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Lo que no nos contaron
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Libro electrónico387 páginas6 horas

Lo que no nos contaron

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En esta novela, Marc Levy nos sumerge en un misterio que planea sobre tres generaciones y abarca varios escenarios y épocas, tales como la Francia ocupada en el verano de 1944, Baltimore en la libertad de los años 90, y Londres y Montreal en la actualidad.
Eleanor Rigby es periodista de la revista National Geographic y vive en Londres. Una mañana, al volver de un viaje, recibe una carta anónima que le informa de que su madre tuvo un pasado criminal. George Harrison es ebanista y vive en los cantones del Este, en Quebec. Una mañana recibe una carta anónima que lo informa de esos mismos hechos. Eleanor Rugby y George Harrison no se conocen.
El autor de las cartas los cita a ambos en un bar de pescadores del puerto de Baltimore. ¿Qué vínculo los une? ¿Qué crimen cometieron sus madres? ¿Quién escribe esas cartas y cuáles son sus intenciones?
"Una novela con un ritmo magistral. ¡Magnífica y adictiva!".
Gilles Trenchant, Librería Cheminant
"Marc Levy siempre ha sido un apasionado de los secretos familiares, pero en esta novela se supera".
Josyane Savigneau
"Magistral, trepidante y conmovedora".
Philippe Vallet, France Info
"Una saga tan adictiva como una serie de Netflix".
Nathalie Dupuis, Elle
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2018
ISBN9788491393405
Lo que no nos contaron
Autor

Marc Levy

MARC LEVY (Boulogne-Billancourt, 1961) es el autor más leído en Francia. A los dieciocho años ingresa en la Cruz Roja como socorrista, donde trabaja durante ocho años. En 1984 se traslada a Estados Unidos y funda una empresa especializada en imagen digital. Nueve años más tarde vuelve a París para abrir un despacho de arquitectura. Su vida cambia cuando, a los treinta y nueve años, escribe un libro para su hijo. En el año 2000 publica su primera novela, Et si c’était vrai. El resultado es fulminante: se convierte en un bestseller, se traduce a 38 idiomas y Dreamworks la convierte en una exitosa película. También es autor de Où es-tu?, Sept jours pour une éternité…, La prochaine fois, Vous revoir, Les enfants de la liberté, Mes amis mes amours, Las cosas que no nos dijimos (Planeta, 2009), El primer día (Planeta, 2010) y La primera noche (Planeta, 2011).Con más de 26 millones de ejemplares vendidos y traducido a 45 idiomas, Marc Levy es un referente indiscutible de la literatura contemporánea.

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    Lo que no nos contaron - Marc Levy

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    Lo que no nos contaron

    Título original: La Dernière des Stanfield

    © Marc Levy / Versilio, 2017

    www.marclevy.info

    © 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

    © De la traducción del francés, Isabel González-Gallarza Granizo

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

    Diseño de cubierta: CalderónStudio

    ISBN: 978-84-9139-340-5

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Dedicatoria

    Cita

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Capítulo 39

    Capítulo 40

    Epílogo

    Agradecimientos

    A Louis, Georges y Cléa.

    A Pauline.

    «Hay tres versiones de una historia: la vuestra…, la mía… y la verdad.

    »Nadie miente».

    Robert Evans

    There are three sides to every story: yours… mine… and the truth. No one is lying.

    1

    Eleanor-Rigby

    Octubre de 2016, Londres

    Me llamo Eleanor-Rigby Donovan.

    Puede que os suene mi nombre. Mis padres eran fans de los Beatles. Eleanor Rigby es el título de una canción escrita por Paul McCartney.

    Mi padre odia que le diga que su juventud transcurrió en el siglo pasado, pero en la década de 1960, los forofos de la música rock se dividían en dos categorías: Rolling Stones o Beatles. Por una razón que no comprendo, era inconcebible que te gustaran los dos grupos.

    Mis padres tenían diecisiete años cuando flirtearon por primera vez, en un pub londinense cerca de Abbey Road. Toda la sala coreaba All you need is love, con los ojos fijos en una pantalla de televisión en la que se retransmitía vía satélite un concierto de los Beatles. Setecientos millones de telespectadores los acompañaban en su enamoramiento, lo que bastaría para hacer inolvidable el principio de su relación. Y eso que se perdieron de vista unos años más tarde. Pero, como la vida está llena de sorpresas, volvieron a encontrarse en circunstancias bastante cómicas, a punto de cumplir los treinta. Yo fui concebida trece años después de su primer beso. Se tomaron su tiempo.

