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Exilios (1936-1945)
Exilios (1936-1945)
Exilios (1936-1945)
Libro electrónico378 páginas5 horas

Exilios (1936-1945)

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Información de este libro electrónico

"La vejez es enojosa, pero no hay que asustarse. Además, no podemos optar. Ahora tengo que darme prisa, ya que, con esta serenidad forzosamente adquirida, parece que lo pasado, lo lejano, se ve con mayor claridad. Pero no penséis que voy a aburriros recordando la infancia y la juventud de una vida vulgar y feliz como fue la mía. Quiero escribir acerca de una época de mi vida en la que la explosión de la Guerra Civil española primero, y de la Mundial después, desequilibró nuestro continente".

Así nos presenta Dolores Salís este impresionante bajorrelieve de la vida en los tiempos de la ira. Poseedora de una extraordinaria agudeza observadora, nos habla, en estas páginas, con verdad, ternura y pasión, de una época que debe, sin duda, ser rescatada para la memoria colectiva.
IdiomaEspañol
EditorialAlberdania
Fecha de lanzamiento1 ene 2011
ISBN9788498681086
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    Exilios (1936-1945) - Dolores Salis

    Exilios

    EXILIOS

    (1936-1945)

    La presente obra ha sido publicada en régimen de coedición con el

    Excmo. Ayuntamiento de Irun y ha contado con el patrocinio de

    La Granja Nª Sª de Remelluri.

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    © 2002, Herederos de Dolores Salís

    © De la presente edición: 2009, ALBERDANIA, S.L. y Excmo Ayuntamiento de Irun.

    Plaza Istillaga, 2, bajo C. 20304 IRUN

    Tel.: 943 63 28 14

    Fax: 943 63 80 55

    [email protected]

    © Diseño de la colección: Antton Olariaga

    Digitalizado por Comunicación Interactiva Adimedia, S.L.

    www.adimedia.net

    ISBN edición impresa: 84-95589-43-5

    ISBN edición digital: 978-84-9868-108-6

    ISBN edición digital Mobipocket: 978-84-9868-133-8

    Depósito legal: SS. 684/2002

    SEMBLANZA DE DOLORES SALÍS

    Mi madre murió plácidamente, en septiembre de 1999, casi centenaria, en la casa que la vio nacer. Le faltaron tres meses para haber tocado tres siglos. Irunesa, pasó la mayor parte de su vida en el pueblo fronterizo.

    Fue testigo de tres guerras. Una de ellas, la civil española, alcanzó de lleno el centro de su existencia.

    Joven madre de cinco hijos, con un marido republicano implicado en la absurda contienda, huyó como la mayoría de la gente a la otra orilla del Bidasoa.

    Han pasado cincuenta años. El mundo actual no tiene nada que ver con el que ella narra. Ya muy anciana, recordaba todo aquello, y lo hacía con agrado, sin rencor, defendiendo el testimonio de penuria, de vida simple, de pueblo pequeño en el que nos desenvolvimos hasta la llegada de nuestra actual modernidad.

    Fue una gran trabajadora. Su actividad estuvo supeditada a sus condiciones físicas. Siendo joven, hacía escultura, trabajando directamente los bloques de dura piedra con cincel y mazo. Cuando empezó a perder facultades, se dedicó al esmalte, siempre autodidacta. En aquella época no era fácil disponer de hornos eléctricos. Su tenacidad y la inestimable colaboración de Juanillo Iguarán, electricista municipal de la calle Santiago, hombre ingenioso y de recursos, salvaron la situación. Con una caja metálica de galletas, en cuyo interior quedaba aislada una pequeña mufla, rodeada de resistencias de hornillos de cocina, consiguieron alcanzar los grados de temperatura necesarios para fundir los esmaltes. Hasta muy entrada en años realizó una obra importante, y expuso con éxito en diversas ciudades. El Via Crucis que actualmente se halla en la ermita de Santa Elena, en Irún, es obra realizada y donada por Dolores Salís.

