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Descubriendo el Nirvana
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Libro electrónico539 páginas13 horas

Descubriendo el Nirvana

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La fortaleza de las personas no se mide por la cantidad de fragmentos en los que te rompes sino por la capacidad de unirlos tantas veces como sea necesario.
Esto es lo que aprende Sara a base de tropezar y caer, equivocarse y perderse. Todo ello a causa de una idea utópica de lo que es el amor.
Pero alguien le demostrará el verdadero significado de esa palabra. Y que ese sentimiento no siempre se encuentra en tu pareja, sino en la persona que te descubre un nuevo mundo.
Sin perder los toques de humor y lágrimas a los que la autora nos tiene acostumbrados, Descubriendo el Nirvana nos muestra cómo las situaciones más comunes pueden convertirse en momentos mágicos de nuestras vidas. Y cómo la ilusión puede aparecer cuando menos te lo esperas.
IdiomaEspañol
EditorialZafiro eBooks
Fecha de lanzamiento20 jun 2017
ISBN9788408173588
Descubriendo el Nirvana
Autor

Arantxa Anoro

Nací en Tudela-Navarra el 5 de septiembre de 1977. Desde bien pequeña me ha gustado fantasear y crear en mi mente mi propio mundo imaginario. Algunas de esas historias con las que soñaba las plasmaba en papel, pero no solía. Hasta que un día como muchos otros comencé a escribir Rozando el Nirvana. Poco a poco las líneas se fueron convirtiendo en párrafos y los párrafos en capítulos, y sus personajes cobraron vida. Cuando por fin lo terminé, quería más. Me había divertido tanto escribiendo que no podía parar. Las ideas seguían quitándome el sueño (como aún hoy lo hacen) y me negaba a renunciar a todo aquello. Por ello continué con la historia de sus amigas, formando así lo que hoy es la «Trilogía Nirvana». Es difícil de explicar lo que siento cuando escribo, pero puedo decirte que me hace pensar que el Nirvana, ese estado de felicidad supremo que predican los hinduistas o los budistas, existe. Desde entonces, los pasos que he dado supongo que son como los de cualquier autora: ver que la gente disfruta leyendo sus historias tanto como ella ha disfrutado escribiéndolas. En 2015 salió al mercado digital Rozando el Nirvana y de forma consecutiva se publicaron Alcanzando el Nirvana en 2016 y Descubriendo el Nirvana en 2017. Encontrarás más información de la autora y sus obras en Instagram ((@ArantxaAnoro)) y Facebook.

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    Descubriendo el Nirvana - Arantxa Anoro

    SINOPSIS

    La fortaleza de las personas no se mide por la cantidad de fragmentos en los que te rompes sino por la capacidad de unirlos tantas veces como sea necesario.

    Esto es lo que aprende Sara a base de tropezar y caer, equivocarse y perderse. Todo ello a causa de una idea utópica de lo que es el amor.

    Pero alguien le demostrará el verdadero significado de esa palabra. Y que ese sentimiento no siempre se encuentra en tu pareja, sino en la persona que te descubre un nuevo mundo.

    Sin perder los toques de humor y lágrimas a los que la autora nos tiene acostumbrados, Descubriendo el Nirvana nos muestra cómo las situaciones más comunes pueden convertirse en momentos mágicos de nuestras vidas. Y cómo la ilusión puede aparecer cuando menos te lo esperas.

    PRÓLOGO

    La vida es un sendero por el que a veces resulta difícil caminar, en el cual aparecen tramos en los que temes dar un paso en falso, tropezar, caerte de nuevo y partirte en mil pedazos, así que cierras los ojos y aguantas el temporal, esperando a que éste amaine.

    Pero ¿qué sucede si todo sigue igual tras la tormenta? ¿Si nada ha cambiado a tu alrededor al abrir los ojos? Entonces piensas fríamente en lo que tienes y te das cuenta de que más rota y hundida no puedes estar. Por lo tanto... ¿qué más da que sean mil o dos mil los pedazos en los que te rompas?

    Coges aire e intentas buscar la mejor manera de salir de ahí, pero estás tan desorientada que no encuentras el camino correcto. Y el no saber qué te espera más adelante no te tranquiliza.

    «Sigue caminando, no te rindas», te dicen aquellos que te quieren, ¡pero es tan complicado avanzar cuando se está tan perdida! Aun así, lo haces, porque tropezar en cada tramo no significa retroceder. Deambulas por el sendero con la ilusión de que algún día aparecerá en tu vida alguien dispuesto a darte ánimos cuando estés cansada, a darte de beber cuando tengas sed, e incluso a tirar de ti si es necesario... con la esperanza de llegar a alguna parte y la confianza de hallar una señal que te indique qué dirección debes tomar.

    ¡Pero es tan complicado seguir soñando cuando en tus noches sólo te visitan pesadillas!

    Sin embargo, llega un día en el que ese alguien aparece y te ayuda a ver ciertas señales y a descubrir quién eres en realidad. Y te percatas de que esa persona es lo mejor que te ha pasado a lo largo de tu existencia, porque ella te ha enseñado a valorar todo aquello que te rodea.

    CAPÍTULO 1

    Es medianoche y Lola se ha ido. No sé exactamente lo que pretende, ni las intenciones que tiene, pero, conociéndola, no resulta difícil de imaginar. Tal vez debería haber intentado frenarla, pero algo dentro de mí me lo ha impedido; algo dentro de mí quiere tener sus agallas, su fuerza y su seguridad para afrontar esto. Pero no. No nos engañemos, yo no tengo su valor, me digo a mí misma, arrastrando los pies hasta la ventana.

