Pensar como un árbol
Por Jacques Tassin
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"[El árbol] es una gran figura de lo vivo que parece querer dirigirse a los grandes primates irreverentes en los que nos hemos convertido. Unos primates hoy frenados en su impulso, aplastados por incertidumbres, perdidos en el borde del camino por haber tontamente olvidado que vivían en el planeta de los árboles."
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Pensar como un árbol - Jacques Tassin
Pensar como un árbol
Jacques Tassin
Traducción de Clara Sabrià
Título original: Penser comme un arbre, originalmente publicado en francés, en 2018, por Odile Jacob, París
© Odile Jacob, 2018
Primera edición en esta colección: marzo de 2019
© de la traducción: Clara Sabrià, 2019
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2019
Plataforma Editorial
c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona
Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14
www.plataformaeditorial.com
ISBN: 978-84-17622-36-7
Diseño de portada:
Alba Ibarz
Realización de cubierta y fotocomposición:
Grafime
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
Plantado en la tierra por sus raíces, plantado en los astros por su ramaje, es el camino de intercambio entre las estrellas y nosotros.
ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
Es verdad a la vez que el mundo es aquello que vemos y que, sin embargo, debemos aprender a verlo.
MAURICE MERLEAU-PONTY
Índice
Introducción
1. Moldeados por los árboles
Moldeado
Aprendizaje
Sosiego
Arbofilia
Arboterapia
Espiritualidad
2. Presencia en el mundo
Lentitud
Sobriedad
Descentralización
Fusión
Contradon
Sensibilidad
3. Más allá de uno mismo
Uno y varios
Alteridad
Inconclusión
Contingencia
Conexión
Todo
4. Acuerdo sinfónico
Música
Fluidez
Armonía
Foliación
Migración
Antropoceno
5. Pensar según la imagen del árbol
Arborescencia
Lógica
Filogenia
Símbolos
6. Desarrollo sostenible
Reciclaje
Agrobosque
Atmósfera
Energía
Madera
Agua
Conclusión
Notas
Introducción
Los ecólogos saben que los árboles ocupan un lugar tal en la maraña de lo vivo que conforman el mundo a su medida y lo polarizan según su propia naturaleza. Tampoco nosotros escapamos a su influencia. El objetivo de este libro es redescubrirnos analizando la ascendencia multiforme y universal de los árboles sobre nosotros mismos.
No se trata de volcarse en el antropomorfismo y de ceder a unas ganas irreprimibles de que los árboles se nos asemejen. Evitando caer en la trampa del árbol-modelo, me he esforzado en precisar por qué los árboles orientan nuestra vida y cómo podríamos inspirarnos más en ellos. El triunfo del árbol es tal que hay razones suficientes para tomar prestados algunos de sus esquemas. Así como Aldo Leopold1 proponía pensar como una montaña, quizá podríamos intentar pensar como un árbol.
¿Cómo podríamos aprovechar lo que sabemos hoy del árbol, de su manera de estar en el mundo y de integrarse en el espacio y el tiempo, para reconsiderar nuestro modo de vida? Evolucionando lentamente en contacto permanente con los seres vivos, nos hemos fundamentalmente bioinspirado. Mantenemos relaciones con el mundo vivo que son, en primer lugar, sensibles, antes de ser pensadas. Y, sin embargo, el árbol no deja de hacernos señales. A lo largo de nuestra lejana génesis, nos enlazamos con el mundo por él. Y es en un planeta habitado y dominado por los árboles que vivimos hoy en día.
El árbol persiste a soplarnos respuestas del mundo. Nos dice algo sobre él.
Es alteridad por excelencia, pero es una alteridad que nos «habla». Hemos aprendido mucho de él. Nuestro cuerpo, pero también algunas formas de nuestro pensamiento, son testimonio de ello. De su madera, del liber, hemos sacado los libros. Nuestro conocimiento del mundo parece invariablemente derivar del árbol. Según el filósofo Robert Dumas, «no hemos abandonado el árbol»,2 y este tiene todavía mucho que enseñarnos.
Por suerte, aunque el dicho pretende que los bosques preceden a las civilizaciones y que los desiertos las siguen, el hilo verde que nos ata desde siempre al árbol no se ha roto nunca. Seguimos conectados con él. Nos siguen fascinando estos seres de formas y contornos enigmáticos que tanto nos cuesta delimitar. Hace falta todo el talento y la pasión de una vida de un Piet Mondrian o de un Alexandre Hollan para plasmarlos con tanta exactitud sobre una tela. El árbol seguirá siendo siempre un misterio, una anamorfosis recompuesta por cada una de nuestras miradas, una forma viva que simboliza la parte inaccesible del mundo.
Nuestra mirada sobre los árboles está en plena metamorfosis. ¿Qué tiene de extraño? Vivimos una época bisagra, recorrida por cambios profundos en nuestra percepción del mundo. Ignoramos nuestros sueños prometeicos, nuestra imprevisión y nuestro orgullo. Perseguimos verdades más auténticas y envidiamos ahora la humildad y el saber estar de los primeros pueblos. Soñamos con reajustarnos al mundo, con reencontrar la conexión en un contexto de incertidumbre. Ya no pretendemos volver a poner orden en la naturaleza, sino que la invitamos a reorganizar nuestros modos de existencia. Aspiramos a extraer de su fuente.
Reencontrar el camino de los árboles y de lo perceptible... A la ciencia, sobrevolando en altura, le cuesta reflexionar sobre los seres vivos. Sigue demasiado prisionera del modelo dominante de la mecánica de los sólidos, «descendida del cielo sobre la Tierra sobre el plano inclinado de Galileo»,3 como lo expresaba Bergson. Considera lo sensible como un obstáculo, no como una luz complementaria. Es maravillosa, prodigiosa incluso, pero no es suficiente para levantar el velo.