    Cerca ya de sus ochenta años, empezó a fallarle la vista. Tras una operación de cataratas, se vio obligada a abandonar el minucioso trabajo del esmalte. Con una Olivetti de teclado de letras grandes, inició su nueva aventura artística. Escribió casi hasta su muerte. Siempre inmersa en los García Márquez, Marguerite Duras, etc., a los miembros de su familia nos hacía mucha gracia el espíritu, la tenacidad y sobre todo el afán de trabajo de nuestra madre. Reíros, reíros –decía–. Algún día veréis libros míos en letra de imprenta.

    Me alegro mucho de que mi madre tuviera razón, y desde este prólogo le envío un abrazo.

    Jaime Rodríguez Salís

    Junio de 2002

    NOTA DEL EDITOR

    ¿A quién no se le ha ocurrido escribir alguna vez en su vida?, se pregunta Dolores Salís en la breve introducción a su relato memorialístico. Diríase que pidiera disculpas por la osadía de adentrarse en un arte al que únicamente se había aproximado como degustadora. Sin embargo, como el lector comprobará desde las primeras líneas, la autora de las presentes páginas poseía un temperamento estético extremadamente afinado, de forma que apenas hubo disciplina artística que le resultara ajena, y es ese temperamento artístico, indisolublemente unido a una aguda sensibilidad observadora, el que dirige en todo momento la pluma de Dolores Salís.

    No obstante, su arte narrativo está siempre más atento a escribir con verdad, en feliz expresión de Miguel Sánchez-Ostiz, que a la pirotecnia formal. En efecto, Dolores Salís habla con verdad de una época de su vida (y de la de su pueblo) que dejaba pocos resquicios para la especulación esteticista. Así, su cincel literario, puesto al servicio de la fidelidad a la memoria, modela un impresionante bajorrelieve de la vida en los tiempos de la ira. Y lo hace, además, de forma extraordinariamente pudorosa, transmitiendo sin cesar una poderosa corriente de comprensión y benevolencia hacia las personas y personajes arrastrados por la resaca de una guerra probablemente más cruel que cualquier otra.

    Su pudor la lleva, incluso, a ocultar su propia identidad bajo el nombre de María, y la de su marido, Luis Rodríguez Gal, el inolvidable Luis de Uranzu, bajo el de Miguel Zumeta. Cubiertos por el velo de la discreción aparecen, asimismo, los nombres de muchas de las personas que compartieron aquella etapa con el matrimonio Rodríguez-Salís. Otros, casi siempre personajes que han dejado honda huella en la historia, constan con su verdadero nombre.

    El editor, de acuerdo con la familia de la autora, ha respetado en todo momento esa leve (y a menudo piadosa) maniobra literaria, convencido de que no resta un ápice de interés humano a la aportación de Dolores Salís a la memoria colectiva del país.

    La crónica fiel y detallada que el lector recibe, por tanto, no ha sufrido más alteraciones respecto a su redacción original que unos ligeros retoques de lenguaje y la introducción de un sistema de epígrafes, que, a juicio de este editor, puede facilitar la ya de por sí amena lectura del texto y, tal vez, servir de ayuda para la localización de determinados pasajes y escenas.

    Agradezco profundamente a Jaime Rodríguez Salís la confianza que me ha mostrado al hacerme depositario de este tesoro familiar, y a Josefa María Setién, Asun Balzola, José Monje y Luis Lago su interés e inestimable colaboración en tan gratificante proyecto editorial.

    J.G.B.

    Irún, junio de 2002

    PRÓLOGO

    Antes de que los años, que avanzan a galope, hayan entumecido por completo mis sentidos, me he decidido a escribir. Muchas veces he tenido intención de hacerlo, pero ¿a quién no se le ha ocurrido escribir alguna vez en su vida?