    En las calles no hay un alma, hace una noche perfecta para soñar y yo obtengo todo lo contrario. Mis peores pesadillas, pienso mientras busco en la negrura de la noche a mi más fiel confidente, la que siempre ha escuchado mis llantos ahogados bajo la almohada, la que nunca ha reprendido ninguno de mis actos, por muy descabellados que éstos fueran, y a la que jamás he podido ocultarle nada. Y ahí la encuentro, en lo alto del cielo y radiante como nunca. Siempre me he sentido atraída por su brillo y he llegado a experimentar cierta conexión con ella. Es como si me animara día a día a no perder la esperanza, guiando mis pasos en la oscuridad, iluminándome el camino con su resplandor. Pero hoy, su belleza casi hipnótica no logra sobreponerme. Procuro rastrear el empuje que siempre me ha dado, pero no consigo hallarlo por mucho que lo intento. Y absorta en mi amargura, la contemplo mientras un tupido velo de lágrimas resbala por mi cara. Esta noche la veo tan sola allí arriba como yo lo estoy aquí abajo. Y todo porque alguien en quien yo había puesto tanta ilusión ha decidido destruir mi castillo de naipes, tirando por el suelo todas las cartas y pisoteando sin ningún escrúpulo mis sueños y, con ellos, mis sentimientos. Una ilusión que jamás había perdido hasta el día de hoy, en el que Mario ha corrompido hasta las más pequeñas chispas de algo utópico y fantástico como es para mí el amor. Algo que he deseado tener con tantas ganas a lo largo de mi vida que no me he dado cuenta del precio tan alto que estaba pagando por él, medito sin dejar de mirar la luna, mientras trato de averiguar cómo he podido llegar hasta este punto.

    Nunca he sabido elegir, siempre me han atraído aquellos hombres que venían cargados de problemas o a quienes realmente no les ha interesado lo más mínimo cómo me han hecho sentir cuando he estado a su lado. Todos excepto uno. Pero con él nunca llegué a nada. David, el jefe de Juan, un hombre que sabe lo que quiere, con una mirada intensa y tierna que me volvía loca. ¡Qué digo me volvía! ¡Me sigue volviendo loca! Pero sale con María, mejor dicho, vive con ella. Sé que con él me hubiera sentido querida, hubiera visto las estrellas y el sistema solar al completo, pero nunca llegué a comprobarlo. Me cuesta mucho romper el hielo, e insinuarme a alguien todavía más, y más aún si ese alguien me gusta de verdad. Soy tímida por naturaleza y torpe en ese mundo del coqueteo y las miraditas. ¡Las señales las veo, pero no las sé descifrar!, por lo menos cuando éstas van dirigidas a mí. Y eso es lo que dicen África y Lola que pasó con David; según ellas, él me enviaba carteles luminosos que tal vez sí que veía, pero jamás creí que fueran para mí; se había liado con Lola y, francamente, ¡¡es de Lola de quien hablamos!! ¿Cómo iba a fijarse alguien en mí después de haber estado con semejante fémina? ¡Imposible! Es como comparar un Ferrari con un utilitario de segunda mano. Además, él jamás me habló claro. África y Juan me decían que yo le gustaba, pero ninguno de los dos dimos el primer paso y, antes de que alguno se decidiera a probarlo, conoció a María, una depredadora en toda regla que no paró hasta conseguir cazar a su presa. Y aunque se puede decir que mi corazón se sigue desbocando cada vez que lo veo, jamás le diré nada. Cuando empezaron a salir, yo me resigné, y comenzó a pasar el tiempo. Supongo que se quedará en un recuerdo de lo que podía haber sido y nunca será. Lola no hacía más que decirme que lo llamara, que quedara con él, incluso me quitó el móvil y le mandó un wasap haciéndose pasar por mí. Aún recuerdo lo que le escribió: «Hola, David. Te sorprenderá mi mensaje, pero creo que deberíamos vernos y hablar. Llámame». No me llamó, pero sí contestó el mensaje. «La verdad es que sí que me ha sorprendido, pero no me importaría quedar, dime día y hora», pero yo nunca lo hice, no me atreví a contestarle. ¡Qué le iba a decir! Además, él tampoco me llamó, así que nunca sabré si realmente, con él, hubiese contemplado todo el sistema solar o simplemente una diminuta estrella fugaz. Tal vez si eso me hubiera pasado en la actualidad... ahora que estaba dispuesta a salir de mi cascarón y parecerme más a Lola, seguramente hubiera sido diferente. Por aquel entonces era idiota. Y en este momento, que estaba decidida a buscar algo que mereciera la pena... Soy imbécil. Porque, de tanto buscar y buscar, me obsesioné y encontré lo peor. Encontré a Mario. ¿Por qué siempre me fijo en los chicos inadecuados? ¡Es así, es cierto! Siempre termino interesándome por hombres que tienen aspecto de malos, de rebeldes. Pero, en mi caso, no es sólo el aspecto lo malo... porque, en vez de elegir a aquellos que, aunque su pinta sea ésa, la de un tipo duro dispuesto a partirle la cara a cualquiera por proteger a su chica, acabo eligiendo a los que están dispuestos a partírmela a mí... En hombres que no tienen corazón o, si lo tienen, éste no les late a un ritmo vertiginoso cuando me ven o cuando me tocan. Tal vez por eso muy pocas veces disfruto en la cama y, las escasas veces que lo hago, creo no hacerlo como me cuentan Lola o África. No hay fuegos artificiales, ni música melodiosa producida por el jadeo de nuestros cuerpos. No sé exactamente cuál es el problema, si soy yo, son ellos o simplemente es que somos dos piezas de diferentes puzles, como me dice África. «Tan sólo debes buscar cuál es tu sitio y la ficha que encaja contigo y, cuando la encuentres, contemplarás la imagen que todas las piezas, juntas, conforman, y te darás cuenta de que esa imagen está creada por una mirada, una caricia, un suspiro o un beso. Todas ellas por separado no son nada, pero, si las unes en el momento adecuado con la persona correcta, verás acabado el puzle y podrás descubrir una foto perfecta, una imagen que te hará estremecer. Si ahora no lo ves es porque las piezas que te rodean no son las apropiadas para crear ese perfil; puede que sean parecidas, incluso que encajen contigo en momentos puntuales, pero no son las auténticas.» Creí haber encontrado ese fragmento con Mario, mejor dicho, me obstiné en pensar que Mario era la ficha clave, la que me faltaba... pero no ha sido así y así me ha pasado.

