Conocer la Biblia. Iniciación a la Sagrada Escritura
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Conocer la Biblia. Iniciación a la Sagrada Escritura - Josemaría Monforte Revuelta
PRIMERA PARTE
BIBLIA, REVELACIÓN E HISTORIA
Capítulo I
LA REVELACIÓN DIVINA
Palabras y hechos bíblicos
La Biblia es el libro que contiene la Palabra de Dios expresada en palabras humanas. Es una gran obra literaria; un libro único, inagotable, inigualable, donde se encuentra todo lo que se refiere a Dios y al hombre. Es la obra más editada, más vendida, más leída y más estudiada de cuantas se han escrito. Es, sin duda, el libro que más ha contribuido a configurar la cultura occidental. El término «biblia» procede del griego y significa etimológicamente «libros» o «libritos». La Iglesia griega usaba este plural para designar la colección completa de las Escrituras sagradas. Desde los comienzos del cristianismo, la Biblia ha sido la base de la vida espiritual, y de la predicación y enseñanzas de la doctrina cristiana.
La Biblia: Antiguo y Nuevo Testamento
La colección de los 73 libros que forman la SAGRADA ESCRITURA tiene dos partes bien diferenciadas, llamadas «Antiguo Testamento» (AT) y «Nuevo Testamento» (NT), que corresponden a los escritos antes o después de la venida de Cristo. La palabra «testamento» equivale aquí prácticamente a pacto o alianza.
El AT está compuesto por 46 libros¹, que contienen todo lo que Yahweh-Dios revelaba a su pueblo para conducirle hacia un reino de plenitud para alcanzar una felicidad duradera². Estos libros han sido aceptados también por los cristianos, porque en ellos descubren la preparación del gran acontecimiento salví-fico en Jesucristo. Los cristianos —en busca de nuestras raíces— ponemos gran empeño en familiarizarnos con el mensaje de estos libros tan distintos, en los que se recoge la andadura del pueblo de Israel desde sus orígenes hasta la aparición histórica de Jesús.
Se llama NT al conjunto de los restantes 27 libros, escritos de acuerdo con la «Nueva alianza» de Jesucristo, grabada no sobre tablas de piedra, sino sobre corazones de carne. Todos ellos anuncian la «Buena Nueva» proclamada por Jesús. Los cristianos tenemos la firme convicción de que tales libros contienen todo cuanto Dios nos ha querido enseñar —a través de Jesús— para librarnos de las ataduras del pecado e introducirnos en ese reino de gracia, cuya meta final es la vida eterna, el cielo para siempre.
La actual división de la Biblia en capítulos y versículos se remonta al siglo XVI, por Roberto Stephan, si bien el primero que introdujo la división de los capítulos, en las copias de la versión latina de la Vulgata, fue Stephan Langton hacia el año 1214; y más tarde, Sanctes Pagnini dividió cada capítulo en versículos, en la edición latina de la Biblia hecha en Lyon en el año 1528³.
Ahora bien, AT y NT son dos partes de una misma historia de salvación, y aunque los cristianos pertenecemos ya al pueblo de la «Nueva Alianza», no por ello podemos ignorar cuanto se refiere a aquella «Antigua Alianza» que durante tantos siglos preparará a la humanidad para la llegada de la «plenitud de los tiempos»⁴. La Sagrada Escritura vivió durante mucho tiempo en la tradición oral y sólo después, las leyes, las palabras de los Profetas, las sentencias de los Sabios, los cantos y poemas de los Salmistas y los recuerdos históricos de las intervenciones salvíficas de Dios, se fijaron por escrito.
