Descansa y da gracias
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En un ambiente a veces onírico —forjado por el calor, el cansancio y por la extraña convergencia de lo real y lo ficticio— Carlos se mueve con un solo objetivo: descubrir la verdad y buscar venganza con los pocos instrumentos a su alcance.
Fernando León Solís
Nacido en 1967 en Montoro (Córdoba), Fernando León Solís reside en Glasgow, Escocia, desde 1991. En 2001 obtuvo su doctorado por Glasgow Caledonian University y en la actualidad es director del Departamento de Lenguas de University of the West of Scotland. Autor de numerosos trabajos académicos relacionados con temas de identidad nacional y medios de comunicación, Descansa y da gracias es su primera novela.
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Descansa y da gracias - Fernando León Solís
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Descansa y da gracias
Fernando León Solís
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
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© Fernando León Solís, 2019
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417740733
ISBN eBook: 9788417741754
A mi infatigable madre
y a toda mi familia.
Nemo me impune lacessit
Parte I
Kelvin Record
Glasgow, 9 de agosto de 2001
Esta es la crónica de un caso que vino a mi encuentro sin yo haberlo buscado.
Una noche de agosto una mujer desaparece misteriosamente en un incendio en una sierra lejana. Su hijo de siete años, el único testigo, la ve sumergirse en la oscuridad para no reaparecer jamás. Nadie logra dar una explicación y con el paso del tiempo los hechos pierden vigor y se van desintegrando hasta convertirse en una red de rumores deshilachados que se entrecruzan y se contradicen. Al cabo de los años el asunto adquiere la calidad inverosímil de los cuentos de viejos y pocos parecen acordarse.
Sin embargo, pese al desinterés o la desidia, esta historia sin esclarecer no se resigna a desaparecer para siempre. Un día, por azar, se pone en mi camino. Primero me intriga, luego me atrapa; hasta que, sin poder negarme, sus propios protagonistas me fuerzan a investigar hasta el final, ejerciendo sobre mí una especie de posesión que acaba rigiendo cada uno de mis movimientos.
Mi nombre es Gillian McCormack y les escribo desde Montoro, un pueblo de la Andalucía interior al que les invito a trasladarse para acompañarme en la búsqueda de la verdad sobre esta desaparición ocurrida hace ahora casi veinte años.
Todo empezó con el descubrimiento de este escrito, el punto de partida de esta crónica real:
Vi por última vez a mamá la madrugada del 24 de agosto de 1981. Era la noche de San Bartolomé. Entonces tenía siete años, y ahora tengo trece. Aquella noche, como otros años anteriores, había vuelto a casa con mi farol de sandía sin premio —mamá nunca fue una artista. Después de darme un vaso de leche, me llevó a dormir, se despidió con un beso y apagó la lámpara. Por entre las rendijas de la puerta se colaba la luz del patio, que permaneció encendida unos minutos hasta que se retiró a su cuarto. Mamá había dejado encendido el farol al lado de la cama y en su vientre chisporroteaba la vela que de vez en cuando emitía una serie de chasquidos cortos. Me debí quedar dormido observando la escalera, la luna y el sol que ella misma había decorado en la piel de la sandía la tarde anterior.
En mitad de la noche me sobresaltó el timbre del teléfono. La vela ya se había consumido y el cuarto estaba a oscuras. Me incorporé lentamente y agucé el oído. Desde su cuarto, en el otro extremo del patio, se escuchaba el murmullo de la conversación de mamá con alguien al otro lado del aparato. Asentía con simples monosílabos. Oí abrirse la puerta de su dormitorio y sus pasos empezaron a sonar en dirección al mío. Pensando que yo dormía, se sentó en mi cama y comenzó a acariciarme el cabello y a decir mi nombre para despertarme dulcemente. «Tengo que salir, te llevo a casa de la tía» —me decía. Yo me negaba y ella me daba explicaciones: allí estaría bien hasta que volviera. Pero yo le insistía que quería ir con ella. Finalmente, mis ruegos la emblandecieron.
