMICAS NACIONALISTAS
El contenido ideológico de la narrativa de la Revolución
Nace una nueva generación
LOS AÑOS CUARENTA
1939: el umbral
Aproximaciones a Ramón Rubín
Taller
Un Contemporáneo tardío
La Colección Lunes
LOS AÑOS CINCUENTA
¿Por qué escribía Alfonso Reyes tantas cartas?
Poesía en voz alta
Una casa habitada por fantasmas
La Revista Mexicana de Literatura
LOS AÑOS SESENTA
La irrupción narrativa de lo femenino
Un nuevo acento: Elena Poniatowska
La infancia como condición del misterio
POESÍA EN MOVIMIENTO
La vocación alucinada
LOS AÑOS SETENTA
Plural
HAGA SU JUGADA: LA CASA PIERDE
El abandono de la poesía
Nuevo regreso a un nuevo Octavio Paz
LOS AÑOS NOVENTA
UN FINAL DE SIGLO ENTRE PARÉNTESIS
La escuela del aburrimiento
SOBRE EL AUTOR
COLOFÓN
CONTRAPORTADA
INTRODUCCIÓN
La combinación de palabras que conforma el título de este libro —Historia mínima de la literatura mexicana del siglo
XX
— no es fácil de asir, pues en su transparencia esconde innumerables paradojas. En buena medida lo más difícil de historiar es precisamente la literatura, ya que hay en ella una resistencia, si no es que una directa oposición, a la historia como disciplina, no tanto a sus fundamentos, sino a los mecanismos creados por ella misma en su desarrollo. No se trata, desde luego, de discutir aquí esos fundamentos, sino de advertir al lector que muchos de ellos se ven matizados y corregidos por la condición propia de lo literario. No es el mismo significado de la palabra historia en un libro de historia de México, que en una novela, incluso si se trata de una novela histórica. Pero en este libro se pasa indistintamente de un uso a otro.
Si una novela o un romance o un cantar de gesta cuenta una historia, al hacerlo muestra la pluralidad de la historia en sí misma. La literatura es el reino de la libertad y, por lo tanto, rehúye cualquier dejo que la aproxime a una causalidad, pero al referir su historia, el crítico no puede dejar de referir esa condición causal, pues si no, no habría historia como tal, sería pura anécdota, casualidad y no causalidad. A la vez no puede renunciar a la aparición; como en la historia con mayúscula, a la irrupción del azar, elemento que precisamente vuelve fascinante la historia y humano su desarrollo.
La segunda parte del título es también consecuencia de esa paradoja o ambigüedad entre la historia y la Historia. Un periodo preciso —el siglo XX—, una geografía no menos precisa —México— y, de manera implícita y sin aparecer de forma directa, una lengua —el español—, coordenadas que permiten trazar los ejes sobre los cuales se propone una cartografía tridimensional. Pero las fechas son volubles, la geografía diversa y nuestro país plurilingüe. La riqueza de sus idiomas es fascinante, pero no ha creado sino tangencialmente, y en referencia siempre a la literatura en español escrita en nuestro territorio, y sí hay un corpus de obras que se pueda considerar como tal está pendiente el trabajo crítico que las incorpore al conjunto nacional. La riqueza cultural que aporta esa diversidad lingüística no debe —tentados por la demagogia— llevarnos a suponer que hay varias literaturas en nuestro país, no al menos hasta ahora o no al menos para este libro. Aquí, salvo algunas menciones tangenciales, nos referimos a la literatura escrita en español.
Una de las consecuencias que ha tenido esa condición paradójica señalada líneas arriba para la práctica de la historia literaria es que se ha ejercido poco, sobre todo en los últimos tiempos, y se le ha confundido más con una voluntad de inventariar que de trazar un desarrollo histórico. Esa libertad de creación ha llevado a una enorme pluralidad de estéticas y tendencias que dificulta contar la historia, al pensar que historia sólo hay una, cuando la realidad muestra que hay muchas y varios caminos a seguir, en un cuerpo tan diverso y múltiple. Por ejemplo: Si bien la primera mitad del siglo XX pareció durante mucho tiempo, tanto para los historiadores como para los lectores, tener un solo rostro, el del nacionalismo, hoy sabemos que no es así, que la investigación y el análisis crítico más profundo revela aspectos no vistos en ese periodo.
