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Cuchillada en la oscuridad: Matthew Scudder, #4
Cuchillada en la oscuridad: Matthew Scudder, #4
Cuchillada en la oscuridad: Matthew Scudder, #4
Libro electrónico238 páginas3 horas

Cuchillada en la oscuridad: Matthew Scudder, #4

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Información de este libro electrónico

En su cuarta aventura, Matthew Scudder reabre un caso que había investigado años antes como detective del Departamento de Policía de Nueva York. Louis Pinell, el recién aprehendido Merodeador del Picahielo, admite libremente haber matado a siete jóvenes mujeres nueve años atrás – pero jura que Bárbara Ettinger fue asesinada por algún copión. Scudder le cree. Sin embargo, la pista que podría conducir al verdadero asesino de Ettinger es torcida, oscura y peligrosa…además de estar ya más fría que el cadáver de la joven que Scudder está resuelto a vengar.
Su investigación hace entrar una nueva mujer en la vida de Scudder, la escultora Jan Keane, y el loft de ésta en Tribeca es para él un refugio prometedor. Pero Scudder acostumbra emborracharse, lo cual siempre ha sido un factor y al parecer se está convirtiendo ahora en un verdadero problema…

He aquí lo que han dicho algunas reseñas:
«Block sabe tejer una intrincada red. Y cuando alguien intenta engañar, cosa que sucede con bastante frecuencia en sus libros, se mete en problemas muy feos. Las tramas de Block son apretadas y su diálogo es realista, sin exceso de adornos. Los personajes son hombres adustos y hablan como tales.»
–Rocky Mountain News

«¡Extremadamente bien escrita! Block es un hábil cirujano, seguro y preciso.»
–The New York Times

«Cautivadora…la conclusión te deja tambaleante.»
–Publishers Weekly

«Suspense convincente.»
–Philadelphia Inquirer

«Block es muy bueno, su oído para el diálogo, su ojo para los personajes de baja ralea y su don para la narrativa rápida y fluida pueden compararse con los de Elmore Leonard.»
–Los Angeles Times

«Cuando Lawrence Block entra en ese estilo de su protagonista Matt Scudder, la ficción de crimen se acerca tanto a la literatura que muchas veces no existe ni un grado de diferencia.»
–Philadelphia Inquirer

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 ago 2018
ISBN9781386386131
Cuchillada en la oscuridad: Matthew Scudder, #4
Autor

Lawrence Block

Lawrence Block is one of the most widely recognized names in the mystery genre. He has been named a Grand Master of the Mystery Writers of America and is a four-time winner of the prestigious Edgar and Shamus Awards, as well as a recipient of prizes in France, Germany, and Japan. He received the Diamond Dagger from the British Crime Writers' Association—only the third American to be given this award. He is a prolific author, having written more than fifty books and numerous short stories, and is a devoted New Yorker and an enthusiastic global traveler.

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    Cuchillada en la oscuridad - Lawrence Block

    Capítulo 1


    No lo vi venir. Yo estaba en Armstrong’s, sentado ante mi mesa acostumbrada, al fondo. El gentío de la hora del almuerzo ya se había dispersado y el ruido era ya menos. La radio tocaba música clásica y ahora se la podía escuchar sin esfuerzo. Afuera el día estaba gris, soplaba un viento cabrón, el aire prometía lluvia. Un buen día para estar atorado en una cantina de la Novena Avenida, bebiendo café fortalecido con bourbon y leyendo el artículo del periódico Post acerca de algún loco que andaba dando cuchilladas a los transeúntes en la Primera Avenida.

    –¿Sr. Scudder?

    Era un hombre de unos sesenta años. Frente amplia, gafas sin marco sobre pálidos ojos azules. Cabello rubio canoso peinado muy apretado al cráneo. Digamos un metro setenta y cinco, setenta y siete, algo así. Unos setenta y cinco kilos. Complexión clara. Sin bigote ni barba. Nariz angosta. Boca pequeña, de labios delgados. Traje gris, camisa blanca, corbata a rayas rojas, azules y doradas. Portafolios en una mano, paraguas en la otra.

    –¿Me permite sentarme?