—Bueno, pues rápido, levántate, que nos están esperando —me dijo mientras buscaba la ropa que había usado la noche anterior.
Era mi primera experiencia de la madrugada. Mientras nos desplazábamos hacía la salida del pueblo, observaba asombrado unas calles que conocía, pero que me parecían ahora desprovistas de vida, petrificadas como por magia. Al final de la Avenida mamá se bajó del coche, se acercó al cuartel de la Guardia Civil y volvió a los pocos minutos. La puerta estaba cerrada y no quería molestar. «Los guardias ya se habrán ido para la sierra» —dijo mientras arrancaba de nuevo el motor. Entonces comprendí que se trataba de uno de esos misteriosos incendios que asolaron los montes aquellos años, aquellos fuegos de los que tanto se susurraba y a los que nunca se encontraba explicación.
Cruzamos el puente y comenzamos a ascender hacia la sierra, dejando el pueblo allí abajo, solo y taciturno. Fuera, las únicas señales de vida eran las luces de las bombillas tristes y polvorientas que colgaban por encima de las puertas de los lagares, cada vez más dispersos a medida que nos adentrábamos en el monte. Los olivos dieron paso a los pinos y la temperatura comenzó a bajar. Mamá alargó su brazo por detrás del asiento, me tocó la rodilla y me dijo «duérmete». Pero la emoción de la noche me mantenía despierto. De vez en cuando se cruzaban conejillos asustados que huían al oír el ruido del motor; otros se nos quedaban mirando quietos, con ojitos de ciego, deslumbrados por los faros del coche. «Mira, Carlos» —decía mamá cada vez que aparecía uno.
Pero según nos internábamos en el bosque, todo se volvió más siniestro. Mamá se rebullía en su asiento y miraba por la ventanilla intentando penetrar la oscuridad con su mirada. Eran palpables los pensamientos de sospecha que se estaban fraguando dentro de su cabeza. «Yo no veo fuego por ningún lado» —dijo extrañada—. «Es raro porque aquí ya huele a jara; y estamos rodeados de pinos. Esto es ya el monte» —recalcó. A pesar de sus suspicacias, continuamos la marcha, serpenteando por el tortuoso trazado de la carretera.
Volvió el silencio, un larguísimo silencio solo interrumpido por el sonido monótono del motor y los resoplidos regulares que provocaba el coche al pasar al lado de los quitamiedos de piedra. Puf, puf, puf, puf. Y el silencio de nuevo. Y la oscuridad. La oscuridad total.
De repente mamá dio un grito y frenó en seco. El motor se le caló. Delante de nosotros, cerca de la cuneta, a menos de cinco metros, una cierva nos miraba con ojos tranquilos y mirada tierna. No parecía asustada; quizás sorprendida de nuestra presencia en mitad de la noche. Balanceaba levemente su cabeza como para observarnos mejor. Permaneció ahí unos instantes, durante los cuales mamá dijo quedamente: «no digas nada, no digas nada». Con pasitos cautelosos la cierva se colocó en la parte central de la calzada y continuó mirándonos. Aquella imagen tan bella y tan misteriosa me alteró y comencé a lloriquear. Mamá intentó confortarme alargando su brazo y acariciándome la rodilla, como lo había hecho antes, pero esta vez no se volvió hacia mí ni me dijo palabras de consuelo. Estaba transfigurada por la visión de aquel ser que parecía querer transmitirle un mensaje al que yo era ajeno.
De repente me sentí solo, como si mamá ya no estuviese allí, como si ya no fuera consciente de mi presencia.
Poco a poco, con la misma cautela con la que se había apoderado del centro de la carretera, con pasitos cortos, la cierva se desplazó hacia el otro extremo. Sin volverse a mirarnos, tomó impulso con sus patas traseras y saltó monte abajo, hacia el terraplén oscuro. Mamá dio un hipido ahogado y por un momento pensé que también lloraba. Antes de que dijese nada más, un cervatillo se colocó atolondradamente delante de nosotros, aún más cerca de lo que había estado su madre. Tenía la misma mirada tierna, pero parecía asustado. Nos observó nerviosamente; luego se volvió hacia atrás; se colocó de nuevo delante de nosotros; giraba sobre sí mismo, perdido… Mamá salió del coche con la intención de ponerlo en el camino de su madre, pero con carreras y saltos de pavor se introdujo por el lugar de donde había salido. «Ha perdido a su madre» —dijo entre dientes.