    La vejez es enojosa, pero no hay que asustarse. Además, no podemos optar. Ahora tengo que darme prisa, ya que, con esta serenidad forzosamente adquirida, parece que lo pasado, lo lejano, se ve con mayor claridad.

    Pero no penséis que voy a aburriros recordando la infancia y la juventud de una vida vulgar y feliz como fue la mía.

    No tengo la pretensión de escribir mis memorias, que, de hacerlo, serían como todas las memorias, muy poco sinceras.

    Quiero escribir acerca de una época de mi vida en la que la explosión de la Guerra Civil de España primero, y de la Mundial después, desequilibró nuestro continente, haciendo salir de sus madrigueras a muchos que vivían tranquilamente en ellas, sin afán de aventuras. Voy a relatar episodios presenciados por mí desde el año 1936, principio de nuestra guerra, hasta el fin de la mundial, y retratar personajes conocidos, más o menos importantes, con los que la casualidad me puso en contacto.

    Lamento que este libro no lo haya podido escribir mi marido, Luis de Uranzu, ya fallecido, que compartió conmigo este periodo turbulento. Lo hubiera hecho mejor que yo, pero me esforzaré en sustituirlo, recurriendo a mi buena memoria.

    D.S.

    DE IRÚN A PARÍS

    UN VIAJE DE IDA Y VUELTA ENTRE DOS GUERRAS

    Arrastrados por la resaca

    ¡Expectación al pasar el puente! Al extremo de éste, tras una valla provisional, se apiñaban los veraneantes franceses, que no habían contado –entre los muchos alicientes que les ofrecían los folletos de propaganda– con este espectáculo de una guerra sin riesgo para el espectador.

    Entre la gente que huía, alguien llevaba a un niño con la cabeza vendada. Jugando a las guerras con otros chicos, y excitados todos ellos por las incursiones de una avioneta y por los cañonazos que se oían a lo lejos, le habían estropeado un ojo de una pedrada. ¡Los primeros heridos!, exclamaron emocionados los veraneantes de jerseys de vivos colores, vestidos floreados y sandalias o alpargatas. Era la época en que tímidamente empezaban a hacer su aparición los shorts masculinos.

    Los grupos de fugitivos que incesantemente cruzaban la frontera iban acomodándose en Hendaya como podían, pero tuvieron que pasar antes por una caseta de sanidad para vacunarse. Traían poco dinero. Sólo se les permitía sacar de España la mísera suma de quinientas pesetas. Pero con estas quinientas pesetas y las que pudieron pasar a escondidas entre la ropa, dentro de los zapatos y en los dobladillos de los vestidos, pensaron poder aguantar unos pocos días, los que ellos calculaban que serían suficientes para que las cosas se normalizasen y pudiesen volver a España.

    Aquella gente no se había movido de sus casas durante los primeros días del conflicto. Reinaba un gran desconcierto, y pocos sabían a ciencia cierta qué era lo que estaba sucediendo.

    Por la radio se oían noticias de cantidades de tropas moras que estaban atravesando el Estrecho, de desmanes de los anarquistas en Barcelona, de concentración de voluntarios en Pamplona y en otros puntos de la Península, de sublevaciones en los cuarteles, de ataques a las cárceles…

    Los carabineros no sabían a quién tenían que obedecer. En Irún empezaban a aparecer grupos de mineros asturianos. La Pasionaria arengaba a los obreros por la radio. También por la radio, una voz convocaba a los vascos.

    –Entzun, entzun, euskaldunak! Danak Iruñara!

    Aquellos que jamás salían a la calle sin sombrero y corbata, empezaron a aparecer despechugados y con la cabeza descubierta: sin duda para no destacar de los proletarios que iban tomando posesión del pueblo. Es posible que en esos momentos se iniciase el sinsombrerismo, moda que ha acabado por invadir el mundo entero.

    Algunas señoras mayores hasta se atrevieron a ponerse alpargatas.