La Revelación divina
Un hecho central y uno de los misterios fundamentales de la religión cristiana es que se nos presenta como originada y fundada en una Revelación histórica. Si Dios no fuese misterio, no habría necesidad de revelación alguna. El término «revelación» significa literalmente quitar el velo que oculta algo
; en fotografía —revelar
unos clichés—, en periodismo —revelar
algo en una noticia—, etc., son aplicaciones hoy vigentes de este término. En su aspecto religioso quiere decir la manifestación que Dios hace a los hombres de su propio ser y de aquellas otras verdades necesarias o convenientes para la salvación. Dicho de otro modo, la revelación divina es un hablar Dios a los hombres (locutio Dei adhomines); es decir, Dios que sale al encuentro del hombre y se da a conocer de dos maneras: una natural y otra sobrenatural. La primera se produce a través de las criaturas; el hombre, mediante su inteligencia, puede conocer a Dios con certeza a partir de sus criaturas, como se reconoce a un artista a través de su obra; éste es nuestro conocimiento natural de Dios. La segunda viene directamente de Dios: es otro conocimiento que el hombre no puede alcanzar por sus propias fuerzas y, por eso, lo llamamos sobrenatural⁵. Por una decisión enteramente libre, Dios revela su misterio al hombre, es decir, su plan de salvación para todos los hombres, y lleva a cabo ese plan enviando a su Hijo amado y al Espíritu Santo.
¿Por qué se reveló Dios? Porque quiso y porque nos ama. ¿Con qué finalidad? Para darse a conocer de modo gratuito e invitarnos a una íntima comunión con Él, a través de una relación de amistad. «El Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía»⁶. La revelación divina es, pues, un gran regalo, don inmerecido e inesperado del amor de Dios, en forma de diálogo amoroso, «conversación» o comunicación entre amigos. Por eso, la revelación es inaugurada aquí en el tiempo, mediante la fe —respuesta humana a esa interpelación divina—, pero destinada a llegar a su plenitud en el más allá, en el encuentro cara a cara de cada hombre con Dios. En definitiva, «al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas»⁷.
Revelación por medio de palabras y de obras
La revelación divina es realmente Palabra de Dios, pero es también —e inseparablemente— acontecimiento, manifestación y desarrollo del plan de Dios a lo largo de la Historia. «El plan de la revelación —afirma el Concilio— se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio. La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda revelación»⁸.
La salvación de Dios aparece en todo lo que hace al intervenir en la historia de los hombres y no sólo en la conciencia de los creyentes al tener conocimiento de esa historia. Nos encontramos, pues, ante una estrechísima relación entre las palabras bíblicas y los hechos que esas palabras narran. Mediante la Sagrada Escritura Dios da a conocer el sentido salvífico de los acontecimientos, y éstos pueden así comprenderse como historia de salvación.
Para profundizar en el misterio de la palabra divina, es preciso tener en cuenta que «Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano; es decir, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y Dios quería dar a conocer con dichas palabras»⁹. Además, no se puede perder de vista que la Palabra divina no es una pura información neutra y distante, sino que trata de comunicarse con los hombres, dándose a conocer y, a la vez, que se revela, pide una respuesta.
El encuentro de Dios con el hombre se realiza por medio de la historia, es decir, por medio de hechos, acontecimientos y acciones que después son explicados por medio de palabras. Por ejemplo, en el Sinaí, Dios comienza por pronunciar su nombre ante el pueblo: «Yo soy Yahweh, tu Dios»¹⁰; y antes de darles los Mandamientos en las Tablas de la Ley —las Diez Palabras—, les recuerda: «Yo soy Yahweh, tu Dios, el que te sacó de Egipto, de la esclavitud»¹¹. Nos permite así entender cómo Dios para explicar su nombre, es decir, revelarnos quién es, no acude a un concepto o elucubración intelectual complicada y misteriosa acerca de su naturaleza, sino que hace referencia a su acción, recién cumplida, de liberación de la esclavitud.
La palabra bíblica viene desde un pasado real —y no sólo desde el pasado, sino al mismo tiempo desde la eternidad de Dios—; pero pasa por el camino del tiempo, al cual corresponden pasado, presente y futuro. Lo verdaderamente revelador es, pues, una historia de sucesos, no un hecho aislado. La historia humana que nos presenta el texto bíblico no es reveladora por sí misma, sino cuando viene acompañada por la palabra que descubre el significado de lo que acontece. Un ejemplo clarificador es la conducta de Jesús en el lavatorio de los pies a sus discípulos en la Ultima Cena. Jesús primero actúa y luego explica su actuación: «Después de lavarles los pies tomó el manto, se puso de nuevo a la mesa, y les dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros»¹². En el relato bíblico, pues, se descubre no solo el carácter único de un acontecimiento histórico, sino también el valor permanente de lo que Dios nos enseña con ese acontecimiento.
