El ruido de las bestias
Por Laszlo Umbría
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El ruido de las bestias - Laszlo Umbría
El ruido de las bestias es una compilación de cinco relatos largos: «Exilio por encima de las luces», «Las añadas», «El azar desde esta altura», «Muerte y resurrección de un ciervo» y el que da título a este volumen. En ellos se exploran desde distintas perspectivas emociones humanas profundas, cercanas a los aspectos extremos de nuestra naturaleza y que suelen ser difícilmente analizables. Sin embargo, en esta obra, Laszlo Umbría logra conectar con ellas con gran elegancia y, sobre todo, con la eficacia de los grandes narradores. Empleando diferentes puntos de vista y escenarios temporales, y jugando en los límites entre realidad y ficción, construye cada relato como un puzle cuyas piezas irá uniendo el lector hasta construir un todo que no le dejará indiferente.
El ruido de las bestias
Ignacio Blasco Amo
www.edicionesoblicuas.com
El ruido de las bestias
© 2019, Ignacio Blasco Amo
© 2019, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
ISBN edición ebook: 978-84-17709-57-0
ISBN edición papel: 978-84-17709-56-3
Primera edición: junio de 2019
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
www.edicionesoblicuas.com
Contenido
Exilio por encima de las luces
Las añadas
El azar desde esta altura
Muerte y resurrección de un ciervo
El ruido de las bestias
El autor
A mi tribu, que no se rinde
A la larga existía muy poca diferencia
entre lo que ocurría en la realidad
y lo que inventaba la mente,
porque en ambas cosas habitaba lo real.
El Cazador de Búfalos
Peter Straub
Así, casi sin darme cuenta, fui más allá del borde…
El Continuo de Gernsback
William Gibson
Exilio por encima de las luces
El horizonte desde el piso setenta y siete es apacible y plano como el encefalograma de un muerto reciente. El amplio ventanal de la suite domina el mar de niebla que se ha ido formando alrededor de los edificios más bajos del distrito a lo largo de la tarde. Una niebla fina y deshilachada, como jirones de piel muerta, vapores azulados de cigarrillo sin filtro. Las calles difusas todavía pueden adivinarse muy abajo. De pie ante el espectáculo, Stefan es una efigie, una ordenación concreta y hermosa de los átomos. Una aparición. Es de noche y sus ojos enrojecidos recorren el paisaje más allá de los reflejos de los rascacielos próximos. El pelo rubio y lacio le cae sobre los ojos mientras su visión se pierde en la oscuridad teñida de resplandores lejanos. Está descalzo sobre la moqueta y puede sentir la cómoda placidez que emana de ese suelo tan caro, de los pequeños detalles minimalistas que recorren la habitación, oscura y amplia. En el ambiente cargado, advierte un aroma a flujos de capital que le reconforta, que sacia por un momento su hambre y despeja las dudas, refuerza su manera de estar en el mundo. También le reconforta saber que en todo momento su postura es la correcta para que alguien le haga una foto de improviso, y él salga exactamente como es debido. Pero la sensación de confort solo dura un momento. Como todo lo demás.
La enorme pantalla de cristal líquido que hace las veces de televisión atruena desde un hueco abierto en la pared. Nadie le presta atención. Hay negro en las colchas, negro en las cortinas, negro en la camiseta de marca del chico, perfectamente manufacturada por pequeñas manos pakistaníes. Negro negrísimo y espeso en el rímel de las indolentes pestañas de Cecilia, quien se ha dejado caer en la cama, y ahora se remueve como un animal perezoso tras él, todavía despierta, pero en otro mundo. Stefan tampoco puede dormir. Y, aunque pudiera, el miedo a no volver a despertar sería demasiado grande. Está tan asustado que el cuerpo le duele, que ni siquiera se atreve a moverse. Protegidos por las sombras, ojos sin rostro le observan y controlan sus movimientos. Casi puede sentir el filo del cuchillo posarse delicado en su garganta y atravesar la carne. La espada pender sobre su cabeza. Él está ahí afuera, acechando desde algún rincón, tras cualquier esquina al abrigo de miradas indiscretas. El pánico le agarra la garganta y Stefan se esfuerza en empujarlo de nuevo hacia las profundidades de su estómago.