    María atravesó la frontera con sus sobrinos. Éstos estaban pasando una temporada en su casa, mientras sus padres tomaban las aguas de Fitero. El conflicto les había sorprendido, y María no tuvo más remedio que cargar con los chicos.

    Pudo alojarse con ellos en Hendaya, en una habitación de planta baja que daba a un gallinero. Había en ella una gran cama y dos sillas. Un vecino del primer piso le prestó un estrecho jergón de alambre. Sobre el jergón, María puso una manta doblada en dos, y se las apañaron para poder dormir los cinco niños y ella, entre las dos camas. Lo malo fue que a dos de los niños les prendió la vacuna y les produjo fiebre, y los otros se asfixiaban por el calor.

    Al día siguiente se oían cañonazos hacia San Sebastián y hacia el mar, y también por la parte de Navarra. Luego se supo que los requetés habían volado el puente de Endarlaza y avanzaban hacia Irún, donde dos avionetas hacían incursiones lanzando bombas sobre el Centro Republicano y otros edificios destacados.

    La cosa se iba poniendo muy seria. Cundió el pánico, y todo el que pudo obtener permiso para salir de España preparó lo más esencial y cruzó la frontera.

    Y en Hendaya no se encontraba una habitación. Para alojar a la gente, se utilizaban almacenes, barracones de ganado, garajes, portales, etc. No había donde meterse. Se veían señoras de mucha edad sentadas en sillas y butacas cedidas por caridad, en las aceras, en el borde de las carreteras… Las autoridades francesas preparaban trenes enteros para enviar a la gente al interior.

    Los que creyeron al principio que todo terminaría pronto, se impacientaban. Para los partidarios de la República, el panorama se presentaba sombrío, pero tampoco los otros estaban satisfechos con el curso de los acontecimientos. El coronel Beorlegui avanzaba, cierto, pero todavía San Marcial estaba en manos de los republicanos. Se decía que algunos elementos de la Brigada Internacional habían organizado una defensa cerrada del monte.

    Las mujeres, los niños y los ancianos continuaban cruzando la frontera. Los enfermos y los muy viejos venían en ambulancias y en camillas. Entre éstos, traían a una señora de edad avanzadísima, de carácter novelesco y de encendida fantasía.

    –Ya es la segunda vez que tengo que refugiarme en Francia por causa de la guerra –decía, encantada de la aventura–. La primera fue en la Guerra Carlista.

    Una señora que acababa de llegar a Hendaya, a quien María conocía bastante, se acercó a ésta con aire misterioso:

    –Tu conoces a la mujer de Alexandre, ¿no? –le dijo.

    María contestó afirmativamente, y entonces la señora le contó que acababa de encontrarse con un primo de su marido, que por milagro se había librado de ser fusilado. Aquella misma madrugada le habían sacado del fuerte de Guadalupe, juntamente con otros presos. Los iban a fusilar a todos. Un nacionalista vasco consiguió, a fuerza de ruegos, que un cura acompañase en el coche a los prisioneros para que pudieran confesarse antes de morir.

    Llegaron ante la puerta del cementerio de Irún, y los que custodiaban a los condenados a muerte les hicieron apearse al mismo tiempo que el sacerdote. En este momento, su primo, bruscamente impulsado por la desesperación, dio un fuerte empujón a los que le rodeaban y, en un brinco de gato montés, cruzó la carretera y se tiró de cabeza desde lo alto de una cantera. Tuvo la suerte de caer sobre unas zarzas. Se oyeron disparos, pero como aún era de noche, no pudieron perseguirle. Completamente arañado, salió como pudo de entre las zarzas y corrió ladera abajo hasta llegar al pretil de la carretera de Behobia, desde donde se tiró, también de cabeza, sin saber dónde iba a caer. Como afortunadamente la marea estaba muy alta y sabía nadar, pronto se encontró en Francia.

    –A los otros los han fusilado. Uno de ellos es Alexandre –continuó la señora– Tendrás que dar la noticia a su familia.

