El baile tras la tormenta
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Sus vidas muestran la fe de una Europa desconocida, llena de vigor y creatividad, que contrasta con la decadencia y el cansancio vital de tantos otros lugares de Occidente.
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El baile tras la tormenta - José Miguel Cejas Arroyo
Índice
Portadilla
Visado de entrada
I. Entre la cruz y el martillo: Países Bálticos
I. Lituania
1. Los generales se rieron
2. Los tres grandes problemas de mi padre
3. ¿La crónica sigue saliendo?
4. La palabra prohibida
5. ¿Qué estamos haciendo?
II. Letonia
6. Un día de mi vida
7. El cuestionario
8. Su misericordia llena la tierra
9. Teniente del ejército rojo
10. Una mano de madre
11. Relato sin título
12. En la fila de los setenta
13. Una historia poco edificante
III. Estonia
14. Un argentino en Estonia
15. La bahía de Bengala
16. Aventuras de una exploradora
17. Polvo, arena y barro
18. Antes y después
19. No estoy aquí por casualidad
20. Todo hecho, todo por hacer
21. Nunca es tarde
22. He visto lobos salvajes
II. El sueño de Rusia
23. Una historia personal
Créditos
VISADO DE ENTRADA
«Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría».
Blaise Pascal, 23 de noviembre de 1654
tras «la noche de fuego».
A lo largo de los tres últimos años he recogido sesenta relatos de hombres y mujeres de Finlandia, los Países Bálticos, Escandinavia y Rusia. Son personas de los ambientes culturales y contextos sociológicos más diversos: músicos; pintores; directores de cine y actores de teatro; reporteros de guerra; empresarios; médicos; profesores de Universidad; obispos católicos, protestantes y ortodoxos; pastores luteranos; historiadores; líderes sociales; escritores; cantantes de rock y de rap...
Solo tienen dos rasgos en común: la rebeldía y la fidelidad a sus propias convicciones. Muchas de esas personas lucharon activamente en el pasado frente a las dictaduras políticas e ideológicas de uno y otro signo (nazismo, comunismo) que oprimieron sus países; y siguen oponiéndose en la actualidad, ofreciendo alternativas de esperanza, al materialismo consumista que se ha difundido en Europa. Bastantes de ellas, como Blas Pascal, han experimentado su particular «noche de fuego».
Muchos de los protagonistas de estos relatos han sufrido la cárcel, el destierro y la tortura psicológica o física. Otros han padecido el ostracismo social y las deportaciones a Siberia; y en todos los casos, han tenido que enfrentarse —y siguen haciéndolo— a lo políticamente correcto.
Son disidentes, en el sentido más amplio y menos polítizado del término.
Para reunir este conjunto de testimonios he viajado desde Vilnius, en Lituania, hasta Tornio, en la Laponia finlandesa; y desde Malmö, en el sur de Suecia, hasta Grenaa, en el norte de Dinamarca; o Stavanger, en el sur de Noruega. Hablé con Havard a las orillas de un lago finlandés, relativamente cercano a la frontera con Rusia.
La extensión de estos relatos es tan variada como sus vidas. Muestran la realidad de una Europa cada vez más multicultural, en la que se está produciendo un fabuloso melting pot: un crisol creciente de razas, culturas y tradiciones, donde el compromiso con la fe se manifiesta con un vigor y una creatividad insospechada. Ese vigor contrasta con la decadencia, el cansancio vital y a veces el rigor mortis que se aprecia en algunos lugares del Viejo continente.
Este proyecto comprende varios libros. En este he recogido los testimonios de hombres y mujeres que viven en Estonia, Letonia, Lituania y Rusia, como Lagle Parek, estonia, la primera mujer ministro de un gobierno democrático; el historiador lituano Vidmantas Valiusaitis; el cineasta letón Jānis Logins o el escritor Alexander Havard, director del Instituto de liderazgo Virtuous Leadership, residente en Moscú.
