Con las alas del viento
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Con las alas del viento - Ana Sastre Gallego
Índice
Cubierta
Portadilla
Índice
Cita
Prólogo
Introducción
I. Aquel día de junio
II. Ha llegado la paz
III. Años de formación
IV. Dios intervien
V. Cambio de rumbo
VI. Recomenzar
VII. La continuidad
VIII. Afianzamiento profesional
IX. Hacia el ancho mundo
X. El 17 de mayo de 1992
XI. Una mente abierta al mundo
XII. La vida como servicio
Epílogo
Galería fotográfica
Créditos
«Inclinó los cielos y descendió,
con las nubes bajo sus pies.
Cabalgaba volando sobre un querubín
y corría veloz sobre las alas del viento»
(Ps 17, 10-11)
Un día, en un mínimo rincón
de la memoria del mundo,
será archivado mi corazón.
Al amanecer. Después de
las estrellas.
PRÓLOGO
Un día se disparan los sueños sobre el barro, del que todos procedemos.
El alma tiene ansias de altura, en su vivir sobre las piedras, y parece un sueño esa ayuda inesperada, que permite subir y seguir soñando. El encuentro desconocido y deslumbrador que le aguarda la invitará a volar sobre las alas del viento
..., a salir de la inercia y subir, subir muy alto, más allá de nuestra imaginación y de la débil fuerza de nuestros brazos.
De esas realidades y de esos sueños quieren hablarte las páginas de este libro...
Escribir sobre el total de una vida ocuparía un largo espacio, con profusión de datos, para dar paso a un relato capaz de cruzar el umbral de cualquier interés ajeno.
Pero rememorar, como en un impacto de secuencia fílmica, los momentos más decisivos de felicidad y dolor, que por sí mismos engarzan la historia y apoyan la deducción de otros aconteceres, es tarea más asequible y, sobre todo, más grata.
Un día, cercana ya la etapa final, se agrupan en el entorno de nuestro vivir cotidiano las ausencias de quienes han partido más allá del tiempo, las pasiones que un día nos impulsaron, la alegría de tantos encuentros —amor y amistad— enclavados en fechas inolvidables del camino, junto a la sed de otro mundo que pensamos infinito, y cuya frontera se aproxima en el tiempo con pasos inexorables.
Entonces, la necesidad de encontrar para todo una razón de ser, unida al empeño por no desaparecer en el olvido, nos despierta de una apática quietud para escribir, decir, justificar... Por si aquellos que han de llegar después, ausentes ya nosotros, encuentran en ello un sentido que halla puesto cabal en su propio crucigrama: alguna coincidencia que se intercala en los azares de su diario caminar, un sentir paralelo...
El ser humano tiene hambre de eternidad porque, si no, todo se despeña en la nada, sin proyección ni dimensiones, por más estatuas que aparezcan en las plazas y esquinas de las calles para abrigo y descanso de palomas. Por eso hay y habrá siempre quien escriba. Porque todo autor intenta prolongar la inquietud y la paz, la sed y la saciedad entre aquellos que, leyendo, le siguen.
Empieza así el recuerdo de nuestro andar, del volar con las alas del viento en una apasionante y renovada juventud. Con oleadas de vida que busca delinear el edificio personal que sus deseos han soñado. Con trabajo y esperanza que no advierten los límites.
Pero también llega al final la vejez, con la asunción pacífica de lo que cada uno ha sido capaz de hacer, sufrir y disfrutar. Y vuelven a resonar —en un incesante redoblar de campanas en el alma, siempre queriendo repicar a fiesta— los ecos de sueños y proyectos.
Decía Juan Pablo II a los mayores, en el International Forum on Active Aging, en septiembre de 1980: «En realidad la vida de los ancianos ayuda a clarificar la escala de los valores humanos; hace ver la continuidad de las generaciones y demuestra maravillosamente la interdependencia del Pueblo de Dios».
Seguir subiendo por la escalera de la vida, entre proyectos, amores y esfuerzos hasta el epílogo de nuestro estar en este mundo: ese es mi deseo. Vivir consiste entonces en despertar cada mañana rechazando el tedio, la indiferencia o el desamor como guiones de nuestra trama existencial.
Todo llama al compromiso y al empeño. Y es de lo que hemos de exultar al final de nuestro tiempo. ¿Qué acuñar en una vida corriente, sin grandes alharacas ni espectaculares sobresaltos?... Precisamente eso: el devenir, en apariencia monótono, de los días, pero con hambre y sed de infinitud en el alma. Porque el don de la Presencia de Dios está invadiendo todo acontecer, esperando que oigamos la llamada universal de su Amor. Es, sin duda, lo más importante en el transcurrir de todas las jornadas.
