Ahora Inmigrante La Llegada: Una Historia Sobre La Adaptación, El Valor Del Esfuerzo Y Sus Consecuencias
Por Arturo Visso
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Arturo Visso
Arturo Visso es escritor miembro de la Comunidad de Escritores y Poetas. Trabajó catorce años para el sistema financiero en su país, Perú. Ha sido pronosticador de movimientos de fondos de inversión para el área comercial de una importante administradora de fondos de pensión. Decidió dejarlo todo para seguir al lado de su esposa que tenía un trámite pendiente para vivir en los Estados Unidos. Mientras perfeccionaba su inglés decidió realizar trabajos distintos a los que no estaba acostumbrado. Hasta el momento ha sido despachador de embutidos en un supermercado, repartidor de periódicos, cocinero, y lavaplatos. Consciente de que muchas personas viven una historia similar a la suya al llegar a los Estados Unidos, decidió escribir sus principales vivencias remarcando los sentimientos que estas le hacían sentir. Cuando uno escribe el nombre de Arturo Visso en el buscador de internet encuentra un sinfín de peculiaridades, poesías, y descripciones distintas. Es difícil creer que todas se refieran a la misma persona. Pero es cierto.
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Ahora Inmigrante La Llegada - Arturo Visso
Copyright © 2012 por Arturo Visso.
Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.: 2012908741
ISBN: Tapa Blanda 978-1-4633-2936-5
Libro Electrónico 978-1-4633-2943-3
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.
Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
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408305
Indice
Dedicatoria
Prólogo
La Partida
La casa prestada
La Biblioteca
El repartidor
de periódicos
Antes de la muerte,
La pasión
El Sueño
Cuando veo las fotos
Ser o no ser millonario:
Esa es la cuestión
El Cuarto
El Corte
La bicicleta de Crosby
"Yo también oía a
Miley Cyrus"
Mi ronca voz
La Propuesta
El arroz verde
Mi amigo Brandon
La Propuesta
La Mudanza
La desaparición
y el colchón
Mi primer beso
El Departamento
La Propuesta
Los empleados
del sufrimiento
El Escalón
¿Por qué?
El esposo encubierto
La cima
Las Propuestas
El Final
Dedicatoria
A Sandra y Andrea, por ayudarme a
sacar fuerzas que pensé no tener. Por todo.
Prólogo
Pasaron once largos años. Lo que creíamos iba a ser un trámite de máximo cuatro lustros, se había convertido en una larga y tediosa espera. En el año dos mil, mi suegro había solicitado la residencia a los Estados Unidos para su hija, mi esposa. Esta solicitud se extendía por derecho a nuestra hija y a mí. Luego, en el año dos mil once, nos disponíamos a viajar para vivir en este país.
Recuerdo claramente que iniciamos los trámites de residencia gastando un promedio de seiscientos dólares. Este dinero se utilizó solo para obtener los documentos de nuestras identidades. Pero no garantizaba nada. Una vez obtenidos los papeles, tenían que ser traducidos, legalizados y firmados por diferentes personas en diferentes lugares para que, finalmente, fueran enviados al país de las oportunidades, forma cliché que habíamos escuchado muchas veces en el Perú para referirse a los Estados Unidos.
Fuera o no fuera cierto que ese país significara algo mejor para nosotros, la residencia era un derecho pendiente de reclamar por parte de mi esposa a su padre. Por eso creíamos que valía la pena hacer el esfuerzo. Yo no sabía que, en un futuro, ese viaje cambiaría tanto mi vida.
Aunque no existía un lapso de tiempo exacto de cuánto debía demorar el proceso del trámite para que obtuviéramos la visa y pudiésemos viajar, el cálculo pronosticado a mi suegro por unos asesores miembros de una iglesia era de aproximadamente tres a cuatro años. Aunque al principio nos pareció mucha espera e incertidumbre, concluimos que no teníamos otra opción que esperar. Tuvimos que hacer los pagos sin garantía alguna del tiempo exacto de demora. Solo sabíamos que, mientras más pronto hiciéramos nuestra parte, más pronto obtendríamos la oportunidad de residir en los Estados Unidos. Nos había quedado claro que al principio importaba poco el tiempo. Tres o cuatro años pasarían quisiéramos o no, y era mejor que pasaran a nuestro favor que en nuestra contra.