    * * *

    Volvía a casa después de haber pasado una noche con las chicas. África y Juan, por aquel entonces, estaban pasando por una mala racha, y ella estaba hundida. De pronto vi de lejos a un chico apoyado en la pared de mi portal. A primera vista me atrajo muchísimo. Rubio, piel clara y aparentemente buen cuerpo, pero lo que más me gustó de él fue su actitud. Parecía relajado y seguro de sí mismo. La forma en la que se fumaba un cigarrillo me transportó a los años cincuenta, esa época en la que los chicos eran rebeldes, llevaban tupé y vestían chupas de cuero. Justo entonces, cuando mi mente reprodujo una de las escenas de Grease, él se percató de mi presencia y nuestras miradas se cruzaron. Tan sólo fue un instante, pero de tal magnitud que me vi obligada a desviar la mirada y, muerta de vergüenza, intenté disimular mi rubor buscando en mi bolso las llaves del portal, aunque lo que realmente me hubiera apetecido hubiese sido ocultar mi cabeza dentro de él, como haría cualquier avestruz.

    —Está abierta —me indicó con un gesto de cabeza, divertido, al verme.

    —¡Oh!, gracias —contesté con timidez, entrando rápidamente en el edificio, pero entonces tiró su cigarrillo y entró detrás de mí.

    —¿Vives aquí? —me preguntó mientras esperábamos el ascensor—. Yo me acabo de mudar, estoy en el tercero B, así que ya sabes... si necesitas sal, aceite o lo que sea, no tienes más que pedirlo.

    —Yo también vivo en el tercero —dije pulsando la tecla del ascensor.

    —¡Qué casualidad, ¿no?! —exclamó con un brillo misterioso en los ojos—. Por cierto, me llamo Mario.

    —Yo, Sara. —respondí al salir del cubículo.

    —Bueno, guapa, lo dicho, si necesitas cualquier cosa, sólo tienes que pedirlo —soltó dándole un doble sentido a sus palabras—. Mejor será que me calle, antes de que tu novio salga y me parta la cara por intentar ligar contigo.

    «¡Joder, esto sí que es ir directo al grano! Ves, Sara, aquí no hay ni coqueteo, ni miraditas, ni señales malinterpretadas. Aquí hay lo que hay, un chico que está bastante bien y con el que, si tú no eres gilipollas y sales corriendo como de costumbre, puede que hasta surja algo.» Sin pensármelo demasiado, contesté.

    —No hay nadie esperándome, vivo sola.

    —¡Genial!, porque yo también; acabo de salir de una mala relación, pero me niego a pensar que no hay algo mejor... y, por lo visto, sí que lo hay —añadió escaneándome de arriba abajo.

    Y creo que fue ese comentario y cómo me miró lo que me hizo pensar que él podía ser la pieza clave. Creo que malinterpreté sus palabras. Creí ver esperanza donde sólo había rabia; persistencia y obstinación donde sólo encontraría intransigencia, y pasión donde sólo había celos. Sentimientos imprescindibles para destrozar una relación. Lo que jamás se me pasó por la cabeza fue que él había sido el responsable de su anterior fracaso, cosa sobre la que, en la actualidad, no me cabe ninguna duda.

    —Yo no tengo mucha suerte en ese aspecto, siempre acabo fijándome en la persona incorrecta —repliqué, agachando la cabeza.

    —Sí, te entiendo perfectamente, a mí me pasa igual. Pero ya sabes lo que se dice... «Lo que unos no quieren, otros lo desean.» Y, ¿quién sabe?, tal vez estés frente a la persona correcta en este instante —respondió seguro de sí mismo.

    Y por segunda vez insinuó que yo le gustaba. Y lo supe porque usó palabras de fácil comprensión, como «ligar contigo», «otros lo desean» y «persona correcta»... Palabras directas y sencillas para que alguien como yo las entendiera. «Éste no se anda con rodeos ni nada por el estilo, éste va a lo que va, así que lo tomas o lo dejas, Sara», me dije. E ingenuamente pensé que la diosa fortuna se había acordado de mí y que, al parecer, los cien años de mala suerte estaban a punto de terminar. Y esa vez no iba a ser yo la que le pusiera trabas al destino. «No sé qué es lo que hice mal en mi otra vida, pero sin duda la deuda ha llegado ya a su fin», me animé mentalmente.

    Y sin darme cuenta, me lancé a la piscina de lleno, sin prever que me haría falta alguien que me rescatara o, al menos, un simple flotador para evitar que me hundiera hasta el fondo.

    —Se está haciendo tarde; tal vez tengas planes para cenar y yo te estoy entreteniendo —solté, sorprendiéndome a mí misma por mi atrevimiento.