    Hice un gesto en dirección a la silla que me quedaba enfrente. Se sentó allí, sacó una cartera de su bolsillo del pecho y me entregó una tarjeta de presentación. Tenía las manos pequeñas y llevaba una sortija masónica.

    Le eché una mirada a la tarjeta y se la regresé.

    –Lo siento –le dije.

    –Pero . . .

    –No quiero ningún seguro –dije–. Y a usted no le convendría vendérmelo. Soy un mal riesgo.

    Hizo un ruido; tal vez una risa nerviosa.

    –Dios –dijo–. Por supuesto que usted pensaría eso, ¿verdad? No vine a venderle nada. No recuerdo cuándo fue la última vez que escribí una póliza individual. Mi área consiste en pólizas de grupo para empresas.

    Colocó la tarjeta sobre el mantel a cuadros azules, entre él y yo, diciendo–: Por favor.

    La tarjeta lo identificaba como Charles F. London, un agente general de la compañía de seguros Mutual Life en New Hampshire. La dirección que mostraba era calle Pine no. 42, en el extremo sur de Manhattan, el distrito financiero. Había dos números telefónicos, uno de ellos local, el otro con un código de área 914. Eso sería en los suburbios del norte. Probablemente en el condado de Westchester.

    Yo aún tenía su tarjeta en la mano cuando Trina se acercó para tomar nuestra orden. Él pidió Dewar’s con soda. A mí me quedaba media taza de café. Cuando Trina se alejó lo suficiente para que no pudiera oírlo, él dijo–: Francis Fitzroy lo recomendó a usted.

    –Francis Fitzroy.

    –El detective Fitzroy. De la Comisaría Trece.

    –Ah, Frank –dije yo–. Hace tiempo que no lo veo. Ni siquiera sabía que estaba ahora en la Trece.

    –Lo vi ayer por la tarde –se quitó las gafas, pulió los lentes con su servilleta–. Él lo recomendó, como acabo de decir, y decidí que me hacía falta pensarlo una noche. No dormí mucho esa noche. Esta mañana tenía citas y después fui al hotel de usted y me dijeron que podría encontrarlo aquí.

    Esperé.

    –¿Sabe usted quién soy, Sr. Scudder?

    –No.

    –Soy el padre de Bárbara Ettinger. Yo no . . . espere un minuto.

    Trina le trajo su bebida, la colocó sobre la mesa, se alejó sin decir palabra. Los dedos del hombre se curvaron alrededor del vaso, pero no lo levantó de la mesa.

    Dije–: El Merodeador del Picahielo. ¿Es así como conozco ese nombre?

    –Correcto.

    –Habrá sido hace unos diez años.

    –Nueve.

    –Ella fue una de las víctimas. En aquel entonces yo trabajaba en Brooklyn. La Comisaría Setenta y Ocho, Bergen y Flatbush. Bárbara Ettinger. Ese caso fue nuestro, ¿no es así?

    –Sí.

    Cerré los ojos, permitiendo que la memoria volviera.

    –Fue una de las últimas víctimas –dije–. Habrá sido la quinta o la sexta.

    –La sexta.

    –Y después de ella dos más, y luego él cerró su negocio. Bárbara Ettinger. Era una maestra de escuela. No, pero algo por el estilo. Una guardería infantil. Trabajaba en una guardería.

    –Tiene usted buena memoria.

    –Podría ser mejor. Llevé el caso sólo el tiempo suficiente para determinar que había sido otra vez el Merodeador del Picahielo. Luego entregamos el caso a los que habían trabajado en él desde el principio. Creo que la Comisaría Central del Norte. De hecho, me parece que Frank Fitzroy estaba entonces en la Central del Norte.

    –Así es.

    Una ola de memoria sensorial me cayó encima. Recordé una cocina en Brooklyn, olores a guisos sobrecargados del tufo de una muerte reciente. Una mujer joven yacía sobre el linóleo, con la ropa en desorden e innumerables heridas en su cuerpo. No puedo recordar su aspecto, sólo que estaba muerta.