    Y como da la casualidad de que mi padre tiene un sentido del humor que apenas conoce límites —se cuenta en la familia que fue esta virtud la que cautivó a mi madre—, cuando fue a registrar mi partida de nacimiento, decidió llamarme Eleanor-Rigby.

    —Era la canción que escuchábamos sin parar mientras te inventábamos —me contó un día para justificarse.

    Un detalle que no me apetecía en absoluto conocer, de una situación que me apetecía aún menos imaginar. Podría decir que mi infancia fue difícil; pero no sería verdad, y yo nunca he sabido mentir.

    La mía es una familia disfuncional, como lo son todas. También aquí hay dos categorías: las que lo reconocen y las que hacen como si nada. Disfuncional pero alegre, a veces casi demasiado. En casa es imposible decir nada en tono serio sin ser objeto de burla. Hay una voluntad absoluta de no tomarse nada a pecho, ni siquiera lo que puede acarrear graves consecuencias. Y he de reconocer que con frecuencia esto me ha enfurecido. Mis padres a menudo se han achacado mutuamente esa pizca de locura que siempre ha estado presente en nuestras conversaciones, nuestras comidas, nuestras veladas, mi infancia, la de mi hermano (nació veinte minutos antes que yo) y la de Maggie, mi hermana pequeña.

    Maggie —séptima canción de la cara A del álbum Let it be—, tiene un corazón como una casa, un carácter que para qué y un egoísmo sin límites cuando se trata de las pequeñas cosas cotidianas. No son cosas incompatibles. Si tienes un problema de verdad, ahí estará siempre Maggie. Si son las cuatro de la mañana y te niegas a montarte en el coche de dos amigos demasiado borrachos para conducir, le cogerá a papá las llaves de su Austin e irá en pijama a buscarte a la otra punta de la ciudad, y de paso dejará en su casa a los dos amigos después de echarles una buena bronca, aunque sean dos años mayores que ella. Pero intenta robarle una tostada del plato durante el desayuno y te dolerán los brazos durante días; tampoco esperes que te deje un poco de leche en el frigorífico. Por qué mis padres la trataron siempre como a una princesa sigue siendo para mí un misterio. Mamá le tenía una admiración enfermiza, su benjamina estaba destinada a hacer grandes cosas. Maggie sería médico o abogada, o incluso ambas cosas, salvaría a viudas y huérfanos, erradicaría el hambre en el mundo… Resumiendo, que era la niña mimada, y toda la familia tenía que velar por su futuro.

    Mi hermano mellizo se llama Michel —séptima canción de la cara A de Rubber Soul, aunque en el disco en cuestión el nombre está en femenino—. El ginecólogo no le vio la colita en la ecografía. Según parece estábamos demasiado pegados el uno al otro. Errare humanum est. Gran sorpresa en el momento del parto. Pero el nombre estaba elegido, y ya no se cambiaba. Papá se contentó con quitarle una ele y una e, y mi hermano pasó los primeros tres años de su vida en una habitación con las paredes pintadas de rosa y un friso en el que Alicia corría persiguiendo conejos. La miopía de un ginecólogo puede tener consecuencias insospechadas.

    Algunas personas tan bien educadas como hipócritas os dirán en tono cohibido que Michel es un poco especial. Los prejuicios son una cualidad inherente a la gente convencida de que lo sabe todo de todo. Michel vive en un mundo que no conoce la violencia, la mezquindad, la hipocresía, la injusticia ni la maldad. Un mundo desordenado para los médicos, pero donde, para él, cada cosa y cada idea tienen su sitio; un mundo tan espontáneo y sincero que me lleva a pensar que quizá los especiales, por no decir anormales, seamos nosotros. Esos mismos médicos nunca han sido capaces de saber a ciencia cierta si tenía el síndrome de Asperger o si, sencillamente, era diferente. No es nada sencillo en realidad, pero Michel es un hombre de una dulzura increíble, sensato como él solo, y una fuente inagotable de ataques de risa. Así como yo no sé mentir, Michel, en cambio, es incapaz de no decir lo que piensa en el momento en que lo piensa. A los cuatro años, cuando por fin se decidió a hablar, haciendo cola ante la caja del supermercado le preguntó a una señora en silla de ruedas que dónde había encontrado esa carroza. Mamá, anonadada al oírlo por fin pronunciar una frase construida, primero lo abrazó y lo llenó de besos, y luego se puso como un tomate. Y la cosa no había hecho más que empezar…

