Memoria de dos lluvias
Por Alejo Piovano
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El que un joven fervoroso descubra las tablas y resuelva consagrarles todas sus fuerzas forma parte, si no de lo habitual, al menos de lo esperable. El actor ya maduro reflexiona acerca de su oficio, fantasea con el legado de Shakespeare, medita sobre la ambición y sobre la frustración que inevitablemente la acompaña, se conmueve ante los pequeños y grandes personajes, entre pícaros y enternecedores, que deambulan por ese otro barrio que es el teatro. La meditación sobre la grandeza y decadencia del arte al que se ha dedicado se torna meditación sobre el tiempo. La sabiduría ha llegado. Pero lo inesperado llega también, y por carriles extraños. Al avanzar en años, el comediante se transforma en otro.
Nada de raro tendría, puesto que representar papeles significa meterse en la piel ajena. Este, sin embargo, es un caso especial: ¿quién habría imaginado que el protagonista, abierto o secreto, de estas historias jugosas, poéticas y melancólicas, adoptaría un turbador parecido con Papá Noel, y que grandes y chicos, en cada Navidad, se quedarían con los ojos redondos al verlo aparecer? No es sencillo saberse el sosías de un ser legendario, y quizás no tan imaginario como parece, que despierta risa y cariño.
El hombre de teatro se encuentra ante una encrucijada con tres caminos: o trata de borrar la semejanza, o se limita a instrumentarla "haciendo de Papá Noel" en alguna fiesta, o profundiza en ella hasta convertirla en destino. El camino elegido es el tercero. De ahí la originalidad y la gracia de estos cuentos, basados en una experiencia real, donde el autor nos muestra los alcances de su elección: hacerse cargo de su aspecto es negarse a desengañar a quienes creen en él, suscitar la esperanza de los otros es volverla suya, representar al hombre redondo y bondadoso vestido de rojo es perder alegremente los límites entre la propia identidad y la del distribuidor de sueños y regalos. "Memoria de dos lluvias' contiene una enseñanza que se resume en una palabra cargada de dolor, de amor, de rebeldía, una palabra que Rilke colocaba por encima de todas las otras: aceptación.
Alicia Dujovne Ortiz
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Memoria de dos lluvias - Alejo Piovano
editor.
Presentación
Alejo Piovano ha tenido una larga carrera en grupos y publicaciones literarios.
Estrenó obras teatrales de su autoría como Apocaliptosis (Di Tella 67), Ceremonia del Segundo Nacimiento (CACYV 73) y Construcción Cotidiana de una gira europea.
Algunas de sus obreas fueron presentadas en Nueva York, Londres, París y Amsterdam.
Como actor y director teatral ha participado de numerosas puestas en escena.
Publicó cuentos y crítica teatral en La Opinión, Barrilete, Meridiano 70, El Búho y Generación Abierta.
Con Memorias de dos lluvias hace su entrada en la narrativa con dos ciclos de cuentos de entrañable factura con temas de nuestra época que adquieren su peculiar visión.
Prólogo
La lluvia del comienzo no es la misma que la del final. Entre el jardín con caracoles de la infancia, y el viejo barrio con los vecinos que sacan la silla a la vereda, hoy convertido en nido de narcotraficantes, se extiende el territorio de una vida llena de acontecimientos, algunos sorprendentes. El que un joven fervoroso descubra las tablas y resuelva consagrarles todas sus fuerzas forma parte, si no de lo habitual, al menos de lo esperable. El actor ya maduro reflexiona acerca de su oficio, fantasea con el legado de Shakespeare, medita sobre la ambición y sobre la frustración que inevitablemente la acompaña, se conmueve ante los pequeños y grandes personajes, entre pícaros y enternecedores, que deambulan por ese otro barrio que es el teatro. La meditación sobre la grandeza y decadencia del arte al que se ha dedicado se torna meditación sobre el tiempo. La sabiduría ha llegado. Pero lo inesperado llega también, y por carriles extraños. Al avanzar en años, el comediante se transforma en otro. Nada de raro tendría, puesto que representar papeles significa meterse en la piel ajena. Este, sin embargo, es un caso especial: ¿quién habría imaginado que el protagonista, abierto o secreto, de estas historias jugosas, poéticas y melancólicas, adoptaría un turbador parecido con Papá Noel, y que grandes y chicos, en cada Navidad, se quedarían con los ojos redondos al verlo aparecer? No es sencillo saberse el sosías de un ser legendario, y quizás no tan imaginario como parece, que despierta risa y cariño. El hombre de teatro se encuentra ante una encrucijada con tres caminos: o trata de borrar la semejanza, o se limita a instrumentarla haciendo de Papá Noel
en alguna fiesta, o profundiza en ella hasta convertirla en destino. El camino elegido es el tercero. De ahí la originalidad y la gracia de estos cuentos, basados en una experiencia real, donde el autor nos muestra los alcances de su elección: hacerse cargo de su aspecto es negarse a desengañar a quienes creen en él, suscitar la esperanza de los otros es volverla suya, representar al hombre redondo y bondadoso vestido de rojo es perder alegremente los límites entre la propia identidad y la del distribuidor de sueños y regalos. "Memoria de dos lluvias' contiene una enseñanza que se resume en una palabra cargada de dolor, de amor, de rebeldía, una palabra que Rilke colocaba por encima de todas las otras: aceptación.
