La invitada
Por Corín Tellado
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"—Déjate de filosofías. ¿Qué dice la superiora?
Lana suspiró, resignada. Rod era un orgulloso y no admitía jamás que pudiera depender de nadie. Él se creía superior a todo el mundo y eso dolía a Lana, que supo lo mucho que le costó a su marido salir adelante y además, teniendo la ayuda de los señores...
—Pues dice que la señorita Mae es casi una mujer, que hace cinco años que no salió del colegio y que es un dolor que todas sus compañeras pasen las vacaciones en sus hogares y ella se quede sola en el convento. No me lo pide, Rod, pero me sugiere la idea de traer a la señorita Mae a la hacienda este verano. Total... tres meses pasan pronto..."
Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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La invitada - Corín Tellado
CAPÍTULO PRIMERO
—¿Me llamabas, madre?
—Sí, Rod. Tengo que hablarte.
—¿No puedes dejarlo para otra hora?
Lana Brown se acomodó en la orejera e hizo ademán a su hijo para que se aproximara. Rod obedeció de mala gana. Sus fuertes botas pisaron con fuerza la estera, y el barro que de ellas escapaba iba dejando un surco en el suelo, lo cual no asombró a Lana, porque estaba acostumbrada a las «cosas» de su hijo.
—Siéntate, Rod.
—¿Sentarme? Imposible, madre. Tengo mucho que hacer. Los muchachos acaban de llegar del campo, he de revisar el ganado y dar algunas instrucciones para mañana. Recuerda que la siega está a la mitad y si llegan las lluvias...
—Olvídate un poco de tus deberes, hijo, y escúchame unos instantes.
Rod hizo un gesto, y si bien no se sentó, se dispuso a escuchar a su madre. Era un mozo fuerte, muy alto y de ancho pecho. Tendría veintiséis años, si bien las facciones de su cara, muy acusadas, así como sus cabellos crespos y el aire de fortaleza que emanaba de todo él, le daban aspecto de más edad. Tenía el pelo rubio, de un rubio oscuro, cortado casi al rape y naciendo en punta, sin dominio alguno. Sus ojos, de mirar duro, eran de un tono entre pardo y azul y nunca se animaban, excepto para enfurecerse y reñir a sus hombres. Su boca era ancha, provocadora, y le daba aspecto de labrador embrutecido avezado al campo, del cual apenas si había salido en cortos viajes a la capital próxima.
Vestía en aquel instante pantalón de montar, altas polainas y una camisa a cuadros arremangada hasta el codo, dejando ver sus brazos velludos y fuertes. También se veía su pecho, el cual jamás tapaba, tanto si era invierno como verano. Nunca había estado enfermo, jamás sufrió un resfriado y era, lo que se dice, como un peñasco. Si tenía sensibilidad nadie lo sabía, pues desde muy niño gobernó la hacienda una vez muerto su padre, y jamás vio nadie aquella sensibilidad, si es que existía.
—¿De qué se trata, madre? —preguntó expeliendo el humo de su pipa por nariz y boca.
—He recibido hoy una carta de Francia...
Rod la miró, ceñudo.
—¿Y qué?
—Es de la superiora del convento donde se educa Mae White. Mi deber es consultar contigo y leerte esa carta.
Rod hizo un gesto brusco con su mano grande y callosa. Aquel ademán indicaba que no deseaba saber nada.
—Rod...
—No me la leas —pidió, enfadado—. Dime lo que dice, si eso te consuela, y acabemos de una vez.
Lana estaba acostumbrada al tono seco de su hijo. En la comarca podrían creerle un hombre insensible, un egoísta y hasta un desconsiderado, pero ella era su madre y lo trajo al mundo, lo crió y estudió todas sus reacciones y sabía que bajo aquella capa casi brutal, se ocultaba un gran corazón de hijo y este hijo la amaba entrañablemente.