    Mis padres se amaron desde la noche en que se reencontraron. Hubo entre ellos frías mañanas de invierno, como en todas las parejas, pero siempre se reconciliaron, se respetaron y sobre todo se admiraron mutuamente. Un día, al poco de separarme del hombre del que pese a todo seguía enamorada, cuando les pregunté cómo habían conseguido quererse toda la vida, mi padre me contestó: «Una historia de amor es el encuentro entre dos personas dispuestas a dar, dar y dar».

    Mi madre murió el año pasado. Estaba cenando con mi padre en un restaurante, el camarero acababa de traerle un bizcocho borracho, su postre preferido, cuando se desplomó sobre el montículo de nata. Los médicos de urgencias no pudieron reanimarla.

    Papá se cuidó de compartir con nosotros su dolor, consciente de que lo vivíamos a nuestra manera. Michel sigue llamando a mamá todas las mañanas, y mi padre le contesta invariablemente que no puede ponerse al teléfono.

    Dos días después del entierro, papá nos reunió alrededor de la mesa familiar y nos prohibió formalmente que estuviéramos tristes. La muerte de mamá no debía destruir lo que tanto esfuerzo les había costado construir para nosotros: una familia alegre y unida. Al día siguiente encontramos una notita suya en la puerta del frigorífico: Queridos, un buen día los padres se mueren, ya os tocará a vosotros, así que pasadlo bien. Papá. Lógico, habría dicho mi hermano. No podemos perder ni un momento regodeándonos en la desgracia. Y cuando tu madre se sume en las tinieblas de cabeza, cayendo sobre un bizcocho borracho, te da que pensar.

    Mi profesión hace palidecer de envidia a todo el que me pregunta al respecto. Soy periodista de la revista National Geographic. Me pagan, aunque no mucho, por viajar, fotografiar y describir la diversidad del mundo. Lo curioso es que he tenido que recorrer todo el planeta para darme cuenta de que el esplendor de esta diversidad estaba en mi vida cotidiana, que me bastaba con abrir la puerta de nuestro edificio y estar más atenta a los demás para constatarlo.

    Pero cuando te pasas la vida en un avión, duermes trescientas noches al año en habitaciones de hotel más o menos cómodas, más bien menos, de hecho, debido a los recortes presupuestarios, escribes la mayoría de tus artículos a bordo de autobuses en carreteras llenas de baches y ver una ducha limpia te llena de alegría, cuando vuelves a tu casa solo te apetece una cosa: tumbarte a la bartola en un mullido sofá a ver la tele con tu familia al alcance de la mano.

    Mi vida sentimental se resume en unos pocos juegos de seducción, tan escasos como efímeros. Viajar sin parar te condena a un celibato de duración indefinida. Mantuve dos años una relación que quería fuera fiel con un reportero del Washington Post. Maravillosa ilusión. Intercambiamos una cantidad suficiente de e-mails como para tener la impresión de estar cerca el uno del otro, pero nunca pasamos juntos más de tres días seguidos. En total, no tuvimos más de dos meses de vida en común. Cada vez que nos veíamos, se nos aceleraba el corazón, y cada vez que nos despedíamos, también; a fuerza de arritmias, nuestros corazones se acabaron cansando.

    Mi vida no tiene nada de anodina comparada con la de la mayoría de mis amigos, pero se hizo singular de verdad una buena mañana, cuando abrí el correo.

    Acababa de volver de una estancia en Costa Rica, fue mi padre a recogerme al aeropuerto. La gente me dice que, con treinta y cinco años cumplidos, ya sería hora de cortar el cordón umbilical. En cierto modo ya lo he hecho, pero en cuanto vuelvo de un viaje, cuando veo la cara de mi padre entre la muchedumbre que espera a los viajeros, es como si volviera a la infancia, y por nada del mundo querría librarme de tan dulce sensación.

