Momentos estelares de la historia del socialismo
Por Andoni Unzalu
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Momentos estelares de la historia del socialismo - Andoni Unzalu
autoría.
Aviso al lector
Se afirma de forma reiterada que el socialismo tiene argumentos racionales y que el nacionalismo se basa en emociones, y, por tanto, es muy difícil competir con ellos en el relato. Yo no estoy de acuerdo: la lucha por la igualdad ha movido a millones de corazones y ha vertido torrentes de lágrimas. La emoción ha acompañado muchas veces a la pugna por los valores socialistas. Utilizo la palabra socialista en el más amplio sentido.
He querido recoger en este libro hitos diversos que no tienen nada que ver entre sí y que, seguramente, al menos la mayoría, son olvidados o desconocidos para el gran público. Yo los he querido rescatar del olvido y reivindicar a sus autores, personas que dedicaron toda su vida a defender principios y valores con enorme pasión.
A la hora de elegir los momentos, he buscado la diversidad, más que pretender un relato histórico del movimiento socialista. Este no es un libro de historia, es un homenaje a los millones de individuos que durante los últimos ciento cincuenta años han luchado por la igualdad de todas las personas. Y afirmo que la idea de igualdad sigue siendo una fuerza poderosa.
La gran huelga minera de 1890
recupera la vida miserable de los obreros de finales del siglo XIX, pero también la visión casi sacerdotal de los promotores del primer socialismo. Más que ideología, tenían fe, una fe inquebrantable que los impulsó a liberar a los trabajadores de la brutal explotación a la que se veían sometidos.
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rescata del olvido a las grandes desterradas de la épica revolucionaria: las revueltas agrarias. Han sido consideradas como reacciones primarias y violentas, pero estos campesinos en rebeldía habían sufrido unas condiciones de explotación incluso peores que las de los obreros.
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Espero que disfruten con la lectura de este libro, y que sirva como recuerdo del esfuerzo y del sacrificio que hicieron millones de personas para que nosotros podamos disfrutar de la libertad y del progreso.
La gran huelga minera de 1890
Ene bizkaiko meatze gorri
zauri zarae mendi hezian
Aurpegi balzdun meatzarioi
Hator pikotxa lepo-ganian.
Lepo-ganian pikotx zorrotza
eguzki-diz-diz ta mendiz behera.
Hator bideskaz, —goxa sorbaldan
kezko zeruba yaukon olera.
Minas rojas de mi Vizcaya
Sois heridas en los montes verdes
Tú, minero de ennegrecida cara
Ven con tu pico al hombro
Al hombro tu afilado pico
Con el sol brillante montaña abajo
Ven por los senderos —con el amanecer a la espalda—
A la fábrica que tiene el cielo de humo.
Lauaxeta
El día 20 de mayo de 1890, Bilbao y la zona minera amanecieron empapelados con el decreto firmado por el capitán general Loma en el que se ordenaba a los mineros volver al trabajo y a los empresarios aceptar las reivindicaciones principales de los huelguistas. El general Loma tenía poder suficiente para ello. El día 14 por la tarde, el gobernador civil, el presidente de la diputación, el alcalde de Bilbao y el juez de primera instancia se reunieron en el despacho del primero. Allí acordaron, superados por el asombro y el miedo, dejar en manos del ejército todo el poder, y declararon el estado de sitio.
Este bando militar ponía fin a dieciséis días que cambiaron la historia de Vizcaya. Los mineros y obreros, por primera vez, impusieron su presencia masiva en Bilbao. Los socialistas, un grupo de unos cincuenta afiliados en esa fecha, conquistaron todas las portadas de los periódicos. Y ganaron. Ya nada sería igual.
