Memoria ingenua
Por Alfons Balcells
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Entre esos recuerdos, evoca con especial detalle sus primeros encuentros con san Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, el impacto de su mensaje en la sociedad catalana y, sobre todo, en su propia vida de médico recién licenciado.
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Memoria ingenua - Alfons Balcells
Gorina
I. ORÍGENES
El 28 de junio de 1914, Gavrilo Princip asesinó en Sarajevo a Francisco Fernando de Habsburgo, heredero del trono de Austria-Hungría, y a su esposa, Sofía de Hohenberg. Los ánimos, ya encendidos desde tiempo atrás en toda Europa, se exaltaron aun más. Un mes después, el 28 de julio, el imperio declaraba la guerra a Serbia, por considerarla instigadora corporativa del magnicidio. Al día siguiente, Rusia, la gran protectora de los eslavos, movilizaba todas sus tropas. Alemania, el día 31, reunía las suyas, y en pocas horas, Francia, alarmada, hacía lo mismo. El 1 de agosto se declaró la guerra y el día 2 Alemania invadía Luxemburgo, camino de París. De poco sirvieron los clamores desesperados de Pío X desde su lecho de muerte.
En los territorios más cercanos a nosotros la situación tampoco era pacífica, pese a que, el 5 de agosto y con la oposición de Romanones, Eduardo Dato declaró la neutralidad de España en el conflicto europeo. Pretensión vana, ya que aquí se cocía, también desde hacía tiempo, otra guerra, de momento aún latente.
El régimen español estaba abocado a la crisis final de la restauración iniciada en 1876. Se habían acentuado hasta el extremo las diferencias entre la España real y la oficial. Los gobiernos de Madrid se sucedían rápidamente, relevándose Dato, Romanones y García Prieto, y de poco serviría que, ya en el año 1918, el gobierno de Maura fuera un gobierno de concentración, con Cambó de ministro de Fomento.
El 6 de abril de 1914, se había creado la Mancomunidad de Cataluña, y Enric Prat de la Riba había empezado a poner en marcha su proyecto de país, intentando desmarcar las cuatro provincias catalanas del desastre general. Era, como decía el diario La Vanguardia del 28 de enero de 1915, con el lenguaje alambicado que le caracterizaba en aquella época, «la expresión de que un ser vivo adquiere conciencia de sí mismo y tiene valor para luchar por su propio existir». Sin embargo, el proyecto autonómico catalán desató suspicacias desde el centro y también intentos de emulación por parte de las demás comunidades históricas del Estado. Especialmente en Madrid, los catalanes continuaban despertando inquietudes y la capital de España redescubrió su secular vocación centralista.
El «proyecto catalán» llegaba demasiado tarde. Las competencias de la Mancomunidad no permitían demasiadas maniobras y la situación social, aquí insostenible desde tiempo antes, también desembocaría en el mes de agosto de 1917 en una huelga general y salvaje, intervención del ejército incluida. Este fenómeno se repetiría un año y medio más tarde, entre el 24 y el 31 de marzo de 1919, circunscrita en este caso a la ciudad de Barcelona, ya que fue provocada a raíz del conflicto de La Canadiense. Prat de la Riba ya había muerto en aquel momento. Se declaró el estado de guerra; el Banco de Barcelona quebró; aparecieron los pistoleros y el ruido de sables se oía cada vez más cerca.
La ruptura social y política era irreversible.
Mis padres
El amor entre Eugènia y Eduard fue fecundo de nuevo y el día 5 de abril de 1915 nació Alfons, su segundo hijo. La vida de un nuevo ser humano tenía entonces un feliz y pacífico inicio...
¿Feliz? ¿Pacífico? No parecía el mejor momento para traer un hijo al mundo.
A pesar de todo, aquel que había sido concebido tan feliz y pacíficamente, nació beligerante y combativo. Según sus padres, más que ningún otro de sus hijos.
Mi madre era una mujer valiente, que aún afrontaría otro embarazo antes del fin de la Gran Guerra.