Cecilia procede de una familia con lejanos ascendentes latinos. De ahí su nombre y sus rasgos lozanos y apetecibles, su despreocupada voluptuosidad, su largo pelo ondulado negro como el tizón y ojos a juego y carne en las caderas y esa piel morena de apariencia tan cogedora. Criada, por otra parte, en varias ciudades de Europa, educada a trompicones en varias escuelas de mala muerte e hija de unos padres buscavidas siempre en tránsito, su carácter pertenece a cualquier parte y a quien sea que le permita entregarse al placer y le proporcione remedios que atenúen por un tiempo su zozobra.
Stefan, por su parte, fue educado siguiendo un laxo plan postprotestante por su entregada madre y su distante padre en el seno de una riquísima familia noruega de rancio abolengo. Su abuelo paterno levantó de la nada un imperio del transporte que a día de hoy cuenta con varias aerolíneas, un servicio de jets privados, rutas de cruceros y oficinas de alquiler de coches de lujo por toda Europa. A pesar de sus riquezas, Stefan entendió pronto que no es de buen gusto hablar de dinero, y que el mundo es un lugar jodido para la mayoría, y desde entonces ha pasado la vida intentando esconder a toda costa su condición, agobiado por el peso de la culpa. A sus veintitrés años, su vida puede resumirse en viajes y clases de esquí, inercia y vicio, fiestas eternas, notas mediocres. Una vez dejó embarazada a una chica de cuyo nombre ahora ni se acuerda, y el dinero de sus padres hizo magia. Cuando piensa en aquello se siente lejanamente culpable, como cuando, siendo apenas un adolescente, se tocaba mirando el culo de una de las mujeres de la limpieza que solía venir a su casa.
No todo es tragedia, sin embargo. Aunque la mayor parte de su vida se la ha pasado escondiéndose de la mirada de los demás, deseando que todo el mundo le deje en paz, y consumido por una inconfesable ansiedad, de tanto en cuanto esporádicos flashes de felicidad solitaria le atraviesan el cráneo. Recuerda, un día cualquiera, haber pasado horas ciego de ácido en el despacho de su padre, oscuro y amplio y con olor a maderas nobles, consultando datos y albaranes de la empresa familiar obsesivamente bajo una pequeña lámpara de bajo consumo, tratando de encontrar, en la precisión de aquellos datos y sus infinitas combinaciones, la ordenación exacta del universo. A veces se pregunta si no se habrá quedado para siempre en esa tarde en el despacho y el porqué de ese ademán nervioso que le obliga a consultar el reloj cada dos minutos y medio. Aunque lo cierto es que desde que se juntó con Cecilia el orden del Cosmos ha pasado a ser la menor de sus preocupaciones.
Se conocieron hará cosa de un año en un bar de Oslo lleno de gente vestida a la última moda de hace cincuenta años. El universo hizo clic: la música discretamente lasciva y sanamente despreocupada y las luces bajas, y en cada cara sonrisas, en cada boca colmillos de animal en celo, y las camisetas descoloridas en su justa medida y los perfectos desperfectos en sus pantalones, y Cecilia y Stefan se ponen a bailar, sus cuerpos se rozan y ZAS, el secreto y atroz aburrimiento que es su auténtica fuerza motriz se encarga del resto. Poco después viajaban por el mundo aprovechando la enorme fortuna de hijo único resentido del chico.