Para entender lo que pasó durante esos dieciséis días es necesario conocer la situación de los mineros: el acuerdo tomado en el Congreso Obrero Socialista en París el año anterior; el error del gobernador civil, asustado por la convocatoria del primer 1 de Mayo; la reacción burda de los propietarios de la mina Orconera, resultado del pánico, y la decisión de un hombre de barba poblada, voluntad de hierro y afilada voz que surge de las sombras: Facundo Perezagua.
Esta es la historia de lo que pasó.
Los mineros
Desde el fin de la última guerra carlista (1872-1876), los acontecimientos se desarrollaron a una velocidad vertiginosa en Bilbao y en toda la margen izquierda. Veinte años que lo cambiaron todo. Fue, en principio, una revolución silenciosa. Los artesanos de siempre se fueron integrando en pequeños talleres a la vez que se creaban otros nuevos que contrataban más obreros. Y se crearon los astilleros y las grandes fábricas —la principal, conocida como La Fábrica
, fue la de Altos Hornos—.
Se abrieron nuevos comercios, pequeños capitales, que, junto a los de los grandes empresarios, se organizaron en bancos propios fundados en los años cincuenta, que acumularon fondos suficientes para financiar nuevos proyectos y comenzar a participar, mediante acciones, en proyectos empresariales o sociedades.
En 1876, el Consejo de Ministros había aprobado los planes del Ensanche de Bilbao. Todo eran obras y nuevos edificios: el nuevo ayuntamiento (que se inauguró en 1892), el nuevo Teatro Arriaga (que se abrió once días después del fin de la huelga, el 31 de mayo de 1890), la Gran Vía (con sus treinta metros de ancho), la plaza Moyúa, etc.
Los obreros comenzaron a organizarse en asociaciones según sus oficios. No eran sindicatos modernos, eran asociaciones de socorro mutuo en las que se pagaba una pequeña cuota para hacer frente a enfermedades y accidentes, y que regulaban, de algún modo, las contrataciones de su oficio. En 1890 aún no estaban generalizadas, pero ya eran importantes. Las huelgas eran prácticamente desconocidas. La Bilbao liberal estaba orgullosa y soñaba con un progreso ininterrumpido. Lejos quedaban las guerras civiles entre liberales y carlistas.
Pero las minas eran otra cosa. Constituían un mundo aparte, construido en los montes y prácticamente aislado. También eran un mundo cerrado. Los mineros proveían de mineral a Inglaterra, a Holanda o a las fábricas del país, pero pertenecían a otra realidad.
Los obreros mineros formaban un conglomerado variopinto: solo un tercio eran oriundos del país y casi todos trabajaban de oficiales o en multitud de trabajos auxiliares (carpinteros, transportistas, constructores, etc.). Muchos otros eran temporeros que compaginaban las labores del campo y de la mina, siempre jóvenes y solteros.
Algunos acudían a las minas con la decisión de trabajar un año o dos para ahorrar dinero y luego regresar a sus lugares de origen. Habían oído hablar de que las minas de Vizcaya eran la sucursal de América
, pero con frecuencia se quedaban amarrados a su miseria: nunca llegaban a ahorrar lo suficiente para volver. La mayoría provenían de La Rioja, Navarra, Cantabria o Galicia. Al llegar a la mina con su macuto a cuestas se encontraban con la dura realidad: montes agujereados de color rojizo y barracones miserables para vivir, o, mejor dicho, malvivir. Los barracones eran construcciones improvisadas, hechas en gran parte de madera. Siempre estaban muy cerca de la propia mina y eran provisionales, para poder trasladarlos cuando se ampliaba la zona de extracción. Entre los mineros eran conocidos como cuarteles
, prácticamente establos de animales. Por aquella época, en las casas de hospedaje de los obreros que trabajaban a turnos en las fábricas, se hicieron populares las camas calientes
. Y se llamaban así porque cuando un obrero salía para cubrir su turno, otro, que regresaba de trabajar, ocupaba su misma cama. En las minas no era así: en el mismo camastro dormían de forma simultánea dos o tres mineros.