Antes de ponernos en marcha de nuevo, vi un resplandor entre los árboles. «Ahí hay alguien» —grité. Mamá bajó de nuevo y escudriñó la oscuridad durante unos minutos. «Ahí no hay nadie» —dijo tranquilizándome al entrar en el coche.
Proseguimos la marcha y el monte se fue haciendo más cerrado. Y la tensión más densa. Seguíamos sin ver llamas ni resplandores. «Tengo miedo» —dije— «¿por qué no nos volvemos?» Ella me reprochó no haberme quedado en casa de la tía. «Además» —dijo— «aquí no podemos dar la vuelta, la carretera es demasiado estrecha y hay demasiadas curvas».
Seguimos adentrándonos en la oscuridad y, sin aviso, mamá dejó escapar el pensamiento que la estaba asediando: «esto es una emboscada». Yo no conocía entonces el sentido de esa palabra, pero el terror con que fue pronunciada me hizo dar un brinco y agarrarme a su asiento por la espalda. «Mamá» —balbucí. Pero no pareció oírme.
Me sentí ya abandonado por ella, ignorado, huérfano. Aquella no era mi madre. Era como el personaje de una película, sorda al espectador, viviendo en su propio mundo.
Nada de lo que estaba pasando era real.
Mamá comenzó a hablar en voz alta. «Paramos en esta recta» —dijo—. «Es la última antes de llegar al alto de los Muros y desde allí podré ver dónde está el incendio».
Tras pedirme que me quedara en el coche y que me mantuviera alerta, salió. Esperé quieto, sin decir nada. El olor pegajoso de la jara y los pinos lo invadía todo. Por entre las hierbas se oían bichos que se arrastraban y desde la lejanía llegaba el chirrido de los grillos. A través del parabrisas yo veía a mamá. Varias veces se alejó hasta la frontera difusa que formaba el haz de luz de los faros del coche, que iluminaban su blusa blanca. Se mantuvo de pie un rato, con la mano derecha apretándose la frente, como para poner freno a los pensamientos que se revolvían en su mente. De pronto su cuerpo se relajó levemente y su cabeza se irguió con orgullo. Yo supe que en aquel momento había tomado la decisión de seguir adelante. Entró en el coche, se sentó a mi lado y me dijo: «Carlos, no te muevas de aquí por nada del mundo. Si gritas te oiré, no son más de trescientos metros». Me dio un beso fuerte en la frente, un beso que recibí con los brazos caídos porque aquella era una impostora que se hacía pasar por mi madre y sus palabras no significaban nada, no eran reales. El ciervo atravesado en la carretera, el misterio de la noche, el comportamiento extraño de mamá… todo aquello me hacía pensar que nada estaba pasando en realidad, que estaba viviendo un engaño.
La vi alejarse iluminada por la luz de los faros, que parecían impulsarla hacia adelante con su potencia. Su paso era rápido, casi un trote. Viéndose abocada a la noche, paró y se giró hacia mí; pero no podía verme, deslumbrada como estaba, con la misma mirada perdida de los conejillos que se nos habían atravesado en la carretera. Volvió a girarse lentamente y haciendo acopio de valor, se lanzó hacia la oscuridad, mezclándose con la noche como un espectro.