Ninguno de los dos tiene una ocupación estable, ni ha acabado ninguno de los estudios en los que alguna vez vagamente estuvieron involucrados. Y, sobre todo, no les preocupa renunciar a nada de lo que han conocido hasta entonces. Ella busca y descree, él huye y reniega. Ambos llevan gasolina encima como para quemar un millón de puentes. Les ha tocado ser jóvenes en una época en la cual un lugar parece solo una copia de cualquier otro, y han asumido casi por inercia que el lugar en el que están es siempre el único en el que podrían estar, que el destino provee, siempre que en ningún momento detengan su marcha, que sigan siempre avanzando. Su ansia de escapar los ha llevado a malgastar los días en un hotel que todo lo que tiene de alto lo tiene de caro, y que a esas horas está tan silencioso que bien podría en realidad tratarse de algún tipo de estación orbital. Las luces abajo son tenues antorchas de neón. Al compás de la niebla que se va espesando, las estructuras de acero y cristal de los edificios se dibujan y desdibujan, amarillo limón, blanco apátrida, titilar de fluorescentes que crujen. Es su primera vez en Tokio, y Stefan nunca había visto rascacielos tan altos e impersonales, como enérgicos monumentos a la indiferencia cósmica. Durante las pocas horas que invirtieron en recorrer las calles y conseguir provisiones, se sintió abrumado por la amabilidad casi suicida de los japoneses, aturdido por el incansable tráfico de personas a su alrededor y sus miradas en piloto automático. Por eso no se sintió cómodo hasta que pudieron refugiarse en la habitación del hotel. Porque en realidad le da igual Tokio y le aterra la gente. Los trayectos ya no tienen importancia, allí la conexión a Internet es ultrarrápida.
Han pasado tres días sin salir del cuarto, malgastando carretes de Polaroid y encargando al servicio de habitaciones toneladas de comida que ni siquiera tienen ganas de probar y que ahora se acumula en bandejas de plata por el suelo. Stefan hace semanas que apenas come. Cecilia alterna episodios de bulimia con otros ratos en los que siente el estómago cerrado de puro exceso. Han consumido mucho alcohol, cocaína y Valium de una manera totalmente desapasionada, casi porque sí, porque se lo pueden permitir.
Plantado todavía frente a la ventana como una melancólica estrella del rock, Stefan tiene un espasmo en la nuca cuando alguien llama a la puerta. Echa un vistazo al resplandor sanguinolento del desproporcionado reloj digital adosado a la pared encima de la cama, como un moderno y burlesco crucifijo nipón. Es muy tarde. Los altavoces del televisor, discretamente camuflados, llenan su cabeza con la voz maquinal e insectoide del presentador del canal de informativos. Le tiemblan los labios mientras se aparta el flequillo de los ojos con demoniaca renuncia. El timbre vuelve a sonar. Echa una mirada de reojo a Cecilia, que se retuerce silenciosa bajo las sábanas; su cuerpo, un gran parpadeo legañoso; en sus gestos, una cierta cualidad de reptil somnoliento. Stefan se da cuenta de que está sudando bajo la camiseta, y que tiene las pupilas disparadas. Se acerca hacia la puerta lentamente, notando el temblor en las piernas y la cabeza a rebosar de imágenes violentas: catanas oxidadas atravesando la carne, estrellas ninja clavadas en la córnea, tripas fuera. La náusea se le engancha a la garganta. La sombra que le sigue a todas partes viene a cobrarse su venganza. El ronin, el destructor de Imperios. Aquel al que llaman Shinji.
Por fin, Stefan apoya la mejilla en la puerta, tranquilizadoramente fría. «¿Sí?», pregunta, con voz resquebrajada. Un par de segundos de espera durante los cuales está a punto de vomitar. La voz al otro lado chapurrea un amable y torpe inglés. «¿Could you please, turn down tv volume, please, sir?». Que baje el volumen de la tele, dice el colega. Stefan suda como un condenado, siente el pelo grasiento pegándose a su frente tan blanca y limpia de acné. Cree musitar un «claro» que en realidad nunca llega a salir de su boca, mientras se acerca al enorme monitor y se pierde un segundo en la corbata imposible del hombre del tiempo antes de pulsar el botón de apagado. Se deja caer en la cama con el corazón silbando, mientras el enorme monitor le devuelve una mirada negra y vacía.