Podemos aprender más de los seres vivos con vías de investigación que no consideran un obstáculo la posibilidad de un conocimiento sensible. A condición, en cualquier caso, de que mantengan distancias con el esoterismo, las creencias sobreimpuestas al conocimiento o la sobreinterpretación de los resultados de la investigación científica, de la que los árboles son a menudo objeto.
Este libro reclama también mantener estas distancias.
1.
Moldeados por los árboles
Este primer capítulo tiene el valor de un vistazo al retrovisor. ¿Qué debemos a los árboles, no por el uso que hacemos de ellos, sino en nuestra constitución externa? La evidencia se impone: la auténtica fábrica del hombre es el bosque. Los árboles nos han dado forma, tanto en nuestro cuerpo como en nuestro espíritu.
Si pueden parecernos a menudo solo algo verde, un tono impreciso y vago en nuestros decorados ambientales, es porque, en virtud de su omnipresencia, hemos dejado de verlos. Y, sin embargo, allí están y, por medio de nuestros sentidos, nos vuelven a llamar. Basta el canto de un pájaro, el perfume resinoso o el choque mate de una bellota al caer al suelo para que retomen de inmediato posesión del espacio. Entonces nos interpelan y nos emocionan.
Más allá de estos árboles tangibles, están también los que hemos guardado en nosotros. No son solo nuestros esquemas pulmonares, venosos, linfáticos o neuronales, redes conductoras de fluidos cuya libre génesis y el juego de ajustes mutuos dibujan invariablemente árboles en nosotros. Se trata también de la manera como el árbol ha polarizado al ser humano a lo largo de su génesis y de su evolución, en su constitución, su manera de ser y su propensión a considerar el mundo. Antón Chéjov hace decir a su personaje Mijáil Astrov que los bosques «enseñan al hombre a comprender la belleza y le inspiran sentimientos elevados».4 Ellos quizá nos enseñan lo mejor que hay en el mundo.
Vivimos según nuestra contemporaneidad y nuestra cultura del momento. Pero estamos atados para siempre a los árboles, que nuestros lejanos antepasados frecuentaban asiduamente. Entre el árbol y nosotros hay una atadura, invisible pero inmediata, que se tensa cada vez que jugamos a una búsqueda sensible, silenciosa, liberados del torrente de nuestros pensamientos, y dejamos que llegue hasta nosotros.
Moldeado
El cuerpo que nuestros lejanos ancestros arborícolas nos legaron sigue marcado con el sello de los árboles. Ellos siguen siendo nuestro primer molde anatómico. Dejaron sus huellas en nosotros, esculpieron nuestras formas, guiaron nuestra trayectoria evolutiva. Vivimos en el recuerdo de mundos antiguos íntimamente poblados de árboles, donde aprendimos a movernos.
Evolucionar sobre los árboles deja rastros. Nuestros cuerpos adoptaron sus formas singulares al contacto, experimentado durante sesenta y cinco millones de años, con las ramas, tan variadas en su talla y textura, desde la aparición del primer primate: Purgatorius unio. Nuestra columna vertebral se flexibilizó y marcó curvas privilegiadas en las regiones lumbar, dorsal y cervical. Nuestros miembros se alargaron y se dotaron de articulaciones eficaces. Son testigos nuestros hombros y puños, que permiten una gran movilidad en brazos y manos. Estas se fueron abriendo, nuestros dedos se alargaron y liberaron el uno del otro. A medida que nuestras garras iban perdiendo uña, nuestro pulgar se iba colocando en oposición respecto a los otros dedos. Nuestras falanges se articularon y la última de ellas adquirió una alta sensibilidad táctil. Nuestro esqueleto entero, al que se agarra nuestra musculatura, representa un potente sello del árbol sobre lo vivo.
Estos árboles que nos sostenían aprendimos a consumirlos, y este consumo sigue siendo vital. Comer varias frutas al día preserva nuestra salud. Nuestra dentadura se ajusta a la paleta de recursos alimentarios disponibles en la abundancia vital del dosel forestal. Atraídos por las formas vivas que allí están presentes —hojas, frutas, granos, yemas, insectos, miel, huevos, pajaritos, pequeños mamíferos y reptiles arborícolas—, nos convertimos en omnívoros, por no decir «arborívoros». Nos hacía falta cortar, despedazar y triturar y, de esta manera, a lo largo de un paciente aprendizaje bucal, ajustamos y conciliamos los juegos de incisivos, caninos y molares, lo que favoreció una gran movilidad maxilar. Nuestra dentición se ajusta a una alimentación extraída de los árboles.
Nuestro tracto digestivo nos hace más próximos a los primates frugívoros que a los primates carnívoros o folívoros.5 Y es que los árboles nos aprovecharon a su favor: nuestros ancestros dispersaban en el espacio, con sus deyecciones, granos contenidos en la fruta de la que se alimentaban. Como cualquiera de nosotros puede haber notado íntimamente, las pepitas y los granos resisten a la digestión y se evacúan en un estado favorable a su germinación. Los árboles se aseguraban de que nuestros antepasados colaborarían en la dispersión de sus semillas al ofrecerles la pulpa de su fruta, carnosa y dulce, suficientemente rica en glúcidos para incitarlos a cogerla. Pero para ello los obligaban a moverse en un universo donde siempre corrían el riesgo de una caída fatal. Y así impulsaron al ser humano, como a todos los primates, a establecer una gran dependencia de los jóvenes respecto a sus padres.
Nuestro sistema sensorial también se recompuso. La necesidad de un modo de vida diurno y de una visión