    Ha envejecido un poco desde que murió mi madre, ha perdido algo de pelo, ha echado algo de tripa, y sus andares ya no son tan ligeros, pero sigue siendo el mismo hombre magnífico, elegante, brillante y excéntrico de siempre, y nunca he respirado olor más reconfortante que el de su cuello cuando me abraza levantándome del suelo. Será complejo de Edipo, sí, pero a mucha honra y que me dure todo lo posible. Aquel viaje a Centroamérica me había dejado agotada. Me pasé el vuelo atrapada entre dos pasajeros cuyas cabezas caían sobre mis hombros con cada turbulencia, como si yo fuera una almohada improvisada. De vuelta en casa, al verme en el espejo la cara soñolienta, los entendí un poco más. Michel había ido a cenar a casa de nuestro padre, mi hermana se había reunido con nosotros en mitad de la cena, y mi corazón se debatía entre el placer de volver a verlos y las ganas de encerrarme a solas en la habitación que había ocupado oficialmente hasta cumplir los veinte, y extraoficialmente mucho más tiempo. Tengo un estudio alquilado en Old Brompton Road, al oeste de Londres, por principio y por orgullo, pues casi nunca duermo allí. No paso mucho tiempo en mi propio país y, cuando lo hago, me gusta estar en nuestra casa familiar, en Croydon.

    Al día siguiente fui un rato a mi estudio. Entre las facturas y los folletos publicitarios encontré un sobre manuscrito. La letra era sorprendentemente bonita, llena de bucles y arabescos, como nos enseñaban de niños en el colegio.

    En su interior, una carta anónima me informaba de que, supuestamente, mi madre había tenido un pasado del que yo nada sabía. Me aseguraba que si rebuscaba entre sus cosas encontraría recuerdos que me proporcionarían mucha información sobre la mujer que había sido. Y esa carta iba más allá. Al parecer, mi madre había sido coautora de un delito mayúsculo, cometido hacía treinta y cinco años. La carta no precisaba nada más.

    Había muchas cosas en esas revelaciones que no me cuadraban. Para empezar, esos treinta y cinco años coincidían con el año de mi concepción… Resultaba difícil imaginar a mi madre embarazada, de mellizos nada menos, en la piel de una fuera de la ley, sobre todo para quien la hubiera conocido. Si quería saber más, el autor de esa carta me invitaba a viajar a la otra punta del mundo. Dicho esto, me rogaba que destruyera su misiva, recomendándome que no hablara de ella con nadie, ni con Maggie ni, sobre todo, con mi padre.

    ¿Cómo sabía ese desconocido el nombre de las personas más cercanas a mí? Eso tampoco me cuadraba.

    Acababa de perder a mi madre en primavera y estaba muy lejos de haber superado el duelo.

    Mi hermana nunca me habría gastado una broma de tan mal gusto, mi hermano habría sido incapaz de inventarse una historia como esa y, por más que hojeaba mi agenda, no se me ocurría ningún conocido capaz de una jugarreta como esa.

    ¿Qué habríais hecho en mi lugar? Probablemente cometer el mismo error que yo.

    2

    Sally-Anne

    Octubre de 1980, Baltimore

    Cuando salió del loft, tuvo que afrontar la gran escalera. Ciento veinte escalones muy empinados que conducían a tres rellanos escasamente iluminados por una bombilla que colgaba de un cordón de cables trenzados, tenue halo de luz en aquel abismo. Bajarla era un juego temerario; subirla, algo parecido a un suplicio. Sally-Ann hacía ambas cosas dos veces al día.

    El montacargas ya no daba más de sí. Su vieja reja moteada de herrumbre se confundía con las paredes color ocre.

    Cuando Sally-Anne abría la puerta del edificio, la claridad terrosa de los muelles siempre la deslumbraba. A su alrededor todo eran antiguos almacenes de ladrillo rojo. En el extremo de un espigón azotado por el viento marino se erguían altas grúas que acarreaban los contenedores de los últimos cargueros que atracaban en ese puerto en claro declive. El barrio aún no había conocido la gentrificación de hábiles promotores. En aquella época solo habían elegido como domicilio esos espacios abandonados algún que otro aprendiz de artista, músicos o pintores en ciernes, jóvenes sin un céntimo que se codeaban con niños de papá, y juerguistas solitarios que tenían problemas con la justicia. La tienda de alimentación más cercana estaba a diez minutos en moto.

    Sally-Anne tenía una Triumph Bonneville de 650 centímetros cúbicos capaz de superar los 160 por hora, si eras tan loco de querer jugarte así el tipo. El depósito azul y blanco estaba abollado de resultas de una caída memorable cuando aún estaba aprendiendo a domar a la bestia.