    —Todo lo contrario: odio cenar solo y, cuando digo «solo», lo digo en sentido literal, porque, por no tener, no tengo ni un triste sofá. Dos sillas, la cama y los muebles de la cocina y el baño, ésa es toda mi compañía —respondió apoyado en el marco de mi puerta, intentando dar pena.

    «Te lo está poniendo en bandeja, Sara, así que haz el favor y piensa... ¿qué es lo que haría Lola? Ella hace rato que lo hubiese arrastrado hasta la cama, pero eso, para ti, es demasiado. Comencemos por cenar juntos, que eso ya es un salto con pértiga para ti», recuerdo que pensé.

    —Si... quieres... podemos cenar juntos... en mi casa... y pedir unas pizzas —le propuse casi tartamudeando, debido a los nervios.

    —¡Perfecto! —aceptó con un tono calmado, intentando transmitirme la seguridad que a él le sobraba y que a mí siempre me ha faltado.

    Abrí la puerta y me acuerdo de que lo primero que hizo fue examinar mi piso. Y yo di gracias al cielo por tenerlo limpio y recogido. En el murete bajo que hay nada más entrar a la derecha, detrás de donde está el de la televisión, no había ningún bolso colgado como de costumbre. Así como tampoco había ropa sobre el respaldo del pequeño sofá negro situado frente a la tele, bajo el ventanal, cosa que me hizo suspirar de alivio. Menos mal que la puerta de mi dormitorio estaba cerrada, porque eso sí que ha sido siempre una auténtica leonera. Tierra de nadie, como dice mi madre. Aunque no pudo evitar su irónico comentario cuando fue al baño y preguntó si por allí había pasado un tornado antes de irme. Qué ridícula me siento ahora al acordarme de aquello. A fin de cuentas, es mi casa y nadie tiene derecho a juzgar cómo la tengo. Mis amigas nunca lo han hecho. Entonces, ¿por qué me importaba tanto la opinión de Mario?

    —¿Quieres tomar algo? —le pregunté nada más entrar, dirigiéndome a la cocina.

    —Una cerveza, si tienes —contestó detrás de mí, apoyado sobre el tabique de cristal que separa el salón de la cocina.

    —Sí, claro —respondí sacando dos de la nevera.

    — ¡Bueno, cuéntame! ¿En qué trabajas?

    —Llevo la contabilidad de una empresa, nada del otro mundo. ¿Y tú?

    —Soy camarero del Capricho. Habrás oído hablar de él, seguramente.

    —Sí, mis amigas y yo hemos intentado cenar allí varias veces, pero siempre está lleno. Dicen que se come de maravilla.

    —También sirvo copas en el bar de un amigo los fines de semana.

    — ¿Y cómo lo haces? ¡¿Sales del restaurante y te vas al bar?!

    —A veces, sí, pero los fines de semana intento hacer el turno del almuerzo en el restaurante, de esa manera puedo trabajar en ambos sitios. Si quieres, te puedo avisar cuando me toque servir las cenas algún sábado y así puedes venir con tus amigas sin tener que esperar.

    —¡¿En serio?! Eso sería estupendo. ¿Pedimos?

    —Venga —contestó tranquilamente.

    Llegaron las pizzas y las devoramos sobre el baúl del salón, yo sentada sobre un pequeño taburete y él, en el sofá.

    —Y, dime, ¿por qué has roto con tu novia?

    «¡Por Dios, Sara! ¿Por qué le has preguntado eso? Seguro que no le apetece hablar de ello», me reproché de inmediato, aunque ahora sé que debería haber indagado más sobre ese tema antes de meterme de lleno en todo esto.

    Vi cómo sus ojos pasaron de un azul turquesa al azul profundo de las gélidas aguas del océano. «No le ha gustado mi pregunta.» Eso fue lo primero que pensé, aunque se esforzó en aparentar que no le había molestado, pero sus ojos lo delataron. Ahora lo sé.

    —Digamos que veíamos la relación de manera diferente —contestó el muy cobarde.

    «Pero claro... ¿qué querías que te dijera, Sara? ¡La verdad es que soy un hombre despreciable porque me encanta hacerles la vida imposible a las mujeres que me rodean! Eso, evidentemente, no iba a contártelo», me riño a mí misma.

    —¿Y tú? ¿Qué es eso de que no tienes mucha suerte con los hombres? Porque no me creo que sea debido a que no tienes opciones. No hay más que verte —me planteó observándome con intensidad, con una mirada en la que se adivinaba una estrecha relación entre el peligro y la seducción.

    Esa mirada que yo quise ignorar o, mejor dicho, que interpreté de forma incorrecta.

    Rememoro lo nerviosa que me puse meditando la respuesta adecuada a esa cuestión, y recuerdo claramente lo que pensé. «¿Qué demonios le voy a decir? —me pregunté—. ¡¿Que la mayoría de los hombres con los que he estado han sido unos capullos integrales y que, por desgracia, ninguno de ellos me ha dado el viaje de mi vida?!» Ahora me río de mí misma y de lo estúpida que fui. Es extraño cuánto nos obcecamos a veces en ignorar determinadas actitudes, determinadas conductas o gestos que con el paso del tiempo y vistos con mayor objetividad resultan tan evidentes... los ocultamos o incluso llegamos a interpretarlos a nuestra conveniencia, llegándonos a engañar a nosotras mismas. Qué verdad es que el amor es ciego.

    —Por lo que deduzco... —dijo observándome—... todos ellos eran unos auténticos capullos.

    Yo me quedé perpleja y noté cómo un rubor se extendía por mis mejillas. Mario, al verme, se rio con suficiencia al comprobar que había dado en el clavo.