Dos días antes, en pleno cuelgue de tranquilizantes, con los ojos danzando por el techo, lejanamente inquieto por la manera en la que las luces del amanecer temprano se cuelan en la habitación, con Cecilia medio vestida a su lado y él acariciándose pesadamente la pelusilla del vientre desnudo mientras mastica un muslo de pollo, la televisión internacional atruena con toda la potencia del dolby surround, y baña la penumbra de un barniz eléctrico: Matanza en el centro de Tokio. Un joven desequilibrado provoca el pánico en el distrito de Chiyoda. Al parecer, primero atropelló a dos grupos de peatones en un turismo alquilado para, acto seguido, salir de su coche y comenzar a acuchillar indiscriminadamente a todo aquel que le salía al paso hasta que fue reducido por la policía. Tras su detención afirmó que «el fin estaba próximo, y antes quería saber cómo era eso de matar a alguien». Por el momento son once las víctimas mortales y siete los heridos, dos de los cuales continúan en estado crítico.
A Stefan se le atasca el pedazo de carne correosa en la tráquea y empieza a toser, tan fuerte que se cae de la cama. Cecilia murmura que deje de hacer ruido. «Cállate, estúpida», suelta él entre dientes, recuperando el resuello, escupiendo trozos de grasa y cartílago sobre la moqueta. Se acerca a la mesita de noche, y con manos temblonas y pringosas esparce el contenido blanco de un pequeño cilindro de plástico que corría por allí directamente encima del cristal del mueble. Parte de la cocaína cae al suelo. Stefan prepara un par de rayas gruesas y largas como babosas y las aspira con urgencia de epiléptico. Se da palmadas en su perfecta nariz nórdica mientras cierra los ojos. Cuando vuelve a abrirlos parece cobrar consciencia real de dónde se encuentra. «Hazme una a mí también», susurra Cecilia. La cansina e inagotable lascivia de la chica le excita de pronto. Le prepara un tiro mientras retira con los dedos manchados todavía el polvo que ha quedado sobre la moqueta y se lo unta por las encías, frenético. Subido de nuevo a la cama, le acerca el espejo a Cecilia, que se incorpora como si su cuerpo no fuera su cuerpo y aspira con presteza, diligente como el alumno aplicado realiza la tarea que le toca. Stefan aparta el espejo y, repentinamente cachondo, con un relámpago entre las sienes y el corazón bombeando sangre con fuerza hacia su ávida entrepierna (su sangre, la sangre de las víctimas, de los muertos, de las espadas samurái), sujeta entre las manos la cara de Cecilia como quien sujeta un trofeo o un ansiado fruto o una pieza de caza y la besa, la besa interminablemente, la quiere o más bien la codicia, la ansía, la teme, le arranca la escasa ropa que viste en un par de agresivos movimientos y, bajándole las bragas hasta un poco por debajo de la rodilla, la penetra con fuerza, una y otra vez, mientras ella arquea la espalda, traspasada de pronto por relámpagos de origen desconocido. Una tormenta incomprensible y definitiva e inexcusable como la muerte. Tras unas pocas embestidas, Stefan eyacula en su interior furiosamente, lanzando su rabioso esperma a recorrer la ingrata cavidad de un útero aterrado por la sola idea de dar a luz.
Es de día. Stefan despierta sobresaltado de un sueño en el que él era el nuevo Emperador de Escandinavia y su afición favorita, además de cazar ciervos a cañonazos solo por el placer de hacerlos reventar, era obligar a las familias de su Reino a sacrificar a sus hijos recién nacidos. Había dado órdenes a sus hermosos y elegantes lacayos, vestidos con libreas relucientes, de llevarlos a palacio cuando todavía estaban tiernos, justo después de arrancarlos de los brazos de sus madres. Acto seguido los cocineros reales hervían sus pequeños cuerpos en enormes marmitas en profundas cocinas subterráneas. Nada le sienta mejor al cutis que la carne y los fluidos de los neonatos. Lo mejor del sueño era que todos sus súbditos en realidad le adoraban por haberles librado de la molestia de criar a aquellos seres molestos y egoístas llamados bebés.