Mis padres eran Eduard Maria Balcells¹ i Buigas y Eugènia Gorina i Sanz. Los dos procedían de familias muy numerosas, de doce hermanos cada una, aunque sólo siete u ocho de ellos habían llegado a adultos. El abuelo Jaume Gorina, padre de Eugènia, se había quedado viudo y con hijos, y se volvió a casar con la viuda de su hermano Pere, que tenía dos hijos. De este nuevo matrimonio nacieron más hijos, de forma que los abuelos Gorina, al hablar de su numerosa prole, distinguían entre los «míos», los «tuyos» y «nuestros» hijos.
Eduard, mi padre, que había estudiado para arquitecto, conoció a Eugènia, mi madre, en un cotillón en Caldes de Malavella, en el balneario de Vichy Catalán, gracias a la insistencia del tío Lluís, hermano de mi padre, que le llevó hasta allí casi a la fuerza. Eduard no se sintió cohibido en absoluto: de hecho, una vez embarcado en la aventura, cogió las riendas de la fiesta y se dedicó a hacer de maestro de ceremonias. Fue justo en esas tareas organizativas donde coincidió con Eugènia Gorina, también mandona por naturaleza. El flechazo fue instantáneo.
Sin embargo, tuvieron que vencer algunos prejuicios, ya que Eduard tenía 35 años –ya se entiende la insistencia del tío– y Eugènia sólo 22. Además, los padres de ella consideraban que él, «un arquitectillo de medio pelo», no era nadie para casarse con «una Gorina de Sabadell», célebre familia de fabricantes industriales.
Pero como, de hecho, aquellos «Gorina de Sabadell» ya no vivían en Sabadell sino en Barcelona –eso sí, en el Paseo de Gracia–, muy cerca de la casa de los abuelos Balcells, Eduard no dejó de ir tras Eugènia, y se salió con la suya.
El 17 de octubre de 1912 tuvo lugar el enlace matrimonial en la Parroquia de la Concepción.
Su primer hogar fue un pequeño piso de la calle Bruc, donde nació Santiago, justo un año más tarde.
Yo llegué un año y medio después. Mis padres, cuando ya me esperaban, se habían trasladado a un piso más amplio en la calle Pau Claris 75. Más adelante, nació Albert en 1918 y Josep Antoni en 1920.
Éramos pues, cuatro hermanos. Según el mayor, Santiago, el más mimado era el tercero, Albert, a quien llamábamos Beto, pronunciado a la catalana Betu. De pequeñito padeció una especie de infección intestinal que por poco le causa la muerte y que se prolongó durante largo tiempo. Por este motivo, los dos mayores le protegíamos de modo especial. A pesar de todo, en una ocasión en que a Beto le cortaron el pelo a la romana, Santiago y yo nos burlábamos de él diciéndole que parecía una niña.
Yo siempre he admirado mucho a mi hermano mayor, Santi, a quien llamábamos «l’hereu»². Y como él, yo tenía cierta debilidad por Beto, sobre todo durante su infancia y adolescencia. Pero muy pronto empecé a mirar aun con mejores ojos al pequeño, Tònio. Le quería mucho.
El colegio de Caspe
Mis primeros recuerdos se sitúan en aquella casa de la calle Pau Claris, y en la escuela de las monjas francesas de Saint Joseph de Cluny, en la esquina de Bruc con Provenza. En Cluny estudié los primeros cursos de primaria. De aquellos momentos me han quedado grabadas en la memoria muchas cosas, en especial del ámbito religioso. Por ejemplo, me inculcaron la devoción a Santa Teresita del Niño Jesús, sobre todo por una especie de complejo que yo tenía entonces, y que sufrí hasta los siete u ocho años. Mi madre lo padecía tanto o más que yo mismo, hasta que un buen día me propuso hacerle una novena a la santa. Y aquello se terminó. En agradecimiento, en casa nos suscribimos a la revista Lluvia de rosas.
Era tímido, muy tímido. Pasaba muchos apuros, en especial a la hora de las presentaciones, cuando venían visitas a casa. Santi se reía mucho de esto, pero me ayudó a superarlo.
Yo era de risa fácil si el ambiente era propicio. Pero –en honor a la verdad– también era de lágrima fácil cuando las cosas no iban bien. En esos casos, el abuelo Gorina me tomaba el pelo diciéndome que a ver si no tendría yo una esponja en la nuca.