    —Tu silencio me lo confirma —se regodeó con media sonrisa, recostándose en el sofá.

    —Más o menos —respondí ofendida, agachando la cabeza.

    —No te lo tomes a mal, Sara. Si realmente me alegro es porque, si no hubiese sido así, tú y yo, ahora, no estaríamos cenando juntos —dijo bajando el tono de voz y seduciéndome al mostrarme de nuevo esa mirada.

    —No lo había visto de esa manera —contesté halagada.

    La noche pasó rápido y, cuando me quise dar cuenta, eran las dos de la madrugada, nos habíamos bebido varias cervezas y yo estaba que me caía de sueño, así que, intentando ser lo más educada posible, le dije:

    —Mario, me ha encantado cenar contigo, pero es tarde y me gustaría irme a la cama.

    —Sí, claro, perdona. Estaba tan a gusto que no me he dado ni cuenta de la hora. Bueno, lo dicho, si necesitas cualquier cosa, me llamas; ya sabes dónde vivo —aceptó, levantándose del sofá.

    —Sí, en el tercero B —respondí bostezando.

    —Eso es. ¿Qué vas a hacer mañana? —me preguntó antes de abrir la puerta.

    —Mañana por la noche he quedado con mis amigas para dar una vuelta.

    — ¿Y por dónde vais a estar? —añadió interesado.

    —Supongo que a ese bar nuevo. ¿Cómo se llama? —dije intentando recordar.

    —Te refieres a El Pingüino Helado.

    —Sí, a ése. Si te apetece que nos veamos...

    —No sé, seguramente tendré que ir al bar, pero dame tu número por si acaso.

    —Apunta. —Le di el número.

    —Vale, ya lo tengo —comentó guardándoselo en la agenda del móvil—. Ahora te haré una perdida y así te grabas el mío. En fin, me voy para que descanses —se despidió acercándose a mí poco a poco, anunciando lo que pretendía hacer.

    Fue un beso lento que le permitió saborear mis labios. Yo no le correspondí, pero tampoco lo rechacé, tan sólo me dejé hacer. Me quedé tan estupefacta que una pregunta surgió de repente al quedarme sola... «¿A qué ha venido eso?», pensé desconcertada mientras me lavaba los dientes.

    Pero no obtuve respuesta y desistí, porque ni la persistencia ni la obstinación son rasgos de mi personalidad, más bien me rindo con facilidad, así que el sueño se volvió a apoderar de mí.

    CAPÍTULO 2

    Lola aún no ha vuelto y eso comienza a preocuparme. Me he tomado ya tres valerianas que he encontrado en su cocina y no noto su efecto. «Voy a llamarla», determino dirigiéndome hacia mi bolso en busca de mi móvil.

    Justo en ese momento, el teléfono de casa me sobresalta y me lanzo a por él desesperada.

    —¿Lola? —pregunto sin darme tiempo a oír nada.

    —¿¡Sara!? ¿Qué es lo que sucede? ¿Dónde está Lola? —quiere saber Yago al otro lado de la línea, confundido.

    ¡Ay! ¡Dios! ¿Y ahora qué le digo? No quiero preocuparlo, pero, si no le explico la verdad, ¿qué demonios le cuento?

    —Hola, Yago. Lola acaba de salir, la han llamado del hotel para no sé qué asunto, nada grave. Pero ya la conoces... Yo había venido a hacerle una visita, pero, como ha recibido esa llamada, me ha dejado aquí porque ha dicho que no tardaría —invento sobre la marcha, intentando disimular.

    Menos mal que no me ve, porque estoy temblando como una hoja desde que ella se ha ido. Y, aunque últimamente he mejorado mucho mi técnica del engaño, sé que estoy más roja que un tomate maduro, detalle que no consigo disimular cuando miento.

    —¿Qué está sucediendo, Sara? Porque no me creo ni una palabra de lo que me has dicho. Para empezar, porque, de ser así, hubiera respondido a alguna de las mil llamadas que le he hecho, así que dile que me llame en cuanto aparezca.

    —Tranquilo, en cuanto llegue, te prometo que es lo primero que hará.

    —¿Todo va bien, Sara? —me pregunta con delicadeza, aunque no puede esconder su nerviosismo. Justo antes de contestarle, oigo cómo la puerta se abre y suspiro aliviada.

    —Ahora mismo entra por la puerta, Yago; acaba de venir del hotel —le digo para que ella se entere de la excusa que he puesto—. Te la paso —añado a modo de despedida, evitando más preguntas.

    —Hola, cariño —oigo que le dice ella tranquilamente—. No, he tenido que ir a resolver cierto asunto con el imbécil del exnovio de Sara —le suelta sin quitarme ojo—. Nada, tú tranquilo, todo está controlado. —Al parecer él no se tranquiliza y Lola empieza a perder los nervios después de oír lo que Yago le dice—. ¡¿Me crees incapaz de tratar con esa garrapata!? —«No», supongo que le responde él—. Pues entonces —suelta ella, cortante. Por unos segundos Lola permanece en silencio y creo que Yago hace lo mismo, ya que no oigo nada; luego ella exhala el aire que contenían sus pulmones y prosigue con dulzura—: Cariño, te he dicho que no tienes de qué preocuparte. Todo está bien. Sara se quedará aquí el fin de semana y después ya veremos qué hacer. —Distingo la voz de Yago al otro lado de la línea, pero no consigo saber qué dice. Lo que sí sé es lo que Lola responde—. Sí... te prometo que no haré ninguna otra locura. Venga, mañana hablamos, ¿vale? Un beso.