Tan nociva como absurda sería la idea de una sola historia de nuestras letras —recordemos el hoy escandaloso dogma del muralismo pronunciado por Siqueiros, no hay más ruta que la nuestra, que si bien no se llegó a pronunciar de manera tan burda en la literatura, sí sobrevoló un buen tramo de la primera parte del siglo XX—, como la de que esa diversidad provoca que no se pueda historiar el periodo. El hecho es que hacia mediados de siglo, la crítica, y con ella los historiadores, eligieron atomizar el estudio de nuestra literatura y se dejaron de trazar mapas de conjunto que orientaran en un universo textual cada vez más rico.
A ello ha contribuido el crecimiento de una industria editorial que ofrece muchas novedades anuales, pero cuyo conjunto es más bien confuso y orientado por la publicidad y no por la crítica; a la par de ese proceso la academia ha perdido su capacidad de incidencia en el lector, al volverse endogámica, a veces vacía y, en las últimas décadas del siglo, las revistas literarias, como veremos más adelante, también abandonaron ese papel de guía. En numerosas ocasiones lectores de otros países, y también mexicanos, me han preguntado sobre ese posible mapa orientador que les permitiera elegir por qué puerta entrar a una casa resuelta en laberinto. En efecto, la literatura es un laberinto al que se desea entrar, no del que se busca salir. No creo que esta historia solucione ese problema, pero si al menos contribuye a plantearlo habrá cumplido parte de su cometido.
Tenemos un primer periodo, bien documentado y analizado, aunque estudiado con prejuicios ideológicos, y un segundo periodo disperso, con mucha historia por contar pero sin historiadores que lo hayan hecho, o bien demasiado atomizado en sus estudios, o todavía peor, sometido a los intereses de grupos de poder y reformulado cada cuarto de hora. Aquí se buscó encontrar para esta historia un tono de crónica, de relato, en el que las obras, más que los autores, tomarán el lugar de los personajes de esa novela.
Es inevitable pensar que la diferencia entre periodos históricos se debe a la perspectiva: mientras que la narrativa o la poesía de los años veinte o treinta se ha ido decantando en el gusto del lector, en parte, gracias al trabajo de los críticos e historiadores. En cambio para la poesía de los años ochenta no hay manera de ver el paisaje desde lejos, se lo tiene encima y abruma. En efecto, es inevitable que esto suceda, pero no es la razón prioritaria para la ausencia de mapas, tal vez la historia literaria bajó la guardia, ya no pudo regresar a escena y aceptó ver a los toros desde la barrera de la academia o el periodismo, esperando que —como señaló Fidel Castro sobre su papel político— esa misma historia que abandonan a su suerte los absuelva. No, la historia no absuelve, pero sí a veces olvida, sobre todo la historia literaria.
Como la historia tiene que ver con el tiempo, no tanto con su medida sino con su calendarización, los límites temporales suelen aplicarse como un instrumento para estructurar hechos que escapan al almanaque, si no es que al tiempo mismo. Ortega y Gasset, enfrentado a la realidad histórica de España de fines del siglo XIX hasta la caída de la Segunda República española en 1939 —marcada por la generación del 98, la del 14, la del 27, la del 36— formuló la teoría de los relevos grupales cada quince años. La falta de perspectiva y la transición hacia el periodismo de lo mejor de nuestra crítica —momento que se puede situar en la década de los sesenta— hizo que se adaptara, en parte por pereza, pero también porque funcionaba para dar parámetros y estructura a la cartografía, la división por décadas. En México, las generaciones del modernismo en adelante, más allá de sus designaciones —generación del Ateneo o de la Revolución, Los Siete Sabios, los Contemporáneos, Taller, Tierra Nueva, generación de los 50 o generación de Medio Siglo, generación de La Casa del Lago, generación del 68, etc.— dibujan un rostro reconocible al aplicarles la cuadrícula por décadas.
Es, sin embargo, una cartografía maleable y flexible que empieza casi siempre por discutirse a sí misma y desfasarse del calendario estricto. Así, la imagen tiene que estarse enfocando cada momento para que no salga borrosa. Y su dispositivo crítico responde tanto a la voluntad de abarcar exhaustivamente el corpus de textos como a la de seguir un gusto personal (¿cómo podría ser de otra manera?), pero sin cumplir del todo ninguna de las exigencias, porque nadie puede leer todo, íntegro, ese corpus, como por el hecho de que una historia literaria está siempre influida, no sólo por las obras literarias en sí sino por las lecturas que de ellas han realizado otros críticos e historiadores.
