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Américo Vespucio: Relato de un error histórico
Américo Vespucio: Relato de un error histórico
Américo Vespucio: Relato de un error histórico
Libro electrónico101 páginas1 hora

Américo Vespucio: Relato de un error histórico

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Américo Vespucio, que legó su nombre al Nuevo Mundo, no participó sin embargo en su descubrimiento, ni tampoco pretendió jamás bautizarlo. Entonces, ¿por qué lleva su nombre el continente? En este ensayo, escrito en 1941 y publicado póstumamente, Zweig reconstruye el conjunto de circunstancias, casualidades y malentendidos que explican el extraño error que inmortalizó a Vespucio. Paradójicamente, Colón descubrió América, pero no la reconoció, mientras que Vespucio, que no la descubrió, fue el primero en reconocerla como un nuevo continente. Y es que lo decisivo de un hecho es el conocimiento que tenemos del mismo, y por eso, como señala Zweig, quien "lo narra o lo explica puede resultar más importante para la posteridad que quien lo llevó a cabo".

"Las biografías de Zweig son clásicos indiscutibles del género".
Manuel Hidalgo, El Mundo

"La historia no es nueva, pero merece la pena leerla por el escritor que mejor la ha contado: Stefan Zweig".
Luis M. Alonso, La Nueva España

"Stefan Zweig no propone imaginativas teorías interpretativas sino que acude a archivos hechos y textos de la época con el fin de poner luz al embrollo".
Iñaki Urdanibia, Kaos en la red

"Relato de un error histórico es mucho más que una biografía de Américo Vespucio".
Á. Soto, Diario Vasco

"Una pequeña joya del escritor austríaco que se lee con pasmosa facilidad".
Metahistoria

"Zweig pertenece a una rara estirpe, de superior nobleza: pertenece a quienes como Montaigne, como Rabelais y Cervantes, amaron al hombre y aceptaron sus culpas y desfallecimientos".
Manuel gregorio González, Diario de Sevilla

"Una joya imprescindible de la historia que todos debemos leer".
Pablo Ortiz, Letraherido
IdiomaEspañol
EditorialAcantilado
Fecha de lanzamiento7 mar 2019
ISBN9788417346799
Américo Vespucio: Relato de un error histórico
Autor

Stefan Zweig

Im Gymnasium desinteressiert sein Pensum abarbeitend, entdeckt Stefan Zweig mit der Leidenschaft des Heranwachsenden die Künste für sich. Was mit Lesen, Theater-, Galerie- und Konzertbesuchen beginnt, mündet in profunde Kennerschaft und erste eigene Gedichte. Schon im Alter von 19 Jahren ist er Künstler mit jeder Faser seines Seins - unfertig noch, aber ein Künstler. Am 28. November 1881 geboren, wächst Stefan als jüngerer von zwei Söhnen des begüterten Textilunternehmers Moritz Zweig in Wien auf. Die Familie der Mutter ist international, bei Familientreffen wird Italienisch, Französisch, Deutsch oder Englisch gesprochen. Die jüdische Herkunft spielt dabei keine Rolle, niemand im familiären Umfeld praktiziert die Religion. Erst der gereifte Autor wird sich darüber Gedanken machen, denn auffällig viele der Intellektuellen und Künstler Wiens stammen aus großbürgerlichem, jüdischem Hause.

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    Américo Vespucio - Stefan Zweig

    STEFAN ZWEIG

    AMÉRICO VESPUCIO

    RELATO DE UN ERROR

    HISTÓRICO

    TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN

    DE JOAN FONTCUBERTA

    ACANTILADO

    BARCELONA 2019

    CONTENIDO

    Américo

    El contexto histórico

    Por treinta y dos páginas, la inmortalidad

    Bautizar un mundo

    Empieza el gran debate

    Los documentos entran en escena

    ¿Quién era Vespucio?

    AMÉRICO

    ¿De quién le viene el nombre a América? A esta pregunta responde cualquier escolar rotundamente y sin vacilar: de Américo Vespucio.

    No obstante, ante la segunda pregunta incluso los adultos se mostrarán vacilantes e inseguros: ¿por qué esa parte del mundo fue bautizada precisamente con el nombre de Américo Vespucio? ¿Porque él descubrió América? ¡Nada de eso! ¿O tal vez porque fue el primero en pisar, no las islas precedentes, sino el continente propiamente dicho? Tampoco, porque los primeros en llegar a tierra firme fueron Colón y Sebastián Cabot, no Vespucio. ¿Entonces quizá porque mintió al afirmar que había sido el primero en llegar? Vespucio jamás se arrogó este título. ¿O quizá por vanidad y como erudito y cartógrafo propuso su nombre para este continente? No, tampoco, y es probable que nunca llegara a enterarse de que había recibido su nombre. Pero, en este caso, si no hizo nada de todo esto, ¿por qué recayó en él el honor de inmortalizar su nombre? ¿Por qué América se llama América y no Colombia?