Etapas de la revelación divina
Dios se comunica con el hombre poco a poco, paso a paso, por etapas. Con una maravillosa pedagogía se revela en una historia de salvación, gradual y progresivamente, no lo dice todo de una vez¹³. Los jalones o etapas de esta revelación divina son en síntesis: elprotoevangelio o primer anuncio de salvación¹⁴, la alianza con Noé, la elección de Abrahán con la alianza y las promesas, el Éxodo o salida de Egipto con Moisés y la alianza sinaítica, la promesa a David de un Mesías descendiente de su linaje, el Exilio o cautividad babilónica y la vuelta a la Tierra Prometida en el AT; la Encarnación del Redentor, la Iglesia fundada por Cristo y, finalmente, la Pa-rusía o Segunda venida del Señor en el NT.
En efecto, Dios se da a conocer desde los orígenes en todo lo que ha creado por su Verbo y, especialmente, en aquella relación personal que estableció con nuestros primeros padres, a quienes «invitó a una comunión íntima con Él revistiéndolos de una gracia y de una justicia resplandecientes»¹⁵. Esta revelación no fue interrumpida por el pecado original, ya que «después de su caída alentó en ellos la esperanza de la salvación con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras»¹⁶. Al quebrarse por el pecado la unidad del género humano, Dios hace un pacto o alianza con Noé después del castigo del diluvio; este pacto afecta a toda la humanidad y revela el plan divino con todas las naciones de la tierra.
Más tarde, para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abrahán llamándolo fuera de su tierra, de su patria y de su casa, y lo hace padre de una multitud de naciones¹⁷. El pueblo nacido de Abrahán será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección, llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la Iglesia; ese pueblo será el tronco en el que serán injertados los paganos hechos cre-yentes¹⁸. Desde entonces la humanidad queda dividida entre el pueblo que nace de Abrahán —los judíos— y el gran resto de la humanidad —los gentiles.
«Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo, salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaíy le dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido»¹⁹. Moisés será desde entonces punto de referencia obligado del pueblo elegido, centro del resurgimiento hacia el cual Israel deberá volver, una y otra vez, después de sus crisis, para permanecer fiel a su vocación de Pueblo de Dios. Por eso, en momentos especialmente solemnes, se renovará la antigua Alianza.
La larga estancia en la Tierra Prometida fue forjando la religión y la historia de Israel. A impulsos del Espíritu divino, Jueces y Reyes defendieron la independencia nacional, condición necesaria para conservar la pureza monoteísta de sus creencias. Más tarde, Dios forma a su pueblo, a través de los profetas, en la esperanza de la salvación —el Mesianismo del AT—, en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres, grabada en los corazones y que tendrá su cumplimiento en el Cristo o Mesías, Jesús de Nazaret²⁰. Los profetas como portavoces divinos fueron profundizando en las verdades de la Revelación.
«Al mismo tiempo y, sobre todo en los últimos siglos de la historia del AT, y también a impulsos del mismo Espíritu divino, se ha ido desarrollando la sabiduría hebrea: espíritus selectos, escogidos por Dios, formados en la meditación de la Ley y en las enseñanzas de los Profetas, y cultivados en la reflexión profunda sobre la vida, irán elaborando, bajo la inspiración del Espíritu Santo, la llamada literatura sapiencial del AT, que completará la Revelación, preparando a los hombres para la venida del Mesías Salvador en la plenitud de los tiempos
»²¹.
La plenitud de la revelación
Y por fin, la plenitud de los tiempos: la Encarnación del Verbo de Dios, Jesucristo. ¿Han comenzado ya los últimos tiempos de la historia? Sí, porque «Dios habló a nuestros padres en distintas ocasiones y de muchas maneras por los Profetas. Ahora, en esta etapa final nos ha hablado por el Hijo»²². La Encarnación supone que la Palabra eterna habita entre los hombres y revela la intimidad de Dios, hablando las palabras de Dios, realizando la obra de la salvación que Dios Padre encomendó a su Hijo. «Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre; Él, con su presencia y manifestación, con sus