Las páginas que siguen son peldaños sueltos de una vida que, al final, sólo se asoma al asombro y al agradecimiento. Algunas veces con dolor, es claro, pero siempre con la alegría de participar, siquiera sea levemente, en el escenario irrepetible de esta tierra de los hombres.
ANA SASTRE GALLEGO
Doctora en Medicina
INTRODUCCIÓN
Burgos: hora cero
Burgos es el trozo de mundo, retazo de Castilla, en que nací. Un día, lejano en el tiempo, mi hermana mayor, Ángeles, me contaría los pormenores del acontecimiento familiar.
Mis padres, trashumantes de condición, vivían entonces en un piso de la calle de la Merced número 30. Era el primero, y toda la fachada principal exhibía una galería blanca y encristalada que se repetía también en la parte posterior de la casa. Las habitaciones principales se asomaban a la Merced, y los servicios, al patio trasero. Delante no había casas, solo la calzada, bordeada por un paseo con árboles y bancos de piedra, y el cauce del río Arlanzón. Como un decorado de fondo, el Arco de Santa María, el paseo de El Espolón y la piedra flamígera de la Catedral, asomando sus agujas al cielo. A la izquierda, las bonitas construcciones del paseo de La Isla. Flanqueando nuestra vivienda existían un hotel de viajeros, el Sabadell, y un restaurante muy conocido en la ciudad, Fornos. La iglesia y convento de los jesuitas estaban también cercanos. Esta proximidad motivó el que, contando yo muy pocos meses, tuvieran que sacarme de casa en plena madrugada y envuelta en una manta, huyendo de un fuego intencionado y destructor -expresión del descontento de algunos contra la Iglesia Católica— que nos envolvió en humo y llamas; fue durante los años de la Segunda República en España. Pudimos cobijarnos en casa de unos amigos, Sofía y Quirino, que vivían algo más lejos, en el número 40 de la misma calle.
Yo vine al mundo el 9 de junio de 1932, y todo apunta a que fui muy bien recibida, aunque el motivo fundamental de tanta expectación estaba más allá de mis pequeños límites y merecimientos recién nacidos.
Hacía poco más de un año que había muerto otra niña, que nació el 9 de febrero de 1930 y que había sido motivo de alegría y festejos por parte de mis padres y hermanos. Todos dicen que era rubia y guapa. Y alegre. Se convirtió en el juguete familiar. Inesperadamente, una neumonía —difícilmente tratable entonces y en la que pudieron influir las temperaturas de Burgos y el pequeño y abierto chalet de la Barriada Militar donde vivían— acabó con su corta vida y con la felicidad que producía su presencia.
Mi madre me confesó, muy cercana ya su despedida del mundo, que ella inicialmente no deseó mi llegada. Porque le parecía imposible amortiguar el dolor de la pérdida reciente. Porque temía otro incidente inesperado. Y porque se negaba a poner tanta dosis de amor sobre un ser tan frágil como el que, en la anterior experiencia, le había dejado el alma rota. En cuanto llegué, sin embargo, ocupé de tal modo espacio y situación que hasta me adueñé del nombre. Un buen día, a poco de mi nacimiento, casi de madrugada porque el Gobierno había desterrado las ceremonias religiosas, me llevaron a la Catedral. Y allí, junto a la estatura gótica de las columnas y la luz del amanecer atravesando los vitrales, un cura castrense, con uniforme militar, derramó sobre mi cabeza el agua del Bautismo en una pila de piedra secular: Ana María de Loreto Sastre Gallego estaba ya inmersa en el abrazo sacramental de la Iglesia Católica.
En casa estaban esperándome los brazos de mis padres, Ángel y María, de la tía Manolita y de mis hermanos Ángeles y Manuel. También nos acompañaba una joven amiga de Oña —un pueblo cercano— apenas tres años mayor que mi hermana Ángeles, que compartía con nosotros los azares y tareas de la vida cotidiana. Manolita Salazar fue siempre un miembro familiar entre nosotros.
Todo esto requiere una presentación algo más extensa, la puesta en escena de cada uno de los personajes de la trama. De otro modo no se entenderían los acontecimientos del futuro.