    María quedó aterrada, espantada ante la perspectiva de informar a sus amigos de la tragedia.

    Afortunadamente, se encontró con un pariente del fusilado, quien se encargó de comunicar a la familia la horrible noticia.

    María estaba bastante inquieta por su marido, que como todos los hombres jóvenes, había tenido que quedarse en España. Se fue al puente para ver si podía enterarse de algo. En la frontera, la actividad era creciente. En la raya española se veían hombres completamente extraños a la tipología del país. Muy morenos y barbudos, de gorrito cuartelero negro y rojo, donde se leía F.A.I. o C.N.T., con la cartuchera, repleta de balas, en bandolera. Uno de ellos, tuerto y de revuelta pelambrera, llevaba pegado al pecho un cartel que decía Viva la muerte.

    María vio el cielo abierto cuando en el puente, viniendo hacia Hendaya, apareció Martina, una costurera que desde hacía muchos años venía a trabajar a su casa y a la de su suegra. Era una mujer de unos cincuenta años, optimista y alegre, que siempre había dado muestras de afecto hacia la familia de María. En cuanto cruzó la raya de la frontera, María se acercó a ella:

    –¿Has visto a Miguel? –le preguntó– ¡Por favor!, si le ves, dile que haga algo para poder salir de España.

    Martina se puso muy seria. María se sorprendió ante la inusitada actitud de la costurera.

    –Miguel es hombre joven, y los hombres jóvenes tienen que quedarse en su puesto, y su puesto está allí –aseveró la costurera, señalando con el dedo hacia Irún–. Le he visto ayer delante del Ayuntamiento, pero no le diré que se escape si le vuelvo a ver. –Y añadió, con aire arrogante–: Yo soy miliciana y vengo a Hendaya en misión.

    A pesar del fracaso de su encuentro con Martina, María trató de saber algo más de su marido interrogando a los que ocupaban el puente. Pero todos eran desconocidos y mal encarados, y le contestaban con impaciencia y groseramente.

    María fue a casa de una amiga que vivía en una villita a orillas del Bidasoa. El marido de ésta, presintiendo que algo grave iba a ocurrir en España, la había alquilado desde aquella primavera. En cuanto se inició el conflicto, pasó rápidamente la frontera y se instaló en la villa con toda su familia.

    Ahora, desde allí, podía verse claramente el curso de la batalla con unos prismáticos. Ramón, el marido, que pertenecía a una familia de generaciones de carlistas, estaba impaciente, pues a pesar de los éxitos de los suyos, le parecía que avanzaban con demasiada lentitud. En previsión de que el movimiento derechista pudiera fracasar, ya había preparado su salida hacia América. Era médico y tenía un puesto reservado en un hospital de América central.

    –¡No pueden! ¡No pueden! –le decía muy nervioso a María, con los prismáticos pegados a los ojos–. He visto ya dos veces la bandera nacional roja y amarilla en la torre de la ermita de San Marcial, pero cae y vuelve a aparecer la de la República. Ahí se pegan duro. Estarán muriendo como chinches. ¡Qué escabechina!

    De pronto, el obús de un cañón que durante todo el día había estado disparando desde el fuerte de Guadalupe estalló en la torre de la ermita de San Marcial. Ramón pegó un brinco y gritó entusiasmado:

    –¡Ya está! ¡Ya están los nuestros ahí! Hasta ahora, los cañonazos iban dirigidos a los montes de Navarra, y ahora tiran sobre San Marcial. El monte ya es nuestro, y si San Marcial es nuestro, pronto caerá Irún.

    Más tarde se supo lo que había costado aquella conquista. Los republicanos defendieron el monte y la ermita desesperadamente. Entre ellos, un belga de la Brigada Internacional, con la ametralladora clavada en un montículo, produjo innumerables bajas. No soltó la ametralladora hasta caer muerto.

