El matrimonio de Myriam
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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El matrimonio de Myriam - Corín Tellado
I
—No digas nada a la señora, ¿eh?
—Dios me libre. Pero te advierto que, aunque pretendiera decirlo, me harían callar. La señora no admite ni confianzas ni comentarios de esa índole.
—Mejor.
—Pero, ¿estás segura de cuánto dices?
—Yo creo que sí. Tú sabes que la señorita Myriam ha sido siempre muy sufrida. Todo lo rumia sola.
—¡Pobre señorita Myriam!… ¡Parecía tan enamorada!
—Y lo está —adujo María, la doncella de Myriam, contemplando pensativa a su compañera.
Ambas servían a los Beltrán, desde hacía muchos años. Cuando Myriam se casó, doña Inés, su madre, le cedió a María y se quedó con Carmen, y ambas, al encontrarse los jueves, día que las dos tenían libre, cambiaban impresiones y se contaban mutuamente lo que observaban en casa de sus señores. Doña Inés había tenido cuatro hijos de su matrimonio. El marido había muerto joven, y la dama viuda llevó adelante el negocio de comercio al por mayor, hasta que Javier, su único hijo varón, se hizo cargo de los asuntos de su madre y las tres hijas se casaron.
Olimpia, la mayor de las hermanas, lo hizo con un acomodado farmacéutico llamado Pedro Valle. Y Conchita, la segunda, se casó con Ernesto Santos, de profesión médico. Más tarde se casó la menor, y ni Javier ni su madre, ni siquiera las hermanas, estuvieron de acuerdo con aquel matrimonio, mas Myriam, que era reservada y tenaz, muy distinta a sus hermanas, se enamoró de Julio Ibarguren, arquitecto de profesión, casi desconocido, pues había llegado a Madrid a trabajar en una empresa importante, y tras de conocer a la menor de las Beltrán, se casó con ella, importándole un ardite la opinión que de él tenía la opulenta familia de su esposa.
Myriam realizó un largo viaje de novios, y los Beltrán nunca supieron cómo le fue en él, pues siendo niña había sido hermética, lo fue luego de jovencita y lo era ahora de señora casada. Las dos muchachas de servicio, que conocían esto y mucho más que observaban, se lo referían una a otra, si bien sus comentarios nunca trascendían, primero porque ambas amaban y respetaban a la señorita Myriam, y luego porque la familia Beltrán, aun en el supuesto de que ellas refirieran cuanto sabían, no las dejarían hablar.
—Y si la señorita Myriam sufre todo eso, es precisamente por amar tanto a su marido —dijo María, como si siguiera una conversación interrumpida.
—Pero el amor tiene su límite.
—¡Cállate, Carmen! ¡Qué sabes tú!
—Sé mucho de amores —replicó la otra, ofendida.
—Si lo dices por tu efímero noviazgo con él soldado…
—¿Y no te acuerdas de aquel quinto de Marina que me acompañó hasta que terminó el servicio?
—Claro que me acuerdo. Has tenido muchos novios, pero eso no es suficiente para saber cosas de amor. Además —añadió sentenciosa —los amores de los señoritos son distintos.
Carmen se engalló. No estaba de acuerdo con su compañera, ni mucho menos. Ella tenía veintiocho años, y contaba en su libro de haber una docena de novios, con los cuales pensó casarse, si bien ellos se olvidaban de sus promesas, una vez terminado el servicio militar. «¡Cosas de la vida!», exclamaba Carmen, resignada. En cambio, María no había tenido más que un novio. Un novio que aún conservaba, y con el cual pensaba casarse cuando reunieran lo bastante para poner un pisito. Él era camarero y se llamaba Hilario. Un nombre horrible, si se quiere, pero con un corazón entregado a María y unos deseos locos de reunir algunas pesetillas para casarse y quitarla de servir al prójimo, dedicándola tan sólo a servirle a él.
—¿Distintos? No digas tonterías. Los amores son todos iguales.
—Pues no. Tú y yo lo decimos todo en la cara. ¿No es cierto? Cuando Hilario me hace una de las suyas, y me hace muy pocas, he de reconocerlo, no ando con rodeos ni tapujos, pero ellos, los señoritos, se lo guardan todo y no dicen ni pío.
—Se lo dirán cuando tú no los oyes. En la alcoba, por ejemplo.
María sonrió, desdeñosa.
—Has de saber —dijo como quien lo sabe todo —que la señorita Myriam no comparte la alcoba con el señorito Julio.