    Unos días antes, sus padres le sugirieron que dejara la ciudad y fuera a descubrir mundo. Su madre garabateó un cheque, lo arrancó de la chequera con un gesto delicado que ponía de relieve su perfecta manicura, y se lo entregó a su hija, desentendiéndose así de ella.

    Sally-Anne consideró la cantidad, imaginó gastarla en juergas y borracheras pero, al final, más molesta por la distancia que su familia le imponía que por la expiación de una falta que no había cometido, resolvió vengarse. Estaba decidida a tener un éxito tal que un día lamentaran haberla repudiado. Un proyecto sin duda ambicioso, pero Sally-Anne contaba con una inteligencia sin igual, un cuerpo bonito y una libreta de contactos bien surtida. En su familia el éxito se medía en función de la cuenta bancaria y las posesiones de las que se pudiera alardear. A Sally-Anne nunca le había faltado el dinero, pero tampoco la había atraído nunca demasiado. Le gustaba estar rodeada de gente y, desde muy joven, le traía sin cuidado molestar a su familia frecuentando a quienes no pertenecían a su entorno. Sally-Anne tenía sus defectos, pero había que reconocerle que las suyas eran amistades sinceras.

    El cielo presentaba un azul engañoso, que no debía hacerle olvidar que había llovido toda la noche. En moto, una calzada mojada no perdona. La Triumph devoraba el asfalto, Sally-Anne sentía el calor del motor entre las pantorrillas. Conducir esa máquina le daba una sensación de libertad inigualable.

    Distinguió a lo lejos en un cruce una solitaria cabina telefónica en esa tierra de nadie que se extendía ante ella. Echó una ojeada a la esfera de su reloj, que asomaba entre los botones del guante, aminoró la marcha y frenó. Aparcó la moto junto a la acera y le puso la pata de cabra. Necesitaba asegurarse de que su cómplice sería puntual.

    Cinco timbrazos, May ya debería haber contestado. Sally-Anne sintió un nudo en la garganta, hasta que por fin oyó un clic.

    —¿Todo bien?

    —Sí —contestó la voz, lacónica.

    —Ya voy de camino. ¿Estás preparada?

    —Supongo que sí, aunque de todos modos es demasiado tarde para echarnos atrás, ¿verdad?

    —¿Por qué querríamos echarnos atrás? —preguntó Sally-Anne.

    May podría haberle enumerado todas las razones que se le venían a la mente. Su proyecto era demasiado arriesgado, ¿de verdad valía la pena lo que estaba en juego? Para qué esa venganza si no borraría nada de lo que había ocurrido. ¿Y si las cosas no salían como habían previsto, y si las descubrían? Que las considerasen culpables dos veces sería demasiado para ellas. Pero si aceptaba correr esos riesgos, era por su amiga y no por ella, así es que May se calló.

    —No llegues tarde —insistió Sally-Anne.

    Un coche de policía pasó por allí y Sally-Anne contuvo la respiración pensando que tenía que combatir la inquietud, porque si no, ¿qué sería de ella cuando pasara de verdad a los hechos? Por ahora no tenía nada que reprocharse, su moto estaba bien aparcada, y utilizar una cabina telefónica no era ilegal. El coche patrulla pasó de largo, el agente al volante se tomó tiempo para lanzarle una mirada seductora. «¡Lo que me faltaba!», pensó colgando el teléfono.

    Echó otra ojeada a su reloj: llegaría a la puerta de los Stanfield pasados veinte minutos, saldría de su casa antes de que hubiera transcurrido una hora y estaría de vuelta en hora y media. Noventa minutos que lo cambiarían todo, para May y para ella. Se subió a la moto, arrancó el motor con un golpe de talón y volvió a ponerse en camino.

    En la otra punta de la ciudad, May se estaba poniendo el abrigo. Comprobó que la ganzúa de diamante seguía envuelta en el pañuelo de papel en el fondo de su bolsillo derecho y pagó al cerrajero que se la había fabricado. Al salir del edificio, notó el frío intenso. Las ramas desnudas de los álamos crujían, azotadas por el viento. Se subió el cuello del abrigo y se encaminó a la parada a esperar el autobús.