Son historias contadas en primera persona, de forma íntima y directa: Silvija, una ginecóloga, habla de su trabajo en un hospital en el que realizaba cientos de abortos; los pintores Dina y Mārtins Abele o el cantante de rock Raul Ukareda evocan su itinerario vital... Hay testimonios de miembros de diversas confesiones: de los obispos católicos de Estonia y Kaunas (Lituania); de un obispo luterano de Letonia; o del metropolita de la Iglesia Ortodoxa en Estonia.
En libros posteriores el lector encontrará relatos de personas que residen en diversos lugares de Finlandia y del mundo de cultura escandinava, como Suecia, Noruega, Dinamarca, Groenlandia y las Islas Feroe.
Gracias a estos hombres y mujeres, que han defendido la libertad y la dignidad del hombre de acuerdo con sus propias convicciones, se ha ido forjando un tiempo nuevo en muchos de esos países, tan diferentes entre sí.
Lituania, por ejemplo, tiene 65.303 kilómetros cuadrados y poco más de tres millones de habitantes. En su mayoría son de origen lituano, que conviven con minorías de origen polaco, ruso, bielorruso y ucraniano. Según las últimas estadísticas, gran parte de la población —casi un 80 por ciento— es católica; el resto son luteranos —unos 200.000—, ortodoxos y de otras religiones.
Su estado vecino, Letonia, de 64.589 kilómetros cuadrados, cuenta con dos millones de habitantes, de los que solo un 62 % son de origen letón, a causa de las emigraciones y las deportaciones. Hay sectores de población de origen ruso (27 %), bielorruso, ucraniano, lituano y polaco. Un 35 % de la población pertenece a la Iglesia Ortodoxa letona; un 25 % a la Iglesia Evangélica Luterana; y aproximadamente un 20 % a la Iglesia Católica. Además de las minorías judías e islámicas, hay un 15 % que se declara sin religión.
Estonia, con 45.228 kilómetros cuadrados cuenta con 1.207.000 habitantes, de los que el 69 % son de origen estonio y el 25 % de procedencia rusa. También hay colectivos de ucranianos, bielorrusos, etc. El 14.8 % de los habitantes forma parte de la Iglesia Luterana Evangélica y el 13.9 % de las Iglesias Ortodoxas. Se calcula —son cifras aproximadas y cambiantes— que hay 10.000 musulmanes, 6.000 baptistas, 6.000 católicos y unos mil judíos. Aunque se le denomina en ocasiones «el país más ateo del mundo», los testimonios recogidos en estas páginas cuestionan seriamente esa afirmación. Está especialmente vinculada con Finlandia, por la lengua, la cultura y la proximidad geográfica de sus capitales.
Dedico especialmente estas páginas a mis hermanas Lola, Anto y Santi, que son mis mejores —y más certeras— críticas literarias.
Deseo expresar mi más profunda gratitud a las personas que me han ofrecido sus relatos; y a mis amigos y traductores en los diversos países. En Lituania, Bryan P. Bradley, Guillermo Boggione, Aleksas Chiaia y Borja Armada; en Letonia, Domeniko y Claudio Rivera; en Estonia, Luise Rosenfeldt, Andrea Bochese y la Madre Ricarda, brigidina. Gracias también por su ayuda al P. Dimitri Tsiamparlis, arcipreste del Trono Ecuménico y Deán de la Catedral Ortodoxa Griega en Madrid; a Sandra Iglesias; y a tantos otros.
Durante mis últimas horas de estancia en Letonia, Manuels Fernandezs, un músico español afincado desde hace años en ese país, interpretó para mí, a modo de despedida, el tercer movimiento de La tempesta di Mare, de Vivaldi, que evoca un baile gozoso después de una tormenta[1].
Esa pieza musical refleja, a mi modo de ver, el espíritu de fiesta y liberación que se vive en estas naciones tras una tormenta aciaga que ha durado demasiadas décadas.