Carmen abrió la boca un palmo.
—¿Qué dices?
—Lo que oyes.
—Pues para que eso ocurriera —adujo Carmen—, habrán tenido un buen altercado.
—Te equivocas. Allí todo ocurre sin palabras.
—Eso son bobadas. No habrás oído tú las palabras.
—¿Que no? ¿Piensas que soy sorda? Hace mucho tiempo que los señoritos apenas si se hablan. Ella, la señorita Myriam, se pasa los días leyendo o tocando el piano, o pintando en el jardín. Y el señorito Julio apenas si se detiene en casa.
—Nunca tal he visto —exclamó Carmen, alarmada. —Recuerdo muy bien cuando se casó la señorita Myriam. Tú también lo recordarás, ¿no?
—Naturalmente.
—La señora se oponía a su matrimonio. La señorita Olimpia y Conchita también. El único que callaba era el señorito Javier.
—Pero tú no sabes que el señorito Javier atrapó sola a la señorita Myriam y le habló. Eso lo oí yo perfectamente.
—¿Y qué le dijo? —preguntó Carmen, deseando saber.
—Entre las muchas cosas que le advirtió, le habló de los vicios del señorito Julio. Le dijo que era un desconocido, al fin y al cabo. Que carecía de familia y había vivido siempre para él solo, sin trabas ni vigilancia. Y que era un hombre que no se adaptaría fácilmente a la vida sosegada del hogar ni a un solo amor.
—¿Y qué contestó la señorita?
—Le dijo que lo amaba, y que estaba segura del amor del señorito Julio.
—¿Y después?
—El señorito Javier continuó hablando de muchas cosas que yo no comprendí. Y al cabo dejó de hablar, porque la señorita Myriam no le hacía caso, y nunca más volvió a decirle nada.
—Y contra toda opinión, la señorita Myriam se casó.
—Eso es.
—Y hace un año de eso.
—Sí —admitió María pensativamente—. Hace un año y ya viven separados, como quien dice.
—Si lo supiera doña Inés…
—No lo sabrá nunca. La señorita Myriam no lo dice, y yo no abro la boca.
—¿Y cuándo empezaron las desavenencias?
—¡Oh! Yo diría que hace mucho tiempo. Casi a raíz del regreso del viaje de novios. A decir verdad; nunca los vi unidos. Tú ya sabes cómo se quieren la señorita Olimpia y el señorito Pedro, y la señorita Conchita y el señorito Ernesto.
—Empalagan —rió Carmen.
—Pues ellos nunca empalagaron. Diríase que se casaron hace quince años.
—Pero tú aseguras que la señorita Myriam está muy enamorada.
—Mucho.
—¿Cómo se entiende eso?
—Se le nota.
—¡Qué sabes tú de eso!
Ahora fue María quien se enfadó.
—¿Me crees ciega o tonta?
—Ni lo uno ni lo otro, pero…
—No hay pero que valga. Yo lo veo. ¿Me entiendes? La señorita Myriam está muy enamorada.
—¿Y él?
—¡Ah! Eso no lo sé. El señorito Julio es despreocupado y egoísta. Vive su vida, se divierte y nada más.
—¿Sabes lo que te digo? —susurró Carmen confidencialmente, como si temiera ser oída—. Creo que el señorito Julio se casó con la menor de las Beltrán por su dinero. Los Beltrán son muy ricos y la señorita Myriam tiene fortuna propia por su difunta madrina. Dicen que el señorito Julio no tenía un real y trabajaba en una empresa constructora, de ayudante. En cambio, ahora tiene despacho propio. Y además dirige la empresa que ha formado después de casarse. ¿De dónde crees que salió el dinero?
—Ahí viene Hilario —cortó María—. Vamos al cine.
—Mucho tarda mi soldado.
María rió. Los soldados de Carmen siempre tardaban, y al final Hilario y ella la invitaban al cine. Carmen tenía mala suerte con sus novios.
* * *
Era rubia y gentil. Sus verdes ojos tenían en el fondo de las pupilas una sombra de melancolía que los hacía más bellos, si esto era posible, pues Myriam Beltrán era hermosa por naturaleza.
En aquel instante se hallaba en la salita del pequeño chalet en el cual vivían, en la Colonia del Viso. Fue el regalo que le hizo su madre cuando se casó. Era una villa bonita, amueblada con todos los adelantos modernos, y el gusto depurado de Myriam, femenina cien por cien, se notaba en cada detalle. Era su hogar.
Myriam distendió su