Estos barracones eran de los capataces de la mina, y para que un obrero fuese contratado era obligatorio que alquilase su media cama correspondiente. Los mineros, cuando querían trabajo, nunca preguntaban al capataz si lo había, simplemente preguntaban: ¿Hay cama?
. También estaban las cantinas, propiedad igualmente de los capataces, donde los trabajadores tenían obligación de comprar.
El dinero era prácticamente inexistente. El procedimiento resultaba simple: el capataz le daba al minero una cartilla en la que se apuntaban las compras que este hacía en la cantina obligatoria, y, a final de mes, se sumaba lo comprado y el alquiler de la media cama, y dicha suma se descontaba del sueldo, por lo que al obrero le correspondían tan solo unas pocas monedas. A veces, ni siquiera llegaba a saldar la deuda, y el capataz apuntaba el saldo negativo para el mes siguiente.
La comida habitual y monótona en la mina consistía en garbanzos, patatas, pan, algo de tocino americano y pequeños trozos de tasajo salado argentino. El minero colocaba unos clavos en su barraca, y allí colgaba la poca ropa que tenía y algunos trozos del tocino rancio y amarillento, o el tasajo duro como la piedra. Era una queja recurrente el excesivo precio de la comida en las cantinas. Según los datos de la época, la comida era entre un 30 y un 40 por ciento más cara que en los comercios de Bilbao. Y luego estaba la mala calidad de los alimentos. Es sistemático que todos los informes hablen de subsistencias averiadas
.
Trabajaban trece horas al día y cobraban el sueldo por día trabajado. El salario no llegaba al 60 por ciento del sueldo de un obrero de Altos Hornos, pero, además, tenían otro problema: como más del 80 por ciento eran a cielo abierto, los días de lluvia no se trabajaba, y, por tanto, tampoco se cobraba.
Las minas eran un mundo encerrado en sí mismo. De él solo partían las vagonetas de mineral rumbo a los cargaderos de la costa. Pero no era lo único que salía de los montes: el sufrimiento de los mineros fue poco a poco conquistando la opinión pública de Bilbao. En informes variados, especialmente del doctor Areilza, un liberal humanista de gran prestigio, director de los hospitales mineros, se denunciaban una y otra vez las condiciones inhumanas en las que trabajaban estos obreros. En sus escritos, el médico señala que los traumatismos por accidentes de la mina eran peores que los de guerra. Para 1890, la opinión pública era casi unánime en la creencia de que los mineros vivían en condiciones inhumanas y eran especialmente maltratados.
El cónsul inglés, no muy amante de los mineros y celoso defensor del transporte entre su país y Bilbao —todos los días llegaban de ocho a diez buques ingleses para cargar el mineral—, decía en uno de sus informes diarios al Gobierno inglés durante la huelga de 1890: Probablemente hay pocos sitios donde la clase trabajadora viva en mejores condiciones que en Bilbao, y sus quejas, si es que tienen alguna, no tienen nada en común con las muy patentes de los mineros, que están plenamente justificadas
.
Y luego estaban los que se denominaban a sí mismos los comerciantes libres
, aquellos que tenían vedado el acceso al sustancial mercado minero y esperaban ansiosos acceder a él. Durante esta huelga eran una voz encubierta que alentaba a los mineros. Trece años más tarde, en el paro de 1903, dieron la cara y firmaron un manifiesto paralelo al de los mineros, apoyando la reivindicación de abolir las cantinas obligatorias, decían que por razones humanitarias
, decían.
Solo así se entiende la enorme solidaridad que lograron los mineros en huelga en el año 1890.
Ese era el paisaje de las minas: montes agujereados de color rojo, con pequeñas construcciones y los cuarteles
de los mineros. Pocos años antes, en 1874, las batallas entre carlistas y liberales habían teñido de sangre estos montes. Hoy en día es un lugar de un verde fulgurante, donde los campos de golf han cubierto con olvido los sufrimientos de los mineros del siglo