[1] El título original es Concierto para flauta y orquesta en Fa mayor ¨La tempesta di mare¨, opus 10, nr.1. «Lo del baile después de la tormenta —me contaba Manuels— es mi interpretación del ambiente del 3.er movimiento, tras el primero, que es tempestuoso, y el segundo, sosegado y tranquilo. Sugiere la calma y la alegría que se vive en un barco después de haber vencido una tempestad. Vivaldi solo puso el título general de la obra, no uno para cada movimiento».
I. ENTRE LA CRUZ Y EL MARTILLO:
PAÍSES BÁLTICOS
I. LITUANIA
1. LOS GENERALES SE RIERON
VIDMANTAS STASYS VALIUSAITIS[2]
Como sabes, Lituania fue incorporada a Rusia durante el siglo XVIII, bajo el reinado de Catalina II. Durante los siglos siguientes se puso en marcha una intensa política de rusificación. Se prohibió hablar en lituano durante cuarenta años, desde 1864 hasta 1904, y se estableció oficialmente el alfabeto cirílico.
Durante el siglo XIX intentaron «cortarle la cabeza» al país: solo permitían que ejercieran su trabajo dentro de Lituania los médicos y los sacerdotes; el resto —ingenieros, profesores, científicos, artistas, etc.— se vio obligado a emigrar a Polonia, a San Petersburgo o a Moscú; a las ciudades del Cáucaso o a Norteamérica...
Ante esa situación, los padres empezaron a enseñar el lituano a sus hijos en sus casas. Si visitas el museo de Kaunas, encontrarás un cuadro en el que se ve a una campesina del XIX hilando, con un pañuelo típico en la cabeza. A su lado, hay un niño sentado en el suelo, que lee un libro titulado Escuela Lituana.
Gracias a la resistencia pasiva de gran parte de la población, fuimos una de las pocas naciones europeas en las que hubo contrabando de libros. Algunos lituanos que vivían fuera del país imprimían diccionarios y misales en nuestra lengua que luego, de mano en mano, hacían llegar hasta aquí. Y en algunas zonas se distribuían periódicos clandestinos escritos en lituano.
La Lituania moderna empezó a forjarse a finales del siglo XIX y comienzos del XX, cuando un ingeniero que había hecho fortuna en Rusia construyendo puentes se atrevió a plantear, en 1904, un pleito contra el Estado por la prohibición de hablar y escribir en lituano. ¿En qué fundamento jurídico —preguntaba— se basa esta prohibición? Como no había ninguno, sorprendentemente, ganó el pleito; y creó un periódico en lituano —Noticias de Vilnius— para reforzar nuestra identidad como país.
Y durante las dos primeras décadas del siglo pasado, aprovechando el debilitamiento del poder zarista —que tenía muchos problemas internos y no podía ejercer la presión monolítica de épocas anteriores—, fueron apareciendo grupos de arte, pintura y música con un marcado acento patriótico.
En 1915, un año después de que comenzase la I Guerra mundial, Lituania fue ocupada por Alemania. Y cuando finalizó la contienda, un pequeño grupo político declaró la independencia, el 16 de febrero de 1918.
Fue un acto de audacia, porque en Vilnius solo había un 20 % de lituanos, frente a un 50 % de polacos y un 30 % de judíos; además, estábamos rodeados por tres grandes potencias —Rusia, Alemania y Polonia— que podían haber abortado aquella declaración en cualquier momento.
Por esa razón, la situación de Lituania desde 1918 a 1920 fue muy precaria. No contábamos con un ejército fuerte y tanto los bolcheviques como los polacos intentaban hacerse con el poder. A partir de aquellos años el sentimiento antipolaco sustituyó al sentimiento anti-ruso, hasta en los aspectos más anecdóticos: por ejemplo, había dos letras del alfabeto latino que se escribían en lituano igual que en polaco, y las tomamos del alfabeto checo solo para diferenciarnos.