Mi madre, María de Loreto, era natural de Valladolid, nacida en el barrio de San Nicolás, cerca del paseo de Las Moreras, en un caserón de ladrillo rojo situado en la placita llamada «de los ciegos». Nunca conocimos a nuestros abuelos maternos —la abuela María y el abuelo Demetrio— porque murieron jóvenes: él tenía un puesto directivo importante en la Empresa de Ferrocarriles, y su posición económica y social era buena. No carecían de nada y veraneaban en ciudades de mar y moda: Santander y San Sebastián. Solo tuvieron dos hijas. Desde siempre, María, mi madre, se decantó por el estudio, y Manolita por los trabajos de la casa. De ahí que la primera estudiase en un colegio bien acreditado —las Carmelitas del Campo Grande— y posteriormente concluyese el bachillerato y la carrera de Magisterio en la Escuela Normal de Valladolid. Todo un alarde, poco frecuente en aquella época, entre mujeres de clase acomodada que no necesitaban trabajar para mantenerse. Tenía también una gran afición musical, que encauzaron sus clases de piano. Mientras tanto, su hermana mayor, mi tía Manolita, aprendía el cuidado de la casa y todas las manualidades que entonces se consideraban imprescindibles en el mundo femenino.
Sin embargo, sus vidas cambiaron de forma radical a partir de los años adolescentes.
El abuelo Demetrio murió repentinamente, con apenas cuarenta y tres años, de un infarto cardiaco; y como entonces no existía el negocio bancario tal como hoy lo conocemos, ni tampoco protección social de ningún género, los ahorros se acumulaban preventivamente en cooperativas. Algo debió de fallar en las previsiones, dado lo insólito de la muerte, y no recibieron nada de cuanto se podría necesitar. La situación económica viró por completo. La abuela María, afectada de una cirrosis hepática, sobrevivió solo cuatro años a la desaparición de su marido.
Apenas unos meses antes de este desenlace final aparece un personaje rigurosamente providencial. Se trata de don Julián Ruiz, un sacerdote de edad madura, culto, excelente profesor de lenguas clásicas y muy amigo de don Miguel de los Santos, que llegaría a ser obispo. Don Miguel, que conocía y apreciaba a mi abuelo Demetrio, al tener noticia de la situación familiar envía a don Julián a nuestra casa como huésped; en ella ocupará una habitación y quedará, ya para siempre, al cuidado de la abuela María y de la tía Manolita. Don Julián pasará a ser, con el tiempo, el tío Julián. Ayudará en todos los órdenes: económico y social, educacional y religioso. Mi madre acabará sus estudios gracias a su apoyo y generosidad.
Nada más concluir la carrera de Magisterio, María de Loreto pedirá una plaza en una escuela y se le asignará una interinidad en un pueblo cántabro llamado Mataporquera. En las horas libres de clase se aferrará a los libros para preparar una oposición que le abra las puertas a una plaza fija en una capital de provincias. Estas pruebas podían cursarse en la ciudad de Valladolid, motivo por el que María, todavía jovencísima, hará frecuentes viajes a esta localidad, en la que continuaban viviendo don Julián y su hermana Manolita, después de fallecer la abuela.
Y fue entonces cuando conoció a Ángel que, tras cumplir los años obligatorios de la milicia, decidió seguir la carrera militar. Ángel Manuel, que así se llamaba mi padre, era un hombre guapo, como atestiguan las fotografías de tono ocre que se conservan en el álbum familiar. Con unos amplios mostachos al estilo de la época, de estatura media, ojos grandes y vivos, facciones regulares y empaque militar. Procedía de un pueblo de Zamora, Castronuevo de los Arcos, que debe su nombre al ladrillo que dibuja arcos árabes en el dintel de las puertas y que alterna con el adobe encalado de los muros. Mis abuelos paternos, Román y Salustiana —Tana para toda la familia—, eran labradores. Pero además el abuelo ejercía de experto carretero, por lo que la movilidad, acarreo y transporte del pueblo dependían de sus probadas habilidades. Tenían una casa grande, en plena plaza del pueblo, junto al frontón. Y cuatro hijos: Leonisa, Rosa, Inocencio y Ángel.
A mi padre, Ángel, lo definieron siempre como el mejor, el más serio, el más inteligente y cabal de la casa. Pero el más emprendedor, listo, trabajador y alegre era Inocencio —Chencho para todos nosotros—, que sería siempre el favorito de su padre. Tal vez sea ese uno de los motivos por los que Ángel se irá lejos de la casa paterna, a buscarse la vida en otras latitudes.