    Cuando cuelga, me declara a modo de explicación:

    —¡Hombres! Se creen que son más machos si son ellos los que se encargan de resolver los problemas y no se dan cuenta de que algunas mujeres llevamos tanto tiempo cuidando de nosotras mismas que podríamos encargarnos de defender a muchos de ellos.

    Al oír ese comentario, agacho la cabeza, avergonzada al percatarme de que yo nunca seré una de esas mujeres.

    —¡Oh! Sara, no pretendía incomodarte —exclama abrazándome—. Simplemente hablaba conmigo misma.

    —Lo siento —digo con lágrimas en los ojos, de nuevo.

    —¿Por qué? —plantea preocupada—. Tú no tienes la culpa de nada, Sara.

    —Siento no haberte hecho caso el primer día que me lo advertiste, siento haber creído todas y cada una de sus mentiras y siento haberte metido ahora en este lío.

    —Para empezar, estaba deseando que este día llegase; es más, me hubiera enfadado muchísimo si me hubieses quitado el placer que he experimentado hace breves instantes —afirma con una sonrisa perversa—. Y el resto, no importa, lo importante es que te has dado cuenta de quién es. ¿Me hubiera gustado que fuese mucho antes? Por supuesto, y me molestó que lo creyeses a él antes que a mí, no te voy a engañar. Pero todo eso ya es pasado. Como dice Yago, las cosas suceden cuando tienen que suceder. Así que ahora mismo vamos a beber lo más fuerte que tenga en casa para celebrar este gran paso que has dado, y para que el alcohol anestesie nuestros cuerpos y consigamos dormir —anuncia dirigiéndose hacia la cocina en busca de su antídoto.

    —¿Qué ha pasado, Lola? ¿Qué es exactamente lo que has hecho? —le pregunto apoyándome en la pared.

    —Digamos que me has dado la excusa perfecta para usar mi bate de béisbol.

    —¡¿Qué has hecho, Lola?! ¡No me asustes! —grito poniéndome tensa de repente.

    —No le he abierto la cabeza, si es eso lo que te preocupa. Aunque ganas no me han faltado al verlo —dice ofreciéndome una de las copas de whisky.

    —Yo no bebo nunca esto —anuncio cogiendo la copa de todos modos.

    —Ni yo, pero creo que ahora mismo es lo que necesitas, y no te voy a dejar beber sola, así que hoy nos iremos las dos a la cama bien servidas —replica encogiéndose de hombros mientras choca su copa contra la mía.

    —¿Qué ha ocurrido cuando has llegado, Lola? —repito, ansiosa por saber, mientras me siento en una de las sillas de la cocina para escucharla atentamente. Lola hace lo mismo, deja su copa sobre la mesa y me mira antes de hablar.

    —Nada que no tuviera que pasar, Sara —sentencia apoyando sus manos sobre las mías—. Creo que, cuando he entrado, Mario ha oído cómo se cerraba la puerta, porque la verdad es que no he sido demasiado delicada, pero le ha dado igual. Supongo que ha pensado que eras tú de nuevo y eso me ha envenenado la sangre. —Hace una pausa en su narración de los hechos y, antes de continuar, bebe otro trago—. ¡Joder! Pero ¡qué malo es esto! —Yo, al ver su cara, huelo mi copa, que atufa a alcohol que mata, pero aun así tomo un sorbo y confirmo lo que Lola ha dicho.

    —Sí que está malo, sí. Igual deberíamos echarle un poco de Coca-Cola o hielo, al menos.

    —Bien pensado —acepta dirigiéndose hacia el congelador. Añade dos cubitos a cada copa y continúa—: Bueno, como te iba diciendo, cuando he llegado seguían los dos en la cama. Y te juro, Sara, que no sé cómo has podido quedarte impasible al verlos ahí desnudos. El caso es que yo no soy como tú... así que, en cuanto los he pillado, no he podido refrenar el impulso de usar el bate de béisbol. Me lo he llevado sin intención de usarlo, simplemente como medida de protección, por si Mario se ponía chulo, pero me ha sido imposible contenerme. —«¡Madre mía, pero qué es lo que ha hecho está loca!», flipo asustada, abriendo los ojos e imaginándome lo peor, antes de seguir escuchando—. Lo que te voy a contar sé que no te va a gustar, pero te prometo que no lo he podido evitar. El caso es que... ya no tienes colección de perfumes. Sé cuánto te gustaban, pero, a veces, en un enfrentamiento de estas características, se producen daños colaterales, y en esta ocasión han sido éstos los que han sufrido mi ira —me explica encogiéndose de hombros, intentando darle un toque de humor a toda la situación.

    —¡Joder, Lola, vaya susto me has dado! Por un momento he pensado que le habías roto las piernas. —Suspiro aliviada, poniéndome una mano en el pecho y dándole otro trago a mi whisky.

    «¡Dios, qué malo es este brebaje!», me digo al notar cómo quema al pasar por mi garganta.

    —Eran los frascos de perfume o él, y creo que mi primera opción ha sido la más acertada. No veas el salto que han pegado cuando han oído el estruendo. ¡Pumba!, y un millón de diminutos cristales han salido disparados por todas partes. «¡Pero tú estás loca!», me ha gritado Mario. «Sí, y aún no sabes lo que soy capaz de hacer con un bate como éste», le he contestado, golpeándolo con todas mis fuerzas contra el colchón. «¡Así que coge tus cosas, a tu fulana y saca tu puto culo de esta casa!»

    —¿Y qué es lo que te ha dicho entonces? —demando sin poderme creer aún lo que Lola ha hecho.