    Desde la parte alta de Hendaya, dominando las riberas francesa y española, la gente se apiñaba para contemplar la guerra sin correr riesgos. Algunos, provistos de prismáticos, podían ver a los milicianos descendiendo por las laderas de San Marcial, perseguidos por las columnas del general Mola. Iban bajando, reculando a saltos y parapetándose de vez en cuando en las prominencias del terreno, para protegerse mientras descansaban. Se oía el estampido del cañón de Guadalupe, el tableteo de las ametralladoras y el silbido de las balas. De vez en cuando, una de éstas, perdida y ya sin fuerza, caía blandamente y se incrustaba en la tierra a los pies de los espectadores.

    Irún empezó a arder por varios sitios a la vez.

    Entre los que contemplaban el incendio desde Hendaya, lloraba una mujer entrada en años y de aspecto rústico:

    –¡Mi pájaro! ¡Mi pobre pájaro! Lo dejé en el balcón…

    Le atajó bruscamente un hombre atildado, que se encontraba junto a ella:

    –¡Anda ésta! Llora porque se le ha quemado el pájaro. ¡Qué diré yo, que acababa de gastarme todos mis ahorros en la instalación de una peluquería de señoras!

    Una vieja se acercó a María y, tocándole en el hombro, le dijo al oído:

    –¿Ve usted esa señora de vestido blanco y sombrero de plumas? ¡Ojo con ella! Es una espía portuguesa.

    La vieja, que por lo visto era curiosa y poco tímida, se dirigió a un joven con aspecto de obrero que, con ojos fijos y brillantes, miraba hacia Irún:

    –Me parece que usted no viene de España. ¿Qué hace aquí?

    El joven dijo que venía de Bélgica, donde desde hacía tres años trabajaba en unas minas. Tenía una hermana que estaba sirviendo en San Sebastián.

    –Somos de Zamora, pero mi hermana me ha escrito diciendo que me acerque a la frontera, pues sus señoritos le han dado permiso para venir a verme. ¡Sus señoritos!, –añadió con sonrisa irónica–. ¡Ya verán los señoritos!… Aquí parece que están ganando las derechas, pero en el resto de España ganan los republicanos. Triunfaremos nosotros, los de izquierda. Estamos viendo arder este pueblo y pronto veremos arder toda España. Tendremos la revolución y todo se pondrá patas arriba… y entonces los señoritos seremos nosotros, los proletarios.

    El joven obrero se echó la chaqueta al hombro y se fue cuesta abajo hacia la ribera.

    Tras la rendición de San Marcial, la gente, enloquecida, pasaba la frontera, ahora sin necesidad de salvoconducto, por los puentes de Irún y de Behobia, y cruzando el río en barcas o a nado. Los cuerpos de algunos ahogados quedaban detenidos por los pilares de los puentes. Mucha gente corría hacia Fuenterrabía para poder cruzar la ría con más sosiego. Los fugitivos que llegaban a Hendaya venían aterrorizados.

    –¡Ya están cerca de Artiga y de la fábrica de cerillas! –gritaban unos–. Dicen que vienen con tropas africanas y que los moros son unos salvajes que saquean las casas y violan a las mujeres.

    –Los republicanos siguen quemando Irún –decían los de derechas– Han fusilado a mucha gente. Mataron a los presos de Guadalupe y, antes de que los navarros entren en el pueblo, matarán a todos los prisioneros de Irún y de Fuenterrabía.

    Con todas estas alarmantes noticias, los ánimos de los partidarios de uno y otro bando estaban cada vez más excitados.

    Entre los que desde Hendaya contemplaban el incendio, se hallaba un hombre de unos cincuenta años, de facciones correctas y aire de señorito de principios de siglo. Su indumentaria, algo raída y mudada, resultaba pretenciosa.