La independencia y el proceso de lituanización duró poco tiempo. Bielorrusia y Polonia no la aceptaron; y tras una breve guerra en la que se acordó un alto el fuego, Vilnius cayó en manos de Polonia, que creó el 12 de octubre de 1920 un estado títere polaco: la República de Lituania Central. Dos años después esta república fue anexada a Polonia.
En ese entorno surgió la figura de Pranas Dovydaitis, el primer ministro más joven de la historia de Lituania, que además de político, fue editor de prensa, profesor universitario y un católico consecuente con su fe.
Lituania estaba gobernada por unas élites de formación atea y el catolicismo aparecía ante la opinión pública como algo propio de campesinos atrasados y supersticiosos. El gran empeño de Dovydaitis fue formar un grupo de intelectuales que vivieran su fe con plenitud y estuvieran dispuestos a ayudar a los que le rodeaban a encontrar —o reencontrar— sus raíces cristianas, no mediante peroratas sentimentales, sino a través de la oración y la razón, con la reflexión y el estudio. Fundó una revista, El Futuro; impulsó, junto con otros, la creación de la Facultad de Filosofía y Teología en Kaunas; y se propuso traer a intelectuales de toda Europa para que ayudaran a paliar nuestro estado de indigencia cultural y espiritual.
Uno de esos intelectuales fue un suizo, Jozeph Ehret, gran amigo de un lituano católico, Mykolas Asmys. En 1918 residían los dos en Friburgo. Asmys contrajo la gripe que asoló a media Europa y cuando estaba a punto de morir le pidió a Ehret que viniese a Lituania para trabajar por su país y fortalecer en la fe a sus compatriotas.
Ehret cumplió su promesa y una de sus preocupaciones fundamentales fue la formación de los jóvenes. Publicó numerosos libros; puso en marcha una universidad popular de orientación cristiana, dirigida a los jóvenes campesinos, que llegó a contar con cien mil socios; fue uno de los fundadores de la Academia Lituana de la Ciencia; creó revistas para niños; alentó numerosas ligas y asociaciones deportivas y en 1920 fundó ELTA, la agencia de noticias más importante del país. Aunque solo estuvo veintidós años aquí, dejó una profunda huella en nuestra historia.
Para Casimiros Pastas, otra gran figura de esa época, la prioridad era la formación intelectual de los líderes lituanos. Pensaba que los dirigentes debían dar un salto de calidad si no querían verse aplastados ideológica, política y militarmente por los regímenes totalitarios que estaban surgiendo a su alrededor.
Pastas había viajado por todo el mundo, salvo por Australia, y conocía bien la realidad europea y americana, junto con los problemas de las diversas colonias africanas.
Intentó cambiar el punto de vista de los dirigentes de su época, que promovían una lituanización más que laica, laicista, y de signo anticatólico, desprovista de la grandeza de miras de la antigua Lituania imperial, que llegaba desde el Báltico hasta el Mar Negro.
Para Pastas la solución era volver a mirar al mar: «¡Tenemos cien kilómetros de costa! —recordaba—. ¡Somos demasiado pasivos y cautelosos! ¡Estamos llenos de recelos! Ahora que somos libres, actuamos con la misma mentalidad que teníamos cuando dependíamos de Rusia. ¡Debemos cambiar!
Una de sus propuestas fue cambiar la capitalidad: el centro del país debía estar en Klaipeda, una ciudad junto a la costa, para que la nación se abriese al Báltico. «Fijaos —decía—: ¡todas las capitales de esta parte del mundo están junto al mar: Copenhague, Estocolmo, Helsinki, Tallin, Riga!