Por más mecanismos que se construyan para evitarlo se trata de una lectura, si no prejuiciada sí condicionada por el gusto, mismo que sale con cierta frecuencia a la superficie, para dejar claro que no hay una actitud aséptica ni una neutralidad en los juicios, pero que tampoco hay presupuestos dogmáticos —la literatura siempre es, aunque a veces queremos decirle lo que debe ser— y que el viaje implícito en el texto debe ser reelaborado por el lector. Esta explicación no pedida tiene que ver con varios hechos: el primero es que quien escribe esta historia no es un historiador profesional, segundo, que su formación viene del periodismo más que de la academia, y tercero, que se trata de un participante en el viaje textual de al menos el último cuarto de siglo del periodo referido.
Hay que señalar también que este texto aparece en una colección específica de una institución específica. La colección Historias Mínimas de El Colegio de México se originó con un libro que gozó de un enorme éxito: la Historia mínima de México planeada por uno de nuestros mejores historiadores, Daniel Cosío Villegas, presidente de El Colegio de México en su etapa de consolidación como una institución de posgrado que otorgaba títulos académicos, distinta a su etapa de formación —1940-1960— bajo la rectoría de Alfonso Reyes. Años después esa Historia Mínima fue reelaborada en una nueva versión y dio origen a la colección, misma que ahora cuenta ya con un considerable número de títulos y es una serie de referencia en la divulgación universitaria y que, aunque está hecha dentro de una institución académica, se dirige a un público más amplio que el de los especialistas.
Como es usual en este tipo de libros, muchas personas contribuyen con lecturas, comentarios, sugerencias, señalamientos y disposición hacia el texto. Quiero empezar por agradecer a Javier Garciadiego Dantan, presidente de El Colegio de México, por haberme solicitado la elaboración del texto, a la institución que preside por haberme brindado las condiciones para su escritura, desde una espléndida biblioteca hasta la convivencia con colegas y amigos. También, de manera especial, a la Dirección de Publicaciones de El Colegio de México, a cargo de Francisco Gómez Ruiz, en la que trabajé durante muchos años como coordinador de Producción, a todo el equipo de Publicaciones, en especial a Socorro Vega, pieza central en ese trabajo de producción editorial. A Rafael Olea Franco que realizó una lectura acuciosa del texto, evitando errores y enriqueciéndola con sus comentarios. Asímismo, en el plano más personal, a Ana María Jaramillo y a mis hijos Andrés, Juan y Teresa, que aguantaron mis malos humores y me sirvieron, a veces, de conejillos de Indias para las primeras versiones de algunos capítulos. La responsabilidad del texto es sólo mía, pero sin todos ellos no se podría haber escrito.
EL CAMBIO DE SIGLO
AÑO CERO
La literatura mexicana llegó tarde y con pereza a la transformación modernista. Sin embargo, ya instalada en ella se acomodó con facilidad y brillo. Son buenos ejemplos la prosa narrativa de Amado Nervo y las crónicas de Manuel Gutiérrez Nájera. No ocurrió lo mismo con la poesía, donde es más atractiva la multitud en su conjunto que las individualidades. Es importante tener presente que al Modernismo se llega después de la nutrida tradición narrativa realista en sus distintas etapas, que ocupa prácticamente todo el siglo XIX y que al final del periodo convive con el decadentismo y el fin de siglo, sin importarle mucho las diferencias y tomando algunos tonos y matices de esos ámbitos, en apariencia tan distintos.
Los bandidos de Río Frío (Manuel Payno, 1810-1894) o México a través de los siglos (Vicente Riva Palacio, 1832-1896) resultan buenos ejemplos de esa narrativa decimonónica, que probablemente, alcanzó los costos más altos desde el punto de vista cualitativo con escritores como Manuel Altamirano (1834-1893) con Clemencia o como Luis G. Inclán (1816-1875) con su novela Astucia. No obstante, y salvo los intentos de algunos historiadores, el siglo XIX mexicano es un género poco apreciado por los lectores modernos, y los propios estudiosos hablan del periodo como una zona poco brillante, como sucedía con el español en otras regiones del mundo. En las últimas décadas hay intento de renovar esa mirada y ubicar el periodo desde una nueva perspectiva. Pero fue hasta la irrupción del Modernismo, con el cubano José Martí como adelantado, que el idioma español volvió a recuperar su capacidad expresiva.