A los nueve años, siguiendo la tradición familiar, me enviaron al Colegio Sagrado Corazón de la calle Caspe, regentado por los padres jesuitas. Allí cursé el Bachillerato.
El cambio de colegio fue un drama. No era sólo el trauma subjetivo que comportan este tipo de novedades en muchos niños, ni la inicial dificultad de adaptación a nuevos compañeros y costumbres. A todo esto se sumaba el hecho de dejar el ambiente entre algodones que me había rodeado atrás en Cluny y las delicadezas que teníamos con las monjas.
–Mère, j’ai fini! les decíamos, al acabar los deberes de clase, mientras levantábamos la manita, muy repeinados, monos y formalitos.
Y venía la monja, solícita y dulce:
–O, très bien, mon petit garçon, très bien.
Con tan sólo nueve años, entraba entonces en el entorno disciplinado y recio de los jesuitas de Caspe. Un ambiente varonil, seco, de pocas florituras verbales, pero a la vez de una gran vitalidad espontánea, entre gente que no paraba de correr arriba y abajo. Me río yo de los que hablan tanto de la férrea disciplina de los jesuitas, atribuyéndoles no sé qué traumas. En los jesuitas había disciplina, claro, pero también buenas dosis de libertad, que la mayoría de los profesores sabían administrar y hacer respetar en su justa medida y en los momentos y ámbitos más adecuados.
Pero yo me había incorporado a un curso superior al que por edad me correspondía. Y eso fue una tragedia. Todo en su conjunto me desconcertó mucho: así que el primer día de clase volví llorando a casa.
Suerte que, una vez más, Santi me apoyó. No acabé de superar el disgusto sino al cabo de un año y, de hecho, perdí el curso. Conservé sin embargo una buena relación de amistad con algunos de mis compañeros de aquella clase, como Ignasi Agustí.
Eso sí, una vez acostumbrado al nuevo sistema, el ascenso fue imparable, y hacia el final del Bachillerato las «Dignidades» y otras distinciones características de aquellas escuelas no tenían ya secretos para mí. Que mi familia recuerde, al menos logré ser «Príncipe» en Biología y en Química.
La maduración intelectual también empezó en tercero de Bachillerato, al pasar de la pura memorística a la reflexión. El estudio ya no consistía sólo en aprender datos sino también en pensar. Este cambio de perspectiva lo asocio a una asignatura que se llamaba Derechos Éticos y Cívicos y Rudimentos del Derecho. En las primeras sesiones de aquella materia no entendí ni una palabra, hasta que me di cuenta de que era necesario profundizar personalmente en los apuntes tomados en clase. A los doce años, pues, me enteré de que los estudiantes debíamos estudiar.
En sexto –entonces el último curso de Bachillerato–, reconozco que hice bastantes novillos. Me iba a estudiar a casa cuando preveía que alguna clase iba a ser una pérdida de tiempo. Por ejemplo, la de inglés: le hacíamos la vida imposible al pobre profesor y él no sabía mantener la autoridad. También me iba muchas mañanas y tardes a la Biblioteca de Cataluña y a la hemeroteca municipal, instalada en la Casa de l’Ardiaca, delante de la Catedral. Leía mucho. En especial libros de biología. La mayor parte del fondo bibliográfico –al menos lo que a mí me interesaba– estaba abierto a todo el mundo. No hacía falta pedir los libros, lo cual, siendo yo entonces muy tímido, seguramente me habría disuadido. El ambiente era tranquilo y silencioso, como a mí me gustaba, y pienso que no debía yo ser tan repelente ni rara avis como podría parecer, ya que la biblioteca estaba de bote en bote cada día. Uno de los asiduos era Guillem Díaz-Plaja Contestí, que era poco mayor que yo, y ya ejercía de amante de las letras.
Me relacionaba más o menos con todo el mundo, pero a quien recuerdo con más afecto, especialmente porque después continuamos tratándonos y estudiamos la carrera de Medicina juntos, es a Josep Maria Sagrera Malaret, que llegaría a ser radiólogo.
Otro buen amigo del Bachillerato fue Manuel Tusquets, que murió en la Ciudadela el mismo 18 de julio, primer día de la guerra. Los Tusquets veraneaban en Sant Pol y yo estuve algunas veces en su casa. Los dos editamos una revistilla llamada Cóndor, para uso interno del curso. Estaba toda hecha a mano, dibujos y textos. Aunque aquello duró muy poco, fue el inicio de mi afición posterior a la escritura.