    Cómo sucedió esto es una maraña de casualidades, errores y malentendidos; es la historia de un hombre que, a raíz de un viaje que nunca realizó ni afirmó haber realizado, alcanzó el inmenso honor de dar nombre al cuarto continente de la Tierra. Desde hace cuatro siglos esa denominación sorprende y enoja al mundo. Américo Vespucio es acusado una y otra vez de haberse apoderado alevosamente de ese honor mediante maquinaciones oscuras e interesadas, y el proceso por «engaño aduciendo hechos falsos» ha sido tratado ante las distintas autoridades en la materia de cada época. Unas absolvieron a Vespucio, otras lo condenaron a la deshonra eterna, y cuanto más categóricamente lo declaraban inocente sus defensores, con tanta más pasión lo culpaban sus adversarios de engaño, falsedad y robo. Actualmente, estas polémicas, con todas sus hipótesis, pruebas y contrapruebas, llenan ya toda una biblioteca; para unos el padrino de América es un «amplificator mundi», uno de los grandes ensanchadores de nuestro mundo, descubridor, navegante, erudito de gran categoría; para otros es el estafador y el charlatán más sinvergüenza de la historia de la geografía.

    ¿De qué parte está la verdad o, para ser prudentes, la mayor probabilidad?

    Hoy en día, y desde hace mucho tiempo, el caso Vespucio ya no es un problema de índole geográfica o filológica. Es un rompecabezas en el que cualquier curioso puede probar fortuna y, además, fácil de dominar de una ojeada al tener pocas piezas, pues la obra escrita que se conoce de Vespucio abarca in summa, contando todos los documentos, de cuarenta a cincuenta páginas. Por eso me he creído también con derecho a colocar aquí las piezas una vez más y a repasar jugada a jugada la famosa partida maestra de la historia con todos sus movimientos, sorprendentes algunos, equivocados otros.

    La única exigencia de tipo geográfico que mi exposición impone al lector es que olvide todo lo que sabe de geografía gracias a los completos atlas de que disponemos y, por de pronto, que borre completamente de su mapa interior la forma, el aspecto y hasta la existencia de América. Sólo quien es capaz de sumergir su alma en la oscuridad e incertidumbre de aquel siglo puede experimentar la sorpresa y el entusiasmo de aquella generación cuando empezaron a perfilarse los primeros contornos de una tierra insospechada en un mundo hasta entonces sin límites. Pero siempre que la humanidad hace un nuevo descubrimiento quiere ponerle nombre. Siempre que se llena de entusiasmo quiere manifestar su gozo lanzando un grito de júbilo. Así que fue un día venturoso aquel en que el viento del azar le lanzó de repente un nombre y, sin preguntarse si era justo o no, aceptó impaciente la sonora y vibrante palabra y saludó a su Nuevo Mundo con el flamante y ya eterno nombre de América.

    EL CONTEXTO HISTÓRICO

    Año 1000. El mundo occidental está sumido en un sueño profundo y pesado. Los ojos están demasiado cansados para permanecer abiertos y vigilantes; los sentidos, demasiado exhaustos para actuar llevados por la curiosidad. El espíritu de la humanidad, entullecido como después de una enfermedad mortal, no quiere saber nada más de su mundo. Y algo todavía más extraño: ha olvidado incomprensiblemente incluso lo que antes sabía. Ya no sabe leer, ni escribir, ni calcular, ni siquiera los reyes y emperadores de Occidente son capaces de estampar su nombre al pie de un pergamino. Las ciencias se han convertido en momias teológicas; la mano humana ya no puede reproducir el propio cuerpo en dibujos y obras plásticas. Sobre todos los horizontes se cierne, como quien dice, una niebla impenetrable. Ya no se viaja, ya nada se sabe de países ignotos; las personas se atrincheran en castillos y ciudades contra pueblos salvajes que una y otra vez irrumpen desde el Este. Viven en la estrechez, en la oscuridad, viven en el desaliento: el mundo occidental está sumido en un profundo y pesado sueño.

    De vez en cuando, en ese letargo profundo y grave, alborea un vago recuerdo de que el mundo en otro tiempo había sido diferente, más ancho, más colorido y luminoso, más ameno, lleno de acontecimientos y aventuras. En otro tiempo, ¿no existieron en todos los países calzadas por las que marcharon las legiones romanas, y tras ellas los lictores, los guardianes del orden, los hombres de la ley? ¿No existió una vez un hombre llamado César que conquistó tanto Egipto como Britania? ¿No llegaron los trirremes hasta el otro extremo del Mediterráneo, mar por el que desde hace tiempo ya ningún barco se atreve a navegar por temor a los piratas? ¿No se abrió paso antaño un rey llamado Alejandro hasta la India, esa tierra legendaria, de donde regresó a través de Persia? ¿No hubo una vez sabios que sabían leer las estrellas, conocían la forma de la Tierra y el secreto del ser humano? Se debería leer sobre todo esto en los libros, pero ya no hay ninguno. Se debería viajar y ver países exóticos, pero ya no hay caminos. Todo se acabó. Quizá no fuera más que un sueño.

    Además, ¿para qué afanarse? ¿Para qué esforzarse cuando todo ha terminado? Se ha anunciado el fin del mundo para el año 1000. Dios lo ha condenado por haber cometido demasiados pecados, así lo predican los sacerdotes desde los púlpitos, y en el primer día del milenio dará comienzo el Juicio Final; conturbados, con las ropas desgarradas, las personas acuden en masa a grandes procesiones, con cirios encendidos en la mano. Los campesinos han abandonado los campos, los ricos venden y derrochan sus bienes. Porque mañana llegarán los jinetes del Apocalipsis montados en sus pálidos corceles; el Juicio Final se acerca. Y miles y miles se arrodillan esa noche en las iglesias, esperando

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