Payno nace el año en que se inicia la Guerra de Independencia y muere cuando el siglo ya casi termina. Su obra es arquetípica, como la de Riva Palacio, Luis G. Inclán y Altamirano, o la del propio Victoriano Salado Álvarez (1867-1931), que más allá de vivir un tercio del siglo XX su obra es representativa del siglo XIX. Y una muestra de que la literatura realista tuvo una amplia permanencia y, a través de la prosa, se ocupó durante ese lapso de crear una realidad para el país en gestación (es importante subrayar que fue una realidad narrativa, característica de la cultura occidental del siglo XIX que en México se extendió en buena parte del XX).
Esa misma parsimonia la tuvo la historia social, pues México entra a regañadientes en el siglo XX cronológico, como si prefiriera prolongar el XIX, a sabiendas de que el demorado régimen porfirista sólo dejaría el poder bajo la presión social. Así, las huelgas de Cananea (1906) y Río Blanco (1907) son avisos que la sociedad prefiere no escuchar. La lucha de los hermanos Flores Magón, por su lado, es un aviso social e intelectual que se inscribe ya en el nuevo siglo, que si bien avanza cronológicamente y ya comenzó en el calendario no empieza aún del todo en el espíritu de los mexicanos. Y aunque desde fines del XIX se prefigura el perfil del conflicto revolucionario, muy complejo en la intervención de muchos sustratos sociales, y así sea matizado por la condición burguesa de los primeros líderes revolucionarios, empezando por Francisco I. Madero, que sólo después serán desplazados por los caudillos populares —Zapata y Villa— o por los caudillos militares —Carranza, Obregón y Calles—, el siglo XX mexicano empezará propiamente dicho en 1910.
La complejidad de la Revolución mexicana fue digna de una saga narrativa y la provocó en lo que ahora se conoce como Novela de la Revolución mexicana, mosaico literario tan complejo como el movimiento social que le da nombre. Pero la narrativa del nuevo siglo tendrá una calidad muy superior a la de la centuria que deja atrás. Esa condición de demora en el advenimiento de la nueva cultura es lo que subraya todavía más la condición delicuescente de algunas obras de un fin de siglo, que en realidad era ya principio de otro.
Veamos, por ejemplo, el célebre caso de Federico Gamboa, cuya novela Santa, que gozó de una enorme popularidad, publicada en 1903, es el típico caso de una novela que representa una época y un clima, una moral y un estilo, cuya influencia resulta muy por encima de su calidad literaria, tanto que llega a caracterizar, no a esa época, sino, incluso, a una condición propia de lo mexicano —el melodrama— que se desplazará a mediados del siglo XX de la narrativa al cine (una narrativa en otro lenguaje).
EL ESTEREOTIPO DE SANTA
¿Alguien puede leer la novela de Federico Gamboa (1864-1939) despojada de los estereotipos que el tiempo le ha ido adhiriendo a lo largo de la historia, una historia no muy extensa pero cuyo calado ha sido muy profundo? Habría que preguntarse más bien si hubo alguna vez un lector que la pudiera leer desprejuiciadamente, y contestaría que no, que el propio Gamboa la escribió ya en un proceso de elaboración de un estereotipo, pero no tanto porque el personaje en sí —la muchacha humilde devorada por el mundo urbano, incapaz de acceder al registro trágico que apunta en su inmediata antecesora la Carmen de Merime, o la de Bizet si se quiere, o, ya en esta orilla del Atlántico, de la María de Jorge Isaac. No, Santa era ya un estereotipo antes de nacer a la página y a nuestro imaginario colectivo. Tal vez los historiadores puedan encontrar algunos nexos con la Naná de Zola, pero el naturalismo francés habla de otra cosa, no es inicio de la formación de una mentalidad nacional, sino consecuencia.
Con Santa el romanticismo está de salida, ha pasado ya por las pruebas del realismo y el naturalismo, y ha sobrevivido a ellas, para proponerse, por vez primera, junto a la María de Isaac, casi cuarenta años antes (1867), como la base para una literatura popular latinoamericana que desembocaría en un novelista como Vargas Vila. La construcción de una imagen propia de la mujer en el México independiente se tenía que alimentar de todas las características no nacionales para apropiarse de ellas, pero seleccionado con gran precisión —no Madame Bovary, por ejemplo— y prefigurando las Doña Bárbara futuras. Sí, como se afirma líneas arriba, la novela y el personaje mismo nacen con su devenir melodramático incorporado, esto se debe a que Gamboa no busca una relación verificable con la realidad sino un nexo con el imaginario literario.