Al despertar, tarda unos segundos en recordar dónde se encuentra. De pronto una imagen: él jugando con la nieve en su casa de retiro familiar. Los inviernos en Noruega son, aun en el mundo tropical en que vivimos, bastante duros. Pero lo son un poco menos si tu casa tiene calefacción soterrada bajo el parqué, sauna con jacuzzi y personas a tu servicio. No echa de menos su infancia, pero hace tiempo que jugar con la nieve no le produce especial placer, y, por un instante fugaz, eso le molesta. A la fracción de segundo siguiente, la imagen de Cecilia mordisqueando una tostada, de pie junto a la ventana (maldita ventana, piensa), se dibuja en sus pupilas. Se levanta con la cabeza embotada. Acercándose a ella decide, en un súbito impulso esteticista, tener un gesto cariñoso y abrazarla, poniendo la barbilla sobre su hombro derecho. La nota fría, en la actitud y la temperatura. La besa en la mejilla carnosa, vagamente lívida ahora, pálido el tono cacao que la hacía tan apetecible. Ella mira al exterior con desacostumbrada intensidad, como si tratara de adivinar algo que está a punto de emerger entre la niebla espesa, espuma bajo la fría luz de la mañana. «Es increíble. No se ve nada», dice Cecilia con cierto deleite. Da un par de mordiscos más a la tostada y la tira al suelo, junto a una pila de restos de comida a medio terminar, temblones bajo la luz azulada. Él gime, por toda respuesta. Hacen tan buena pareja a pesar de la resaca que uno, al verlos, casi puede sentir ese pellizco de placer fúnebre que emana de los anuncios de ropa y perfumes, con sus modelos siempre al borde de la inanición y la muerte espiritual. Como androides perfectos y gloriosos desempeñando una tarea humana de forma demasiado exquisita. «¿Cómo eras de pequeña?», pregunta Stefan, llevado por la curiosidad. Cecilia echa la mano hacia atrás por encima del hombro y le acaricia la coronilla. «¿Para qué?», pregunta ella, con la vista fija en la niebla (la conversación se mantiene entre susurros, suspiros, bocas y orejas entrelazadas). «No hay mucho que contar», su voz suena espesa, como grabada en una cinta vieja. «El pasado me hace pensar en jaulas y bozales, en ciénagas, en arenas movedizas», suelta, su voz parecida al alquitrán, ensuciando todo lo que toca. «Es como si una jamás pudiera escapar de él, y, cuanto más se mueve, peor le va». Arrastra las sílabas mientras deja caer la cabeza hacia atrás, reposando su peso en el hombro de ex atleta rubio de Stefan (cuatro medallas en los dos años que estuvo en el equipo de cross del instituto). El chico no dice nada. Es difícil comunicarse con una persona a través del filtro de la droga, especialmente cuando uno no está seguro de sus propios mecanismos mentales. Aun así, la odia lejanamente por ser siempre tan hermética, tan esquiva, tan hermosa y perversa, volátil, empeñada solo en avanzar y avanzar y avanzar y en el punto culminante del mayor cuelgue de su vida, quizás estamparse contra una pared, rajarse el cuello, quemarlo todo. Pero la huida se hace difícil en un mundo permanentemente conectado, y además ella nunca tendrá el valor suficiente para hacer algo así. Cecilia lo sabe, y se detesta a sí misma por ello. La chica se zafa del abrazo, da un par de saltitos y conecta su reproductor de mp3. Los pequeños altavoces empiezan a despedir melodías maléficas y ritmos endiabladamente rápidos. Elevándose por encima del caos, una voz a la vez chillona y gutural, que parece salida de lo más profundo de una pesadilla. La voz de Mammoth, otra vez. A Cecilia le encantan ese tipo y su banda Kotard. Parecen ser para ella verdad revelada, una guía en la oscuridad hecha de más oscuridad. Su disco es lo único que ha escuchado en las últimas semanas. A Stefan le pareció bien al principio, pero a estas alturas lo odia, y cuando la chica se pone a bailar por la sala al son de esa música imposible, se siente muy solo. La mira desconcertado, rabioso, tenso en la mandíbula. «¿Por qué no quieres contármelo?», casi implora, apoyado contra el ventanal. La niebla es tan espesa que apenas pueden distinguirse los contornos de los edificios a lo lejos. «Eres un coñazo, ven a bailar», dice ella deslizando los pies descalzos sobre la moqueta, suave como el beso de una American Express, los pulgares acariciando las fibras beige, que combinan bien con el color berenjena de sus uñas, los brazos a los lados del cuerpo, trozos de carne tumefacta girando en el aire sin demasiado ímpetu. Stefan la observa. La observa a conciencia. «¿Por qué no quiere hablar?», se pregunta. «¿De qué está intentando distraerme? ¿Qué me esconde? ¿Qué es lo que quiere?». Se frota la cara para comprobar que todavía le corre la sangre por las venas. Siente todas esas preguntas aguijoneándole las sienes, golpeando en el fondo del paladar. En ese mismo momento le parece verla sonreír. La quiere. Le tiene miedo y no la conoce en realidad, pero la quiere. O al menos se siente impulsado a hacer algo por ella, algo importante, que cambie su vida. Pero no sabe qué. Quiere salvarla, sacarla de allá donde esté. Quiere salvarse (¿salvarse de qué, de quién?), pero no sabe cómo. Más allá de la ventana, el mundo es gris marengo.