    —Rápidamente se ha puesto los pantalones y ella, muy asustada, se ha vestido detrás de él. «Lola, espera un momento, déjame que te explique. Todo esto ha sido un error... pero lo puedo arreglar. Le pediré perdón a Sara y...» —dice Lola intentando imitar la voz de Mario—, pero yo no quería escuchar ni una sola palabra que saliese de su apestosa boca, así que le he soltado: «Te doy veinte minutos; todo lo que no saques de esta casa en ese tiempo puedes olvidarlo para siempre. Así que yo no perdería ni un segundo intentando razonar con una loca a la que le importan una mierda tú y tus absurdas excusas». Esto se lo he gritado muy cabreada, empujando con el pie un par de cajas que casualmente llevaba en el maletero y que he subido al piso. Entonces él, al ver que yo no cedería, ha optado por adoptar otra postura. «¡Esto no va a quedar así, tú no puedes echarme de esta casa! ¡Es Sara quien debe decirme eso!», me ha chillado amenazante.

    Yo escucho atentamente su relato y noto cómo todo mi cuerpo permanece en una tensión constante. Bebo otro trago de whisky, intentando que me relaje, pero es complicado mientras escucho a Lola.

    —«¡No intentes jugar conmigo, Mario, porque no tienes ni puta idea de con quién estás tratando, así que recoge tus cosas y lárgate! ¡Ah, y no olvides darme las llaves antes de irte!», le he exigido. Como ha visto que poniéndose gallito no iba conseguir nada, luego ha optado por suplicar... «Pero ¿a dónde quieres que me vaya? Llevo más de dos meses viviendo aquí y ahora no tengo a dónde ir. Hablaré con Sara, ella sabe que la quiero», me ha implorado, pretendiendo darme lástima. Eso me ha puesto enferma. Ha creído que sus artimañas iban a funcionar conmigo, pero no, así que ya le he dicho que se olvide de ti, que reinicie su estúpido cerebro de insecto a partir de hoy y que haga como si nunca hubieras existido. «Y, sobre dónde vas a pasar la noche... francamente me importa una mierda dónde vas a aposentar tu sucio y mugriento culo.» En ese momento, Mario tenía tantas ganas de partirme la cara como yo de hacer un puré con su cabeza, porque ninguno de los dos hemos dejado de mirarnos amenazantes —añade Lola suspirando—. Menos mal que la chica ha empezado a tirar de su brazo y le ha propuesto que fuera a dormir a su casa hasta que encontrara dónde quedarse, porque, si no, no sé qué hubiera ocurrido. No me extraña que te haya tenido bajo sus botas, porque es difícil no acobardarse cuando mira así. Pero la chica ha estado espabilada y ha deducido que, si no intervenía, eso podía acabar mal. Mario ha pasado por delante de mí sin bajar la mirada ni un segundo, y ha pegado un enorme portazo antes de irse.

    —Lola, no tendrías que haber hecho eso, tú no lo conoces cabreado. Podría haberte hecho daño. Todo es culpa mía, no tenía que haber venido aquí —exclamo nerviosa.

    —Tú, por mí, no te preocupes, Sara, y no quiero volver a oírte decir que tienes la culpa de nada. Escúchame —me ordena cogiéndome de los hombros para que le preste atención—: prométeme que, si aparece por tu casa, me llamarás. ¿Me has entendido?

    Asiento con la cabeza.

    —Sí —contesto luego, asimilando todavía todo lo que ha sucedido esta noche.

    —Perfecto —responde satisfecha—. No me ha devuelto la llave, así que mañana llamaremos a un cerrajero para que pase por tu casa. Le he pedido a Silvia, la señora que limpia, que se encargue de recogerlo todo y de abrirle la puerta. Ya le he explicado lo que debe hacer. No me fio ni un pelo de ese tipo. En cuanto a ti, te quedas aquí unos días. Yago no vuelve hasta el domingo y así me harás compañía.

    —No hace falta que hagas eso, ni tampoco me voy a quedar aquí el fin de semana. Mañana me iré a mi piso. Ya has hecho bastante por mí. No quiero meterte en líos. No te los mereces.

    —Nada de peros. Aún no comprendo qué es lo que viste en él.

    —Ni yo. Si te soy sincera, ahora tengo que esforzarme en recordar lo que al principio me gustó de él, porque hace tanto de eso que casi se me ha olvidado. Supongo que me enamoró la manera que tenía de mirarme, cómo me desnudaba con los ojos cuando me observaba de arriba abajo. O cómo conseguía que perdiera la cabeza cuando me hablaba como sólo él sabe hacer. Es más, creo que, si me prometiera de verdad que todo volvería a ser como antes, tal vez lo perdonaría, pero no creo que eso vaya a suceder —comento recordando cada beso, cada sonrisa y cada caricia... recordando cómo conseguía que todo mi cuerpo se estremeciera bajo sus manos cuando se lo proponía.

    —Ni se te ocurra pensar así. Lo que pasa es que apareció en tu vida en el peor de los momentos —replica Lola levantando un dedo en el aire a modo de advertencia—. Pero es un embaucador y un embustero. Te utilizaba, Sara. No te dabas cuenta, pero hacía lo que él quería. Todo era premeditado, tenía un fin... y era lograr que tú perdieras la razón.

    —No sé, Lola... Cuando esta noche he venido a tu casa, deseaba que este infierno acabase, pero ahora que veo que realmente ha terminado, creo que no voy a ser capaz de vivir sin él.