¿Cómo relacionaríamos el libro de Gamboa con Las muertas de Ibargüengoitia en los años setenta? Evidentemente el cromatismo de uno se anula en el gris y ocre del segundo, en la verosimilitud del relato y en los términos de la nota roja, así sean estos increíbles, precisamente por reales. El escritor guanajuatense intentó recuperar el aliento trágico a través de la farsa, la ironía y la crueldad, precisamente porque el tono de Santa había prácticamente agotado el camino melodramático. Los condimentos impuestos por la tradición son evidentes: lo militar como eco del toreo, como resumen de la virilidad; la lealtad, la prostitución, como infierno inevitable y la condena familiar como destino. ¿Pero hay acaso maldad en el contexto de Santa? No lo parece, ya que sus amantes e incluso sus compañeras de trabajo, más allá del aprovechamiento del momento, son cariñosos e incluso solidarios, no se desprenden de ella relegándola al olvido. Hay malos, pero no maldad, lo cual marca una ausencia de profundidad. Es el destino lo que define. Basta comparar el comportamiento individual de los personajes con el colectivo de Las muertas para ver la diferencia.
La transición iniciada con Santa del territorio narrativo —del campo a la ciudad— tardará en México al menos cincuenta años en concretarse. Es precisamente la Revolución mexicana la que viene a determinar una imagen distinta que servirá de contrapunto al melodrama en otro estereotipo: la soldadera. Pero volver a Santa es necesario. En buena medida la insistencia en su lectura como melodrama ha despojado a la novela de muchas de sus riquezas, para empezar una cadencia que sigue siendo hoy, a cien años de su escritura, un referente esencial para entender el ritmo narrativo de la prosa mexicana posterior.
Por un lado, la lectura de Santa ha devenido en la elaboración íntima y profunda del melodrama como género, a través de la escritura cinematográfica, y su extensión televisiva en las comedias (no deja de ser irónico que ese compendio de desgracias se conozca popularmente como comedia en donde las acciones se han vuelto estructurales, tan conocidas por el público que sus elipsis son de una brusquedad increíble). Tanto que el lector actual de Santa —y me refiero al lector popular, no al investigador— se desespera ante la morosidad de las descripciones y quiere que se le refieran los acontecimientos, y estos —adheridos a la prosa de Gamboa como parte esencial— le pasan inadvertidos, no se da cuenta siquiera de que ya ocurrieron.
Lo que en el escritor porfiriano es paisajismo ornamental de elegante detallismo, en nuestra lectura se vuelve acontecer de trazo brusco, historia inevitable, o mejor aún: obligatoria. El esquema es perfecto: familia rural, no rica, pero no pobre y, sobre todo, honrada, que cumple con el canon moral (padre fallecido, madre abnegada, hermanos trabajadores, hermana hermosa y gentil), pero la belleza varonil-militar seduce a la muchacha y la estructura se quiebra. Para restaurarla sólo existe el castigo, la expulsión hacia la urbe que lleva implícito el camino hacia la perdición.
Santa, el personaje, tiene sobre todo exterioridad, en términos existencialistas sería un ser para los otros
, y existe en la medida de los comportamientos ajenos, el abandono del amante, la condena familiar, la vorágine del lupanar, el asedio de los pretendientes, la fealdad y el cariño de Hipólito, la solidaridad o la desvergüenza de sus compañeras y —al final— la impotencia de la ciencia, paralela a la del amor, para curar y redimir el pecado. A pesar de la raigambre romántica es evidente que algo hay de antifáustico en el desenlace de la novela: la redención en vida ni siquiera es sospechada por el lector, como si supiera que un final feliz no es nunca en realidad un final. Ya en el terreno de la incorporación de Santa a la pantalla, ésta es una de las cosas que cambia mucho, ya que la obstinación del destino es justamente algo que la escritura en imágenes no digiere bien.