La tía Rosa era —según dicen— una belleza, y muy bien educada: había ido a un colegio de religiosas durante sus años de aprendizaje elemental. Leonisa era la chispa, el humor, el conocimiento exhaustivo de los chismes de todo el pueblo. Casada con un hombre serio, también labrador, tenía varios hijos que, con los de Rosa y Chencho, constituían una piña de primos con quienes hemos pasado días inolvidables con ocasión de incursiones al terruño castellano en el que había nacido mi padre. Chencho, con una capacidad de iniciativa, negocio y trabajo espectaculares, acabó siendo un rico propietario, con extensas tierras. Siempre fue nuestra ayuda en los tiempos difíciles. Adoraba a mi padre, quien le correspondía con el mismo cariño fraterno. Su abrazo, sin fisuras, estaba muy por encima de la disparidad de sus temperamentos.
Mis padres se casaron en Valladolid el 8 de enero de 1919. Pero el trabajo de María en esta ciudad es solo provisional: ha conseguido una sustitución mientras prepara las oposiciones a una plaza fija.
El 4 de noviembre de 1919 nace Ángeles, la mayor; y tres años más tarde, el 27 de julio de 1923, viene al mundo Manuel. Muy pocas semanas después mi padre es destinado a África con un regimiento de infantería, mientras María, aprobadas las oposiciones, obtiene plaza en un pueblecito de la provincia de Burgos: Oña. Parte, pues, mi madre sola, con mi hermano de apenas un mes, hacia la nueva escuela donde ha de empezar su trabajo, mientras Ángeles, que aún no tiene cuatro años, queda en la casa de Valladolid al cargo de la tía Manolita y también con don Julián, quien sigue formando parte de esta familia, a la que ayuda de modo generoso y permanente.
La nueva maestra, con el pequeñín en brazos, llega a la fonda que entonces existía en la plaza del Ayuntamiento de Oña, muy cerca de la escuela. La familia que regenta este pequeño negocio la acogerá con gran cariño; tal vez por ser una mujer muy joven, emprendedora, que desea ejercer su trabajo con toda dedicación pero sin descuidar un instante el desvelo por el niño que la acompaña. Los dueños, Manuela y Toribio, tienen cinco hijos, tres chicas y dos chicos, que trabajan sin tregua en las tareas de la casa de huéspedes: desde el transporte de mercancías hasta el servicio del comedor.
La cocinera se llama también María y es una mujer todavía joven, alta, delgada y seria, que se ocupa constantemente de su oficio sin por ello perder un aura triste. Hace muy poco tiempo que ha quedado viuda con dos hijas de corta edad: Manolita y Felisa. La dueña de la fonda es su cuñada y le ha ofrecido refugio —un trabajo y un sueldo— para salir adelante. A todo ese elenco de personajes entrañables habrá que añadir una niñera llamada María Marañón —¡otra María!—, que se hará cargo del pequeño Manuel durante las horas en que su madre tiene que dedicarse a su trabajo en la escuela.
En el plazo aproximado de un año mi padre será destinado a Burgos y se plantea el tema de reunir a todos en Oña, ya que se trata de un pueblo muy cercano a la capital. Tras algunas gestiones, mi madre alquila una casa en el pueblo, grande y destartalada, pero con amplios balcones a la calle y de un precio asequible. Allí llegarán, en breve plazo, desde Valladolid, la tía Manolita, mi hermana Ángeles y el tío Julián, ya muy delicado de salud a causa de un problema vascular cerebral; se volcarán todos en su cuidado, como sin duda merece. Pero a pesar de la atención constante por parte de la familia, morirá a los pocos meses de llegar a Oña; a su entierro acudirán personalidades eclesiásticas de Valladolid y de Burgos. Revestido con alba y casulla bordada en oro, descansa en el cementerio que los jesuitas tienen en Oña, junto a un gran convento, muy cercano a la iglesia del pueblo. Los cipreses repuntan por encima de las tapias compitiendo con el campanario, en el que anidan las cigüeñas, y mide el tiempo un gran reloj asentado sobre un cubo de piedra. Toda nuestra familia llorará sinceramente a don Julián como a su gran benefactor y amigo.