Cecilia no tiene sueños normales ni nunca los tuvo. Cuando era pequeña, le gustaba imaginarse que su mente era el fondo de un pozo, un pozo antiguo, lleno de musgo y fauna subterránea, y que de aquellas profundidades podía emerger cualquier cosa. Incluido un terror tal que lo cambiase todo para siempre. Por eso está convencida de que siempre supo que al mundo que conoce no puede quedarle mucho tiempo. Claro que, cuando era niña y se dedicaba a seguir a sus padres-veleta de un lado a otro como un fardo de equipaje, solo podía intuirlo. Era un rumor en el aire, viejos presagios captados por ojos nuevos. Un poco más tarde, ya de adolescente, lo tuvo más claro. Si se atrevió a dejarlo todo atrás fue porque la sospecha había crecido en su interior hasta hacerse casi corpórea. Ahora que ha cumplido esa edad indeterminada en la que los jóvenes parecen lanzados a convertirse en adultos a la fuerza y la responsabilidad de labrarse un futuro es lo único que existe, lo sabe a ciencia cierta. Piensa que las señales de un próximo Apocalipsis están ahí afuera para todo aquel que esté dispuesto a reconocerlas. Y tanto se ha acostumbrado a la idea que no le inquieta demasiado pensar en un hipotético final. Al contrario, le preocupa mucho más pensar que las cosas puedan seguir igual indefinidamente, en ese equilibrio precario de los humanos, entre la supervivencia de la especie y su destrucción completa. Está impaciente por ver cómo acabaremos con nosotros mismos. Mientras tanto aguarda, avanza, se deja llevar. Los paisajes son para ella decorados; los cuartos, dioramas. Tokio no es más que una prolongación desmedida de un momento muerto. El hotel, una atalaya desde la cual entregarse en cuerpo y alma al vértigo del nihilismo. Hay una cierta voluptuosidad lasciva en esa espera, lo cual no quita para que a veces le pueda la impaciencia ante el lento avance de los días. Especialmente desde que se dio cuenta de que en realidad nunca podrá querer a Stefan, ni quizás a nadie. «Pobre Stefan, es tan tonto», piensa a menudo. A veces le gustaría hacerle sangrar, solo por el placer de observarse por un instante orgásmico reflejada dentro de sus ojos aterrados.
Lo que Cecilia no sabe es que la ciudad en la que ahora se refugia se asienta sobre una unión de fracturas tectónicas que, en cualquier momento, pueden provocar un terrible terremoto que la reduzca a cenizas, tragada por las fauces hambrientas de la tierra. Lo llaman el Big One. El Grande. El Definitivo. El que borrará Tokio del mapa con sus habitantes dentro. Se le espera desde hace años. Nadie sabe a ciencia cierta si llegará alguna vez. Seguro que, conociendo ese dato, Cecilia ya se sentiría aliviada. La tranquilizadora y abstracta posibilidad de un retorno al punto cero. Perfecta alternativa para alguien que vive en el limbo, a camino entre varios mundos.
Pero no lo sabe,