Al ver el cariz que tomaba la revolución rusa, Pastas habló con los gobernantes y les propuso que evacuaran cuanto antes el oro de Lituania, para poder sobrevivir en un futuro inmediato, ya que era previsible que nos convirtiéramos de nuevo en una colonia rusa. «Tenemos un ejército pequeño que no podrá contener a las tropas extranjeras. Debemos crear una red de diplomáticos en el exterior, capaces de defender nuestros intereses en caso de una nueva invasión». Pero ningún político le hizo caso; y los generales se rieron.
Sus vaticinios se hicieron realidad, desgraciadamente. El 23 de marzo de 1939, Alemania ocupó Memel y obligó al gobierno a firmar un tratado de no agresión. Y el 15 de junio de 1940, después de que el gobierno lituano cediera ante un ultimátum soviético, siguiendo una cláusula secreta del Pacto Ribbentrop-Mólotov, la Unión Soviética ocupó Lituania, que fue forzada a formar parte de la U.R.S.S., bajo el nombre de República Socialista Soviética de Lituania.
Unos 60.000 lituanos huyeron a Occidente, temiéndose lo que luego sucedió. Y numerosos intelectuales, empresarios y creyentes de diversas religiones —es decir, cualquier persona que pudiese ejercer cierta influencia en los demás— fueron deportados.
Uno de ellos fue Pranas Dovydaitis, que fue arrestado en 1941 junto con su familia. Lo deportaron hasta un campo de concentración en Ucrania, donde llegó desfallecido, pero sin perder la esperanza, fortaleciendo con su fe y su alegría a los demás. Desde allí lo trasladaron a la prisión de Sverdlovsk y le condenaron a muerte por sus actividades «contrarrevolucionarias». Tras fusilarle, le enterraron en un lugar desconocido. El año 2000, durante el Gran Jubileo, san Juan Pablo II incluyó su nombre entre los testigos de la fe y los mártires cristianos del siglo XX.
Cuando los soviéticos nos invadieron solo encontraron cierta resistencia entre los partisanos. Eran, en su gran mayoría, jóvenes de origen campesino en edad militar que se refugiaron en los bosques. Pero aquí no tenemos montañas, y aguantar años y años en aquella situación debió ser muy duro. Los que les ayudaban sabían que si los descubrían, podían ser fusilados o deportados a Siberia. Hubo partisanos emboscados hasta 1955.
Mi padre tuvo serios problemas por intentar ayudarles. Organizaba conciertos en diversas provincias y lo que recogía lo enviaba a «los hombres del bosque». La KGB siguió sus pasos durante medio año, hasta que le detuvieron. Como no consiguieron probar su ayuda a los partisanos, le dejaron en libertad, y le enviaron a Linkuva, en el norte, donde pensaban que su influencia sería menor.
En ese pueblito vivía su hermano, que era director del colegio en los años de las grandes deportaciones, a finales de los cuarenta y comienzo de los cincuenta. Todavía viven muchas personas que fueron deportadas durante su infancia. Si hablas con alguna de ellas te podrán contar todo esto mejor que yo.
Antes de cada deportación se establecía una lista secreta con los nombres de las familias que iban a deportar y se organizaba una gran redada: los soldados llegaban por la noche a las casas, les daban media hora para recoger sus cosas, los subían a unos camiones y los trasladaban hasta la estación más próxima. Allí los hacinaban en vagones de ganado que los conducían a Siberia; y muchos morían en el camino.
Mí tío tenía algunos contactos por su condición de director del colegio local, que le permitieron acceder a esas listas en alguna ocasión. En cuanto se enteraba de algunos nombres avisaba inmediatamente a las familias, que desaparecían antes de que llegasen para deportarlas.
Hasta que un día le dijeron que acudiese a un Ministerio de Vilnius para una reunión de directores de colegios. Fue, y al preguntar por la reunión, le apresaron, le pusieron una capucha, le subieron a un auto y luego a un vagón que lo llevó hasta Kajhastán, donde estuvo diez años en la cárcel. Las condiciones de aquel lugar eran tan inhumanas que los presos se rebelaron; y muchos, como mi tío, murieron ametrallados por los soldados que acudieron para controlar el motín.