    —¡No digas tonterías! Sé que es difícil aceptar los cambios, pero, ¡mírame a mí!, ¿quién me iba a decir que podría mantener una relación normal con otra persona que no fuese Marcos? Si llegan a preguntarme esto hace un año, te aseguro que mi respuesta hubiese sido un no rotundo y, sin embargo, ahora ya ves: estoy a punto de casarme. O fíjate en África, dentro de nada va a ser mamá. ¿Y quién lo hubiera dicho? La vida cambia, Sara, y nosotros debemos cambiar con ella. No te quedes atascada en un punto que no lleva a ningún sitio y que no te hace feliz. Sólo tenemos una oportunidad para serlo, y muchas veces dejamos pasar el tiempo pensando que éste lo cura todo... y esperando algo que no sucederá jamás. No te engañes... Si tú no cambias, si tu actitud y tu forma de pensar e incluso de actuar es la misma, el tiempo es sólo eso, minutos que transcurren sin darnos cuenta, llenando los días vacíos, de momentos insípidos y que no te aportan nada. Para ser feliz no basta con desearlo, hace falta creer que mereces serlo y luchar por conseguirlo.

    —Tú no eres como yo. Lo has dicho tú misma. Yo no tengo tu seguridad, ni tu valor a la hora de enfrentarme a la vida. Como tampoco tengo el equilibrio que tiene África. Yo tan sólo soy... yo —contesto apesadumbrada.

    —Exacto, y por eso mismo eres especial. Puede que tú no lo veas, pero te aseguro que tienes otras cualidades. Eres dulce, leal y soñadora. Y sé que vas a encontrar a ese alguien que te haga soñar, si eso es lo que deseas. Pero las cosas no hay que forzarlas, Sara —me dice con dulzura, acariciándome la mejilla.

    —Lola, ¿por qué crees que siempre me fijo en la persona equivocada? —le pregunto, desanimada.

    —Porque estás obstinada en encontrar el amor verdadero y no te das cuenta de que eso llega por sí solo cuando menos te lo esperas. Te lo digo por experiencia.

    —¿Tan desesperada se me ve?

    —No siempre ha sido así, pero, cuando lo conociste, sí... No sé si ha influido el hecho de que yo, la oveja negra y descarriada, haya encontrado a alguien especial, o si simplemente tenía que pasar, pero te has empeñado tanto en que esa relación debía salir adelante que has dejado de ser tú.

    —Puede que haya sido un poco de todo. Os veía a las dos tan bien que tal vez me sentí un poco desplazada, fuera de lugar... y me centré en Mario —explico encogiéndome de hombros.

    —Bueno, la cuestión es que eso ya ha terminado, así que, a partir de ahora, vamos a disfrutar de lo bueno que nos depara la vida —argumenta intentando animarme.

    —Si es que hay algo bueno —respondo negativa.

    —¡¡Por supuesto que lo hay!! Sólo es cuestión de abrir bien los ojos y prestar atención a las señales.

    —Hablando así me recuerdas a África y su rollo del destino —comento con una tímida sonrisa.

    —Tienes razón. Está consiguiendo contagiarme su forma de pensar, pero en el fondo eso me gusta —contesta riéndose.

    Son las tres de la madrugada y no consigo dormir. Mi mente no permite que me olvide de Mario y de cada momento que he vivido con él. Mientras contemplo la luna a través de la ventana, rememoro el día en el que él y Lola se conocieron.

    * * *

    Aquella noche las tres habíamos cenado juntas, pero África decidió irse a casa, así que Lola y yo nos fuimos a tomar una copa a El Pingüino Helado. Fue allí donde Mario y ella se conocieron. Él, en cuanto la vio, se quedó fascinado. A mí no me importó demasiado, todos los hombres tienen la misma reacción cuando la conocen y él no tenía por qué ser diferente. Además, Mario en ningún momento hizo nada que me hiciera sospechar que pretendía algo con ella, pues no me quitaba ojo, como de costumbre. Aunque, si tengo que ser sincera conmigo misma... nada más irse ella, Mario me hizo toda clase de preguntas sobre Lola, cosa a la que en ese momento no le di mayor importancia, porque creí que era mera curiosidad. Sin embargo, ahora, desde la distancia y conociéndolo como lo conozco, sé lo que pretendía. Lo que nunca se imaginó fue la clase de mujer que es Lola y que siempre ha sido ella quien ha decidido cuándo, dónde y, sobre todo, con quién. Pensó que él podría hacerse un hueco en la larga agenda de conquistas de Lola, pero no fue así. Porque ella tendrá sus defectos, como el resto de los mortales, pero también tiene unos valores inquebrantables y el ser amiga de sus amigas es uno de ellos. Para Lola, somos su familia.

    Y así me lo hizo saber ella al día siguiente, cuando comimos juntas y le conté lo que había sucedido en el parque.

    —¡No empieces a fantasear! A mí no me parece tan encantador, más bien lo vi un poco... no sé cómo decirlo de forma delicada... ¡posesivo!

    —Bueno, puede que tengas razón; uno de sus amigos se me acercó y él se puso celoso, pero, en el fondo, ¿no son los celos una muestra de amor?

    —Querrás decir de control.

    —No. ¡Unos pocos dan cierta chispa a una relación y te hacen hacer locuras! —repliqué, ilusa de mí. Lo que no imaginaba entonces era la clase de locuras que estaría dispuesta a hacer en nombre del «amor».

    La noche anterior, Lola hacía rato que se había ido y Mario y yo estábamos en la barra cuando dos amigos suyos se acercaron a saludar.

    —¡¿Qué pasa, Mario?! Cuánto tiempo. ¿Quién es esta preciosidad? —me piropeó uno de ellos, mirándome de arriba abajo. Cuando Mario se percató del repaso que me había pegado

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