Aún permanecerán en Oña varios años; nuestro padre, Ángel, acude regularmente, desde Burgos, todos los fines de semana. Mi hermana, que ha despuntado desde pequeña en la capacidad de establecer relaciones sociales, no tardará en organizar su gran peña de amigos, cuya relación no va a perder nunca: los farmacéuticos del pueblo, Ruiz Capellán y sus hijos Antonio, Filo, Gloria y Mercedes; Demetrio Ramos, que llegará a ser catedrático y miembro de la Real Academia de la Historia; el matrimonio de doña Ana y don Manuel de Lamo, administrador de la Compañía resinera de Oña, y sus hijas Carmen y Esperanza... Los chicos jugaban en grandes espacios, acudían a la escuela y confraternizaban con el pueblo en sus esfuerzos y alegrías.
La vida de la familia no podía ser más sobria. Con el sueldo de la madre y solo parte del de nuestro padre —quien había de mantenerse en la capital— tenían para comer suficiente y saludable, pero sin ningún lujo; ropa, la imprescindible, que se arreglaba, por obra y gracia de la habilidad artesanal de la tía Manolita, haciéndola durar hasta lo impensable. La casa no tenía calefacción; el frío se combatía con braseros de carbón y, a la hora de irse a la cama, con botellas de barro —canecos— llenos de agua caliente... Oían la radio en la fonda: ellos no tenían. La madre, con esa mezcla arrolladora de exigencia y cariño que la caracterizará siempre, les hará estudiar de firme. Y les tomará las lecciones a diario, sin concesiones ni a la dejadez ni a la debilidad. Ni siquiera va a ceder cuando se ve afectada por una infección pulmonar que ha de tratarse con reposo y sobrealimentación. Siempre comentaba que algunos kilos que le sobraban eran consecuencia de aquella etapa.
Manuel destaca muy pronto por una capacidad, rapidez e inteligencia que llaman la atención. Aprenderá a leer perfectamente en pocos meses y su gran pasión será descifrar los pocos letreros, variopintos, que señalan los establecimientos en las calles del pueblo.
En la Escuela de niñas que dirige doña María, la alumna más destacada es, sin duda, Manolita Salazar, la hija de la cocinera de la fonda. Ante un hecho tan evidente, doña María propone a la madre que trate de hacerle estudiar una carrera: la más abordable, para una mujer en una capital de provincia, seguía siendo la de Magisterio. El tema —de entrada— parece insoluble, ya que carecen del mínimo presupuesto para abordar el desplazamiento y la manutención fuera de casa.
Pero es entonces cuando doña María obtiene plaza en propiedad en la Escuela Normal de Burgos, ya que el matrimonio ha decidido —y solicitado— trasladar sus destinos, militar y docente, a una ciudad, para dar así a sus hijos oportunidades mejores. Con el visto bueno de mi padre, que jamás le negó nada noble, ofrecen llevarse a Manolita con ellos para que pueda cursar Magisterio y entre tanto forme parte de la familia como una hija más. Así se hará. Allí cursará espléndidamente su carrera y un buen día, todavía lejano, se casará con un médico militar, amigo y vecino de nuestra casa burgalesa.
Ángeles tiene diez años y Manuel siete cuando la ciudad de Burgos se abre para ellos. Por primera vez van a vivir juntos de forma estable, toda la familia, en una casa de la calle de Nuño Rasura, a los pies de la Catedral, detrás del Arco de Santa María y cerca de la iglesia de Santa Gadea, donde Mío Cid exigiera juramento al rey de Castilla. En este marco incomparable, una nueva etapa les espera.
I. AQUEL DÍA DE JUNIO
Burgos es, en 1929, una bella capital de provincia de apenas cien mil habitantes, pero con un acervo considerable de señorío y talante cultural; situada en la más alta paramera de Europa, sobre una orilla pedregosa y a la vera del río Arlanzón, fue patria de reyes y señores —como Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador—, y muestra en sus paseos, calles y monumentos el transcurrir de la historia. Lugar de paso en el Camino de Santiago, mantiene además un despliegue comercial y económico claramente orientado hacia Europa.
Mis recuerdos comienzan en la casa de la calle de la Merced donde nací y en la que mi familia permanecería cuatro años. Una etapa en la que iniciaré mi aprendizaje elemental de juegos, cuentos, campamentos indios imaginados y construidos por mi hermano Manuel, así como una sucesión de canciones infantiles en una coral improvisada por Manolita Salazar y mi hermana Ángeles.