Permanecí sentado con el cuerpo inclinado entre los dos asientos delanteros. Los chirridos de los grillos atravesaban los cristales y por entre los pinos se veían flotar las luciérnagas. Estaba tranquilo por saber que no había nada que temer, porque aquello era un mal sueño del que despertaría en casa junto al farol que mamá había tallado para mí la tarde anterior. La vi sentada de nuevo, con la sandía entre sus piernas, vaciándola con dificultad para luego tallar sobre la piel la escalera, el sol y la luna. Aquella era mi madre, no la mujer que había entrado en la oscuridad del monte. Pero cuando mi certeza se desvanecía, una oleada de terror me erizaba todo el cuerpo. Como un poseído, golpeaba los asientos y los cristales y gritaba. No eran gritos de socorro sino de furia. Podía abrir la puerta y salir al monte, pero para qué. Ahí fuera solo estaba el devenir estático de la naturaleza, ajena y boba. Los pinos, las luciérnagas, la dulzura oleosa de la jara, el perfume del romero… todo me era inútil.
La rabia me acababa agotando y me hacía caer fatigado sobre el asiento. Entonces volvía de nuevo la certidumbre de que lo que estaba pasando no era real. Me encontraba solo en un bosque encantado, como en los cuentos; pero en esta historia no era el hijo sino la madre la que se perdía.
Cuando aún era noche cerrada, un golpe en el coche me despertó. Me incorporé expectante. Mientras escudriñaba por una de las ventanillas, vi que algo se movía a la luz de los faros. La imagen espectral del cervatillo perdido cruzó lentamente a unos metros del coche, por donde las luces ya apenas tenían potencia. No se volvió, no me miró, solo pasó por los márgenes del triángulo luminoso y desapareció. Una cólera inmensa se volvió a apoderar de mí, abrí la ventana y chillé a todo pulmón las primeras palabrotas de mi vida: «Hijo de puta. Hijos de puta. Hija de puta». Las dirigía a todo lo que me rodeaba en el monte, por regodearse en su inutilidad; y a mi madre, que me había abandonado. Estos exabruptos me dejaron de nuevo agotado, sin aliento, con la cabeza gacha entre los dos asientos delanteros. «Hijos de puta» —seguí musitando como una plegaria demoniaca.
Al despertarme, la oscuridad era total. Salté al asiento del conductor e intenté encender los faros del coche, pero ninguno de los mandos respondía. Luego sabría que la batería se había agotado, pero en aquel momento pensé que mamá había vuelto, que ella misma había apagado las luces y que andaba fuera esperando a que yo despertase. Salí del coche y comencé a llamarla, sin miedo, con la seguridad de que no era un personaje irreal de una pesadilla, sino mamá. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, di unos pasos hacia el otro extremo de la carretera. Entonces vi el fulgor anaranjado del fuego, la primera pieza que conectaba la noche anterior con lo que ocurría ahora. Mamá pronto estaría conmigo ahora que el fuego estaba localizado, saldríamos de aquel bosque extraño y volveríamos a la normalidad.
Pero el tiempo pasaba y nadie aparecía. El incendio continuaba allá dentro, en el valle, del que emergían resplandores sobre los que flotaban indolentes las pavesas.
El color del fuego comenzó a perder intensidad a medida que la luz blanca del amanecer iba dando forma clara a las siluetas que las llamas solo habían dejado entrever. Poco a poco, delante de mis ojos, allí abajo en la hondonada, se fueron perfilando las dos lomas idénticas que todo el mundo llama Las Tetas de la Reina. Ajenas a lo que había ocurrido aquella noche, se desperezaban, ignorantes de que su belleza corría peligro de muerte.
Tiritando de frío y de miedo me volví al coche, cerré las ventanas y me cubrí los ojos y los oídos como pude.
Un reguero de baba me caía por la boca cuando me despertaron unos golpes sordos sobre el cristal. «Sácalo de ahí, vamos» —gritó uno de los guardias. El otro abrió la puerta derecha, más cercana a la cuneta, me levantó, me colocó contra su pecho y avanzó carretera abajo precipitadamente. Al alzar la mirada vi que el fuego exhalaba chispas diabólicamente, como si salieran de un volcán. Varios coches de policía aparcados en hilera emitían luces de emergencia y de sus sistemas de radio llegaban sonidos metálicos de conversaciones lejanas. De uno de los coches emergió un policía local que intentó calmar los ánimos diciendo que los bomberos estarían allí en diez minutos. «¡Mete ya a ese niño en el coche!» —ordenó alguien con voz de jefe. Me metieron en el vehículo de la patrulla y se largaron. No podían verme, pero yo a ellos sí. Los guardias deambulaban de un lado para otro mirando sus relojes, llevándose las manos a la cabeza o asomándose al valle para ver, impotentes, cómo el fuego seguía su curso de destrozo.