Una de las posibles respuestas a la diferencia entre la narrativa textual, la narrativa fílmica y la televisiva, podría estar en este camino y —curiosamente— las dos primeras estarían más cerca entre sí de lo que lo estarían las dos segundas. Sobre esto me ocuparé más delante. Ahora es importante concluir esa distancia con el ámbito idílico del medio rural de ese San Ángel de entre siglos. En aquel momento la geografía era una buena radiografía moral y el centro reunía las tentaciones y los pecados, tanto como los poderes civiles y religiosos, había un eje en el que espacio y comportamiento coincidían.
La vocación costumbrista de Gamboa queda muy clara en la novela y sus lugares adquieren casi una cualidad escenográfica. Lo que se plantea como un ejercicio del ojo en el detalle en que toma cuerpo acaba siendo pretexto —ni siquiera encarnación simbólica— del destino. Más que existir una culpa lo que ocurre es congénito al ser humano: la mujer, en la modernidad, está condenada, y si no existe redención final existe, en cambio, transcurso, tiempo, duración para penar, en la que el llanto se vuelve objetivo implícito, tanto o más importante que la muerte misma. Se podría decir que Santa es una novela en la que todo ya estaba escrito antes, y que ella condensa un sentir colectivo, crisol de un siglo que descubrió, de El Periquillo Sarniento a Clemencia y Astucia, Los bandidos de Río Frío y la propia Santa, la vía narrativa como encarnación ideal de lo colectivo. Pero a la vez Santa fue también una condensación de un futuro, cosa que ocurre con pocas novelas, pues consiguió un futuro narrativo en otro lenguaje: el fílmico.
Situar su valor como obra literaria se vuelve entonces sumamente complejo, ya que el lector tiende inevitablemente a poner sus virtudes fuera, más que de la novela en sí, de la escritura, y a pervertir toda posible vuelta a las fuentes. Tanto que entre los extraordinarios personajes femeninos de —por ejemplo— Sergio Galindo o Juan García Ponce, y la del longevo académico (perteneció a la Academia Mexicana de la Lengua desde 1909 hasta el final de sus días), no hay casi ningún punto de contacto. Alguien se preguntará el porqué de ese titubeante casi
, y es que hay en ciertos elementos de la obra de Gamboa —el tremendismo en Ibargüengoitia, por ejemplo, o el erotismo en el autor de Crónica de la intervención—, que renacen liberados de su función normativa moralizante. Santa es una novela-crisol en la que se conjugan un pasado acumulado: el de la sociedad independentista cristalizada en el largo régimen de Porfirio Díaz, con sus ansias de reconocerse en la civilización europea (para ello necesita de ese mundo perverso), y la apenas intuida Revolución en puertas, pero conjuga también un futuro de arquetipos y estereotipos claves para entender el imaginario popular.
La obviedad del planteamiento de Gamboa es, curiosamente, uno de los elementos que vuelve a la obra muy efectiva: desde el nombre de su protagonista, Santa, llamada así sin ningún dejo irónico, hasta la distribución dramática de roles y figuras —el padre ausente, la madre, los hermanos, el militar seductor, el amante rico, el enamorado pobre y noble— y los enunciados morales de la novela. Es curioso que una obra tan deliberadamente fuerte se vuelva con el tiempo compendio de ingenuidades. Y esto se debe a que su sensibilidad, ya se dijo, ni siquiera anticipa a la de las soldaderas revolucionarias ni tampoco intuye la de la delicuescencia perversa de las mujeres en López Velarde.
Santa expresa así toda la solidez y debilidad de una sociedad, la porfirista, que estaba muy lejos siquiera de adivinar el sacudimiento social que, menos de una década después de la aparición de la novela, se produciría en la sociedad. Pero también encarna la fragilidad interna que ese mismo tejido civil tenía, ya que en cierta forma sus presupuestos morales se habían visto simplificados al grado de volverse más que arquetipos y/o estereotipos, tics sociales. Gamboa, por más que en su obra utiliza recursos de la prosa modernista, está lejos de Gutiérrez Nájera, que sí anticipa ya ciertos temas velardianos, o —un poco después— de Amado Nervo. Al fin y al cabo lo que vuelve atractiva a Santa no es su belleza aprendida en el oficio de meretriz decimonónica, sino su condición de pureza mancillada por el mundo moderno y varonil. Y las metáforas son obvias: es el ciego quien mejor ve esa pureza y sabe reconocer el alma, al estar ajeno justamente a su realidad física en el plano más inmediato, lo visual.