La familia y los amigos
Algunos domingos por la mañana íbamos con la pandilla a pasear por el Paseo de Gracia siguiendo las salas de exposición. Otras veces bajábamos hasta el Arco de Triunfo para escuchar a la banda municipal, que tocaba en uno de los palacetes construidos para la exposición de 1888. Tal vez fuera el de Bellas Artes, donde se inauguró la exposición el 20 de mayo de aquel año 88: tiempo después sería derribado. En alguna ocasión, se había organizado una comida familiar en el terreno que tenían los Escolà, amigos de la familia, en la falda de la colina de Monterols, junto a la calle Balmes. Quién me iba a decir que, pasado un tiempo, en aquel terreno se construiría un colegio universitario, del que yo sería el primer rector.
También íbamos a menudo a patinar a las dos pistas de skating situadas en la Diagonal, una frente al Turó Park y la otra cerca del antiguo hospital de San Juan de Dios, donde ahora está el centro comercial L’Illa. Una de las primeras veces que patinaba, cuando aún estaba aprendiendo y a duras penas me mantenía en pie sobre los patines, uno de mis primos me empujó por la espalda, no para derribarme sino con la idea de jugar a trenes. Aún me dura el escalofrío. Acabé cayéndome al suelo y me quedé unos instantes inmovilizado, anestesiado, con una especie de parálisis respiratoria. Pensé que me moría. Nunca ha vuelto a sucederme nada semejante.
Durante el curso académico en Barcelona, mis padres acostumbraban a salir, después de cenar, al Salón Rosa o a la Granja Royal de la calle Pelayo. Éramos la típica familia burguesa de Barcelona.
En una ocasión, Santi y yo fuimos con mis padres a la Royal para asistir a un concierto de violín de Eduard Toldrà, un compositor de Vilanova que más tarde sería el primer director de la Orquesta Municipal de Barcelona. En cambio, no iban al cine y raras veces acudían al teatro. Tan sólo recuerdo una ocasión en la que fuimos con ellos a ver una representación de La vida es sueño, de Calderón de la Barca.
Eso sí, a mis padres les encantaba la ópera y cuando podían –porque alguien les dejaba unas localidades– iban al Liceo. Disfrutaban mucho: nunca fueron por compromiso, ni para quedar bien o por motivos sociales. Alguna vez, cuando la familia Pellicer cedía a mis padres el palco que tenían en propiedad, les acompañábamos los dos hijos mayores. Los Pellicer eran accionistas importantes del Banco Comercial Transatlántico (el que después sería el Deustche Bank), de capital mayoritariamente alemán.
Lo que realmente les gustaba a mis padres era salir de paseo por la noche y levantarse más bien tarde cuando podían.
Mi padre solía asistir a misa de nueve y media cada día, antes de ponerse a trabajar en el estudio. Mi madre también tenía esa costumbre, pero iba más tarde, a las doce o a la una, cuando ya había llevado los hijos al colegio y terminado las compras y tareas matutinas.
Ella era muy aficionada a las rebajas y al regateo, cosa que a los hijos nos ponía bastante nerviosos por la vergüenza que nos hacía pasar. Un comentario invariable acompañaba todas sus adquisiciones: «¿Me podría hacer algún descuento?». No nos gustaba en absoluto, a ninguno de los hermanos, aquello de «parecer pobres». Entre otras cosas, porque no lo éramos. Sin embargo, aprendimos a ser ahorradores desde muy pequeños.
Ella era la que llevaba el peso de nuestra educación, mientras mi padre se quedaba de reserva, para intervenir tan sólo en casos extraordinarios. Algunas veces, mi madre nos daba una zurra –siempre bien merecida–, pero nosotros preferíamos mil veces una de sus azotainas a la otra alternativa: «Te advierto que se lo diré a tu padre». Aquel era el ultimátum definitivo. No porque supusiera un castigo físico mayor –no recuerdo ninguno– sino por el gran respeto que le teníamos.