Mi esposa quería vivir en el país donde vivían la totalidad de sus familiares por parte de su padre. Ella no había solicitado antes la residencia. Nunca me quedaron claros los motivos. A mi juicio fue un mal entendido entre sus padres lo que llevó a dilatar un proceso que algún día debía darse. Con el tiempo y la confianza ella pudo hablar del asunto con su padre y ahora ese trámite empezaba.
Una vez realizado, empezaron a pasar los años. Uno, dos, tres y cuatro largos años para nosotros. Nuestra hija tenía casi la misma edad que el proceso de la solicitud de visa de inmigrante. Cuando se inició el trámite, Bianca acababa de nacer hacía ocho meses, por lo que no era difícil para nosotros estar pendientes del tiempo transcurrido. Solo teníamos que restarle los ocho meses de la edad de ella. A los cuatro años cumplidos del tiempo estimado por los asesores, vivíamos en un departamento alquilado en un distrito popular de Lima, en Perú.
Recuerdo que me estaba bañando cuando sonó el teléfono y mi esposa me dijo que acababa de recibir una llamada para comunicarle que una carta a su nombre había llegado a la casa de su abuela. Ese era el lugar que habíamos consignado como el de nuestra residencia para recibir la correspondencia del trámite desde un inicio. Nos alegramos mucho. Era supuestamente la carta que tanto habíamos estado esperando.
Me puse a cantar en la ducha. Me enjuagué rápido y en una hora tocábamos la puerta de la casa de la abuela. Nos abrió la tía de mi esposa. Entramos a la sala y nos señalaron un escritorio en donde estaba la carta sellada. La abrimos. Era una sola hoja. Todo el texto estaba en inglés y, al traducirlo, nos dimos cuenta que lo que quería decir era simplemente que teníamos que esperar más tiempo. Decía textualmente que podían ser varios años más. Eran claros además en indicar que no nos emocionáramos ni vendiéramos nuestras cosas. Esto fue muy desalentador para nosotros y para mi suegro también. No había antecedente de que los trámites se retrasaran tanto. Pensamos que tenía que ver con las nuevas políticas del gobierno de los Estados Unidos tomadas a partir del once de septiembre del dos mil uno, día que fueron atacados violentamente y le declararon la guerra al terrorismo. Pero no estábamos seguros. De ahí en adelante teníamos un número de caso asignado y nuestra fecha de cita podía ser en cualquier momento. Pensamos entonces que la fecha estaba cercana y nos mantuvimos atentos a partir de aquel día para recibir nuevas noticias.
Después de recibir esa carta pasarían seis años más antes de que el departamento de migraciones se comunicara con nosotros.
No viene al caso hablar de lo que hicimos en ese tiempo ahora. Lo cierto es que, inevitablemente, los años transcurrieron. Por fin, en el año dos mil nueve recibimos otra carta que nos informaba que ahora si podríamos completar el proceso. Y entonces reiniciamos el trámite. Esto ocasionó mayores gastos no solo para nosotros. Mi suegro ya vivía en el Perú y tuvo que volver a los Estados Unidos y establecerse nuevamente ahí para que podamos continuar con nuestra aplicación. Paralelamente, iniciamos correspondencia documentaria entre Perú y los centros migratorios del país del norte. Lo que se convirtió en un papeleo casi interminable que duró dos años más.
Como el último tramo del trámite tuvo observaciones, ya no era necesario que fuéramos nuevamente a una entrevista en la embajada. Solo enviábamos los pasaportes por correo a la espera de que –al no encontrar inconvenientes– fueran sellados por el departamento de administración americana con nuestra visa de inmigrantes. Pero, para nuestra mala suerte, nos fueron devueltos varias veces sin ese sello.