La novela de Gamboa se instaló a lo largo de todo el siglo xx en el imaginario colectivo de manera muy sutil: novela de prestigio cultural, tuvo también condición de libro maldito y prohibido, su autor se transformó en el paradigma del escritor decimonónico por encima de las convulsiones sociales, los cambios de estilo e ideología, la aparición de escritores más profundos —de Martín Luis Guzmán a Rulfo— y los cambios de gusto en el público. Una radiografía del lector a lo largo de estos cien años sería muy curiosa. Por otro lado, el cine y el teatro la asediaron sin encontrarse con ella, como si la novela fuera refractaria a su transformación en imágenes.
Algo similar ocurrió en el terreno pictórico, donde las obras prostibularias de Orozco convirtieron a la imagen semimodernista de Santa en un cuento de hadas. La música, en cambio, con menos compromiso y más ligereza lúdica nos dio el tono de cómo entendía el lector a la novela. No obstante, y a pesar de ciertos momentos en que la música mexicana se ha atrevido y corrido el riesgo de la ópera, Santa, que parece ideal para ser adaptada a este género, no lo ha sido, se trata de una asignatura pendiente y se espera aún al compositor que se atreva.
El carácter operístico se disimula bajo su condición de novela naturalista: la vida tal cual es, según, ingenuamente pensaban, los teóricos de ese movimiento, pero Gamboa más allá de eso transforma la propuesta en la vida tal cual debería ser. Al evitar la redención anecdótica de Santa, tan popular en sus herederas sagas televisivas, el novelista provoca que el arrepentimiento carezca de valor. Sin querer se apunta a una encarnación popular de un personaje-símbolo. Los poetas románticos defienden a la prostituta como su igual, con las características de un ser rebelde. Pero esa rebeldía en Santa está ausente, es más sumisa que la mujer sumisa.
Éste es uno de los elementos esenciales para comprender su éxito: se ha señalado que buena parte de sus lectores fueron mujeres, las que buscaban conocer ese mundo sin el riesgo de vivirlo, como diría el chiste popular: para saber lo que se perdían, aunque estuviera disfrazado de acto expiatorio. Santa es, entonces, una puta a la mexicana, diría que sin rebeldía alguna, más que vengativa, autopunitiva. Por eso tampoco asume su disponibilidad sexual como lo harán sus herederas más de medio siglo después con, por poner un ejemplo, Las muertas de Jorge Ibargüengoitia. Y consecuencia de esto es que, en general, los pretendientes no son figuras antológicamente condenables sino, y en el contexto histórico, hombres que viven como verdaderos hombres según el concepto de la época. El acierto de que el mexicano no tiene amante sino casa chica es perfectamente patente en la novela, por eso apenas se permite el goce lúdico.
En la abundante bibliografía que hay sobre la obra y el autor, parece existir un consenso: el texto resulta más interesante como fenómeno sociológico que como obra literaria. Sus mismas adaptaciones, incluidas las canciones de Agustín Lara, piezas de transmisión de un contenido imaginario, pero no obras plenas. Salvo algunas adaptaciones teatrales, no se acepta la convivencia de la ironía con la pasión, no se sabe manejar el ridículo como expresión artística. Pero es precisamente la pasión la que, con o sin el tiempo transcurrido, crea la sensación de ridículo, allí donde naturalismo y modernismo se muerden la cola.
A Santa le deben tanto el cine como la novela mexicanos todo un catálogo prostibulario, de las películas de rumberas a las ficheras de los setenta y ochenta, de La escondida (Miguel N. Lira) a Otilia Rauda (Sergio Galindo), en el cine de Aventurera (Emilio El Indio
Fernández) a El diablo y la dama (Ariel Zúñiga). O, incluso, en una de las narradoras más notables del inicio del siglo XXI, Nadie me verá llorar (1999), de Cristina Rivera Garza. En la pantalla chica se aceptó y desarrolló un tono melodramático que se volvió característico y se llevó al ridículo. Pero, contra la opinión aceptada, todo esto ocurrió porque se quiere hacer olvidar a Santa como fenómeno colectivo, mujer o novela de todos. La gran diferencia entre el cine y la televisión es que el celuloide sí aceptó el desafío lúdico, y con los números musicales de cabaret o los pleitos de pareja se puede hacer una antología fílmica extraordinaria. El final del trayecto lo pondría en la extraordinaria El diablo y la dama, que practica,