    Sentada junto a la ventanilla, contempló su reflejo, se echó el cabello hacia atrás y se ajustó la horquilla del moño. Dos filas de asientos por delante, un hombre escuchaba una pieza de Chet Baker en una pequeña radio que tenía sobre el regazo. Su nuca se balanceaba al lento compás de la balada. El hombre sentado a su lado hojeaba un periódico ruidosamente para molestarlo tanto como My Funny Valentine parecía molestarlo a él.

    —Es la canción más bonita que conozco —murmuró su vecina de asiento.

    May la encontraba más triste que bonita, o a medio camino entre las dos cosas. Se apeó seis paradas después y se detuvo al pie de la colina a la hora prevista. Sally-Anne la esperaba ya en su moto. Le alargó un casco y esperó a que se sentara de paquete. El motor rugió y la Triumph subió la cuesta.

    3

    Eleanor-Rigby

    Octubre de 2016, Beckenham, periferia de Londres

    Todo parecía normal, pero nada lo era. Maggie estaba apoyada en el marco de la puerta, haciendo rodar entre los dedos un cigarrillo apagado. Algo le decía que encenderlo daría validez a las tonterías que acababa de leer.

    Muy tiesa en mi silla, como una alumna sentada en primera fila que no quiere atraer sobre sí la ira de la profesora, sostenía la carta en la mano, en un estado cercano al estupor religioso.

    —Reléela —me ordenó Maggie.

    —Por favor. Reléela, por favor —no pude evitar corregirla.

    —¿Quién de las dos se ha plantado en casa de la otra en plena noche? Así que no me des la tabarra, haz el favor…

    ¿Cómo podía Maggie pagar el alquiler de un apartamento de dos habitaciones cuando a mí, que tenía un trabajo de verdad, apenas me alcanzaba para un estudio? Nuestros padres debían de haberla ayudado, estaba claro. Y si seguía ocupándolo ahora que mamá había muerto, era porque papá estaba en el ajo, y eso era lo que me molestaba. Algún día tendría que atreverme a preguntárselo en una cena familiar. Sí, pensaba, algún día reuniré el valor de afirmarme de una vez por todas frente a mi hermana menor y de ponerla en su sitio cuando me habla mal, y un montón de cosas más que se me ocurrían para no pensar en esa carta que iba a releerle a Maggie puesto que acababa de ordenármelo.

    —¿Te ha comido la lengua el gato, Rigby?

    Odio cuando Maggie me acorta el nombre quitándole la parte femenina. Y ella lo sabe de sobra. Pese a lo mucho que nos queremos, nos cuesta llevarnos bien. De niñas, a veces llegábamos a arrancarnos el pelo a mechones cuando nos peleábamos, y esas peleas fueron a peor en la adolescencia. Discutíamos hasta que Michel se agarraba la cabeza con las manos, como si un mal destilado por la maldad de sus hermanas le latiera en las sienes y lo martirizara. Entonces dejábamos a un lado la discusión, cuyo motivo hacía tiempo que habíamos olvidado, y, para convencerlo de que no era más que un juego, nos abrazábamos y, fingiendo que jugábamos al corro, lo arrastrábamos a él alegremente para que se nos uniera.

    Maggie soñaba con tener mi cabello pelirrojo y mi apariencia serena, creyendo que nada podía afectarme. Yo en cambio me moría por su melena morena, que tantas burlas me habría evitado en el colegio, su belleza imperturbable y su aplomo. Nos enfrentábamos por todo, pero si un desconocido o nuestros padres criticaban a una de las dos, la otra acudía al rescate enseñando los dientes, dispuesta a morder para proteger a su hermana.

    Suspiré y empecé a leer en voz alta.

    Querida Eleanor:

    Me disculpará que la llame así, pero los nombres compuestos me parecen demasiado largos, aunque el suyo es precioso, pero ese no es el objeto de esta carta.

    Imagino que habrá vivido el fallecimiento repentino de su madre como una profunda injusticia. Estaba hecha para ser abuela, morir de muy anciana en su cama, rodeada por su familia, a la que tanto había dado. Era una mujer notable, dotada de una gran inteligencia y capaz de lo mejor y de lo peor, pero usted solo conoció lo mejor.

    Así son las cosas, no sabemos de nuestros padres más que lo que estos quieren contarnos, lo que queremos ver de ellos, y olvidamos, porque es lo natural, que tuvieron una vida antes de nosotros. Quiero decir que tuvieron una vida solo suya, que conocieron el sufrimiento de la juventud, así como sus mentiras. Ellos también tuvieron que romper sus cadenas, que liberarse. La pregunta es: ¿cómo lo hicieron?