A la hora de acostarnos, le besábamos la mano a mi padre (antes se llamaba «dar la amistad») y después le dábamos otro beso en la mejilla. Con mi madre no nos andábamos con tantas ceremonias, sólo besos normales. Los castigos más habituales de mi madre eran la prohibición de salir los jueves –no teníamos clase esa tarde– o los domingos. En alguna ocasión también nos hacía escribir decenas de veces una frase relacionada con la travesura que habíamos hecho. Lo clásico.
Mi padre nos educaba sobre todo en la urbanidad, y sus lecciones tenían lugar preferentemente durante las comidas. Él impartía criterios sobre las grandes cuestiones: saber decir, saber callar, saber moverse, saber estar, saber andar por la vida... Mi madre se ocupaba de las cuestiones más cotidianas, como por ejemplo, aquellas relacionadas con la higiene: llevar las uñas limpias, ir bien peinados, no hablar con la boca llena, no meternos el dedo en la nariz...
Aún adolescentes, estábamos a gusto en casa. Pienso que debía haber buen ambiente, liberal hasta cierto punto, porque a menudo venían a casa primos y amigos. Muchas veces –aun sin estar castigados– nos pasábamos las horas del domingo sin movernos de casa más que para ir a misa. Nos gustaba ir a media tarde al cine del colegio San Miguel (calle Rosellón con Muntaner) y cuando éramos un poco mayores, a la sala Mozart, también conocida como Defensa Social de la calle Canuda, donde el programa cinematográfico corría a cargo del Padre Illa.
Pasábamos muchas horas en casa de la abuela paterna, es decir, la señora Concepció Buigas Monravà, viuda de Balcells, llamada por todos sus nietos «Mamá Balcells». Vivía en el 12 del pasaje Permanyer, un callejón de casas bajas con jardín, donde en aquella época también tenía su casa Apel.les Mestres, que moriría en el año 36.
Mamá Balcells era ya muy mayor, pero tenía la cabeza muy clara. Había sufrido una embolia, que le impedía hablar con claridad.
Tanto nosotros como nuestros primos Cels Balcells, hijos de la tía Mercè, íbamos a casa de la abuela muchas tardes al salir del colegio. Allí las posibilidades de juego eran muy diversas. Desde entretenimientos sencillos, como las cartas o el intercambio de cromos de futbolistas o estrellas de cine que regalaban con las chocolatinas, hasta un billar de mesa pequeño. En la parte más alta de la casa, en la buhardilla, había un gallinero y un palomar, y siempre subíamos a ver si las gallinas habían puesto algún huevo.
A veces nos peleábamos y la abuela venía a poner paz. Era muy buena persona. Y generosa: recuerdo el día de su santo cuando, a la hora de despedirnos, nos daba un duro de plata a cada uno de sus nietos, que llegaron a ser treinta. Sólo con ver cómo nos brillaban los ojos al cogerlo, ella ya era feliz.
Vivía con Mamá Balcells uno de sus hijos, el tío Ramón, que era sacerdote. Ejercía su ministerio en la parroquia de la Concepción, atendía a las monjas sordomudas de la calle Aragón, y además era el capellán del Patronato de Chicas que tenía la Caja de Ahorros de la Sagrada Familia. También trabajaba en el centro de la Sociedad de eclesiásticos, donde se encargaba de las transparencias de cristal con ilustraciones de la Biblia, que él mismo había coloreado y que se utilizaban para la catequesis.
El tío Ramón no estaba muy bien de salud y sufría frecuentes crisis: alguna vez, incluso lo habían llegado a ingresar. En ocasiones tenía manías curiosas y decía cosas inconexas, que sus sobrinos tomábamos a broma, sin burlarnos de él. Una de sus expresiones favoritas era: «Ya lo sé, ya lo sé, vienen aquí a traerme hormigas». Finalmente, se curó.
En 1933, cuando murió Mamá Balcells a los 86 años, me sirvió de consuelo ayudar a amortajarla y a preparar su entierro. Yo tenía ya 18 años y estudiaba segundo de Medicina. Hay personas a las que les produce angustia este tipo de cosas, pero a mí no. No lo digo como un mérito, por supuesto, como tantas cosas que irán saliendo: sólo lo constato como un hecho de la naturaleza de cada uno.
Los veranos
Los recuerdos más vivos de mi infancia son los relacionados con las vacaciones de verano. Los