Transcurrido este plazo, de nuevo los padres nos trasladan, con toda la impedimenta familiar, a unos bloques de pisos recién construidos, que responden a la genérica denominación de «casas de los maestros». Son viviendas diseñadas bajo el patronazgo del Estado y destinadas a estos profesionales de la enseñanza. Están más alejadas del río, junto al mercado de la zona Sur, en una calle llamada Aranda de Duero. Nuestra casa se asienta en un primer piso de grandes ventanas, cómodo y barato, ya que está subvencionado por el Gobierno. Para llegar al centro de Burgos es preciso cruzar el puente de San Pablo, pasar ante los edificios de Correos, el teatro Principal y la Diputación. Todo cercano y al alcance de un corto paseo.
En esta etapa tiene lugar un episodio decisivo en la futura biografía de mi hermana Ángeles, y que define muy bien el carácter y la exigencia de nuestra madre en cuanto a la conducta y preparación de sus hijos. Acaba de concluir el cuarto curso de bachillerato en el Colegio Religioso de Saldaña cuando la suspenden en la asignatura de latín por pasar notas y copiar, con un divertido grupo de amigas, durante el examen final.
Doña María toma una decisión tajante: aquella pandilla no le conviene a su hija y el colegio que ha permitido esta situación, tampoco.
Se da la circunstancia de que la madrina de bautizo de Ángeles vive en Valladolid. Se llama Nieves Álvarez y su hermano Mariano dirige un colegio laico, mixto, y con buen nivel de estudios. Se acuerda que Ángeles irá a vivir a casa de unos amigos de su madrina, que tienen habitaciones en alquiler a un precio asequible. Antes tendrá que superar la asignatura pendiente para incorporarse al nuevo curso que comienza en octubre. Y así se hará; mi hermana mayor se traslada a vivir a Valladolid con esta nueva patrona. Le va a costar adaptarse, olvidar a las compañeras y profesoras de su antiguo colegio de Burgos; sobre todo a Sor Vicenta, que siempre alentó sus buenas cualidades para el dibujo y a la que quiere entrañablemente. Una vez más, en poco tiempo, se pone en marcha la gran capacidad de entablar relaciones y amistades que Ángeles lleva dentro. El nuevo centro docente de Valladolid —La Providencia— se ubica en un edificio antiguo y destartalado, pero el cuadro de profesores es serio y competente. Algunos de sus compañeros de esta etapa llegarán a destacar en campos académicos y empresariales. Y nunca la olvidarán.
Comparte alojamiento con otra alumna, Brigi Beganzones, con la que establece un binomio de colaboración incondicional. Tanto Brigi como Higinia Herrero y Carmen Rodríguez serán ya amigas de Ángeles para toda la vida.
Además, Ángeles tiene, a sus catorce años, estilo y gracia que acreditará éxitos considerables en el sector masculino. Pronto estará encantada en Valladolid y perfectamente adaptada, como demuestran las excelentes notas en todas las asignaturas.
Durante este periodo —estamos en el año 1935— el ambiente político, ya enrarecido, se recrudece con episodios inquietantes. La Segunda República se manifiesta incapaz de contener el descontento y la violencia: disturbios, huelgas, tiros, reyertas callejeras y alarmante pérdida de seguridad ciudadana.
Una compañera de clase le habla a Ángeles por primera vez de los miembros de Falange Española, a los que define como gente joven, valiente y sana, de altos valores patrióticos y morales. Algunos ya están en la cárcel por intentar defender en la calle la seguridad y el orden.
Ángeles se siente inmediatamente identificada con ellos. Y pronto se encuentra formando parte de un grupo de mujeres jóvenes que visita a estos chicos encarcelados. Acuden en horas libres entre clase y clase. Con ellas aprenderá a cantar el himno falangista Cara al sol, conocerá a Onésimo Redondo —uno de los héroes de esta juventud— y oirá hablar por vez primera de José Antonio Primo de Rivera. Y allí conectará con Ricardo Sainz y Díaz de Lamadrid, hermano de quien, con el correr del tiempo, ha de ser su marido, y que también está entre rejas, como tantos otros. Le pareció, y era, un muchacho valiente y enormemente apuesto.
Estas nuevas amigas están peligrosamente comprometidas. Asisten a mítines en el teatro Calderón, transportan —ocultas— armas de mano... Ángeles se siente invadida por una oleada de admiración y entusiasmo, pero debe limitar prudentemente su colaboración: ha ido a Valladolid a estudiar, y la patrona puede, por miedo, echarla de su casa si la sorprende en estas actividades. Y los padres, en Burgos, con empleo público ambos, corren peligro de verse seriamente implicados.
Sin embargo, el círculo de compañeros aumenta y las visitas a los presos no se interrumpen. La calle de Santiago, en el centro de Valladolid, es un hervidero de encuentros y comentarios.