—Si te explico lo que dice —observó con calma— no será para consolarme, sino para pedirte un parecer.
—Ya sabes, madre, que nunca me agradó que consintieras en ser tutora de esa niña.
—Tiene dieciséis años.
—Como si tuviera veinte —atajó, fiero—. De cualquier modo que sea, una tutela se convierte siempre en una gran responsabilidad y a mí me desagrada que tú tengas esa clase de responsabilidades.
—La madre de Mae fue muy buena conmigo. Cuando me casé con tu padre, él era chófer de los White y yo doncella de la señora...
—Lo sé, madre, lo sé —se impacientó—. ¿Por qué recuerdas esas cosas? Mi padre era su chófer y tú su doncella. Os casasteis y los White os ayudaron a poner esta granja. No creo que también los White os ayudaran a convertir la pequeña granja en una hacienda importante.
—No. Pero sin los cimientos no hay edificio.
—Déjate de filosofías. ¿Qué dice la superiora?
Lana suspiró, resignada. Rod era un orgulloso y no admitía jamás que pudiera depender de nadie. El se creía superior a todo el mundo y eso dolía a Lana, que supo lo mucho que le costó a su marido salir adelante y además, teniendo la ayuda de los señores...
—Pues dice que la señorita Mae es casi una mujer, que hace cinco años que no salió del colegio y que es un dolor que todas sus compañeras pasen las vacaciones en sus hogares y ella se quede sola en el convento. No me lo pide, Rod, pero me sugiere la idea de traer a la señorita Mae a la hacienda este verano. Total... tres meses pasan pronto...
—No, madre. No quiero.
—Pero, Rod, hay que ser humanitario. La chica no tiene vocación de monja y dentro de dos años, cuando cumpla los dieciocho, no habrá más remedio que traerla.
Rod quitó la pipa de la boca y la golpeó sin miramiento alguno en el respaldo de un sillón. Lana lo miró, pero nada dijo.
—Tiene dinero —adujo Rod con irritación—. Administro sus bienes desde hace cinco años y puedo asegurarte que es muy rica.
—Lo sé.
—Cuando se tiene tanto dinero... no es preciso vivir con otras personas que tienen menos.
—Pero, Rod. Ahora no se trata de dinero. La señorita Mae está sola en el mundo y fui nombrada tutora por su madre poco antes de morir. Aquella señora bondadosa, llena de ternura, me la confió a la hora de su muerte. Ella sabía cuánto apreció a los White...
—Ya no eras su doncella, madre —adujo, rudo—. Eras la madre de un hombre. Ya no tenía derecho a ordenarte.
—Eres un desagradecido, Rod.
El muchacho golpeó el suelo con el pie.
—Soy un ser humano nada más. Eso es lo que soy. Cuando ellos te ayudaron..., ¿sintieron acaso esa ayuda? Un poco de dinero para quien tiene tanto, poco importa.
Lana se enfadó.
—Rod, me estás dando miedo. Otros tienen dinero y no lo regalan a sus criados. Además —añadió con tristeza—, no estamos discutiendo eso. Estamos hablando de una carta, en la cual se me indica que mi deber es ir a buscar a Mae.
—He dicho que no.
Se dirigía a la puerta.
—¡Rod! —gritó Lana—, Rod, hijo mío, no me disgustes y ven aquí.
—He dicho que no.
Y salió dando un portazo.
Lana se metió en el despacho. Se sentó ante la mesa y, tras dudarlo unos segundos, procedió a escribir. Le decía a la superiora que iría a recoger a Mae a finales de semana y que tendría mucho gusto en tener a su pupila a su lado durante los meses de verano.
A la hora de la cena, cuando Rod entró en el comedor, ceñudo y serio como siempre, Lana dijo con su voz inalterable, llena de ternura:
—He escrito a la superiora... A últimos de semana iré a Francia a buscar a Mae.
Rod la miró, frunció el ceño, y como cuando era niño, se limitó a mascullar