Alicia Dujovne Ortiz
ALEJO PIOVANO
Memoria de dos lluvias
EL JARDÍN
DE LOS CARACOLES
MEMORIA DE LA PRIMERA LLUVIA
Era un jardín custodiado por una reja. Le seguía un patio con una puerta que protegía la intimidad de la casa. Las habitaciones se abrían al entramado de baldosas negras y blancas donde había un piletón profundo y grande para lavar ropa. Así eran en su mayoría las casas típicas de Floresta, y de la calle Laguna, cuyos jardines solo se caracterizaban por arreglos de vecinos inexpertos, en un juego entre voluntad y abandono.
Podía existir un rosal bellísimo junto a unas plantas de tomates, y prevalecían los malvones abandonados en grandes macetones. Cajones de madera con plantines de albahaca y romero. Calas junto a los muros, claveles en macetas colgantes y helechos en latas de aceite. Casi todo crecido en forma silvestre junto a yuyos, algunas plantas de anís y panaderos blancos en el aire que desparramaban sus semillas al primer viento.
La diferencia en nuestro jardín era un árbol de cedrón que mis padres querían como si fuera un emblema. Abundaban también algunos pájaros de pechito amarillo, gorriones, torcacitas y algunos teros en las quintas vecinas que aún subsistían.
Cuando venían los días de humedad, y eran muchos en esos años, se despertaban los caracoles de su sueño empeñoso y el jardín se me llenaba de amigos. Como entre mis juguetes tenía una casita de lata, con una puertita de cierre, podía jugar con ellos.
Pero en los días de calor, primero les tiraba agua y ellos emergían de sus caparazones a celebrar la humedad y mi amistad. Luego los miraba extasiado y los hacía correr competencias hasta la hoja de una lechuga. Cuando me cansaba les hablaba para introducirlos en la casita, no fuera que les doliera y no me quisieran como yo a ellos, y les ponía un trapo húmedo y otra hoja de lechuga como recompensa.
Un verano muy caluroso y seco los caracoles se me comenzaron a morir. El jardín me parecía desolado. Y ni el vaso de agua los hacía sacar el cuerpo fuera de su caparazón. Yo conservaba a los más amigos dentro de la casita de lata, pero ellos padecían los estragos del calor y se replegaban en sus caparazones.
Desde el medio del patio, mi papá le dijo a mi mamá que la seca
no podía durar mucho más y que vendría una tormenta muy fuerte. Todo dicho con acento campero y en voz alta. Pasados los años, me di cuenta de que tres sequías consecutivas habían matado a las ovejas del campo y mis abuelos perdieron la chacra y emigraron a la ciudad.
Y así fue, como dijo papá: primero la acumulación de nubes oscuras, y un viento huracanado, luego solo truenos y relámpagos que hicieron temblar los techos y las paredes de la casa, y una lluvia que inundó el patio de lado a lado, por lo que vi a papá cerrar con maderas la entrada del agua en las piezas. La lluvia no cesaba, los techos chorreaban sobre baldes y cacerolas. Yo me refugié debajo de la mesa del comedor, y en un nido de frazadas que mi madre me hizo me pasé los días en compañía de los caracoles que festejaban la abundante humedad. Mi papá no se fue de casa. Miraba el cielo con preocupación.
Quizás duró una semana. Al cabo, salí al patio y luego al jardín. La humedad había mojado todas las paredes y dejado pequeñas gotas sobre las hojas. Los caracoles trepaban por todas las paredes. En la reja se balanceó una torcacita. Más lejos gritó algún tero.
Por la noche hubo mucho viento. Las chapas temblaban, pero ya