    Me acabé mi café, deseando que fuese bourbon neto. Del otro lado de la mesa, Charles London tomaba un tentativo sorbo de su whisky. Miré los símbolos masónicos sobre su sortija de oro y me pregunté qué se suponía que significaban, y qué significaban para él.

    Dije–: Ese mató a ocho mujeres en un par de meses. Siempre usó el mismo modus operandi, atacaba a la mujer en la casa de ella durante las horas de luz de día. Múltiples cuchilladas con un picahielo. Golpeó ocho veces y luego cerró su negocio.

    London no dijo nada.

    –Y luego, nueve años más tarde, lo agarran. ¿Cuándo fue? ¿Hace dos semanas?

    –Casi tres.

    Yo no le había prestado mucha atención a lo que decían sobre el asunto los periódicos. Un par de patrulleros en la sección Upper West Side de Manhattan habían detenido a un tipo sospechoso en las calles, y al esculcarlo le encontraron un picahielo. Lo llevaron a la comisaría, chequearon sus antecedentes, y resultó que el hombre andaba de nuevo suelto, después de un prolongado confinamiento en el Hospital Estatal de Manhattan. Alguien se tomó la molestia de preguntarle para qué traía un picahielo, y tuvo suerte, como a veces sucede. Antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía, el tipo se puso a confesar a toda una lista de homicidios no solucionados.

    –También publicaron su retrato –dije–. Un tío chaparrito, ¿no? No me acuerdo de su nombre.

    –Louis Pinell.

    Lo miré. Sus manos descansaban sobre la mesa, las yemas de los dedos tocándose apenas. Dije que él debía sentirse muy aliviado porque el hombre estaba bajo custodia, después de tantos años.

    –No –respondió.

    La música cesó. En la radio el locutor anunciaba suscripciones a una revista publicada por la Sociedad Audubon. Permanecí allí sentado y esperé.

    –Casi quisiera que no lo hubieran agarrado –dijo Charles London.

    –¿Por qué?

    –Porque él no mató a Bárbara.

    Más tarde leí de nuevo los tres periódicos, y decían algo así como que Pinell había confesado a siete de los asesinatos del Merodeador, pero mantenía que era inocente del octavo. Si yo había notado esa información la primera vez, no le había prestado atención. ¿Quién sabe lo que un asesino psicótico va a recordar nueve años después del hecho?

    Según London, Pinell tenía una coartada además de su propia memoria. La noche antes de que asesinaran a Bárbara Ettinger, Pinell había sido arrestado debido a la queja de un camarero de un café que quedaba por las calles veinte y tantos. Lo llevaron al hospital Bellevue, donde lo pusieron bajo observación, lo detuvieron dos días, y luego lo soltaron. Los archivos de la policía y del hospital dejaban muy en claro que Pinell estaba recluido en un ala de encierro cuando Bárbara Ettinger fue asesinada.

    –Me dije con insistencia que se trataba de un error –dijo London–. Un oficinista puede equivocarse al anotar la fecha en que admitieron a alguien al hospital, o la fecha en que lo soltaron. Pero no había error. Y Pinell afirmaba con gran firmeza. Estaba perfectamente dispuesto a admitir los otros asesinatos. Parece que se sentía orgulloso de ellos de alguna manera. Pero su ira era genuina ante la idea de que le atribuyeran también un crimen que no había cometido.

    Alzó su vaso, pero lo volvió a colocar sobre la mesa sin haber bebido.

    –Me di por vencido hace años –dijo–. Tomaba por hecho que el asesino de Bárbara jamás sería atrapado. Cuando la serie de homicidios cesó tan repentinamente, supuse que el asesino estaba muerto, o que se había ido de la ciudad. Mi fantasía era que él había tenido un momento de claridad espantosa, se había dado cuenta de lo que había hecho y se había suicidado. Los hechos se me hacían más fáciles de soportar si yo lograba creer eso, y según lo que me contó un oficial de la policía, esas cosas sí suceden, de vez en cuando. Llegué a pensar que Bárbara había sido víctima de una fuerza de la naturaleza, como si hubiera muerto en un terremoto o en una inundación. Su asesinato fue impersonal, su asesino era desconocido y no era posible llegar a conocerlo. ¿Comprende lo que quiero decir?