Mi padre fue deportado también a los Urales, y cuando regresó intentó seguir trabajando como profesor de historia, pero no se lo permitieron. Consiguió un empleo en una confitería de Kaunas, donde le hicieron la vida imposible: si en las vacaciones se iba de viaje le hacían volver inmediatamente para culparle de cualquier cosa: por ejemplo, de una bolsa de azúcar que se había estropeado a causa del agua de una gotera, y cosas parecidas. Buscó otro empleo y continuaron hostigándole. Lo mismo le sucedió en el trabajo siguiente y en el siguiente, hasta que su salud se resintió por aquel acoso constante y falleció en 1989.
Podría contarte muchas historias de mis tíos, que fueron personas coherentes con su fe. Una de las que más me conmueven es la de mi tío Stasys, sacerdote en Brooklin, donde atendía una parroquia para irlandeses. La mañana del Domingo de Resurrección de 1971, mientras caminaba hacia la iglesia, se encontró con un mendigo; y como hacía mucho frío, le regaló su abrigo, diciéndole: «Quédeselo: a mí no me hace falta». Falleció pocos minutos después, a causa de un paro cardíaco, mientras celebraba la Misa.
Yo me llamo Stasys por él. Cuando recogieron sus pertenencias, vieron, con asombro, que solo tenía cinco dólares, y que todo lo que ganaba lo daba en limosnas para personas necesitadas.
Pero estábamos hablando de las deportaciones... Al principio, el simple hecho de ser católico bastaba para que te enviaran a Siberia. Luego hubo un cambio de estrategia, y se propusieron que ningún católico pudiera acceder a trabajos de cierta influencia social, como la enseñanza o la política; cerraron los conventos y numerosas iglesias; convirtieron la catedral en museo del ateísmo; impusieron exilios forzosos a los obispos; vigilaban a los que asistían a Misa; limitaban al máximo el número de seminaristas, etc. Y al igual que en otros países, intentaron infiltrar sacerdotes favorables al Régimen dentro de la Jerarquía, para destruir a la Iglesia desde dentro.
En los años setenta cinco sacerdotes[3] fundaron el Comité para la defensa de los Derechos de los Creyentes. Uno de ellos, Sigitas Tamkevicius, impulsó la edición clandestina de lo que se llamó La Crónica de la Iglesia Católica en Lituania. En esa publicación fueron describiendo, con tono sobrio y objetivo, los abusos que se cometían contra la libertad religiosa. Aquello supuso un gran reto para el Régimen y en especial para la KGB, porque no sabían quién o quiénes redactaban esas crónicas, por qué medio las difundían y cómo llegaban hasta el extranjero. Pero todo esto te lo puede contar el propio Tamkevicius.
Fueron tiempos díficiles. Mi padre me dio un consejo que no he olvidado nunca: «procura comportarte durante la ocupación de forma que después no tengas que avergonzarte de nada». Muchos claudicaron o simularon estar de acuerdo con el Régimen; o colaboraron con él, movidos por el miedo.
Para mí, fue decisiva la amistad con algunos jóvenes universitarios, como Jozef Brazauskas. Era un católico consecuente, de buena formación intelectual, que nos tradujo del francés a algunos autores extranjeros desconocidos por nosotros, como Maritain. Éramos un grupo de amigos que leíamos a Dostoyevski; hacíamos planes de futuro; charlábamos; escribíamos...
El 8 de agosto de 1987, con motivo del aniversario del Pacto Ribbentrop-Mólotov, participé en un mitin por la libertad de Lituania. Tenía 31 años. Me sacaron una fotografía, me localizaron y me expulsaron de la universidad en la que estaba haciendo el doctorado. En vista de la situación y como tenía que mantener a mi familia —estaba casado desde 1981— empecé a trabajar como periodista y poco después