    Su madre, por ejemplo, renunció hace treinta y cinco años a una fortuna considerable. Pero esa fortuna no era fruto de una herencia. Entonces, ¿en qué condiciones la consiguió? ¿Le pertenecía o la robó? Si no la robó, ¿por qué renunciar a ella? Le corresponde a usted dar respuesta a todas estas preguntas, si es que le interesa hacerlo. En caso afirmativo, le sugiero que lleve a cabo sus pesquisas con inteligencia. Como bien imaginará, una mujer tan sensata como su madre no enterraría sus secretos más íntimos en un lugar fácil de encontrar. Cuando haya descubierto las pruebas de que mis preguntas tienen fundamento —sé que en un primer momento su reacción será no creerme—, llegado el momento tendrá que venir a mi encuentro, pues vivo en la otra punta del globo. Pero por ahora debo dejarla reflexionar. Tiene mucha tarea por delante.

    Disculpe también que mantenga el anonimato, no crea que es por cobardía, si obro así es por su propio bien.

    Le recomiendo encarecidamente que no hable con nadie de esta carta, ni con Maggie ni con su padre, y que la destruya nada más leerla. Conservarla no le sería de ninguna utilidad. Crea en la sinceridad de mis palabras; le deseo lo mejor y le hago llegar, aunque con retraso, mi más sentido pésame.

    —Este texto está redactado de manera bastante astuta —dije—. Es imposible saber si quien lo ha escrito es un hombre o una mujer.

    —Hombre o mujer, está mal de la cabeza. Lo único sensato de esta carta es el consejo de destruirla…

    —Y el de no hablar de ella con nadie, sobre todo contigo…

    —Ese has hecho bien en no seguirlo.

    —Ni con papá.

    —Pues ese más vale que lo sigas, porque paso de preocuparlo con estas tonterías.

    —¡Deja de decirme siempre lo que tengo o no tengo que hacer, la hermana mayor soy yo!

    —¿Qué pasa, que tener un año más te confiere una inteligencia superior? Si así fuera, no habrías corrido a mi casa a enseñarme esta carta.

    —No he corrido, la recibí anteayer —precisé.

    Maggie acercó una silla y se sentó frente a mí. Había dejado la carta sobre la mesa. La acarició, apreciando la calidad del papel.

    —No me digas que te crees una palabra de todo esto —me soltó.

    —No lo sé… Pero ¿por qué perdería alguien el tiempo en escribir esta clase de cosas si no son más que mentiras? —le contesté.

    —Porque en todas partes hay locos dispuestos a lo que sea por hacer daño a la gente.

    —A mí no, Maggie. Dirás que mi vida es aburrida, pero que yo sepa no tengo enemigos.

    —¿Ningún hombre al que hayas hecho daño?

    —Ya me gustaría, pero por ese lado no hay nada hasta donde alcanza la vista.

    —¿Y el periodista aquel?

    —Jamás sería capaz de tamaña ignominia. Además, quedamos como amigos.

    —Entonces ¿cómo es que el autor de esta porquería sabe mi nombre?

    —Sabe eso y mucho más sobre nosotros. Si no ha mencionado a Michel es porque…

    Maggie hizo girar su mechero sobre la mesa.

    —… estaba seguro de que no irías a molestar con esto a nuestro hermano. De lo que se deduce que sabe cómo es Michel. Reconozco que da un poco de miedo —dijo de pronto.

    —¿Qué hacemos? —le pregunté.

    —Nada, no hacemos nada, es la mejor manera de no entrar en su juego. Tiramos esta patraña a la basura y seguimos con nuestra vida.

    —¿Tú ves a mamá dueña de una fortuna cuando era joven? No tiene ningún sentido, siempre nos ha costado llegar a fin de mes. De ser verdad que era rica, ¿por qué habríamos vivido con estrecheces?

    —No exageres, tampoco éramos tan pobres, nunca nos faltó de nada —replicó Maggie, enfadada.

    —A ti no te ha faltado nunca de nada, no te has enterado de un montón de cosas.

    —¿Ah, sí, cuáles?

    —Pues lo que nos costaba llegar a fin de mes, precisamente. ¿Crees que mamá daba clases particulares por gusto, o que papá se pasaba

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