    –Creo que sí.

    –Ahora todo ha cambiado. Bárbara no fue ultimada por esta fuerza de la naturaleza. Fue muerta por alguien que intentó que el crimen pareciera obra del Merodeador del Picahielo. Su asesinato fue muy frío y calculado. –Cerró los ojos un momento y un músculo tembló sobre su rostro–. Durante años pensé que la habían matado sin razón alguna, y eso era horrible. Ahora veo que la mataron por una razón, y eso es peor.

    –Sí.

    –Acudí al detective Fitzroy para descubrir qué intentaba hacer ahora la policía. De hecho, no acudí directamente a él. Fui a un lugar y me mandaron para otro. Me fueron pasando de mano en mano, vea usted, sin duda tenían la esperanza de que yo perdiera los ánimos en el camino y los dejara en paz. Por fin di con el detective Fitzroy, y él me dijo que no iban a hacer nada para buscar al asesino de Bárbara.

    –¿Qué esperaba que hicieran?

    –Que reabrieran el caso. Que lanzaran una investigación. Fitzroy me hizo ver que mis expectativas no eran realistas. Al principio me enojé, pero él me convenció de que debía dejar pasar mi ira. Me recordó que el caso tenía una antigüedad de nueve años. No tenían indicios ni sospechosos entonces, y menos los iban a tener ahora. Años atrás se habían dado por vencidos respecto a los ocho homicidios, y el hecho de poder cerrar sus archivos acerca de siete es para ellos un simple regalo. No parecía molestarlos, ni a él ni a ninguno de los oficiales con los que hablé, que un asesino anduviera libre por allí. Parece que muchos asesinos andan sueltos

    –Me temo que es así.

    –Pero yo tengo un interés especial en este asesino en particular. –Sus manos pequeñas formaron puños apretados–. A ella la habrá matado alguien que la conocía. Alguien que asistió al funeral, alguien que fingió afligirse por su muerte. ¡Dios mío, eso no lo puedo soportar!

    No dije nada durante unos minutos. Miré a Trina y pedí un trago. Neto esta vez, ya había tomado suficiente café para mucho tiempo. Cuando me lo trajo, me tomé la mitad de inmediato y sentí cómo se esparcía su calor por todo mi cuerpo, anulando parte del frío del día.

    Le pregunté–: ¿Qué quiere de mí?

    –Quiero que descubra quién mató a mi hija.

    Eso no era una sorpresa. Le dije–: Eso es probablemente imposible.

    –Lo sé.

    –Si hubo alguna vez una pista, ya ha tenido nueve años para enfriarse. ¿Qué puedo hacer yo que no puedan hacer los policías?

    –Puede hacer el esfuerzo. Eso es algo que ellos no pueden hacer, o no quieren, lo cual da lo mismo. No digo que hagan mal cuando se rehusan a reabrir el caso. Pero la cosa es que yo quiero que lo hagan y no puedo hacer nada al respecto. Pero en el caso de usted, bueno, puedo contratarlo.

    –No exactamente.

    –Perdón, ¿cómo dijo?

    –No puede contratarme –le expliqué–. No soy investigador privado.

    –Fitzroy me dijo . . .

    –Los investigadores privados tienen una licencia –continué–. Yo no la tengo. Ellos llenan formularios, escriben reportes en triplicado, someten recibos para sus gastos, presentan su declaración de impuestos. Ellos hacen todas esas cosas, y yo no.

    –¿Qué hace usted, Sr. Scudder?

    Me encogí de hombros y dije–: A veces le hago un favor a alguna persona, y a veces la persona me da algo de dinero. Como un favor a cambio.

    –Creo que comprendo.

    –¿Lo cree?

    Me terminé mi bebida. Recordé el cadáver en aquella cocina en Brooklyn. Piel blanca, pequeñas gotas de sangre negruzca alrededor de las heridas punzantes.