Finalmente un día se acabaron las observaciones y recibimos nuestros pasaportes con las visas estampadas en cada uno y un sobre grueso lleno de hojas con instrucciones.
Y, por fin, un día de agosto del año dos mil once nos encontrábamos haciendo maletas.
Los pasajes comprados indicaban que debíamos estar al día siguiente en el aeropuerto internacional Jorge Chávez de Lima–Perú. A diferencia de otro viaje en avión que habíamos hecho al interior del país, los vuelos internacionales requerían estar tres horas antes de partir. La última noche en Lima la pasamos en el cuarto del hotel de un amigo nuestro. Nos dejó gratis el arriendo como último regalo de buena vibra hacia un bienestar que, esperábamos, llegase pronto.
Aunque creíamos que estábamos preparados para hacer cualquier cosa, pues vivíamos en un país en el que se supone uno se esfuerza mucho para sobrevivir, la verdad es que no estábamos listos realmente. No sabíamos que lo que nos habíamos esforzado hasta el momento era poco comparado con lo que nos esperaba.
Ahora pienso que, si hubiese sabido a ciencia cierta lo que me esperaba los siguientes meses, quizás no habría querido hacer el viaje. Probablemente el miedo hubiese podido más que mi valentía. Lo cierto es que, una vez en este país, con el reto frente a nuestros ojos, tuvimos que sacar fuerzas mentales y fuerzas físicas de cualquier parte. Era eso o perjudicarnos.
Debo decir que tuve que creer mucho más en un mañana mejor para mi familia. Tuve que ver correr sangre por mis manos cortadas mientras sangraba también mi corazón. Lo que viví atacó mi ego hasta casi eliminarlo. Sin embargo, después de vivida esta experiencia, se que para quien pudiera pasar la prueba airoso, bien vale la pena la aventura, pues hace sentir que uno es capaz de hacer cualquier cosa, porque es justamente eso lo que uno hace. Y no se trata de escalar una montaña un día o dos, o una semana; se trata de vivir por varios meses o años –para muchos– en un estado de esfuerzo constante con la amenaza a espaldas de quedarse sin lugar donde vivir en todo momento.
Y salir airoso de esa batalla es un honor que comparto con todo aquel que experimente situaciones similares o que desea saber como podría ser, quizás, lo que le toque vivir al principio si decide residir en este país que, es cierto, da oportunidades para quien las busque, pero nunca gratis. Hay siempre un precio que pagar.
Ahora, después de estar en los Estados Unidos por algún tiempo y de haber terminado ya este libro, admito que mi cuerpo y mi mente han pasado por una conversión. Soy el mismo ser humano pero con más experiencia. El trabajo duro me ha enseñado a crecer. Veo muy necesario dar lo máximo de mí la mayor parte del tiempo. Me he convertido en un individuo de alguna parte en una tierra de individuos de muchas otras partes. Me he convertido en un inmigrante. Es lo que ahora soy.
Las siguientes páginas relatan algunos de los hechos que he vivido junto con mi familia desde que llegamos a los Estados Unidos provenientes de nuestro remoto Perú. A pesar de haber venido en situación legal, he trabajado y sufrido lo mismo que cualquiera independientemente del estatus migratorio. No hay diferencia cuando se trata de sobrevivir y tomar el primer, segundo, tercer, y hasta cuarto trabajo que aparezca. Así es que este libro no pretende sugerir nada con referencia al tema migratorio. Respeto las situaciones de los inmigrantes que como seres humanos nos esforzamos por nuestro bien y el de nuestra familia con dignidad. Por eso, con estas páginas hago una reverencia al esfuerzo que realizamos todos y que es muchas veces sobrehumano. Esfuerzo que nos mantiene en la lucha por ser mejores personas para nosotros y para nuestras familias.
Esfuerzo que la vida siempre se encargará de recompensar.
Los capítulos que leerá fueron escritos en gran parte cuando vinieron a mí los sentimientos. Así, en la mayoría de los casos, escribí con relación a experiencias sucedidas el mismo día. Es por eso que no