    Con alegría mal disimulada, veía cómo las llamas iban devorando calles enteras de su pueblo. Tenía la vista fija en un gran edificio algo aislado, del que salía una espesa columna de humo negro, que iba quedando envuelta por rojas lenguas de fuego. La envidia y el rencor ocultos que aquel fracasado había acumulado durante años estallaron espontáneamente:

    –Es la fábrica de mi tío… Mi abuelo se enriqueció con la Guerra Carlista y dejó a sus dos hijos una buena fortuna. Mi padre se arruinó, y mi tío se hizo millonario. Ahora, ¡que se joda!

    ¿Qué ha sido de Miguel?

    La víspera de la batalla de San Marcial, María había bajado al río a hacer la colada. Los niños llevaban ropa clara de verano y no se habían mudado desde que salieron de España. No quiso utilizar el lavadero público que tenía muy cerca de su casa. Eso de meter la ropa en el agua que había pasado ya por otras prendas sucias, le daba verdadera repugnancia.

    Entonces, acordándose de los mil grabados y cuadros que había visto en su vida, donde aparecían mujeres lavando la ropa a la orilla de un río, pensó que ella podría hacer lo mismo.

    Como la ribera del Bidasoa estaba fangosa y no se veía ninguna piedra grande donde poder lavar, María se metió en una gabarra medio hundida que había en la orilla. Desde allí empezó a jabonar las prendas, pero pronto se dio cuenta de que el agua que llegaba hasta allí en marea alta venía del mar, y, naturalmente, era salada y no disolvía el jabón. La ropa quedaba mojada, pero casi tan sucia como antes de lavarla. Descorazonada, metió todo en el cubo y subió la cuesta, de regreso a su alojamiento.

    No eran, sin embargo, los avatares de su complicada vida cotidiana lo que inquietaban a María. La ausencia de noticias de su marido desde hacía unos días la sumía en una profunda desazón. Últimamente nadie le había visto en Irún, y los amigos de Miguel, que, prudentes, se encontraban ya en Francia desde hacía dos días, no disimulaban su inquietud cuando hablaban con ella.

    María estaba hondamente preocupada. Tenía desatendidos a sus sobrinos y recorría angustiada el pueblo, desde el puente internacional hasta la playa, en la que también ponían pie los que escapaban desde Fuenterrabía.

    A la playa francesa iban llegando barcos de todo tipo : pesqueros, lanchas, canoas, botes, hasta los chinchorros, siempre cargados hasta el límite de flotación. La gente huía con lo más necesario que podía salvar: mantas, colchones, líos de ropa atados con cuerdas, maletas, cajas de cartón… Las personas y los bártulos quedaban en la arena, y las embarcaciones regresaban a Fuenterrabía para cargar más gente.

    La playa que da a la bahía de Txingudi parecía un campamento de gitanos en día de concentración.

    Los hoteles –que, dada la época del año, estaban ya ocupados por los veraneantes– alojaron en los lugares más inverosímiles de sus establecimientos a los españoles huidos que venían con algún dinero. Los demás, favorecidos por el buen tiempo, se instalaron en la arena con sus colchones y mantas. Los viejos permanecían sentados en la playa, estáticos y como indiferentes a todo, y las mujeres se movían diligentes y llorosas, mientras los niños correteaban alegremente, encantados por la novedad.

    Los hombres salían de la playa y buscaban a los que pudieran proporcionarles noticias, al tiempo que trataban de hallar acomodo para sus familias.

    Grupos de izquierdistas recién llegados recorrían las calles de Hendaya–Playa con el puño en alto, ante la enorme indignación de las gentes de derechas, que los veían pasar desde las terrazas de los cafés.

    Entre ellos venía un mocetón de cara torva y aire fanfarrón, con un casco colgado del cinturón de su mono. María lo llamó por su nombre, pues vivía en su vecindad, y le preguntó si sabía algo de Miguel.

    –No. No lo he visto –le respondió el joven–. No he tenido tiempo de ver a nadie, con el trabajo que me ha dado mi ametralladora. No he parado de disparar. Se

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