    –Usted quiere que cierto asesino sea llevado ante la justicia –le dije–. Mejor dese cuenta de que eso es imposible. Aún suponiendo que haya un asesino por ahí, y suponiendo que exista una manera de descubrir quién es, ya no quedará ninguna evidencia, después de tantos años. No habrá un picahielo ensangrentado dentro del cajón de herramientas de alguna persona. A lo mejor tengo suerte y encuentro una pista, pero ésta no llevará al tipo de cosas que uno pueda presentar ante un jurado. Alguien mató a su hija y escapó el castigo. Eso lo atormenta a usted. ¿No sería más frustrante saber quién fue y no poder hacer nada al respecto?

    –De todas maneras quiero saberlo.

    –Podría descubrir cosas que no le agradaran. Usted mismo lo ha dicho: alguien la mató, probablemente por una razón. Usted podría estar más contento si no conoce esa razón.

    –Es posible.

    –Pero correrá ese riesgo.

    –Sí.

    –Bueno, supongo que puedo intentar hablar con algunas personas.

    Saqué mi pluma y mi libreta de mi bolsillo, abrí la libreta a una página en blanco, le quité la tapa a la pluma.

    –Puedo empezar por usted, por qué no –le dije.

    • • •

    Hablamos casi una hora y tomé muchas notas. Pedí otro bourbon doble y lo hice durar. Él le pidió a Trina que se llevara su bebida y le trajera un café. Ella volvió a llenarle la taza dos veces antes de que termináramos.

    Él vivía en Hastings-on-Hudson en el condado de Westchester. Se habían mudado para allá, dejando la ciudad cuando Bárbara tenía cinco años y su hermana Lynn tenía tres. Tres años atrás, cuando habían transcurrido unos seis años desde la muerte de Bárbara, la esposa de London, Helen, había fallecido de cáncer. Ahora vivía solo allí y de vez en cuando pensaba en vender la casa, pero hasta ahora no la había puesto en la lista de ningún vendedor de bienes raíces. Suponía que lo iba a hacer, tarde o temprano, y entonces se mudaría a la ciudad, o bien tomaría un apartamento con jardín en algún lugar en Westchester.

    Bárbara había tenido veintiséis años. Ahora tendría treinta y cinco, si viviera. No había tenido hijos. Estaba en el tercer mes de embarazo cuando murió, y London ni siquiera se había enterado hasta después de la muerte de ella. Cuando me contó esto, le falló la voz.

    Douglas Ettinger se había vuelto a casar un par de años después de la muerte de Bárbara. Había sido trabajador social con el Departamento de Prestaciones Sociales durante su matrimonio con Bárbara, pero había renunciado poco después de que ella murió, y se había dedicado a las ventas. El padre de su segunda esposa era dueño de una tienda de productos deportivos y después del matrimonio había tomado a Ettinger como socio. Ettinger vivía en Mineola con dos o tres hijos . . . London no estaba seguro de cuántos. Había asistido solo al funeral de Helen London, y desde entonces London no había tenido comunicación con él, ni había conocido jamás a la nueva esposa.

    Lynn London cumpliría treinta y tres años dentro de un mes. Vivía en Chelsea y daba clases a niños del cuarto grado en una escuela particular progresiva en el Village. Se había casado poco después de que mataron a Bárbara, ella y su esposo se había separado después de dos años de matrimonio y se habían divorciado un poco más tarde. No había hijos.

    London mencionó a otras personas. Vecinos, amigos. La directora de la guardería infantil donde había trabajado Bárbara. Una compañera de trabajo en ese lugar. Su más íntima amiga de la universidad. A veces recordaba los nombres y a veces no, pero me dio retazos de recuerdos y yo podía empezar a trabajar a partir de estos. Aunque esto no conduciría necesariamente a algo.

    Se salió muchas veces por la tangente. No intenté detenerlo. Pensé que podría obtener una mejor idea de la difunta si permitía que su padre divagara, pero aun así no llegué a darme una idea de quién había sido ella. Me enteré de que era atractiva, que había sido popular en la adolescencia, que había sido buena estudiante. Le interesaba ayudar a la gente, le gustaba trabajar con los niños y estaba ansiosa por tener una familia propia. La imagen que tomó forma fue la de una mujer carente de vicios y dueña de las virtudes más sosas, con una edad que vacilaba

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