Concluí que el mundo se había vuelto mudo. El policía que me había transportado movía los labios, pero sus palabras no se oían. Extrañamente, en aquel silencio total, las pavesas que flotaban en el aire emitían una bonita sinfonía en mi cabeza.
Me despertaron de nuevo las palabras de tía María, dando las gracias a los guardias que me había llevado a su casa. «Para lo que usted mande» —dijo uno de los hombres con deferencia militar. Yo preguntaba por mamá y quería ir a mi propia casa. Quería asegurarme de que nada de lo que había pasado era cierto. Crucé el portal y el patio y corrí hacia mi cuarto, donde esperaba verme a mí mismo, durmiendo plácidamente agarrado a la almohada, como mamá decía que me encontraba siempre por las mañanas. Abrí la puerta de golpe, haciendo el mayor ruido posible para así despertarme a mí mismo de aquella pesadilla que se alargaba demasiado. Pero allí no había nadie a quien despertar. Sobre la cama deshecha no estaba yo, sino las dos piezas de mi pijama de verano, como la piel de una serpiente. Y el olor ácido y frío de la vela extinta de mi farol. Me arrojé a la cama; lloraba, pataleaba y preguntaba: «¿Dónde está mamá?». Repetí esa plegaria durante horas, durante días, durante semanas…
Por aquel entonces tía María solo pasaba aquí los meses de julio y agosto, pero aquel año no volvió a su lugar de trabajo hasta decidir qué se hacía de mí. Confiados en la facilidad de adaptación de los críos, se esperaba que con la vuelta a la rutina del colegio yo pasaría página al dolor; pero se ignoraba la maldad de los otros niños para ahondar en el sufrimiento de los demás. «Esto no puede seguir así, esto no puede seguir así», oí repetir a tía María, que luchó por llevarme con ella. Pero finalmente se decidió que mi sitio estaba en Córdoba con la prima de mamá, tía Paz, y tío Juan. Y con el primo Álvaro.
Pese a los esfuerzos de tía María, me sentía abandonado y defraudado por no haber conseguido que yo estuviese con ella. «Es lo mejor para ti», fue toda la explicación que recibí. En Córdoba me sentía como un pájaro encerrado en una jaula cubierta con un trapo negro. Aquellas cortinas gruesas siempre corridas, las risas de los niños que jugaban en la calle y que parecían tan lejanas; mi tío siempre furioso y displicente; el desprecio constante de Álvaro; el llanto desconsolado de tía Paz… Tía Paz, siempre tan erguida y orgullosa ante todos, en realidad estaba postrada ante la frustración y el dolor en la soledad de su cuarto. «Haz el favor de callarte» —le gritaba tío Juan cuando volvía a casa; «haz el favor de callarte» —le ordenaba también su hijo Álvaro cuando le venía en gana.
Una tarde sonó el timbre de la puerta. Por lo intempestivo de la hora y por la propia rareza de las visitas, hubo un revuelo en el pasillo. Entreabrí la puerta y observé. La chica interna acercó el ojo a la mirilla, abrió la puerta, y tras unos segundos contestó: «El señor no está en casa». Luego asintió a algo que le decían y cerró. Al cabo de unos minutos volvió y dejó entrar a un muchacho. La sirvienta se acercó de nuevo y le preguntó algo inaudible. Pero la respuesta fue clara: «Dígale que ha venido Manolo de la Dehesa». Tía Paz no tardó en llegar. Se trasladaron al salón y yo tras ellos sin hacerme notar. «Señora, vengo a traerle esto a su marido» —decía Manolo con la voz potente y el tono servicial de la gente del campo. Las respuestas de tía Paz, absorbidas por los densos cortinajes,